El 9 de diciembre de 2013 falleció mi buen amigo Juan Luna Delgado, un hombre coherente, honesto, bondadoso, comprometido y un referente intelectual y político. Catorce años antes, un 9 de diciembre, se había terminado de imprimir su único libro, Artículos y ensayos políticos, coincidiendo con el 68 aniversario de la aprobación de la Constitución de la II República Española. En su memoria publico algunas fotos y mi intervención en la presentación de su libro, que se celebró en el salón de plenos del Ayuntamiento de Lucena el día 18 de diciembre de 1999. En el acto participaron también el cronista oficial de la ciudad, Luisfernando Palma Robles, y la profesora de Lengua y Literatura Carmen Anisa Prieto. El texto de mi intervención fue el siguiente:
En este tiempo de pensamiento único, moneda única y de cierta añoranza del partido único; en esta sociedad en la que el concepto de compromiso ha pasado de moda y en la que mezclar la crítica política con la literatura es una actividad que ha quedado en manos de unos cuantos “iluminados” que, al parecer, tienen mucho pasado y poco futuro; en esta Lucena del siglo XX en la que la Historia se está convirtiendo en historietas de fiestas divinas y humanas, ecos de sociedad y anécdotas insulsas, la publicación de Ensayos y Artículos Políticos es una bocanada de racionalidad, un acto de civismo, una llamada respetuosa a la cultura civil y a las conciencias cada vez más adormecidas de los ciudadanos.
La selección de artículos, conferencias y ensayos recogidos en este libro es el fruto de treinta años de la vida de una persona que ha dedicado su valía intelectual al compromiso político. Cuando Juan Luna se educó y comenzó a desarrollar su actividad profesional, la política era delito y pecado. La edición del Catecismo de la Doctrina Cristiana del padre Ripalda en 1944 recogía entre los principales errores condenados por la Iglesia el racionalismo, el marxismo y el liberalismo, y consideraba que eran nefastas las libertades de prensa, de enseñanza, de propaganda y de asociación. La dictadura de Franco formó a los españoles a través de la represión contra los demócratas, la prohibición de partidos y sindicatos, la ausencia de protección social y asistencia médica para los obreros del campo; recogiendo las palabras de Juan fue una época de luto, censura, miedo, escasez, racionamiento, estraperlo, analfabetismo y emigración.
Hace unas semanas, al leer una obra de Nicolás Sartorius y Javier Alfaya titulada La memoria insumisa sobre la dictadura de Franco, a Juan, lector empedernido, le llamó la atención una frase: “Por el lenguaje se empiezan a perder las batallas de las ideas”. Aunque Juan la batalla del lenguaje la tiene ganada, y no hay más que leer su libro para saberlo, es verdad que la existencia de una amnesia colectiva y de un olvido consciente de lo que fueron periodos nefastos de nuestro reciente pasado ha conducido a que la democracia no haya conseguido arraigarse como debiera en las palabras, los hábitos y las actitudes sociales e institucionales.
El franquismo sociológico sobrevive solapado o a plena luz del día en ideas, símbolos y costumbres. Por ello, este libro es un continuo toque de atención, una atenta llamada sobre los peligros que esa pervivencia supone para la salud democrática de nuestra comunidad. Juan señala cómo la herencia de la dictadura se manifiesta en la omnipresencia del nacionalcatolicismo, ya que desde algunos sectores se pretende convertir a Lucena en poco menos que la reserva espiritual de occidente, o también en la existencia de placas con nombres de fascistas en sus calles, a pesar de que el pleno del Ayuntamiento lleva aprobadas dos resoluciones para que se eliminen. Es evidente que respecto a determinados asuntos nuestros gobernantes se esmeran en incumplir sus propias normas.
La desmemoria conduce a situaciones lamentables, pues los que más debieran arriesgarse a poner el dedo en la llaga son los que más se desentienden. En 1941, la Corporación municipal decidió nombrar hijos predilectos a unas personas que desencadenaron el drama de la guerra y la represión en este pueblo. Hoy, después de veinte años de ayuntamientos democráticos, ninguna corporación, ni de derechas ni de izquierdas ni de centro, ha tenido la decencia democrática de revocar ese acuerdo. El respeto a la historia, como algunos piensan, no es el culto idolátrico ni el respeto absoluto a todo lo que nos legaron las generaciones anteriores, sino el deber de reparar en la medida de lo posible las injusticias históricas que nuestros antepasados cometieron. Los símbolos de una población deben ser aquellos que ensalzan los valores democráticos, la convivencia pacífica y los derechos humanos.

En la habitual tertulia de amigos de los jueves por la noche, en una fecha indeterminada de la primera década del 2000.
Leyendo Ensayos y Artículos Políticos aprendemos que sin pasado no hay presente. Todavía algunos reticentes se esfuerzan en airear que las cosas del pasado es mejor no recordarlas. Pero lo que ocurre es que en nuestra ciudad cuando se remueve el pasado es para perpetuar lo que el franquismo dejó “atado y bien atado”. Hace unos años, un alcalde socialista decidió trasladar al cementerio la llamada Cruz de los Caídos, monumento erigido en memoria de los lucentinos de derechas muertos en la guerra. Los gastos corrieron a cargo del Ayuntamiento. Sin embargo, no interesaba recordar que en la fosa común de ese mismo cementerio se encuentran apiñados los restos de otros muchos lucentinos socialistas, comunistas, anarquistas y republicanos que murieron asesinados en sus tapias. Esos no tienen, ni por lo visto nunca tendrán, una simple placa que los recuerde. Parece que para nuestros gobernantes municipales no todos los muertos son iguales, o quizá que algunos muertos son más insignes y merecedores de respeto histórico que otros.
En esta Lucena oficial que se enorgullece de sus tradiciones, hay algunas que no interesa recordar, que no salen en los artículos, tertulias y programas de nuestros medios de comunicación, que no se conmemoran con centenarios ni quinarios. Con sus escritos, Juan enarbola esta tradición olvidada, porque recoge la ideología de ilustres figuras políticas –de las que Juan es además fiel heredero–, que fueron ejemplos de coherencia ética y de compromiso social y moral, que combatieron por una sociedad democrática y progresista y que en muchos casos dieron su vida por defender sus ideales.
Entre estas personalidades debemos recordar a Juan Otero que, como director del periódico La Voz de Lucena, pregonaba a principios de siglo los valores del laicismo frente a las poderosas fuerzas clericales. Al abogado Antonio Buendía Aragón, uno de los fundadores del Partido Comunista de España y miembro de su comité central, hombre de amplia cultura que tradujo al castellano obras francesas de temática política. A los dirigentes socialistas Manuel Burguillos Serrano y Rafael Lozano Córdoba, que se distinguieron por su enconada defensa de los derechos de los trabajadores en los años treinta. En los tiempos que corren, abarrotados de gestos vanos que desaparecen sin dejar huella, se olvidan actos simples de humanidad: la esposa del socialista Manuel Burguillos murió el 8 de noviembre con la pena lógica y silenciosa de que la figura de su marido, asesinado durante la guerra, no recibiera nunca ningún reconocimiento oficial o, al menos, un reconocimiento de aquellos que hoy dicen profesar su ideología. Por desgracia, se ve que en Lucena no hay término medio entre el olvido absoluto y la conmemoración abrumadora.
También, entre el elenco histórico de personajes lucentinos destacados y olvidados, hemos de señalar a los masones republicanos Domingo Cuenca Navajas y José López Jiménez. Al farmacéutico Anselmo Jiménez Alba, prestigioso alcalde en 1936. A Javier Tubío Aranda, venerable maestro de la logia masónica “Isis Lucentino”, primer alcalde de la II República, candidato a Cortes y vocal del Consejo Nacional de Izquierda Republicana, el partido del presidente Manuel Azaña, de quien Juan Luna se declara un admirador confeso.
Ensayos y Artículos Políticos nos transmite una sana melancolía. Sus mensajes, llenos de ironía, prosa literaria e inteligencia, nos rememoran los discursos de aquellos viejos y nobles republicanos que, con su conciencia democrática y su humanismo civil, pretendían inculcar el afecto al educado laicismo y fomentaban los buenos modales, el interés por la lectura, la reverencia y el respeto hacia los espacios públicos, la preocupación por la cultura y la instrucción pública, que creían en el género humano y en el universalismo, y que huían de estrechas visiones pueblerinas y xenófobas, porque sabían que cada uno de nosotros somos forasteros en todos los pueblos del mundo menos en el que hemos nacido.
Frente al nuevo orden mundial, en que las decisiones económicas, militares y políticas se toman desde arriba por el capital, el Pentágono y las multinacionales, Juan Luna hace un análisis de la realidad vista desde abajo, desde la óptica de los que todavía creen en la supremacía de lo público sobre lo privado y de lo colectivo sobre lo individual. Juan toma partido por los trabajadores, las minorías, los jornaleros andaluces, los marginados del sistema. Es lógico, como demócrata convencido entiende que en España la historia de los demócratas –por mucho que ahora sea políticamente incorrecto manifestarlo– es la historia de los derrotados, del exilio, de los que pedían la paz y la palabra porque ambas le habían sido arrebatadas; es la historia de la España roja, amarilla y morada de Machado, de los que escribieron páginas de heroísmo, de batallas perdidas y de tristes derrotas.
Quizá haya alguien, pues voluntarios para ello nunca faltan, que caiga en la atrevida tentación de desmerecer esta obra, basándose en el falso presupuesto de que sus razonamientos son marxistas, de que hace unos análisis demasiado antiguos de una realidad moderna o de que utiliza una ideología trasnochada y recalcitrante. Parece que en este mundo global que nos ha tocado vivir, están “pasadas de moda” esas viejas ideas que buscaban la emancipación, que intentaban acabar con la opresión, la desigualdad, la injusticia y la alienación, y que buscaban la libertad, la igualdad, la fraternidad, el pacifismo y la justicia. Dicen que todo eso es utopía, que ha quedado antiguo.
Pedir las treinta y cinco horas semanales o reivindicar un andalucismo que no se reduzca al folklorismo, las romerías, las bodas de duquesas y toreros o las hinchadas que animan a la selección nacional de fútbol se considera que es de locos o de personas que aspiran a una patria imposible o a un reino que no es de este mundo. En nuestros días, lo moderno es el fin de la historia, los fondos reservados, las motos por las calles peatonales, los sueldos de los ejecutivos de Telefónica, los pisos a ochenta millones, las jornadas diarias de más de diez horas en una carpintería, las pateras, la cultura del “pelotazo”, la lástima por Pinochet, el programa “Furor” de Antena 3 Televisión y el liberalismo, que ya no es una ideología que defiende los derechos humanos y las libertades civiles, sino un sistema que quita los subsidios a los más necesitados.
Estamos asistiendo a una despolitización cada vez más acusada, y eso no es bueno. La política, es decir, la actividad o el arte de gobernar, de organizar y administrar lo público y lo estatal, y también la actividad del ciudadano corriente cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, su voto o cualquier otra forma, que no tiene porque ser la afiliación a un partido, es necesaria y fundamental para el feliz desenvolvimiento de una sociedad. Con la abolición de la política una comunidad firma su sentencia de muerte. La corrupción, los escándalos, el evidente alejamiento de algunos partidos de las necesidades de los ciudadanos o la aparente conversión de los partidos en máquinas de poder carentes de ideología, que se dedican más a gestionar que a gobernar, no deben servir de excusa para un alejamiento de los ciudadanos de la realidad política y de lo público, pues ese alejamiento y la incultura política subsiguiente nos pueden arrastrar simple y llanamente hacia el fantasma del fascismo.
Voy a terminar señalando cuál creo que es la principal virtud de Ensayos y Artículos Políticos: su labor pedagógica. Su lectura nos enseña que la política es un arte noble cuando se realiza con decencia y buena voluntad, que la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos es el más sano y principal deber cívico, que la libertad es la madre de todas las ideologías, que la igualdad y la justicia son los fines a los que debe tender toda sociedad y, finalmente, nos enseña que personas como Juan Luna, que tanto ha luchado en los duros años de la clandestinidad para que el sistema democrático que ahora disfrutamos sea una realidad; personas como Juan Luna, por su honradez, su coherencia, su humanismo y su valentía intelectual son un orgullo y un símbolo para Lucena.
Gracias Arcángel por tu entrada y los hermosos recuerdos. Dejo en mi comentario un extracto de mi intervención aquel día:
Cuando mi buen amigo Juan Luna me pidió, siempre tan humilde, que leyera sus ensayos y conferencias de finales de los 60 y principios de los 70, no pude por menos que sentirme halagada. Juan quería conocer nuestra opinión sobre esos trabajos, pues él dudaba de que tuvieran interés en la actualidad, e incluso se cuestionaba la oportunidad de incluirlos en este libro. Agradecí profundamente su deferencia, así como le agradezco que pensara en mí para esta presentación.
Al leer los dos ensayos que fueron portada en la prestigiosa revista Triunfo, o las conferencias sobre el derecho a la salud, o sobre la educación, constaté de nuevo la gran riqueza intelectual de Juan Luna. Desde los primeros párrafos me vino a la memoria toda una corriente de la historia de la literatura de la que estos textos son herederos. Esos ensayos tienen interés, al igual que El teatro crítico universal que Feijoo escribió en la primera mitad del siglo XVIII, o los artículos de Mariano José de Larra o los Escritos sobre la universidad española de Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, institución que desde finales de siglo XIX hasta la Guerra Civil sería tan importante para la cultura española. Juan Luna es también heredero directo de esa pléyade de pensadores de la generación de 1914, entre los que se incluyen figuras como Manuel Azaña o José Ortega y Gasset, autores que eligieron como género literario el ensayo y el artículo, movidos sobre todo por un afán pedagógico.
No era por supuesto la primera vez que leía los escritos de Juan Luna, pues he seguido su trayectoria como articulista en varias publicaciones locales. Sus artículos me atraen tanto por su contenido -que trasluce la coherencia de su pensamiento- como por su calidad formal. En sus ensayos destaca su prosa clara, elegante y precisa. Sabe escoger el sustantivo adecuado, la adjetivación exacta y es un maestro a la hora de utilizar esa ironía fina, comedida porque, como los grandes articulistas, domina el género, conoce el objetivo de un buen artículo, que es el de atraer la atención del lector, hacerle pensar y reflexionar. Y al lector se le atrapa con el estilo y con un lenguaje sugerente, en el que no falte la gracia, el buen uso de la interrogación retórica, la frase o la visión imprevista que nos produzca un choque emocional.
Juan Luna es para mí el ejemplo de hombre ilustrado, por su afán de saber, de diseccionar los problemas de nuestra sociedad, de desenmascarar las falsas apariencias y, en definitiva, por su fe en la cultura para conseguir un mundo mejor. Disfruto y aprendo conversando con él y leyendo sus artículos. Admiro su claridad expositiva y su didactismo, y aún más en estos tiempos que corren, cuando se pretende ocultar las verdades con un lenguaje oscuro, plagado de neologismos innecesarios que empobrecen nuestra lengua.
El didactismo que preside gran parte de la obra de Juan es una consecuencia de su preocupación por la cultura. Ejemplos de ello serían el ensayo que dedica a la medicina privada; o los artículos sobre el laicismo, de indudable valor pedagógico, ya que el nacionalcatolicismo caló tanto en nosotros que sólo llevados del conocimiento y la reflexión podremos desembarazarnos de una vez por todas de esa confusión entre Iglesia y Estado, entre religión y poder político.
Juan es, ante todo, una persona sensible ante los problemas de la sociedad y su sentido ético lo lleva al compromiso. La política es una excelsa labor, devaluada hoy por la actuación de determinados “profesionales de la política”. El pertenecer a un partido es algo secundario, lo esencial es, cito las palabras de Juan “poseer conciencia política y sentir el impulso ético de participar en los asuntos públicos”. El joven médico, que en la España gloriosa de 1955 atendía a esos niños que yacían entre paja en los grupos escolares de Lucena, vio la injusticia ante la que como ser humano no pudo quedar indiferente
Pero aquellos artículos de los años 60 y 70 que Juan me pidió que leyera, adquirieron también un indudable valor afectivo, porque me hacían recuperar mi memoria de niña, cuando ante mí las cosas sucedían como en una película de la que yo era una mera espectadora: la situación de los trabajadores en el campo, la enfermedad de la silicosis -común en Peñarroya-Pueblonuevo, donde nací-, las igualas de los médicos, la creación de ambulatorios, la escuela de parvulitos… Aquel fue un mundo en el que yo viví, con la irracionalidad o la alegría de los cinco a los diez años, pero quería, quiero que la cuenten aquellos que lo vivieron desde la reflexión de personas maduras. Es historia y nos pertenece, y de ella debe quedar constancia. Pues la historia no son sólo los grandes acontecimientos políticos o las grandes solemnidades. La historia es también la historia de las gentes, de sus mentalidades, de los aspectos parciales, que al fin y al cabo van conformando ese puzzle de nuestra sociedad actual.
Nunca olvido que si ahora estoy aquí no ha sido por obra y gracia de un alma benefactora. Estoy aquí gracias a esas mujeres y a esos hombres que como Juan han dedicado todos sus esfuerzos para construir un mundo mejor.
Pero tampoco olvido que no somos el centro del universo y que nuestro bienestar no puede cimentarse sobre el hambre y la miseria de gran parte de la población mundial. No podemos vivir de espaldas a esa realidad, tal y como pretenden aquellos que proclaman el “todo va bien”, mientras nos idiotizan con la publicidad y el consumismo desaforado, mientras nos ocultan los conflictos bélicos que hay actualmente, mientras que la riqueza se concentra en unos pocos y gran parte de la población mundial muere de hambre. Como señalan Arnanz y Ardid en La pobreza en el mundo, la pobreza no ha llovido del cielo, hay una mayoría de pobres porque hay una minoría de ricos. Según el Centro para Asentamientos Humanos de la ONU, 1.300 millones de personas viven en la pobreza más absoluta, de las que el 70 % son mujeres. Se habla de una feminización global de la pobreza. Y en nuestro país el Informe Sociológico sobre la Situación Social en España, editado por la Fundación Foessa en 1994, hablaba de ocho millones de pobres. La pobreza en España se centra fundamentalmente en madres solteras, mujeres separadas, viudas con cargas familiares, mujeres que viven solas y en paro de larga duración.
Por ello, tenemos que reflexionar constantemente sobre nuestra situación, sobre nuestro papel en este mundo y en este tiempo que nos ha tocado vivir. Libros como el de Juan nos ayudan en esa búsqueda incesante de los porqués, en esa autocrítica que debemos hacernos a diario, en ese no permanecer callados ante las injusticias y ante las falsas verdades que nos quieran imponer. Porque al fin y al cabo, a los seres humanos aún nos queda la razón y el pensamiento y el deber moral de luchar por la justicia.
Felicitaciones por estos texto, tanto el tuyo Arcangel como el comentario de Carmen