El golpe de Estado del 18 de julio de 1936 supuso una división del Ejército español y de las fuerzas de orden público entre quienes se mantuvieron fieles a la República y los que se sublevaron contra ella. Las tropas de tierra se repartieron casi por igual, con ligera ventaja para los republicanos (58.249 de los 117.035 soldados), que también contaron con el apoyo de dos tercios de los buques y aviones de guerra. En cuanto a las fuerzas de orden público, permanecieron bajo control republicano la mitad de las 217 compañías de la Guardia Civil, 11 de los 18 grupos de los guardias de Asalto y dos tercios de los carabineros.
Desde el punto de vista historiográfico, los sucesos del 18 de julio y la fragmentación del Ejército y de las fuerzas de orden público en la ciudad de Córdoba se pueden seguir a través de dos obras recientes: El genocidio franquista en Córdoba, publicada por el historiador Francisco Moreno Gómez en 2008, y Militares y sublevación. Córdoba y provincia 1936, del comandante Joaquín Gil Honduvilla, que vio la luz en 2012. Este último autor ha utilizado una interesante documentación del Archivo Militar Territorial II de Sevilla que le ha permitido situar con bastante precisión los acontecimientos y la actitud de los mandos militares en aquella histórica jornada.
En Córdoba la mayor unidad militar en 1936 era el Regimiento de Artillería Pesada nº 1, al mando del coronel Ciriaco Cascajo Ruiz. Esta unidad se sublevó en bloque debido a que en ella servían jóvenes oficiales pertenecientes o simpatizantes de la Unión Militar Española, una organización clandestina, ultraderechista y antirrepublicana implicada de lleno en la rebelión. La mayoría de estos oficiales habían mantenido en los meses previos contactos con los conspiradores del Estado Mayor de la División Militar sevillana, en especial con el comandante José Cuesta Monereo, y estaban al tanto de los preparativos del golpe de Estado. También habían prometido apoyar la sublevación los mandos superiores de la Guardia Civil, el coronel Francisco Marín Garrido, jefe del 18 Tercio (Córdoba-Jaén), y el teniente coronel Mariano Rivero López, jefe de la Comandancia de Córdoba, aunque incumplieron su palabra y el día 18 de julio se mantuvieron fieles a la legalidad republicana.
En julio de 1936, al frente del cuerpo de la Guardia de Asalto cordobesa, con sede en el gobierno civil, se encontraba el capitán de Infantería madrileño Manuel Tarazona Anaya, de 35 años. En 1918, con 17 años, había ingresado en la Academia de Infantería de Toledo. Cuando ascendió a alférez, en 1921, fue destinado a Melilla, y en el norte de África estuvo encuadrado hasta 1925 en el Tercio de extranjeros (nombre que tuvo en su origen la Legión), y dos años más en las fuerzas de Regulares indígenas. Durante todos estos años participó en primera línea de fuego en la guerra del Rif marroquí (por lo que resultó herido en una pierna en 1924) y en el desembarco de Alhucemas en 1925. Debido a su valentía obtuvo varias condecoraciones, entre las que se encuentran la medalla de sufrimientos por la patria y la cruz del mérito militar con distintivo rojo en 1926. En tierras marroquíes prestó servicio en columnas mandadas por militares que luego tendrían una implicación activa en el golpe de Estado de julio 1936, como los generales José Sanjurjo, Gonzalo Queipo de Llano y Francisco Franco, a cuyos órdenes sirvió en una bandera del Tercio en 1922. En julio de 1928 ascendió por méritos de antigüedad a capitán de Infantería y siguió sirviendo en las plazas del norte de África. En 1932 fue trasladado a la Península y en 1934 se incorporó en Sevilla al Cuerpo de Seguridad y Asalto, conocido como Guardia de Asalto, un cuerpo policial creado por la República con la intención de mantener el orden público. El 4 de febrero de 1935 llegaría a Córdoba junto a su esposa, Josefina Ortega San Emeterio, con la que se había casado cinco años antes. El día 18 de julio el capitán Manuel Tarazona se mantuvo leal a la República, a pesar de que desde enero de 1936, en tres ocasiones distintas, le había manifestado al coronel Ciriaco Cascajo, cabeza visible de la conspiración en Córdoba, que en el caso de un probable movimiento militar él y los oficiales a su mando lo respaldarían.

El capitán Manuel Tarazona Anaya (segundo por la derecha). A su lado, con figura espigada, el teniente José Villalonga Munar, que se puso del lado de los sublevados el 18 de julio.
La sublevación militar se inició en Córdoba a las dos y media de la tarde, cuando el coronel Ciriaco Cascajo, al igual que el resto de comandantes militares de la II División –que comprendía las ocho provincias andaluzas– recibió una llamada del general Queipo de Llano en la que le informaba del triunfo del golpe en Sevilla y le ordenaba que declarara el estado de guerra en la ciudad. Un policía destacado en la Telefónica por orden del gobernador interceptó la conversación, que a su vez se la transmitió al comisario jefe de Investigación y Vigilancia de la provincia de Córdoba, Manuel Hermida Cachalvite. Este se dirigió a comunicar la noticia al gobernador civil, el periodista Antonio Rodríguez de León, de 40 años y militante de Unión Republicana, quien telefoneó al ministro de la Gobernación (Juan Molés) y ordenó llamar al capitán jefe de la Guardia de Seguridad y Asalto, Manuel Tarazona Anaya. Después llegó Mariano Rivero, teniente coronel jefe de la comandancia de la Guardia Civil, que expuso la situación y las fuerzas con que contaba. El gobernador intercambió varias llamadas durante toda aquella tarde con el Ministerio de la Gobernación, el director general de Seguridad y el presidente de las Cortes, en las que recibió la orden de resistir hasta que llegaran refuerzos de las provincias limítrofes e incluso de la aviación desde Madrid. Rodríguez de León le encargó al capitán Tarazona ir al cuartel de Artillería para transmitirle esta información al coronel Cascajo y convencerle de que desistiese en su intentona golpista, algo que no consiguió. Así que Manuel Tarazona volvió al gobierno civil, convocó a sus oficiales, los tenientes Antonio Navajas Rodríguez-Carretero y Luis Galiani García (que se encontraba de servicio allí), comunicó a la tropa que había que resistir y distribuyó a unos cien guardias a sus órdenes por el edificio y por azoteas próximas.
Al despacho del gobernador también habían llegado los diputados socialistas Manuel Castro Molina y Antonio Bujalance López, el alcalde socialista de Córdoba Manuel Sánchez Badajoz, el presidente de la Diputación José Guerra Lozano (de Izquierda Republicana), el presidente de Unión Republicana Pedro Ruiz Santaella, el exdiputado Joaquín García Hidalgo, concejales, diputados provinciales y algunos dirigentes republicanos más. Para oponerse a la rebelión, el alcalde intentó reclutar voluntarios civiles en la Casa del Pueblo y el Ayuntamiento, el diputado Manuel Castro Molina salió hacia Peñarroya para traer mineros y dinamita y Agustín García Hidalgo pedía que se entregaran armas al pueblo, algo a lo que el gobernador no accedió. Mientras, los sindicatos habían convocado la huelga general a las tres de la tarde, tras la llamada del coronel Ciariaco Cascajo al gobernador civil en la que le comunicaba que iba a implantar el estado de guerra.
Al cuartel de Artillería también iban llegando los oficiales dispuestos a secundar el golpe y voluntarios (falangistas, monárquicos, latifundistas, militares retirados, etc.) que fueron armados. Poco después, a las seis menos cuarto, salieron del cuartel las tropas (unos 180 efectivos) para dirigirse al gobierno civil, al que rodearon. En una casa fronteriza, las tropas fijaron la hoja escrita con el bando de guerra
Por indicación del coronel Ciriaco Cascajo, en el edificio entró el teniente de Intendencia Francisco Salas Vacas, con bandera blanca y con la intención de que los guardias de asalto se sumaran al golpe, pero fue expulsado por el capitán Tarazona y otros mandos militares cuando intentó formar y arengar a la tropa. Poco después se personó en el gobierno civil el capitán de Artillería Félix Sánchez Ramírez, que trató de convencer al capitán Tarazona para que se rindiera. Al edificio llegó también, llamado por Tarazona, el teniente de la Guardia de Asalto José Villalonga Munar, quien al ver la intención de resistir del capitán decidió salir y unirse a los rebeldes. Le quisieron seguir algunos guardias, pero Tarazona lo evitó con la pistola en la mano. Desde Radio Córdoba, tomada por los militares rebeldes, en esa tarde se llamaría a la rendición del capitán Tarazona recordándole el “Código de Justicia Militar y la responsabilidad que contrae, si no se entrega con las fuerzas de su mando”.

Manuel Tarazona Anaya el día de su boda con Josefina Ortega San Emeterio, con la que se casó en 1930.
A las seis de la tarde llega al gobierno civil, con bandera blanca, otro oficial emisario de Cascajo, el comandante de la Guardia Civil Manuel Aguilar-Galindo Aguilar-Galindo, con la intención de dar cinco minutos de plazo para la rendición. El capitán Tarazona lo acompañó hasta el despacho del gobernador, quien se negó a entregar el mando. Tras la salida del comandante, al cuarto de hora los artilleros tirotearon el edificio con armas cortas y fusiles, y los guardias de Asalto de dentro respondieron, mientras otros se refugiaron asustados en el cuarto de lavaderos o en el teatro Duque de Rivas, adonde llegaron tras agujerear una pared medianera. Al cesar el fuego, que causó un muerto y un herido entre los atacantes, los atrincherados consiguieron permiso para poder trasladar a tres heridos a la Casa de Socorro.
El comandante Aguilar-Galindo comunicó al coronel Ciriaco Cascajo la resistencia que estaban teniendo, y este decidió trasladar dos cañones que colocó a doscientos metros del edificio. Aguilar Galindo solicitó de nuevo, con bandera blanca, hablar con el gobernador para que se rindiera, y este le pidió dos horas de plazo para hacerlo. Con el gobernador se encontraban en ese momento, junto a otros, los jefes de la Guardia Civil, el teniente coronel Mariano Rivero y el coronel Francisco Marín, quienes le mostraron su apoyo y le manifestaron que “estaban allí para morir con él”. El gobernador decidió enviar al teniente coronel Mariano Rivero a parlamentar con Cascajo, pero con resultado infructuoso, pues quedaría detenido.
Como los atrincherados en el gobierno civil no se rendían, los artilleros iniciaron un nuevo tiroteo que finalizó cuando apareció una bandera blanca en la cancela. De inmediato, entró en el edificio el comandante Aguilar-Galindo con la intención de detener al gobernador, pero este le dijo que el que quedaba detenido era él, así que los guardias de Asalto lo desarmaron y lo obligaron a permanecer sentado en una butaca en un rincón del despacho. El comandante de la Guardia Civil Luis Zurdo se convirtió ahora en el nuevo emisario de los sublevados en el gobierno civil. Informó de que el coronel Cascajo había dado un plazo de cinco minutos para la rendición, aunque de nuevo el gobernador se negó a rendirse. Junto al comandante Aguilar-Galindo habían penetrado en el gobierno civil el capitán de Artillería Félix Sánchez Ramírez y el teniente González Arjona, que esperaban acontecimientos en la puerta del despacho del gobernador. Al ver que el comandante Aguilar-Galindo no salía, a los diez minutos entraron. También fueron encañonados con carabinas y retenidos por los guardias de Asalto y los paisanos. Aguilar-Galindo intentó levantarse de la butaca en que se encontraba sentado para ayudar a sus dos compañeros, pero el capitán Tarazona lo evitó apuntándole con su pistola. Desde el gobierno civil, llamaron al coronel Cascajo (no está claro si quien habló fue el gobernador o el exdiputado Joaquín García Hidalgo) para anunciarle que estos tres rehenes responderían con su vida de cualquier ataque.
Poco después de las ocho de la tarde el coronel Cascajo ordenó que se atacara el edificio. Se produjo un intenso tiroteo y dos cañonazos, lo que hizo ver al capitán Tarazona la inutilidad de la lucha, así que aconsejó al gobernador la rendición. Éste le dijo que se rendía “con la condición expresa de que de que se le dejara trasladarse a Madrid en compañía de sus familiares”. A las nueve de la noche una sábana blanca en el balcón del gobierno civil anunciaba el fin de la resistencia. Tras la huida o la salida con los brazos en alto de los que se encontraban en el edificio, tomó posesión como nuevo gobernador el capitán de Caballería José Marín Alcázar. Paisanos armados escoltaron al capitán Manuel Tarazona y el teniente Antonio Navajas hasta el cuartel de Artillería, donde Cascajo había ordenado que se dirigieran. El teniente Villalonga tomó el mando de los guardias de Asalto y esa misma noche los sublevados controlaron la ciudad.
Por su actuación durante la tarde del 18 de julio en el gobierno civil, el capitán Manuel Tarazona sufrió con posterioridad un consejo de guerra, cuyo expediente se conserva en el Tribunal Militar Territorial II de Sevilla. Se convirtió así en una de las cientos de miles de víctimas de lo que se ha denominado “justicia al revés”, que significa que los que se habían levantado contra la legalidad republicana juzgaban como rebeldes a los que habían permanecido fieles a ella. En las fechas en las que procesaron a Manuel Tarazona la oposición al “Glorioso Movimiento Nacional” o cualquier infracción del bando de guerra se castigaban con el fusilamiento sin proceso judicial previo. Por ello, antes de morir, en 1936 y 1937 hubo pocas víctimas que pasaron por consejos de guerra –aunque estos juicios solían ser farsas sin garantías jurídicas para los acusados–, salvo los militares que no habían secundado el golpe de estado o personas muy significadas.
La causa contra el capitán Manuel Tarazona se abre el 20 de julio, por el “supuesto delito de rebelión”, al existir sospechas de que “había hecho fuego sobre las fuerzas del ejército que fueron a declarar el estado de guerra”, y la instruye el comandante de Artillería Juan Anguita Vega. En su primera declaración ante el instructor, Tarazona pretende exculparse alegando que intentó convencer al gobernador de que la resistencia era imposible y que no le desveló el número de guardias con que contaba para la defensa (eran más de 100, pero le dijo que tenía solo 50). También manifiesta que ordenó a las tropas a su mando no disparar contra los artilleros y que él solo realizó durante el asedio uno o dos disparos al aire, en un momento de nerviosismo debido a la explosión de una granada, por una ventana interior del gobierno civil que no daba a la calle. Asimismo, señala que tuvo un trato deferente con los militares sublevados que entraron en el gobierno civil. Así, indica que permitió al teniente José Villalonga salir libremente del edificio y unirse a los rebeldes, y que intentó proteger al comandante Aguilar-Galindo y a los dos oficiales que habían quedado retenidos, al final de la tarde, en el despacho del gobernador. Otro sólido argumento de su defensa es que ordenó a las tropas a su mando destacadas en el ayuntamiento, la Telefónica, telégrafos y la radio, que cuando llegaran a sus edificios las fuerzas del Ejército se entregaran sin ofrecer resistencia.
Aunque las declaraciones del comandante Manuel Aguilar-Galindo en el sumario del consejo de guerra señalan que el capitán Tarazona le apuntó con su arma reglamentaria cuando lo retuvieron en el despacho del gobernador (lo que corroboran también el capitán Félix Sánchez Ramírez y del comandante Luis Zurdo Martín), los testimonios de otros testigos que resistieron con Tarazona en el gobierno civil trataron de minimizar la responsabilidad del capitán aquella tarde. Por ejemplo, el gobernador Antonio Rodríguez de León manifiesta que Tarazona “se limitó a cumplir las órdenes que él le daba” y Gerardo Macho, inspector del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, cuando le preguntan “si puede precisar cuál fue la actitud del capitán Tarazona en todo momento, dijo que la de aparentar resistencia cuando naturalmente no la sentía”. Sin embargo, estas ayudas le valen de poco. En un auto emitido por el juez instructor el 30 de julio se ordena su procesamiento, su prisión incondicional y una fianza de 10.000 pesetas, que supondría el embargo de sus bienes para cubrir esa cantidad si no se pagaba en un plazo de 24 horas. En una nueva indagatoria ante el juez, el capitán Tarazona se reitera en sus declaraciones y alega en su defensa, además, que con anterioridad al 18 de julio ofreció tres veces al coronel Ciriaco Cascajo su apoyo a un posible levantamiento militar (lo que confirma en una declaración posterior el propio Cascajo), su pasado militar intachable y que durante su estancia en Córdoba los “elementos marxistas” pidieron su destitución bastantes veces.
Tarazona nombró como defensor a Pedro Luengo Benítez, teniente coronel de Infantería y jefe de la caja de reclutas de Córdoba, quien intentó revocar el auto de procesamiento con un escrito que recogía los mismos argumentos de defensa que ya había esbozado el capitán en sus declaraciones. Sin embargo, no consiguió su objetivo y el día siete de agosto la Auditoría de guerra de Sevilla confirmó el procesamiento. Como el juicio era sumarísimo, que significa que se recortan las garantías para los acusados y se desarrolla en muy poco espacio de tiempo, el sumario de la causa se entregó ese mismo día por un plazo improrrogable de solo tres horas al defensor y al fiscal jurídico de la División, Eduardo Jiménez Quintanilla, para que formulara los cargos. Este fiscal mantuvo durante el verano de 1936 una febril actividad en múltiples consejos de guerra contra personas leales a la República en los que solicitó la pena de muerte para los acusados. Entre ellos, el más célebre es el general Miguel Campíns, comandante militar de Granada, fusilado en Sevilla el 15 de agosto.
La vista de la causa contra el capitán Tarazona, en audiencia pública, se celebró a las 12,20 horas del 11 de agosto en la sala de justicia del cuartel de Artillería. El tribunal lo presidió el coronel José Alonso de la Espina, y de vocales ejercieron los tenientes coroneles Eduardo Marquerie Ruiz-Delgado, Acisclo Antón Pelayo, Gillermo Camargo Segerdhal, José Cortes Pujadas y Alfonso Martínez Zabaleta. En el juicio intervinieron varios testigos propuestos por la defensa, algunos de los cuales, junto al capitán Tarazona, resistieron el asedio de los golpistas en el gobierno civil. Entre ellos, el inspector de Vigilancia Gerardo Macho manifestó que “en su concepto el capitán Tarazona era de derechas y no era simpático a los elementos de izquierdas de esta capital”. De los miembros del Cuerpo de Asalto, el sargento Rafael Aguilar Quiles y el guardia Rafael López Galisteo manifestaron que el capitán Tarazona había ordenado en el gobierno civil que dispararan solo cuando lo hicieran las fuerzas de Artillería; y el cabo Francisco Ballesteros Merino, destacado junto a otros 13 hombres en el edificio de la Telefónica, expuso que el capitán les dio órdenes de que cuando llegaran las fuerzas del Ejército se rindieran sin disparar. A pesar de estas declaraciones, el fiscal mantuvo su acusación basándose en que el capitán había ordenado responder a las fuerzas del ejército, había apuntado con su pistola al comandante Aguilar-Galindo y había disparado por una ventana. El defensor y el capitán Tarazona reiteraron en el juicio los mismos argumentos que habían usado durante la instrucción del sumario. El defensor, que pidió la libre absolución, “terminó haciendo un llamamiento a la benevolencia del tribunal y pintando la triste situación de la familia del procesado”. Mientras, la nueva estrategia del capitán Tarazona consistió en exponer su actuación durante la República. Afirmó que el periódico El Socialista había publicado un artículo contra él, que “dio un trato caballeroso a los fascistas detenidos”, “organizó un servicio de protección para que pudieran votar las monjas”, “detuvo a los que pedían por las calles para el Socorro Rojo” y “se evitaron durante su mando los ataques contra las iglesias”.
Tras la vista, como el juicio era sumarísimo y se imponían plazos muy cortos en el proceso, el tribunal hubo de emitir la sentencia aquel mismo día. En ella, respaldó las tesis del fiscal y condenó a pena de muerte al capitán Tarazona. Solo el teniente coronel Acisclo Antón Pelayo emitió un voto particular que disentía, “dadas las circunstancias que concurrían en el procesado que le caracterizaron de hombre de orden”. El consejo de guerra estimaba que el capitán Tarazona era culpable de un delito consumado de rebelión militar por oponerse a las fuerzas del ejército, ya que “declarado el estado de guerra la única autoridad legítima es la militar”. Sin embargo, este argumento para condenarlo era ilegal en su origen, ya que las autoridades militares regionales o provinciales legalmente no podían declarar el estado de guerra, pues eso iba en contra del artículo 42 de la Constitución de 1931 y del capítulo IV de la ley de Orden Público de 1933, que otorgaban con carácter exclusivo a la autoridad civil la declaración de los estados de excepción y prohibían cualquier suspensión de las garantías constitucionales no decretada por el gobierno de España.
En Sevilla, el mismo 11 de agosto, el auditor de guerra, Francisco Bohórquez Vecina, dio su conformidad al fallo, y Gonzalo Queipo de Llano, general jefe de la II División, con su firma aprobó la sentencia y decretó su inmediata ejecución. A las 9 de la mañana del día 13 llegó la orden a Córdoba. El coronel Ciriaco Cascajo mandó que se realizara el fusilamiento ese día, a las 11 de la mañana, en el patio del cuartel del Marrubial. La guardia de Asalto de Huelva se hizo cargo del traslado del capitán Tarazona desde los calabozos del cuartel de Artillería hasta el cuartel del Marrubial, donde entró en capilla. El piquete de ejecución lo formaron 16 hombres de la Guardia de Asalto de Córdoba y Huelva, Artillería, Infantería, Caballería y Guardia Civil. La presencia de la guardia de Asalto de Córdoba significaba que hombres que habían estado con anterioridad al mando del capitán ahora eran obligados a participar en su ejecución. Manuel Tarazona llegó desde la capilla al patio del cuartel acompañado por su abogado defensor, el teniente coronel Pedro Luengo Benítez, y el sacerdote Antonio Anula García, quien luego sería capellán de la División Azul en Rusia en 1943. Certificó su defunción el capitán médico Antonio Manzanares Bonilla (recordado hoy con el nombre de una calle en Córdoba capital). A continuación, las fuerzas desfilaron ante el cadáver.

El nombre de Manuel Tarazona Anaya aparece (el octavo contando desde arriba) en el monolito en recuerdo de las víctimas de la represión franquista que se inauguró en el cementerio de San Rafael de Córdoba en el año 2011.
El capellán del cementerio de San Rafael se hizo cargo del cuerpo de Manuel Tarazona hasta que al día siguiente se le inhumó (departamento segundo, bovedilla 33, fila primera). El enterramiento se realizó en presencia de los guardias de Asalto José Camacho Rivera y Pablo Luna Montes, subordinados del capitán, que se convirtieron en un apoyo fundamental para su viuda, Josefina Ortega San Emeterio, en aquellos tristes momentos. Desde el cementerio, estos guardias se trasladaron a los calabozos del cuartel de Artillería a recoger los enseres (cama, ropa, objetos personales, etc.) que Tarazona había utilizado durante su presidio para entregarlos a la familia. Ese mismo día se inscribió su fallecimiento “a consecuencia de haber sido pasado por las armas” en el Registro Civil. El capitán Manuel Tarazona Anaya fue el más alto cargo militar fusilado en Córdoba por su actuación durante el 18 de julio de 1936. En 1940 la familia de Manuel Tarazona sufrió la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939, que afectaba a los vencidos republicanos. Los castigos incluían la pérdida de bienes y el pago de multas, que debían afrontar los herederos en caso de que el inculpado hubiera muerto naturalmente o hubiera sido fusilado, pero no hemos podido determinar en qué quedó el expediente que se le abrió.
La única hija del capitán Manuel Tarazona, Josefa, emigró a París con su marido y sus dos hijos en los años cincuenta del siglo pasado. Desde allí, su hija, Sol, me ha llamado en múltiples ocasiones y me ha mandado la documentación de su abuelo (sumario del consejo de guerra del archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla, hoja de servicios del Archivo Intermedio Militar de Ceuta y fotos familiares) que ha posibilitado en gran medida la redacción de este pequeño artículo. Sol y su hija visitarán Córdoba durante unos días a finales de este mes de octubre de 2014 con la intención de conocer los lugares donde Manuel Tarazona Anaya, su abuelo y bisabuelo, vivió, fue fusilado y está enterrado. Por ello este artículo no solo intenta recuperar la historia de Manuel Tarazona Anaya, sino que también es una especie de homenaje a su nieta, Sol Rodríguez Tarazona, y a personas como ella, que consideran que el recuerdo también es un acto noble de justicia histórica.

En el centro, Sol Rodríguez Tarazona, nieta del capitán Manuel Tarazona Anaya, junto a su hija Amelie y el autor de este blog, en su visita a Córdoba en octubre de 2014.