Presentación del libro: Lucena 1900-1945. Movimiento obrero, republicanismo y represión política

A continuación publico el texto de mi intervención en la presentación de mi último libro, Lucena 1900-1945. Movimiento obrero, republicanismo y represión política, que se celebró en la Casa de los Mora el día 8 de julio de 2021. El vídeo íntegro de la presentación se ha obtenido del canal de Youtube del periódico digital Lucena Hoy y se puede visualizar en este enlace.  

 

Portada del libro.

El libro que hoy presentamos es una selección de artículos de mi blog a los que he añadido un capítulo nuevo. El blog nació hace ocho años, en julio de 2013, y en él se han publicado 59 entradas. En la actualidad acumula 258.000 visitas, una cifra bastante elevada si tenemos en cuenta que su ámbito de estudio se centra en pueblos del sur de Córdoba como Lucena, Baena, Montilla, Rute, Fernán Núñez, Iznájar y otros. La mayoría de las entradas se refieren a Lucena, una localidad a la que en 1998 dediqué mi primer libro, Lucena: de la II República a la Guerra Civil, del que con rapidez se agotaron dos ediciones. En el año 2000 vería la luz un segundo título, República, guerra y represión. Lucena 1931-1939, que revisaba y ampliaba de manera significativa lo publicado con anterioridad. Esta obra recibió también una magnífica acogida y se imprimieron tres ediciones, la última en 2010, corregida y aumentada. Desde entonces, todas mis investigaciones sobre Lucena se han difundido a través del blog.

En septiembre del año 2020 la Diputación Provincial de Córdoba convocó unas ayudas en materia de Memoria Democrática a las que podían concurrir los ayuntamientos. La delegación de Archivo, Publicaciones y Memoria Democrática del Ayuntamiento de Lucena decidió acogerse a ellas para editar un libro que recopilara los artículos de mi blog relacionados con esa temática. Desde la entidad municipal se entendía que era una manera de que mis investigaciones llegaran a personas que por su edad o circunstancias tenían dificultad para relacionarse con el mundo digital o simplemente preferían la lectura en papel en lugar de en una pantalla. La concejalía consideraba además que así se facilitaba el acceso conjunto a la información que contenía el blog, lo que a su vez podría ayudar a difundirlo de un modo diferente y entre nuevos lectores.

El libro se ha estructurado en tres bloques temáticos que comienzan con los inicios del movimiento obrero en nuestra localidad. A principios del siglo XX se vivió en la provincia de Córdoba un auge del sindicalismo que se manifestó también en Lucena, que en el año 1900 albergaba a 21.179 habitantes (la mitad que ahora). En aquel momento, la actividad económica más importante y la gran fuente de riqueza era la agricultura. En el campo cordobés hubo dos factores que ejercieron una influencia decisiva en el nacimiento de la actividad sindical. Por un lado, la concentración de la propiedad de la tierra en manos de un número reducido de personas, a las que las clases populares llamaban señoritos o patronos. Por otro lado, la miseria de los jornaleros, que constituían la inmensa mayoría de la población y sobrevivían con un sueldo escaso y sometidos al paro estacional, a unas jornadas laborales de sol a sol y a unas condiciones de trabajo abusivas. En aquellos años no existían, como ahora, un salario mínimo o contratos de trabajo estables, ni seguros sociales o de desempleo que pudieran remediar la angustiosa situación de los trabajadores agrícolas.

En Lucena la actividad sindical tuvo raíces socialistas, sin que aquí arraigaran las ideas anarquistas que tanto predicamento alcanzaron en otros pueblos de la provincia como Castro del Río, Espejo, Baena, etc. Las primeras organizaciones de trabajadores vieron la luz en el verano de 1902, cuando se crearon las sociedades de Albañiles, Zapateros y Veloneros. La primera gran organización sindical de los trabajadores del campo lucentino, la Liga Obrera, se fundó en 1904, y el 30 de junio de 1908 nació la Agrupación Socialista, aunque su actividad solo duró un año. Fue la primera de la provincia tras la de Córdoba capital, que se había creado en 1893.

En mayo de 1909 resultó elegido concejal el abogado Francisco de Asís López Ruiz de Castroviejo, que jugaría un papel importante en la reorganización del socialismo local. Francisco de Asís López mantuvo una intensa correspondencia durante cuatro años con Pablo Iglesias, el fundador del PSOE y de la UGT, que se había convertido en 1910 en el primer diputado del partido socialista de la historia. Conservamos copia de 24 cartas enviadas por Pablo Iglesias a Francisco de Asís López, y todas se publican en el libro. Las originales fueron donadas en mano por su hijo Miguel a Felipe González en la sede del partido de la calle Ferraz de Madrid antes de que este llegara a la presidencia del Gobierno en 1982.

Foto: Lucena Hoy.

El movimiento obrero y el socialismo lucentino vivieron continuos altibajos desde su nacimiento. Tras desaparecer la Agrupación Socialista en 1909, en enero de 1913 se creó el Centro de Obreros Socialistas, que decayó al año siguiente, y habrá que esperar a junio de 1918 para asistir a la nueva constitución de la Agrupación Socialista, que alcanzó los 85 militantes durante aquel año. La gran organización obrera en Lucena del denominado Trienio Bolchevique, un periodo de nuestra historia que abarca de 1918 a 1920, fue la Unión Agrícola, que llegó a tener 1.976 afiliados en marzo de 1919, el 9% de los 21.029 habitantes de la localidad. En Jauja, los campesinos se agruparon en la Sociedad de Obreros Agricultores La Redención, que en 1919 contaba con unos doscientos socios, que representaban el 19% de los 1.038 residentes en la aldea. En el periodo del Trieno Bolchevique, al que dedicamos el capítulo 2 del libro, el auge del asociacionismo obrero se manifestó además en el aumento de la participación política de los partidos antidinásticos, fundamentalmente republicanos y socialistas. Así, por el distrito electoral de Lucena, en las elecciones a Cortes de 1919 llegó a concurrir el secretario general de la UGT, Francisco Largo Caballero, que a punto estuvo de conseguir un acta de diputado.

Durante los años del Trienio Bolchevique destacó el joven abogado Antonio Buendía Aragón, en quien centramos el capítulo 3. Antonio Buendía representó a la Agrupación Socialista de Lucena en el XI Congreso del PSOE celebrado en octubre de 1918 en Madrid, bajo la presidencia de Pablo Iglesias. La afiliación de Antonio Buendía al PSOE duró dos años escasos, ya que en 1920 fue uno de los fundadores y luego miembro del Comité Central del Partido Comunista Español, una organización que al fusionarse en 1921 con el Partido Comunista Obrero Español dio lugar a la creación del Partido Comunista de España. El perfecto conocimiento que poseía Antonio Buendía de la lengua francesa y su amplia cultura le permitieron traducir al castellano al menos tres libros entre 1929 y 1930.

Foto: Lucena Hoy.

En 1931 Antonio Buendía estableció su residencia en Madrid, donde le sorprendió el golpe de Estado de julio de 1936. En 1939 salió hacia el exilio francés y consiguió llegar a Chile, desde donde se trasladaría a Francia en 1956. En el país vecino sirvió de enlace con Chile y Méjico para el intercambio de publicaciones del partido comunista y trabajó de corrector para Nuestras Ideas, una revista trimestral de ideas, política y cultura, editada en Bruselas, en la que colaboraron múltiples intelectuales españoles. En los años setenta Antonio Buendía se instaló en la capital rumana, Bucarest, el lugar en el que moriría en 1972. Antes había vendido todas sus tierras, ya que era un gran terrateniente agrícola, y donó el dinero al partido comunista. La noticia de su fallecimiento fue publicada incluso por los periódicos ABC y La Vanguardia en plena dictadura de Franco, lo que da idea de la relevancia que tuvo dentro del comunismo español.

El republicanismo fue la principal minoría de oposición en el Parlamento español durante el reinado de Alfonso XIII, que comenzó en 1902. Los republicanos se presentaron a menudo a las elecciones coaligados con el PSOE, tuvieron una fuerza importante en las zonas urbanas y aglutinaron en su seno a un amplio sector de la burguesía progresista y de las clases populares. Como el sistema político de la Restauración se basaba en el fraude electoral y el turno pactado entre los dos grandes partidos monárquicos, liberales y conservadores, la implantación del republicanismo resultó más dificultosa en el ámbito rural, donde la libertad de voto era menor y la influencia caciquil más acusada. Precisamente por ello, en Lucena uno de los objetivos del republicanismo fue la lucha política contra Martín Rosales Martel (duque de Almodóvar del Valle), diputado liberal por el distrito electoral lucentino en el Congreso de los Diputados en sucesivas elecciones desde 1905 a 1923, dos veces ministro y cabeza visible en la localidad del sistema político que los antimonárquicos querían enterrar.

La sección lucentina del Partido Republicano Radical, al que dedicamos el capítulo 5, se constituyó en Lucena en 1910. El partido nació con un programa político anticlerical, obrerista, populista y antimilitarista que se moderaría en los años treinta del siglo pasado. En Lucena los republicanos nunca obtuvieron diputados por el distrito electoral durante el reinado de Alfonso XIII. No obstante, en el Ayuntamiento consiguieron en noviembre de 1914 su primer concejal, el perito mercantil Javier Tubío Aranda, que hasta 1922 revalidó su puesto en tres sucesivas convocatorias. Durante este periodo, en distintos momentos, el farmacéutico Anselmo Jiménez Alba, el propietario José López Jiménez y el abogado Miguel Víbora Blancas lo acompañaron como ediles republicanos.

Tras la dictadura del general Primo de Rivera, que duró desde 1923 hasta 1930, el gobierno del almirante Aznar intentó volver a la normalidad constitucional con la convocatoria de unas elecciones municipales el 12 de abril de 1931. Los resultados dieron la victoria a una alianza republicano-socialista en las capitales de provincia y en los núcleos urbanos, por lo que el rey Alfonso XIII se vio obligado a renunciar al trono. La conjunción de republicanos y socialistas logró una arrolladora victoria en Lucena en estas elecciones con el 64,82% de los votos. Frente a siete concejales monárquicos, salieron elegidos 18 concejales republicanos. Javier Tubío Aranda, a quien dedicamos el capítulo 4 del libro, asumiría la alcaldía de Lucena el 17 de abril, aunque el 6 de julio dimitió. Un socialista, el abogado Vicente Manjón-Cabeza Fuerte, que años después acabaría como alto cargo regional de la Falange, lo sustituyó en el cargo.

Es muy difícil encontrar listados de militantes de los partidos y sindicatos que quedaron proscritos durante el franquismo, pues sus archivos fueron incautados por las autoridades militares, se ocultaron o se destruyeron. Por ello, es una suerte que podamos contar con una relación de socios del Centro Republicano Radical de Lucena, posiblemente del año 1934. Se conservaba entre los papeles personales del presidente del partido entre octubre de 1933 y enero de 1935, el abogado Rafael Ramírez Pazo, de los que poseo una copia cedida de manera generosa por su hija Araceli a principios de 2016. En la lista de afiliados aparecen 116 varones, identificados por el nombre, la edad, la profesión y el domicilio.

En la etapa de la II República, entre los años 1931 y 1936, las organizaciones de izquierda y las distintas ramas del republicanismo congregaron el apoyo de buena parte de la población lucentina, según se puede observar en sus nutridas listas de militantes. Aun así, como en todo sistema democrático en el que los gobiernos dependen de la voluntad libre de los ciudadanos expresada en las urnas, los resultados electorales fueron variando en este periodo. Si las elecciones del 12 de abril de 1931 otorgaron una amplia victoria a las candidatura republicano-socialista, y las elecciones legislativas del 30 de junio ofrecieron el triunfo al PSOE con el 52,10% de los sufragios, los resultados dieron un vuelco en las dos elecciones legislativas de los años posteriores. En diciembre de 1933 la derechista Coalición Antimarxista logró el respaldo del 58,61% del electorado lucentino y el 16 de febrero de 1936 se produjo un nuevo cambio al sumar el 53,66% de apoyos el Frente Popular, una amplia coalición de fuerzas republicanas y de izquierda en la que convivían principalmente Izquierda Republicana, Unión Republicana, el PSOE y el partido comunista, unas organizaciones de las que se pueden consultar sus listados de cientos de militantes en el capítulo 6.

El contexto internacional en el que se desarrolló la II República Española no era propicio para las libertades y el pluralismo. De los 28 regímenes democráticos que existían en Europa en 1920 solo pervivían 12 en 1938. Los otros 16 habían sido sustituidos, a través de golpes de Estado, por dictaduras y sistemas autoritarios de corte derechista o fascista que invocaron el peligro de una posible o supuesta revolución socialista o comunista, que nunca se produjo, para justificar su ascenso al poder. Algo similar ocurrió en España. Aunque en el gobierno del Frente Popular no había en 1936 ni un solo ministro socialista o comunista, y este último partido solo tenía 17 de los 473 diputados en las Cortes, un golpe de Estado terminó con el primer intento serio de democratización, con todos los defectos que tuviera, que vivió nuestro país en el siglo XX.

Las personas de hace ochenta años en general no vivían ni entendían la democracia en los mismos precisos términos que nosotros en la actualidad. Por tanto, la República española resultó todo lo democrática que podía llegar a ser en los años treinta, y más si la comparamos con una Europa en la que se vivían las dictaduras de Stalin en la Unión Soviética, de Hitler en Alemania, o de Mussolini en Italia. La República española no fue peor ni distinta que la mayoría de las democracias europeas de aquella época con problemas similares, lo que la diferencia de ellas es que aquí hubo un golpe de estado que perseguía suprimir las reformas económicas, sociales y culturales que la República había iniciado en 1931. Y ese golpe no se produjo porque la República no fuera lo suficientemente democrática según los parámetros de la época, sino porque un grupo de militares sublevados apoyados por monárquicos, carlistas y falangistas, y con la colaboración de la Alemania nazi y la Italia fascista, quería imponer una dictadura.

La II República española tuvo que enfrentarse desde su proclamación, el 14 de abril de 1931, a una variada gama de fuerzas políticas y sindicales que eran antisistema y antidemocráticas, y a una permanente amenaza de golpe militar apoyado por los partidos de extrema derecha. Durante la República las tramas antirrepublicanas dentro del Ejército estuvieron protagonizadas fundamentalmente por la Unión Militar Española, una organización clandestina integrada por mandos militares ultraconservadores que compartían bastantes objetivos con los fascismos italiano y alemán como eran la destrucción del sistema democrático, el aplastamiento del movimiento obrero y la instauración de un Estado totalitario. En 1934 y 1935 hubo varios planes de rebelión, que no llegaron a materializarse, liderados por los generales Yagüe o Fanjul. La victoria del Frente Popular el 16 de febrero de 1936 aceleró la conspiración, de manera que pocos meses después, el 1 de julio, los monárquicos españoles contrataron con la Italia fascista de Mussolini la compra de una enorme cantidad de material bélico de primer nivel, valorado en 339 millones de euros actuales, para respaldar una sublevación militar que finalmente comenzaría el día 17 en los territorios españoles del norte de África.

Como consecuencia del golpe de estado del 18 de julio de 1936, dos Españas, la España republicana y la España franquista, se enfrentaron en una cruenta guerra civil. Durante los tres años de enfrentamiento murieron en los frentes de batalla unos 300.000 soldados y en los bombardeos fallecieron unas 12.000 personas. Aparte, en aquellos tres años de guerra, decenas de miles de personas inocentes, que no habían cometido ningún delito, murieron a consecuencia de la represión en la España republicana y en la franquista, en su mayoría por fusilamientos.

La represión franquista y la republicana durante la guerra civil no fueron iguales. En la zona franquista la violencia se programó con antelación y fue alentada desde los mismos centros del poder y por los mandos militares como una política de Estado. Por el contrario, en la zona republicana la represión no surgió de manera planificada, sino que fue consecuencia en gran medida del hundimiento del Estado y fue protagonizada por grupos de exaltados en medio del clima de descontrol del orden público que se vivió en los primeros meses de la contienda. Además, en la zona republicana muchas autoridades se esforzaron por impedir los asesinatos, una circunstancia que no se solía dar en la España franquista. Esto explica en parte que el número de víctimas mortales de la represión fuera muy distinto en las dos zonas. En este momento hay contabilizadas en España 140.159 víctimas republicanas frente a 49.367 franquistas, de acuerdo con un estudio global del historiador Francisco Espinosa Maestre. En Andalucía las diferencias aumentan, y se contabilizan 51.090 víctimas republicanas frente a 8.356 franquistas. Por último, en la provincia de Córdoba, hubo 11.582 muertos republicanos en guerra y posguerra frente a 2.346 franquistas, según las investigaciones del historiador Francisco Moreno Gómez.

La rebelión militar comenzó en Córdoba capital a las dos y media de la tarde del 18 de julio de 1936, cuando el coronel Ciriaco Cascajo, al igual que el resto de comandantes militares de la II División —que comprendía las ocho provincias andaluzas— recibió en el cuartel de Artillería, la mayor unidad militar de la ciudad, una llamada telefónica del general Queipo de Llano que le informaba del éxito de la sublevación en Sevilla y le ordenaba la declaración del estado de guerra en la ciudad. Durante la tarde y la noche los militares insurrectos tomaron los edificios públicos y los servicios de correos, telégrafos y telefónica, desde donde ordenaron a los cuarteles de todos los pueblos que proclamaran el bando de guerra, apresaran a las autoridades republicanas y ocuparan las Casas del Pueblo y los edificios municipales. Hemos de recordar, pues parece que este hecho se olvida con frecuencia, que todos estos actos de fuerza protagonizados por los militares golpistas eran ilegales, ya que el artículo 42 de la Constitución de 1931 y el capítulo IV de la ley de Orden Público de 28 de julio de 1933 otorgaban con carácter exclusivo a la autoridad civil la declaración de los estados de excepción y prohibían cualquier suspensión de las garantías constitucionales no decretada por el gobierno de España.

Las llamadas de los militares rebeldes en Córdoba encontraron un amplio eco ya que se sublevaron los cuarteles de la Guardia Civil de 47 de los 75 pueblos de la provincia. En Lucena, el golpe militar contra la República se materializó a las 5 de la mañana del 19 de julio de 1936, cuando el teniente coronel de Infantería Juan Tormo Revelo, que se encontraba al mando de la Caja de Recluta y ejercía de comandante militar, emitió el bando de guerra. La represión comenzó esa madrugada con las detenciones practicadas por la Guardia Civil, dirigida por el teniente Luis Castro Samaniego, en el ayuntamiento y en la Casa del Pueblo, y las realizadas con posterioridad en varios domicilios de la población. En los días 18 y 19 de julio fueron encarceladas unas doscientas personas, en una ciudad que entonces rondaba los 30.000 habitantes, y el número de arrestados aumentó en las jornadas siguientes, por lo que hubo que habilitar hasta seis cárceles, incluidos dos conventos, el de San Agustín y el de San Francisco, y la antigua plaza de toros. Desde estos centros de reclusión, muchos de los detenidos fueron trasladados al cementerio y a otros lugares del término municipal o a Córdoba capital para ser fusilados y enterrados en fosas comunes.

Para entender esta masacre, no debemos olvidar que el director de la conspiración militar en España, el general Emilio Mola Vidal, ya había advertido a los militares conjurados el 25 de mayo, dos meses antes del golpe de Estado, que la acción habría de ser “en extremo violenta” y de que “serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas”. En consecuencia, la violencia sería una táctica ejercida por los sublevados desde el primer día de la guerra. Ya en la noche del 17 de julio, cuando la insurrección no había llegado todavía a la Península y los republicanos no habían movido ni un solo dedo para oponerse a ella, los militares golpistas asesinaron a 225 personas en las posesiones españolas en Marruecos, anticipando el método que iban a aplicar durante los tres años siguientes en todos los lugares que iban conquistando.

Foto: Lucena Hoy.

Con estos datos previos, el término preciso para referirnos a lo que sucedió en Lucena entre 1936 y 1939 no es el de guerra civil, sino el de represión, pues en la localidad no hubo resistencia armada al golpe de Estado, combates u operaciones militares. Cuantificar la represión franquista en Lucena es tan dificultoso como en el resto de España, ya que un buen número de víctimas mortales no ha dejado ningún rastro en la documentación oficial de los libros de defunciones del Registro Civil o de los libros de enterramientos de los cementerios. Ello se debe a que desde el primer momento hubo un enorme interés en esconder la represión, algo que siempre han procurado las dictaduras, de izquierdas o de derechas, a lo largo de la historia. Además, el miedo, el desconocimiento, las dificultades burocráticas y la emigración a otros lugares impidieron o dificultaron que los familiares de los asesinados pudieran inscribirlos en el Registro Civil, que es la fuente imprescindible para el estudio de los fallecimientos en una localidad.

Todas las inscripciones de fusilados en el Registro Civil de Lucena se realizaron fuera del plazo legal, muchos años después de que se produjeran las muertes. Durante los tres años de guerra solo se anotaron cuatro víctimas en el Registro y hubo bastantes inscripciones a partir de 1980 (un 15,87% del total de inscritos) acogiéndose a la Ley de 18 de septiembre de 1979, emitida por el gobierno de Adolfo Suárez, sobre reconocimiento de pensiones a viudas, hijos y demás familiares de fallecidos a consecuencia de la Guerra Civil. Todas estas carencias explican que en el Registro estén inscritas solo 69 víctimas mortales de la represión franquista en el municipio de Lucena mientras que otras 63 (casi el 48% del total) nunca se llegaron a anotar de manera oficial. La identidad de estas últimas se ha obtenido en buena medida a través de testimonios orales aportados por familiares, algunos de los cuales están hoy aquí presentes en este acto, y con probabilidad sus nombres se hubieran perdido si no se hubiera sido por ellos. Este proceso de recogida y difusión de los recuerdos entra en el campo de la memoria histórica, y a pesar de las insuficiencias que pueda presentar, es una manera aceptable de acercarnos a un asunto en el que otras fuentes documentales manifiestan evidentes lagunas.

La lista de víctimas mortales de la represión franquista en Lucena, que aparece detallada en el capítulo 9, comencé a elaborarla en 1997 y desde entonces su número y la información que poseemos sobre los fallecidos han aumentado considerablemente, como se puede comprobar en el capítulo 11 dedicado a las nuevas historias que han aparecido en los últimos años. Por tanto, si en 1997 hubiéramos decidido no investigar sobre este asunto y seguir el consejo de los defensores del olvido y de “no remover el pasado”, hoy todavía seguiríamos creyendo que las víctimas de la represión en Lucena fueron la mitad de las reales, con lo que habríamos hecho un flaco favor a la verdad histórica y al derecho que tiene una sociedad a conocer su pasado.

Foto Lucena Hoy

Según los datos que poseemos en la actualidad, y que podrían variar en cualquier momento en función de nuevos hallazgos, la represión causó en Lucena durante la guerra 100 muertos, a los que hay que sumar 21 en la aldea de Jauja y 11 en Las Navas del Selpillar, lo que nos da una cifra total de 132 víctimas para el municipio. Hay otras dos víctimas dudosas. Además, seis forasteros cayeron fusilados en el término municipal. Por último, en la posguerra murieron en las cárceles al menos otros siete lucentinos por hambre, enfermedades y privaciones. Aunque es muy complicado identificar a todas estas víctimas y saber dónde las enterraron, en diciembre de 2017, tras una labor de búsqueda realizada en el cementerio de Lucena por un equipo arqueológico patrocinado por la Junta de Andalucía y en el que colaboraron de manera altruista cuatro jóvenes lucentinos, se localizaron los cuerpos de cinco varones con signos de torturas y muertos por arma de fuego. Desconocemos en este momento, tres años y medio después de todo aquello, si el proceso de identificación genética de los restos hallados ha culminado con éxito, pues a varias familias les tomaron pruebas de ADN con la intención de confrontarlo con el de los huesos encontrados.

El capítulo 10 del libro está dedicado a una presunta lista negra de la guerra civil encontrada en Lucena en la que se anotan 49 personas identificadas por nombres, apodos u otras referencias. Una lista negra es una relación de personas que por algún motivo están excluidas o discriminadas. Desde que apareció el movimiento obrero en el siglo XIX, determinados patronos se pasaban entre ellos o a través de sus asociaciones listas negras de trabajadores a los que, debido a su ideología política o su militancia sindical, se recomendaba no contratar con la intención de doblegarlos por el hambre. En la Guerra Civil española se relacionaba casi siempre una lista negra, tanto en zona republicana como en zona franquista, con personas que debían ser investigadas, encarceladas o fusiladas. Es muy difícil descubrir una lista negra original, porque era un documento privado o administrativo que pasaba de mano en mano con una finalidad poco ética e ilegal, y que por tanto se quería mantener oculto ante los ojos de los ciudadanos, así que este hallazgo es muy valioso y llamativo.

Cualquier estudio que intente reconstruir lo que sucedió en Lucena en los años de la República, la Guerra Civil y la primera posguerra se encontrará con una dificultad insalvable: todos los documentos relativos a este periodo que deberían conservarse en el Archivo Histórico Municipal se quemaron de manera intencionada en los años setenta del siglo XX. Parece claro que el objetivo era borrar un pasado que podría resultar incómodo para determinadas personas que habían tenido un papel activo en la represión o en la vida política, por lo que solo se salvaron los libros de actas de los plenos y pocos documentos más. Desconocemos si esa destrucción tuvo que ver con la orden que dio Rodolfo Martín Villa, ministro de Interior de la UCD en 1977, de acabar con miles de documentos relacionados con el franquismo y relativos a Falange, la Guardia Civil, las prisiones, etc.

Al faltar los fondos municipales, bastantes de las historias que narramos en el libro se han podido reconstruir, como podemos observar en varios capítulos, gracias a los importantes descubrimientos realizados en los últimos años en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca y sobre todo en el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla, abierto a los investigadores en 1997, donde se conservan los sumarios de los consejos de guerra a los que fueron sometidos miles de republicanos andaluces durante la Guerra Civil y la posguerra. En este último archivo, por ejemplo, hemos encontrado unas interesantes diligencias informativas que pueden dar una idea aproximada del alcance estremecedor que tuvo la represión aplicada por la justicia militar. Las diligencias se refieren al teniente coronel Juan Tormo Revelo, que era comandante militar de Lucena en julio de 1936, y en agosto ya ejercía como miembro de los tribunales que intervinieron en los consejos de guerra celebrados en Sevilla y luego en Málaga. En esa documentación manifiesta que, entre agosto de 1936 y junio de 1937, él mismo ya llevaba “sentenciados a la pena capital y ejecutados 1.012 canallas rojos”, lo que nos da una media de tres condenas a muerte al día si incluimos sábados y domingos.

La actuación de los tribunales militares contra vecinos de Lucena y Jauja huidos tras la sublevación del 18 de julio y retornados al finalizar la contienda guerra ocupan dos capítulos del libro, el 13 y el 15. Estos tribunales estaban politizados e integrados por un presidente y unos vocales sin formación en Derecho, pues solo era obligatorio que la tuviera el fiscal. Para los procesos se estableció un juzgado especial permanente en el número 19 de la calle El Agua. Los miembros del tribunal, todos oficiales del Ejército, llegaban a Lucena para la ocasión, emitían las sentencias en pocas horas, sin tiempo real para analizar detenidamente las causas, y se marchaban nada más terminar su cometido. En los consejos de guerra la indefensión del encausado, sometido a prisión y a torturas desde un primer momento, era absoluta y todo el proceso judicial se realizaba sin las debidas garantías. Eso explica que muchos de los condenados debieron soportar condenas de años de cárcel solo por su militancia en partidos políticos y sindicatos, o por haber luchado en las filas del Ejército republicano.

En dos capítulos del libro, el 14 y el 15, se trata la represión sufrida en la aldea lucentina de Jauja durante la guerra y la posguerra. Cuando se produjo el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 la Guardia Civil del pueblo, comandada por Antonio Velázquez Mateo, se concentró en Lucena, así que allí no triunfó la sublevación militar en un primer momento. A los dos días, se creó en la aldea una Comisión, formada en su mayoría por militantes de la UGT y el PSOE, que se mantuvo fiel a la República y evitó los asesinatos, las detenciones y la violencia. El día 11 de agosto una columna del comandante Castejón tomó la localidad sevillana de Badolatosa, situada a solo un kilómetro de Jauja, y el estruendo de los disparos fue aterrador. El miedo se apoderó de la población y casi todo el mundo huyó al campo. El 13 de agosto tropas llegadas desde Lucena ocuparon la aldea, que estaba ya casi despoblada. A pesar de no haber existido una violencia previa por parte de los republicanos, se inició una terrible ola de fusilamientos que se llevó por delante la vida de al menos 21 vecinos del poco más de mil que vivían en la localidad. Muchos de los que escaparon para evitar la represión ya no volverían a sus hogares hasta finalizar la contienda, lo que no los libraría de ser sometidos a consejos de guerra sumarísimos en la posguerra.

Cuando hablamos de la represión relacionada con la Guerra Civil siempre pensamos en la violencia física, sobre todo en los fusilamientos. Pero hubo otras represiones en los ámbitos económico, cultural, ideológico o educativo, entre otros, de las que damos cuenta en distintos capítulos, como el 7 y el 17. Así el Carnaval, una fiesta de profunda raigambre popular y cuya celebración está documentada de forma escrita desde el siglo XIX en nuestra localidad, se prohibió debido a su carácter transgresor y crítico, a que se alejaba de los cánones religiosos y porque solo se toleraban las tradiciones relacionadas con las celebraciones católicas. También el discurso del odio y de la deshumanización de los que se creía diferentes estuvo muy presente en los años de la guerra y la posguerra. Recogiendo el viejo ideario antisemita de la Edad Media, incluso en la prensa lucentina que se autodefinía como católica, a menudo encontramos noticias y artículos en los que se difundía un mensaje de hostilidad hacia los judíos que, salvando las distancias, nos recuerdan el furibundo mensaje racista que lanzaba la Alemania nazi en aquel momento.

La represión en la enseñanza, que abordamos en el capítulo 16, la relacionamos con la corta trayectoria del Instituto Barahona de Soto, creado en 1933 y que solo sobrevivió seis años. En 1931 el único instituto de enseñanza media que existía en el sur de Córdoba era el Aguilar y Eslava de Cabra. Los lucentinos que querían estudiar el bachillerato en su provincia solo tenían la opción de matricularse en este centro, o en el Provincial de Córdoba capital. En su afán por universalizar el derecho a la educación y de acercar la cultura a los ciudadanos, la II República creó miles de aulas e inauguró nuevos institutos de enseñanza media en las ciudades con gran número de escolares. Lucena fue una de las ciudades beneficiadas pero todo se trucó a partir de la sublevación militar de julio de 1936. En principio, un tercio de los profesores del instituto, debido a sus ideas políticas, fue sancionado y suspendido de empleo y sueldo por las comisiones depuradoras creadas durante el mandato del poeta José María Pemán como secretario de Cultura y Enseñanza de la Junta Técnica del Estado, una especie de primer gobierno franquista. Por otro lado, la apertura del instituto de Lucena rompía el monopolio educativo que tenía el instituto de Cabra en el sur de Córdoba y suponía una enorme competencia a la hora de atraer al alumnado. En consecuencia, el alcalde de Cabra, que a la vez era director del instituto de su pueblo, presidente de la Comisión Depuradora del Magisterio Nacional en la provincia y además estaba muy bien relacionado con las altas esferas educativas, apoyó su cierre. Por último, el golpe definitivo vino con la Ley de Bases para la Reforma de la Enseñanza Media de 20 de septiembre de 1938, que entre otras medidas depuró el sistema educativo republicano y cerró sus institutos, ya que consideraba que estos centros habían tenido como principal objetivo sustituir “la enseñanza dada por las órdenes religiosas”. Esta nueva ley apostó por un modelo de enseñanza que significó el retraimiento de la escuela pública en beneficio de la escuela privada, mayoritariamente en manos de la Iglesia, lo que explica que en 1959 hubiera en España solo 119 institutos, 32 menos que en 1936.

Tras hacer un recorrido por los capítulos que componen mi libro, me van a permitir ahora, para finalizar, una breve reflexión. La historia no solo consiste en narrar gestas y periodos gloriosos que nos llenan de orgullo y satisfacción, sino que es mucho más amplia e incluye episodios que a veces nos pueden resultar incómodos o poco agradables. Sin embargo, la obligación del historiador es recuperar el pasado en su integridad, ya que es su oficio y su obligación, sin atender a silencios, miedos, censuras ni a opiniones interesadas. Los historiadores no somos culpables ni de lo que ocurrió ni de lo que hicieron nuestros antepasados, y nos limitamos a constatar lo sucedido a través de un análisis riguroso de los documentos y de las fuentes históricas. Nuestra principal labor social consiste en tratar de difundir la verdad demostrable de los hechos y que su conocimiento sirva, como una lección didáctica y también ética, para cerrar heridas, fomentar la convivencia democrática, aprender de lo positivo y tratar de que no se repita lo negativo. Atendiendo a estos principios, en las páginas del libro que hoy presentamos el lector encontrará unas investigaciones, iniciadas hace ya un cuarto de siglo, que le pueden ayudar a conocer mejor la historia de Lucena y de los lucentinos.

Palenciana, 12 de junio de 1936

Plano del Centro Obrero de Palenciana.

Palenciana es un pequeño pueblo del suroeste de la provincia de Córdoba que en 1936 rondaba los tres mil habitantes. Un sector importante de la clase trabajadora, más de 500 personas, militaba en la Sociedad de Oficios Varios, adherida a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), el sindicato anarquista español. El Centro Obrero se situaba en una modesta vivienda del número 5 de la calle Mariscala. Allí, en la noche del 12 de junio de 1936, había convocada una asamblea, legal y autorizada, presidida por toda la directiva: José Pacheco Espadas “Monecillo” (presidente), su hermano Francisco (secretario), Vicente Molero García (vicepresidente), Antonio Linares Castro “Velilla” (contador) y Francisco Muñoz Torres “Remendao” (tesorero). El asunto más importante del orden del día consistía en si se presentaba un oficio de huelga en caso de que la patronal no asumiera las bases de trabajo presentadas por el sindicato para la campaña de la siega de cereales. Los socios votaron a viva voz que irían al paro obrero si no conseguían su objetivo. Ya habían intervenido varios oradores, entre ellos el presidente del sindicato, José Pacheco, su suegro Matías Soria Jiménez, y algunos miembros de la directiva, que habían hecho un llamamiento a ser fuertes, a no perder el ánimo y a resistir en caso de que la huelga fructificara. La asamblea, hasta ese momento pacífica, se vio interrumpida aproximadamente a las 11.30 de la noche por la llegada de la Guardia Civil.

Tres guardias civiles, al parecer bebidos y sin motivo aparente, comenzaron a cachear a las personas que se encontraban en la puerta del Centro Obrero e interrumpieron la asamblea, lo que dio lugar a un enfrentamiento verbal, que luego llegó a las manos, entre un guardia, que desenfundó su pistola, y un par de sindicalistas dentro del Centro. Los otros dos agentes dispararon contra la puerta y al entrar encontraron a su compañero, Manuel Sances Jiménez, herido de muerte por el corte de una navaja barbera en el cuello. Mientras, los que estaban dentro del local, despavoridos, ya habían huido por las tapias de los corrales, algunos heridos, o se habían refugiado en la parte alta del edificio. Los disparos de fusil de los guardias causaron tres heridos graves que fueron trasladados al Hospital de Agudos de Córdoba: José Velasco Martín “Fraile”, de 18 años, herido por una bala que le vació el ojo derecho; José Ortiz Arjona, de 58 años, que sufrió una herida en la espalda y en el costado; y Manuel Gómez Velasco, de 30 años, al que un disparo le destruyó la boca, la lengua y el maxilar inferior. Aparte de los heridos y del guardia fallecido, un jornalero que se encontraba en el Centro Obrero murió en el acto por un disparo de los agentes que le impactó en la parte frontal izquierda de la cabeza. Se llamaba Juan Manuel Aguilar Montenegro, tenía 27 años y vivía en un cortijo en las afueras del pueblo.

El sumario judicial abierto por los sucesos de Palenciana (causa 122/1936) se conserva en el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla en vez de en un archivo civil. Esto se explica porque durante la II República, a pesar de los avances que hubo en este sentido, la justicia militar continuó invadiendo competencias que incumbían en exclusiva a la jurisdicción ordinaria, lo que motivó que conflictos sociales o civiles se resolvieran aplicando el Código de Justicia Militar, que era mucho más riguroso, y no el que le correspondería, que era el Código Civil. Un auto del Tribunal Supremo de 27 de octubre de 1931 permitió que muchos actos protagonizados por la Guardia Civil fueran interpretados por los jueces como “hechos esencialmente militares”, lo que implicaba que sería la jurisdicción militar la que intervendría en supuestos, como el que nos ocupa, de “insulto a fuerza armada”. Eso garantizaba una mejor defensa, e incluso la impunidad si llegaba el caso, de los miembros del Cuerpo. Así, por ejemplo, una pareja de guardias podría usar sus armas, de manera legal, contra un paisano que acababa de insultarla, ya que este acto se tipificaba como delito de ataque a fuerza armada según el artículo 258 del Código de Justicia Militar.

A las pocas horas de lo sucedido en el Centro Obrero, comenzaron las redadas, los arrestos, la toma de declaraciones de los testigos y de los presuntos implicados en la muerte del guardia Manuel Sances. En esta labor participaron las numerosas fuerzas de refuerzo de la Guardia Civil que llegaron a Palenciana. Como lugar de internamiento provisional se habilitó el depósito municipal, aunque el mismo día 13 de junio ya pasaron a la cárcel de Lucena, una localidad alejada poco más de treinta kilómetros, los tres primeros detenidos: el alcalde Mariano Otero Moreno, Miguel Hurtado Soriano “Pauseno” y Antonio Hurtado Onieva “Sotana”. En sucesivas tandas, 40 palencianeros y un vecino de la aldea lucentina de Jauja llegaron a esta cárcel. El juez instructor, conforme iba tomando declaración a los presos, ordenó que se levantara la prisión incomunicada a casi todos. También solicitó al auditor militar, que era la más alta instancia jurídica en la Región Militar y tenía sede en Sevilla, la puesta en libertad de la mayoría “por no resultar de las actuaciones contra ellos indicios de responsabilidad”. En consecuencia, 12 vecinos salieron de la cárcel el día 20 de junio, y otros 13 el día 22, aunque algunos de ellos fueron detenidos de nuevo después.

La instrucción judicial sobre los sucesos del 12 de junio en Palenciana dio lugar a un expediente muy voluminoso, en el que aparecen decenas de vecinos del pueblo, entre testigos y detenidos. Con su análisis, hemos intentado dilucidar qué pasó aquel aciago día y cómo se desarrolló la investigación y el enjuiciamiento de los hechos. Hemos de precisar que es posible que algunos vecinos falsearan sus declaraciones ante la Guardia Civil y el juez instructor para eludir su responsabilidad o para encubrir a otros. También, debemos de tener en cuenta que muchos de los que se encontraban en el Centro de la CNT no vieron ni escucharon lo que ocurrió en la calle ni lo que sucedió con posterioridad dentro, pues el local estaba abarrotado. Unos estaban situados en la puerta o en la parte última del salón, y otros ocupaban el primer pasillo y las escaleras que subían a la planta de arriba, de manera que el gentío llegaba hasta el corral.

La mayoría de los asistentes comenzó a huir en cuanto comenzó la trifulca. Unos querían salir al corral y saltar por las tapias, y otros pretendían escapar por la puerta. Da idea del desbarajuste que en el suelo se encontraron tiradas nueve gorras, una boina, dos sombreros y cinco mascotas después de que acabara todo aquello. Algunos vieron al citado Matías Soria Jiménez y a dos o tres más forcejeando con el guardia, pero cuando los otros dos agentes comenzaron a disparar ya había comenzado la desbandada. Por otro lado, hemos de consignar, porque era una práctica usada entonces y existen algunos datos que lo atestiguan, que es probable que los guardias forzaran determinadas declaraciones o maltrataran o torturaran a algunos detenidos, ya que los arrestados estuvieron sometidos en todo momento a la jurisdicción militar y sin la asistencia de un abogado defensor.

El consejo de guerra contra 14 palencianeros implicados presuntamente en los sucesos se celebró en Lucena el 17 de septiembre de 1937, en plena guerra civil y en una zona controlada por el Ejército franquista desde el inicio de la contienda el 18 de julio del año anterior. El tribunal que los juzgó, presidido por el teniente coronel de Caballería Ildefonso Martínez Sabalete, estaba politizado y compuesto por militares sin formación jurídica que llegó expresamente a Lucena para la vista y se marchó cuando acabó su actuación. Por tanto, no existían unas mínimas garantías procesales, ni tampoco el derecho a la defensa efectiva y a un juicio justo. Además, en la vista se valoraban las pruebas, se juzgaba y se condenaba en un plazo muy breve de tiempo, de pocas horas, en el que era imposible analizar con detenimiento la causa ni concretar las responsabilidades individuales de los acusados.

El fallo del tribunal del consejo de guerra hacía suyas las tesis del fiscal. Condenó a pena de muerte a Matías Soria como autor del asesinato del guardia, y la misma pena recayó sobre otros diez vecinos que se encontraban en el Centro cuando se produjo el hecho, a los que se acusaba de cooperantes de un delito de insulto a fuerza armada: Antonio Hurtado Onieva “Sotana”, Antonio Espinosa Antequera “Tuerto”, Juan Manuel Soria Romero “Cachigordo”, Ricardo Cruz Gutiérrez, José Pinto Castro “Cuatrico”, Vicente Molero García, Lorenzo Sevilla Velasco, José Ortiz Arjona, Miguel Hurtado Soriano y Manuel Gómez Vílchez. A los tres acusados de encubridores (Juan Giráldez Torres, Francisco Jiménez Cabrera y Francisco Ramírez Pacheco “Adriano”) les cayó una condena de veinte años de cárcel. En concepto de responsabilidad civil, todos deberían pagar una indemnización a la familia del guardia de 25.000 pesetas y otras 150 por los desperfectos causados en su uniforme. También se especificaba que en caso de que los condenados a muerte fueran indultados por la superioridad la pena sería sustituida por treinta años de cárcel y la inhabilitación absoluta.

Los consejos de guerra colectivos abundaron durante la guerra y la posguerra, lo que perjudicaba enormemente a los procesados, ya que impedía que los tribunales tuvieran tiempo de analizar las causas de forma individualizada y de estudiar los sumarios. Eso se aprecia en esta sentencia, que contiene errores evidentes, pues la inmensa mayoría de los condenados como cooperantes no habían participado en la agresión. Solo tuvieron la mala fortuna de hallarse aquella noche en el lugar de los hechos, del que huyeron despavoridos saltando las tapias al ver la refriega. Manuel Gómez Vílchez ni siquiera se encontraba en el Centro Obrero, sino en el cortijo Rueda, donde trabajaba de casero y a donde al día siguiente llegaron varios huidos de Palenciana. Como puede comprobarse en el sumario, ni un solo testigo lo situaba en la sede sindical aquella noche ni hay ningún indicio de ello. A Juan Manuel Soria Romero “Cachigordo” nueve testigos, cuyas declaraciones constan en el sumario, estuvieron con él la noche del crimen en la barra del bar donde trabajaba de camarero, un local en el que todos se encerraron por miedo, al escuchar los disparos, hasta que amaneció. José Ortiz Arjona resultó herido por los disparos de los guardias en plena calle, por lo que no se hallaba en la habitación donde mataron al guardia. José Pinto Castro “Cuatrico” estaba escondido debajo de una cama en la habitación de arriba del Centro Obrero cuando sonaron los disparos, así que es imposible que participara en la agresión. Y similares circunstancias podemos encontrar en casi todos los acusados como cooperantes.

El 29 de septiembre de 1937 el auditor del Tribunal Militar Territorial II, Francisco Bohórquez Vecina, confirmó el fallo del tribunal del consejo de guerra. Como en la sentencia aparecían condenas de muerte, este debía comunicarla a la Asesoría Jurídica del Cuartel General del Generalísimo, que era la que tenía la última palabra. El jefe del Estado, Francisco Franco, el 28 de enero de 1938, se dio por “enterado” de la pena de muerte impuesta a Matías Soria y conmutó las demás por una pena de inferior grado, es decir, treinta años de reclusión mayor. La noticia de la conmutación les llegó a los presos el 7 de febrero de 1938, casi cinco meses después de la celebración del juicio. A Matías Soria también le informaron ese día de que su sentencia a muerte era firme y lo fusilaron en las tapias del cementerio de Lucena al día siguiente a las diez de la mañana.

Los condenados a penas de cárcel sufrieron las condiciones lamentables que se vivieron en los recintos penitenciarios cuando tras la guerra centenares de miles de personas acabaron en prisión (oficialmente había 270.719 presos en diciembre de 1939). La mayoría padeció además lo que se denominó “turismo penitenciario”, que suponía continuos cambios de prisión y el cumplimiento de las penas en lugares muy alejados de sus domicilios, como la prisión gaditana de El Puerto de Santa María o la Central de Burgos, donde estuvieron algunos. La distancia les impedía no solo el contacto con sus familias, sino que dificultaba el envío de paquetes de comida, fundamentales para la supervivencia en las prisiones en una época de miseria y escasez. Al menos dos de ellos, para poder redimir sus penas y rebajar la condena por día trabajado, acabaron sometidos a explotación laboral: Antonio Hurtado Onieva “Sotana” en el destacamento penal de Valdemanco (Madrid) y Miguel Hurtado Soriano “Pauseno” en la colonia penitenciaria militarizada del Canal del Bajo Guadalquivir en Sevilla. En la Prisión Provincial de Córdoba falleció el 24 de noviembre de 1943 uno de los heridos graves por la Guardia Civil que había sido condenado con posterioridad a treinta años de cárcel, José Ortiz Arjona, oficialmente por “úlcera gástrica” según se anota en los libros de defunciones del Registro Civil de esa ciudad. También, de acuerdo con el testimonio de la familia, Francisco Ramírez Pacheco, condenado a 20 años de cárcel, moriría en la prisión de Sevilla, y Francisco Jiménez Cabrera, sentenciado a la misma pena, pereció al poco de quedar en libertad.

Cinco vecinos no pudieron ser juzgados en el consejo de guerra del 17 de septiembre de 1937 al haber huido con anterioridad, por lo que se les declaró en rebeldía. Por un lado, Ana Orellana Hurtado, que fue procesada en posguerra y su caso se sobreseyó, y su hijo Francisco Soria Orellana, al que también se le abrió una información judicial que acabó sobreseída. Por otro lado, estaban los hermanos José, Francisco y Domingo Pacheco Espadas. Los dos últimos terminaron juzgados en posguerra, y condenados a 30 años de cárcel. José, presidente del Centro Obrero anarquista de Palenciana, alcanzó el grado de comandante de milicias en el Ejército republicano durante la guerra. Finalizada esta, intentó escapar a Gibraltar y lo apresaron en San Roque, donde lo juzgaron. Murió fusilado en Cádiz el 23 de abril de 1940 y lo enterraron en el cementerio de San José, un lugar en el que en la actualidad se están llevando a cabo labores de exhumación e identificación de los restos de los represaliados que allí se encuentran. Al padre de los tres hermanos, Francisco Pacheco Velasco, ya lo habían matado sin juicio previo en Palenciana al comienzo de la guerra, y lo mismo hicieron con la mujer de José, Teresa Soria Romero, que tenía veintidós años y estaba embarazada de ocho meses (antes de asesinarla abusaron de ella). Otro hermano Pacheco Espadas, Manuel, que había luchado en el Ejército republicano, murió en un batallón disciplinario de soldados trabajadores posiblemente en 1941-1942 al sur de Cádiz.

El fenómeno de la población civil que huía de la represión y de las acciones de guerra se dio en todo el territorio ocupado por los militares sublevados y lanzó a un millón de refugiados hacia las zonas de España fieles a la República. Como los huidos de Palenciana se dirigieron a la provincia malagueña, la mayoría de los varones se integró en las diversas columnas de milicianos anarquistas que se crearon en esta zona hasta que la ciudad cayó en febrero de 1937 en manos de las tropas italianas del general Roatta, aliadas de los franquistas. Hemos localizado a algunos huidos que se habían visto inmersos en los sucesos del 12 de junio de 1936 y con posterioridad se alistaron en el Ejército republicano, como Felipe Orellana Sevilla “Pan de Higo”, condenado a treinta años de cárcel en la posguerra, Manuel Arjona Hurtado, y Antonio Linares Castro “Velilla”, que alcanzó el grado de capitán y murió en el exilio francés. Otros muchos palencianeros no relacioneros con estos sucesos también huirían del pueblo y combatirían en el Ejército leal a la República.

Cuando en agosto de 2020 comencé la lectura de las 998 páginas del sumario abierto por los sucesos del 12 de junio de 1936 en Palenciana, desconocía si con toda esa información podría elaborar un artículo para mi blog. Pero al final, y sin preverlo, poco a poco completé el análisis del expediente del consejo de guerra con otras decenas de sumarios judiciales y de varios testimonios orales que aparecieron después de que publicara por primera vez esta entrada del blog en enero de 2021 (acumuló 1.500 lecturas el primer día), lo que me ha permitido la elaboración de un libro de 224 páginas que verá la luz el 3 de diciembre de 2021. Existió una versión oficial de los sucesos del 12 de junio de 1936 en Palenciana que tras mi investigación ha quedado en entredicho. Según esa versión, solo hubo una víctima importante y con derecho a todos los honores, Manuel Sances, el guardia civil asesinado que al año siguiente le dio nombre a la calle Arroyo. Las demás víctimas, la mayoría de ellas inocentes, permanecieron ocultas y olvidadas, como si su tragedia fuera irrelevante e incluso vergonzosa. Es obvio que cualquier acto criminal debe tener un castigo, pero asistir a una asamblea sindical, algo legal en aquel momento y en nuestros días, no convierte a nadie en culpable y en delincuente. Y el estar en el lugar de los hechos cuando se produce un asesinato, tampoco. No obstante, ese fue el “delito” que presuntamente cometieron decenas de palencianeros y por el que algunos de ellos penaron largos años de cárcel o desaparecieron para siempre.

Las carencias de información que he encontrado al escribir esta historia tienen que ver, en buena medida, con la falta de documentación que existe en el Archivo Histórico Municipal de Palenciana, Por tanto, decidí subsanar este inconveniente con un llamamiento a través de mi blog personal y por medio de una conferencia que impartí en el pueblo el 13 de agosto de 2021 para que los familiares de las personas involucradas pudieran aportar información sobre sus allegados, a pesar de que ya han pasado 85 años de lo ocurrido. Sabía que esta búsqueda tenía una dificultad añadida: hoy Palenciana tiene un censo de 1.465 habitantes, mientras en 1940 la población de hecho era de 2.962 personas, más del doble. El gran éxodo de palencianeros en los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo pasado, sobre todo a Cataluña (al barrio de Buenavista de Tarragona, por ejemplo), en busca de mejores condiciones de vida, es el principal causante de ese descenso. Como se puede suponer, la existencia de tantos emigrados y sus descendientes alejados de su localidad de origen no ha jugado a nuestro favor, pero por fortuna el llamamiento ha dado sus frutos.

A continuación voy a publicar un enlace con dos bloques de información actualizados con fecha de 23 de noviembre de 2021. En el primer bloque aparecen unas listas relacionadas exclusivamente con los sucesos del 12 de junio de 1936: nombres y otros datos de los dos fallecidos, de los tres heridos que luego estuvieron detenidos (uno murió en la cárcel y a los otros dos los fusilaron), de las 38 personas apresadas (14 serían condenadas a penas de 20 y 30 años de cárcel), de 20 vecinos que se encontraban en el Centro Obrero aquella noche, de otros 20 interrogados como testigos, de cinco personas declaradas en rebeldía, de los tres guardias civiles que intervinieron en los hechos, etc. Durante mis investigaciones he encontrado también alguna información que no está relacionada directamente con los sucesos del 12 de junio pero que he considerado interesante porque en gran parte es desconocida, y que aparece en un segundo anexo. En él se incluyen algunos nombres de represaliados durante la guerra y la posguerra: 21 fusilados en Palenciana, Benamejí y Córdoba; 14 vecinos sometidos a expedientes de responsabilidades políticas; 12 represaliados nacidos en Palenciana y residentes en otras localidades, 33 soldados del Ejército republicano, siete soldados del Ejército franquista fallecidos en los frentes de guerra, etc. Todos los datos anteriores se pueden consultar en este enlace.

Diario de operaciones del teniente Carlos Galindo Casellas. Los primeros meses de la guerra civil en Rute, Iznájar y localidades vecinas

Carlos Galindo Casellas nació el 17 de marzo de 1902 en Ronda (Málaga). Se casó en 1928 con Rosa Osuna Ardizone y no tuvo hijos. Según su hoja matriz de servicios que se conserva en el Archivo General Militar de Segovia (sección CG, legajo G-17), con 18 años marchó voluntario al servicio militar, que realizó en Melilla, y participó en varios combates y operaciones militares en Marruecos, donde obtuvo dos medallas de guerra. Alcanzó el grado de teniente de Caballería y pasó a la reserva en junio de 1932. Como era además abogado, el 26 de febrero de 1936 comenzó a trabajar de secretario del Ayuntamiento del pueblo cordobés de Rute, tras haber ocupado plaza en otros municipios españoles como Priego (Cuenca), San José (Ibiza), Falset (Tarragona) e Iznatoraf (Jaén)). Cuando se produjo la sublevación militar del 18 de julio apoyó el golpe de Estado y comenzó a redactar un “Diario de Operaciones y notas” hasta pocos días antes de su fallecimiento en el frente de Monterrubio de la Serena (Badajoz), el 23 de julio de 1938. Tenía al morir 36 años.

Esquela mortuoria de Carlos Galindo publicada en el periódico ABC el 23 de julio de 1939, primer aniversario de su muerte.

El diario de Carlos Galindo, que abarca 111 páginas, de las que las primeras 85 aparecen mecanografiadas y el resto manuscritas, ha sido localizado en el Museo del Ejército de Toledo (Inf. 26.322) por el historiador toledano Roberto Félix García, quien generosamente me ha cedido el contenido para su publicación. Sus páginas son una radiografía de las operaciones de guerra que tuvieron lugar en Rute, Iznájar —fue nombrado comandante militar del pueblo en agosto— y otras localidades aledañas de las provincias de Córdoba, Málaga, Granada y Jaén. Es un documento extraordinario y muy valioso porque nos permite conocer qué estrategias y fuerzas se organizaron diariamente para la defensa de Rute e Iznájar y para la conquista de las localidades y tierras vecinas. Aun así, hemos de tener en cuenta a la hora de leerlo que estos diarios militares son, en determinadas ocasiones, textos en los que se ensalzan y magnifican las hazañas propias (como cuando  habla del intento republicano de tomar Iznájar el 10 de agosto de 1936), se ocultan hechos, se inventan otros y se recurre a la falsedad o las medias verdades si es necesario.

El diario comienza el 17 de julio de 1936 en Rute, cuando ante las noticias de que se había producido una sublevación militar en las zonas españolas del norte de África, Carlos Galindo contacta con el jefe de la Falange (posiblemente Manuel Villén Roldán) para organizar el apoyo al golpe de Estado en el pueblo. El día 18, sábado, la rebelión se extiende a la Península y a las tres de la mañana del 19 el alférez Basilio Osado Labrador, comandante de puesto del cuartel de la Guardia Civil, proclama el bando de guerra y detiene a los concejales y a los líderes de los sindicatos y los partidos del Frente Popular, la coalición de partidos republicanos y de izquierdas que había ganado las elecciones a Cortes del 16 de febrero y que controlaba el Ayuntamiento. Rápidamente crean una guardia cívica en Rute y en la aldea de Las Lagunillas, y una escuadra de la Falange —la Falange también se organiza en las aldeas que unen Rute con Lucena—, que comienza a operar en aquellos días en los caminos y aldeas hacia Iznájar y la cercana localidad malagueña de Cuevas de San Marcos. Para responder al golpe de Estado, muchos vecinos de Rute siguen la consigna de huelga general lanzada por las organizaciones frentepopulistas en toda España. Otros muchos, para escapar de la represión, comienzan a huir a la sierra de Rute. El día 29 de julio el alférez Basilio Osado ordena una batida a tiros contra ellos, aunque los que se habían escondido allí no iban armados.

Como en Rute y las localidades vecinas triunfó el golpe gracias al apoyo de la Guardia Civil y la situación estaba controlada, el día 2 de agosto el comandante militar de Rute y jefe de línea de la Guardia Civil, el alférez Basilio Osado, ordena a Carlos Galindo que se encargue de la defensa de Iznájar, situada a unos 20 kilómetros. Allí, el comandante de puesto de la Guardia Civil, el sargento Jerónimo Rivero Sánchez, les pedía ayuda, pues se temía un ataque republicano desde sus aldeas o desde las localidades vecinas de Loja (Granada) o Cuevas de San Marcos (Málaga). Nada más llegar a Iznájar, Carlos Galindo organiza con rapidez guardias cívicas y de Falange, destituye la Corporación municipal, nombra una nueva Gestora para administrar el Ayuntamiento y encarcela a los dirigentes frentepopulistas.

La represión fue muy dura en Iznájar durante esos meses de verano y principios del otoño. Tenemos documentado el fusilamiento de al menos 75 personas, la mayoría identificadas por informaciones aportadas por sus familias, de las que solo 28 han dejado rastro documental de su muerte en los libros oficiales de defunciones del Registro Civil, donde es obligatorio inscribir a los que fallecen. No obstante, por las incursiones en las aldeas iznajeñas que continuamente refiere el diario de Carlos Galindo, y la forma en que se llevaron a cabo, es de suponer que la aplicación del “bando de guerra”, es decir, los fusilamientos, tuvieron que ser mucho más numerosos. Sin embargo, y por desgracia, no hemos realizado una investigación profunda sobre esta cuestión en el municipio a través de testimonios orales, que es la fuente fundamental de recopilación de los nombres de las víctimas cuando los documentos escritos escasean o no son lo suficientemente esclarecedores. Que solo una de cada tres víctimas mortales esté inscrita en los libros de defunciones del Registro Civil en Iznájar deja claro el nivel de ocultación (algo normal en cualquier dictadura) que tuvo la represión franquista, y demuestra la importancia que tiene la investigación histórica para conocer el verdadero alcance y la magnitud de esta violencia.

Iznájar, la aldea próxima de la Celada y algunas cortijadas están, desde el 18 de julio de 1936, en manos de los que respaldan la sublevación militar. Sin embargo, no ocurre lo mismo con la mayoría de las otras 21 aldeas que conformaban el municipio —muchas están hoy ocultas bajo las aguas del pantano—. En estos núcleos, al no existir un cuartel de la Guardia Civil que apoyara el golpe de Estado, los vecinos se mantuvieron fieles a la República a pesar de no contar con apoyo militar para organizar su defensa. Las fuerzas de Carlos Galindo tienen como principal objetivo el control de esas aldeas para alejar el peligro republicano de Iznájar y, lo más importante, para asegurar las comunicaciones directas entre las ciudades de Córdoba y Granada, pues ambas capitales de provincia estaban dominadas por los militares rebeldes.

El hecho más grave al que se tuvo que enfrentar Carlos Galindo fue el ataque fracasado de fuerzas republicanas a Iznájar por las lomas de la Cuesta Colorá el 10 de agosto de 1936. Prueba de la importancia que le da a este hecho es que al final de su diario recoge transcritas las noticias grandilocuentes que publicaron los periódicos Ideal de Granada (1 de octubre) y La Voz de Córdoba (26 de agosto) sobre el asalto. Sin embargo, el hecho no ocurrió como él lo cuenta ni el intento de conquista fue tal. Según recoge el iznajeño Diego Ortiz Pacheco en su libro El pueblo habló. Pinceladas históricas (páginas 54 y 55), editado en 2014, como las fuerzas de Carlos Galindo habían cortado el Puente de Hierro, los republicanos no pudieron pasar con camiones, así que algunos soldados a pie se apostaron en la Cuesta Colorá y en cerro Hachuelo, desde donde tiraron algunos tiros al aire y se retiraron.

El testimonio de Manuel Llamas Sanjuán, antiguo alcalde andalucista de Iznájar, que recogí en 2004, hablaba también de que estas fuerzas republicanas solo hicieron un par de disparos y que uno dio en la entrada del cementerio, así que coincide en lo fundamental con el libro de Diego Ortiz. Ambos señalan que la causa de que los republicanos no entraran en Iznájar y se retiraran sin intentarlo se debió a que las  tropas las mandaba un capitán iznajeño, Francisco Alcántara Cañas, apodado Larita, quien temía las represalias que pudiera sufrir su familia y el daño que se le podía causar al pueblo. De hecho, dos días después de que los republicanos se retiraran sin plantear batalla, pelaron en Iznájar a los padres del capitán Francisco Alcántara, los purgaron con aceite de ricino y los pasearon por las calles para que sirvieran de mofa.

El 21 de agosto Carlos Galindo es nombrado de manera efectiva comandante militar de Iznájar, convirtiéndose en la máxima autoridad de la localidad. Para el día 23 ya tenía organizadas unas abultadas fuerzas en el pueblo, según un cuadro que conserva al final en su diario. Contaba entonces con 16 guardias civiles y 444 falangistas armados de manera variopinta (fusiles, mosquetones, carabinas, rifles y sobre todo escopetas), a los que hay que añadir 206 voluntarios posiblemente encuadrados en la Guardia Cívica (el municipio tenía unos 12.000 habitantes). En cuanto a municiones, destacaban 16 cajas para fusil, 6.500 cartuchos de escopeta y 1.567 para armas largas. Disponía también de 345 pistolas y revólveres y 1.800 cartuchos. Y para el transporte usaban 14 camiones, siete coches, una moto, 43 mulos y nueve caballos.

Con esta gruesa maquinaria bélica, el día 29 de agosto sus fuerzas comenzaron a ocupar la aldea de El Remolino, donde con anterioridad habían incendiado muchas casas para castigar a la población civil. Durante su incursión realizaron algunos fusilamientos y hubo abusos y violaciones de mujeres. Este episodio histórico ya pude analizarlo en 2005 gracias al testimonio de Antonio Montilla Cordón, uno de los habitantes de la aldea, que fue publicado por la revista Cuadernos para el Diálogo en 2007. Hemos de tener en cuenta que los asesinatos en El Remolino no se producen como respuesta a una violencia física previa de los republicanos, pues en las zonas y aldeas de Iznájar controladas por ellos no se ejecutó ningún fusilamiento durante aquellos meses. Un caso ejemplar en este sentido es el del municipio malagueño de Cuevas de San Marcos, muy citado en el diario de Carlos Galindo, donde en los dos meses de dominio republicano no se mató a nadie y tras su ocupación por fuerzas de Iznájar y de Lucena se fusiló al menos a 55 personas según la lista publicada por el estudioso local José Terrón Arjona en su libro Memoria sin sombra, editado en 2011.

En el diario de Carlos Galindo hay continuas referencias a los saqueos realizados por los republicanos en los cortijos, aunque no sabemos sí eso ocurrió en verdad en las aldeas de Iznájar. El pillaje es harto frecuente en un clima de enfrentamiento bélico y de calamidad pública, cuando se desbaratan los mecanismos de orden público y no existen autoridades que mantengan la ley. En bastantes ocasiones, esas requisas se produjeron porque hubo que asegurar el abastecimiento de alimentos para la población en un estado de guerra. Muchas personas no podían salir a trabajar a los campos por la inseguridad que se respiraba y el peligro que suponía, y había que alimentarlas. Otros vecinos se ofrecieron al servicio de la causa republicana, y no trabajaban ya en labores agrícolas por lo que no podían llevar un salario a sus casas. Con una buena parte de la población, jornalera y campesina, que vivía en unos niveles de auténtica supervivencia desde antes de que comenzara la contienda, la requisa de alimentos era el método más rápido y fácil de obtener alimentos. De hecho, las fuerzas de Carlos Galindo aplicaron el mismo método de requisa en las tierras conquistadas por ellos (hay referencias en su diario a requisas de caballos el 13 de octubre y de automóviles el 18 de noviembre), aunque él no lo detalle. Además, los bienes de los que huían fueron saqueados de sus casas (camas, ajuares, máquinas de coser, etc.) y se abrieron también oficialmente multitud de expedientes de incautación de bienes aquel mismo verano contra vecinos de ideología republicana.

Un caso documentado de rapiña de las fuerzas de Carlos Galindo ocurrió en El Higueral. Él dice en su diario que lo que ellos requisaron allí había sido a su vez robado con anterioridad por los republicanos en los cortijos, pero no es cierto, pues eran bienes legítimos de las familias de la aldea. El iznajeño Diego Ortiz Pacheco lo cuenta en parte en su libro ya citado (página 57) tomando como fuente el testimonio de varios vecinos de El Higueral, que ya había sido tomado con anterioridad por la Guardia Civil de Priego. Refiriéndose al primer día de la entrada de los «fascistas» desde Iznájar, relata: «…matar no mataron, pero estuvieron todo el día paseándose por la calle con los caballos. Se llevaron las bebidas del bar y todo el comestible de la tienda. Iban borrachos como cabras, echándole los caballos a los niños. A una mujer le levantaron el vestido. Uno de ellos se llamaba Rodrigo [posiblemente el guardia Rodrigo Salas Bote, responsable de varios fusilamientos en la aldea de El Remolino], otro, después fue municipal…».

La toma de la localidad malagueña de Villanueva de Tapia el día 30 de agosto por el general Varela, afín a los sublevados, aleja el peligro republicano de las cercanías de Iznájar y facilita que en el mes de septiembre las fuerzas de voluntarios y falangistas de Carlos Galindo realicen un auténtico paseo militar victorioso por la zona: el 1 ocupan las aldeas y cortijadas de Arroyo Cerezo, Cruz de Algaida, Gata, Gorgos y Adelantado; el día 3 Los Pechos, Fuente del Conde y Alcudilla; el 6 El Higueral; el 9 los Ventorros de Balerma; el 15 la localidad malagueña de Cuevas de San Marcos (junto a una columna de caballería de Lucena) y el 22 de septiembre la aldea de Fuentes de Cesna, perteneciente al municipio granadino de Algarinejo. A finales del mes de septiembre sus fuerzas junto a las de otras localidades cordobesas intentan la toma de la localidad jienense de Alcalá la Real y el día 1 de octubre llegan a sus aldeas de Hortichuela y Las Pilas. Como consecuencia de los éxitos obtenidos, el día 7 de octubre el jefe provincial de las milicias de Falange Española de las JONS nombró a Carlos Galindo inspector delegado de esas milicias en el sector sur de la provincia, con acción sobre las localidades de Cabra, Doña Mencía, Nueva Carteya, Zuheros, Lucena, Encinas Reales, Rute y Benamejí.

Hoja manuscrita por Carlos Galindo en la que solicita su ascenso a capitán.

A principios de octubre de 1936 Carlos Galindo comienza a incluir en su diario referencias a las malas relaciones con el comandante de puesto de la Guardia Civil de Iznájar, el sargento Jerónimo Rivero, y con el alférez Basilio Osado, que cumple igual función en Rute —a este último lo define como “un perfecto idiota y un burro” en una entrada de su diario de 27 de mayo de 1937—. Las causas de estas desavenencias no están claras, aunque él culpa a los “elementos caciquiles” de Iznájar, que influyen en el sargento, y a la maldad de ambos mandos, a los que califica de “canallas”, cobardes y “envidiosos”. Una denuncia del primero origina el 20 de octubre el cese de Carlos Galindo como comandante militar de Iznájar por el gobernador militar de Córdoba y, en consecuencia, su reingreso como secretario del Ayuntamiento de Rute. Se lamenta de que nadie va a despedirlo cuando se marcha de Iznájar, salvo dos personas, y desconocemos cuál es la razón, pues el día 14 de agosto se había iniciado una recogida de firmas para agradecerle su labor en el pueblo a la que se sumaron unas doscientas personas (no se añadieron más porque él ordenó parar la iniciativa).

Los motivos por los que en solo dos meses la figura de Carlos Galindo pasa, ante la opinión pública iznajeña, de la aclamación a la ignorancia son un misterio por ahora. Según algunos testimonios, tendría que ver con el alcance de la represión por él ejercida o permitida, que llegó a escandalizar hasta a los propios derechistas del pueblo. Prueba de ello es que el día 2 de septiembre el jefe de la Falange en la localidad, Salvador Luque García, denunció en la Comandancia Militar de Lucena el fusilamiento de su tío Antonio Conde Luque y tres vecinos más por el guardia civil Rodrigo Salas Bote y el falangista Pedro Doncel Quintana (Periquillo el de la Carolina) en la aldea de El Remolino, mientras estaban borrachos. Además, ese día, intentaron mutilar los cadáveres, abusaron de una mujer y realizaron otros desmanes (este episodio se narra en un artículo de mi autoría publicado por la revista Cuadernos para el Diálogo en el año 2007).

Sepulcro de Carlos Galindo en el cementerio de Rute.

A partir de su cese como comandante militar de Iznájar, Carlos Galindo comienza a maniobrar para denunciar ante varios mandos militares superiores la situación de acoso que él estima que sufre. Consigue reunirse con el gobernador militar de Córdoba, Ciriaco Cascajo, y envía un telegrama al general Gonzalo Queipo de Llano, la máxima autoridad militar de Andalucía en la zona franquista. Su intención es integrarse como oficial del Ejército en el cuerpo de Regulares —formado por tropas marroquíes indígenas—, lo que consigue a principios de diciembre de 1936 al ser destinado al 5º Tabor (escuadrón) de Infantería de Regulares de Melilla. Sus primeros combates serán en al frente de Madrid y en septiembre de 1937 pasará a Teruel. En enero de 1938 le comunican su ascenso a capitán en el 2º Tabor de Regulares de Melilla y su diario ya no se conserva a máquina, sino manuscrito. El 14 de junio de 1938 es el último día que escribe y el 23 de julio, con 36 años, encontró la muerte en Monterrubio de la Serena (Badajoz), en el frente de Extremadura. El Registro Civil de Rute señala como fecha de la muerte el día 22, con 26 años, pero está equivocado en la fecha y la edad. El día 28 el Ayuntamiento de Rute inició una suscripción popular, a la que aportó 300 pesetas, para costear un panteón en el cementerio parroquial, muy mal conservado en la actualidad, en el que aparece inscrito como “caído por Dios y por España”.

Carlos Galindo era una persona con bastante preparación intelectual, según se puede observar en su diario, algo lógico teniendo en cuenta que poseía la carrera de abogado. Desconocemos si en ello influyeron también sus orígenes familiares. Sabemos que un hermano, Antonio (fallecido en 1992), al que nombra varias veces, llegó a ser general de brigada de Infantería y gobernador militar de Ceuta, Gran Canaria y Cáceres durante el franquismo, además de pintor y escritor. La esposa de Antonio, la canaria María de las Mercedes Ortoll Vintró, fue una popular escritora de novelas rosas entre 1930 y 1963. En 1966, a ambos los nombraron miembros de la Academia Cultural y Social de París. Por otro lado, la viuda de Carlos Galindo, Rosa Osuna Ardizone, poseía en los años sesenta del siglo pasado una administración de loterías en el Paseo de las Delicias de Madrid. Ignoramos si fue una concesión por ser viuda de militar caído en el frente.

A continuación publicamos la primera parte del diario de Carlos Galindo, la referida a Rute e Iznájar, que abarca desde el 17 de julio al 7 de diciembre de 1936. Son 23 folios pasados a ordenador. Se ha respetado el texto original, incluidos los escasos signos de puntuación, y solo se han corregido contadas faltas de ortografía, se han eliminado algunas mayúsculas que antes eran de uso común y se han revisado los nombres de las aldeas (a El Remolino lo llama Remolinos, a Solerche, Solerches, etc.). El diario se puede leer en este enlace.

Información complementaria:

Fotografías de desfiles en Baena durante la guerra civil

A mediados de mayo de 2018 me entregaron varias fotografías antiguas de Baena que reproduzco al final de este artículo. No son inéditas pero sí bastante desconocidas, al menos una parte de ellas. No están fechadas, aunque por las imágenes que aparecen se podrían situar en los años de la guerra civil debido a la indumentaria de los protagonistas y al uso de detentes, una especie de emblema que utilizaban los combatientes con imágenes religiosas (fundamentalmente el Sagrado Corazón de Jesús) prendidas en el pecho. Casi todas las fotos son de desfiles en los que participan civiles y fuerzas militares. Entre los civiles destacan los falangistas: varones uniformados con el mono azul, mujeres de la Sección Femenina y flechas, que era el nombre que recibían los niños y jóvenes que pertenecían al partido. También aparecen mujeres de paisano en los desfiles, en alguna ocasión con mantilla y en otra con un crucifijo alzado, una imagen muy típica del nacionalcatolicismo imperante en la España franquista donde se mezclaba lo político, lo religioso y lo militar. En una de las fotos, un sacerdote saluda con el brazo alzado, al estilo fascista, junto a varios soldados y falangistas. Las imágenes se hicieron con motivo de un acontecimiento importante, pues en algunos balcones aparecen colgaduras con banderas y mucho público observa los desfiles por las calles. Varias de las fotografías se realizaron en el Paseo (actual plaza de la Constitución) y en el tramo alto de la Calzada.

Creemos que las fotografías corresponden casi con total seguridad al día 14 de septiembre de 1936  (festividad de Nuestro Padre Jesús Nazareno, patrón de Baena), cuando se celebró un gran homenaje al coronel de Regulares Eduardo Sáenz de Buruaga —cuyas tropas habían tomado el pueblo el 28 de julio—, ya que lo hemos identificado en una imagen. También las fotos pudieran ser en parte del 15 de septiembre de 1938, cuando en medio de un pueblo engalanado con profusión de banderas nacionales y falangistas, la Falange celebró su Día con la asistencia de autoridades civiles, militares y mandos del partido. Para la ocasión, se realizó una gran concentración nacional sindicalista en la plaza de armas del castillo, una ceremonia de bendición de la Cruz de los Caídos (el monumento en recuerdo de los fallecidos del bando franquista), una entrega de bandera a las fuerzas de la Guardia Civil y un grandioso desfile de 4.000 afiliados uniformados de Baena y de los pueblos limítrofes. Otra posibilidad es que haya fotos de dos semanas después, del 1 de octubre, cuando se celebró la Fiesta del Caudillo en el segundo aniversario de su proclamación en Burgos como jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos. Los actos consistieron en una concentración a las 11,30 de la mañana en la plaza de armas del castillo de unidades del Ejército, milicias, juventudes y afiliados a la Falange para leer el saludo de Franco y en una manifestación de homenaje a las 6 de la tarde. Todos estos actos se desarrollaron en época de calor o con temperaturas agradable que permitían el uso de la ropa veraniega que predomina en las fotografías.

La mayoría de los varones baenenses que participan en el desfile van uniformados como falangistas o milicianos, así que haremos un breve repaso de los la evolución del partido y de las milicias que funcionaron en la localidad. Las milicias estaban integradas por vecinos armados que sin ser militares desarrollaron labores de vigilancia, defensa, paramilitares y en algunas ocasiones represivas (como registros, cacheos, detenciones), sobre todo los enrolados en la primera línea, que era la de vanguardia. Desde agosto de 1936 encontramos en Baena cuatro organizaciones de milicias, siempre bajo el mando militar, que a mediados de octubre estaban formadas de la siguiente manera: el Batallón o Compañía de Voluntarios tenía 157 afiliados de primera línea; el Escuadrón de Voluntarios (caballistas) contaba con 35 voluntarios; la Guardia Cívica agrupaba a 34 afiliados de primera línea, 188 de segunda y 63 de tercera (285 en total); y la Falange Española sumaba 154 afiliados de primera línea y 88 de segunda (242 en total). Por orden de la superioridad, estas cuatro organizaciones se integraron en la Falange Española el día 21 de octubre, con lo que se creó una gran milicia con cuatro alféreces y dos clases, 368 afiliados de primera línea y 345 de segunda (713 en total), armada con 112 fusiles, 132 mosquetones, 37 carabinas y 24.547 cartuchos. Desde el 12 de septiembre, Rafael de las Morenas Alcalá, que había sido nombrado comandante militar de Baena dos días antes al cesar como alcalde, actuó de jefe de milicias de la zona de Baena, un cargo que abarcaba a todos los pueblos del partido judicial.

En la España franquista, solo carlistas y falangistas mantuvieron plena actividad política, pues las demás organizaciones de derechas permanecieron aletargadas y los partidos del Frente Popular (socialistas, comunistas, republicanos) y otras organizaciones de izquierdas, sindicatos y partidos nacionalistas periféricos quedaron proscritos y sus bienes incautados. En Baena, a pesar de su insignificancia antes de las elecciones del 16 de febrero de 1936 (sus candidatos solo obtuvieron ocho votos), la Falange tuvo una progresión espectacular, pues de los 44 afiliados que tenía con anterioridad al 18 de julio pasó a 133 el 30 de agosto y a 233 el 30 de septiembre. Su número se multiplicó el 21 de octubre, alcanzando los 609, debido a la integración de todas las milicias en la Falange; y a finales de año llegó a 752 militantes (ya en la posguerra, el 7 de marzo de 1941 tenía 1.119).

El día 17 de abril de 1937, por el Decreto de Unificación se produjo la incorporación forzada de falangistas y carlistas en Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, el partido único durante toda la dictadura de Franco, ya que todos los demás quedaron disueltos. En Baena, un mes antes, el 20 de mayo de 1937, y ante notario, se levantó acta de la constitución de la comisión integradora, que estuvo compuesta por los falangistas Manuel Torres Romero (jefe de la Falange local), José Alcalá Santaella (secretario) y José Baena Rojano (administrador). No participó en esta comisión ningún carlista, pues sólo existían en el pueblo 14 adheridos a la Comunión Tradicionalista y 10 requetés (milicianos) que no habían prestado ningún servicio en vanguardia ni en retaguardia y que ni siquiera poseían sede.

En el momento de la unificación en abril de 1937, la Falange tenía en Baena 398 afiliados en primera línea (en el frente) y 566 en segunda línea (en la retaguardia), 374 flechas (militantes de la Sección Juvenil), 128 afiliadas a la Sección Femenina y 374 militantes de la CONS (Central Obrera Nacional Sindicalista, el sindicato único). Las sedes de la Falange se repartían por varios domicilios. En las casas nº 17 y 19 de la calle del Moral, cedidas temporalmente a la organización por José Casado Martínez, se encontraban la jefatura y la secretaría, el cuartel de flechas, la sala de conferencias, el gimnasio, las oficinas y la delegación de la CONS. En la misma calle, en la planta baja de la casa nº 1, se situaban los comedores del Auxilio de Invierno, el órgano de beneficencia falangista convertido un mes después en Delegación Nacional de Auxilio Social. En la casa nº 3 de la calle José Antonio Primo de Rivera, cedida por Guadalupe Rabadán Valenzuela, se localizaban la jefatura de milicias y el cuartel de la Falange; y en los nº 10 y 19, en un inmueble prestado por la Comandancia Militar, la jefatura de la Sección Femenina.

Mientras las delegaciones anteriores, en manos de varones, contenían un mobiliario variado –en el que se incluían una biblioteca con 200 libros o máquinas de escribir–, los enseres de la casa donde tenía su sede la Sección Femenina de la Falange se reducían únicamente a una mesa grande, cinco sillas, un sillón y tres máquinas de coser, un mobiliario ilustrador del papel social y político secundario y subordinado que el partido adjudicaba a la mujer. Frente a la igualdad legal con el varón que había impuesto la República, el franquismo implantará un prototipo de mujer como esposa, madre, ama de casa y católica, dedicada durante la guerra a labores caritativas y asistenciales “propias de su sexo”, como las colectas de dinero y víveres, la recogida de ropa para los soldados, la de madrinas de guerra —se encargaban de cartearse con los soldados para elevar su moral— o la atención a los comedores de Auxilio Social.

El coronel de Regulares Eduardo Sáenz de Buruaga (situado a la derecha del personaje central que viste camisa blanca) rodeado por militares, falangistas y mujeres el 14 de septiembre de 1936.

Un militar junto a un soldado moro de las tropas de Regulares (indígenas marroquíes) que colaboraron con el Ejército franquista.

Falangistas desfilando mientras entran desde la Calzada al Paseo.

Militares y falangistas desfilando.

Mujeres de la Sección Femenina de la Falange en posición de descanso.

Desfile de niños de la sección juvenil falangista de Flechas. 

Desfile de niños de la sección juvenil falangista de Flechas.

La banda de música y vecinos con los brazos en alto reciben a las tropas que van desfilando por el Paseo.

 

Banderas, maceros del Ayuntamiento y militares.

Militares, falangistas, milicianos y vecinos. Algunos, entre ellos un sacerdote, saludan con el brazo en alto.

Desfile de mujeres. Una lleva un crucifijo.

Desfile de mujeres. Una lleva un crucifijo.

 

OTRAS FOTOGRAFÍAS DE FECHAS POSTERIORES

Vista del Paseo desde un plano superior.

Concentración falangista.

A la derecha, Roque, un discapacitado muy conocido en Baena.

 

Listado de víctimas mortales de la represión en Baena durante la guerra civil

Portada del libro Baena roja y negra. Guerra civil y represión (1936-1943).

En 2013 salió la segunda edición de mi libro Baena roja y negra. Guerra Civil y represión (1936-1943), una obra que vio la luz por primera vez en 2008. Desde entonces, al calor de mis nuevas investigaciones, he publicado en este blog varios artículos referidos a Baena que ampliaban o modificaban las informaciones que aporté en el libro. Un apartado que ha sido corregido en sucesivas ocasiones es el listado de víctimas de la represión franquista en la posguerra. Sin embargo, aún estaba pendiente la actualización de los nombres de las víctimas causadas por el franquismo durante la guerra, en la que destacan sobre todo dos grandes matanzas ocurridas el 28 y el 29 de julio de 1936 tras la entrada de la columna militar del coronel Sáenz de Buruaga en el pueblo. La puesta al día de esta información era necesaria, además, porque podría ser muy valiosa para los investigadores tras la aprobación en marzo de 2018, por el Comité Técnico de la Dirección General de Memoria Democrática de la Junta de Andalucía, de las labores de “indagación, localización, delimitación, exhumación, estudio antropológico e identificación genética, si procediera” de los represaliados que posiblemente se encuentren inhumados en fosas comunes del cementerio de Baena.

El listado de víctimas de la represión franquista que publico a continuación, a pesar de la revisión y actualización de los datos, es una estimación mínima sujeta a futuras investigaciones. Ello se debe a que muchos de los asesinados entonces, en Baena y en España, son desaparecidos, ya que no se inscribieron nunca en los libros de defunciones de los registros civiles ni dejaron rastro documental alguno, por lo que nunca sabremos quiénes y cuántos eran y su identidad quedará borrada para siempre. Cualquier dictadura, de izquierdas o de derechas, siempre ha intentado ocultar los desmanes que han ejercido los suyos, y en esto el franquismo no fue una excepción, por lo que el descubrimiento de nuevas fuentes de información escrita u oral es vital para seguir tejiendo la historia de lo ocurrido y para que los historiadores podamos arrojar luz sobre los hechos.

Baena fue uno de los pueblos de Córdoba en el que la represión franquista resultó más elevada: al menos 369 vecinos perdieron la vida durante la guerra y otros 78 cayeron en la posguerra, lo que suma una cifra total de 447 muertos. En lo que se refiere a la represión republicana, no ha habido modificaciones respecto a lo que publiqué en mi libro de Baena: 99 víctimas, de las que 73 murieron asesinadas en el convento de San Francisco el 28 de julio de 1936. El hecho de que no haya habido cambios se debe a que durante la dictadura de Franco estas fueron las únicas víctimas que tuvieron derecho a la historia y a la memoria, así que todas se inscribieron en los registros civiles y en los informes oficiales y se las pudo enterrar dignamente, por lo que su identidad quedó por fortuna sobradamente documentada.

A continuación publico dos enlaces con los listados de los nombres de las víctimas mortales de la represión franquista y la represión republicana en Baena durante la guerra civil. Antes de su consulta, aconsejo la lectura de un texto introductorio colocado al principio, que es imprescindible para conocer los hechos y el contexto histórico en  que se produjeron.

La represión en Baena durante la guerra civil y la posguerra

Listado de víctimas de la represión franquista en Baena durante la guerra civil

Listado de víctimas de la represión republicana en Baena durante la guerra civil

 

INFORMACIÓN ADICIONAL

Los presos de Baena en la posguerra

Baena, tercer municipio cordobés en asesinados en los campos de exterminio nazis

Manuel Hernández González, cabo de la Guardia Civil en Albendín en 1936

El testimonio de Antonio Cruz Navas sobre la matanza del 29 de julio de 1936 en Baena

El baenense Rafael Monroy Roldán, salvado de una condena a muerte en la posguerra

Escritos de Manuel Cubillo Jiménez, juez de Baena en la posguerra

Documentos de Manuel Cubillo Jiménez, juez de Baena en la posguerra

 

La guerrilla antifranquista en Rute en 1950

Cuando finalizó la guerra civil española el 1 de abril de 1939, un sector minoritario de los vencidos continuó la resistencia armada contra la dictadura franquista, un fenómeno similar al que se produjo también durante esos años en otros países europeos sometidos a la invasión de la Alemania nazi durante la II Guerra Mundial. La guerrilla se nutrió fundamentalmente de personas que esquivaban la represión desatada por el régimen de Franco en la posguerra. Individuos comprometidos con los partidos políticos republicanos o de izquierda y con los sindicatos obreros huyeron o se echaron a la sierra para escapar de las torturas, las detenciones, las cárceles y los fusilamientos. Da idea de la importancia de la actuación de la guerrilla en España que al menos 3.500 de sus miembros murieran en la posguerra (220 de ellos en Córdoba) y unos 1.500 enlaces (paisanos) cayeran abatidos solo en el trienio 1947-1949 por la ley de fugas (asesinato de un preso por las fuerzas de orden público alegando que intentaba fugarse). En Córdoba, tras un primer periodo de desorganización, y coincidiendo con una gran oleada represiva desatada por las autoridades franquistas en los pueblos, en 1940 ya se habían configurado importantes partidas guerrilleras en el norte de la provincia (Montoro, Villanueva de Córdoba, Belalcázar, Villaviciosa, etc.) que prosiguieron una intensa actividad hasta los años cincuenta.

De la lucha contra el movimiento guerrillero se ocupó fundamentalmente la Guardia Civil, que en un principio acosó a las partidas mediante la persecución directa con batidas y expediciones por los campos. En 1946, coincidiendo con el aislamiento internacional de la dictadura franquista, la guerrilla cordobesa vivió una etapa de auge, pero en 1947 se desató una persecución indiscriminada y violenta, amparada en el Decreto-Ley sobre Bandidaje y Terrorismo, que golpeó sus bases de apoyo hasta acabar por completo con los últimos resistentes por medio de la ley de fugas, los sobornos, y el exterminio de enlaces, familiares y guerrilleros, etc.

El historiador Francisco Moreno Gómez nos aporta algunos datos fundamentales sobre Rute y la guerrilla en sus libros Córdoba en la posguerra. La represión y la guerrilla (1939-1950) y La resistencia armada contra Franco. Tragedia del maquis y la guerrilla. Según este autor, la primera noticia sobre la guerrilla relacionada con Rute se produce el 9 de octubre de 1946, cuando un delator condujo a la Guardia Civil hasta un chozo del barranco de las Cañas, en la localidad de Villaviciosa, donde se ocultaban varios maquis. En el enfrentamiento murieron dos guerrilleros, uno de ellos ruteño, Juan Antonio López Piedra, conocido con el apodo de Maquinilla, que había vivido en un cortijo de Los Chopos. Más tarde, en el año 1948, el periódico clandestino del partido comunista Mundo Obrero publicó la muerte por aplicación de la “ley de fugas” del campesino Manuel Gutiérrez Jiménez, de 29 años, que aparece inscrito en los libros de defunciones del Registro Civil de Rute como fallecido el 21 de mayo “por heridas de armas de fuego”. En el mismo año 1948 el “Medallero” de la Guardia Civil informaba de la muerte, sin precisar la fecha, del Ratillo, un guerrillero solitario, en la Cueva de los Grajos de la sierra de Rute, al ser linchado por un grupo de guardias civiles y de personal voluntario de Iznájar tras una persecución por la zona. El 12 de mayo ya había caído también abatido el ruteño Pedro Gómez Jurado, de 35 años, en la finca Aljaraba de Hornachuelos, sin que conozcamos más información sobre las circunstancias de su muerte. Al menos cuatro ruteños murieron, por tanto, en la década de 1940 por su relación con la guerrilla.

En el año 1950 se produjo una incursión en el sur de Córdoba de guerrilleros granadinos, cuyo jefe y algunos miembros eran oriundos del municipio de Algarinejo. Mandaba la partida Antonio García Caballero, apodado Marcos, quien se había enrolado en el maquis tras ser detenido y torturado por la Guardia Civil por su pertenencia a una célula clandestina del partido comunista. Los guerrilleros aparecieron en Rute a finales de mayo y, en un principio, se refugiaron en el cerro El Borbollón, frente al cortijo de Los Aguilares. Uno de sus primeros objetivos consistió en conseguir enlaces en Rute. El papel de los enlaces o colaboradores resultaba fundamental para la supervivencia de los guerrilleros, ya que debido a su conocimiento del terreno proporcionaban previo pago no sólo víveres, sino también información sobre los movimientos de la Guardia Civil o la identidad de sus confidentes, la situación de polvorines o de líneas de alta tensión, los lugares de refugio, los nombres de falangistas, etc.

En la calle Roldán Nogués de Rute (actual calle Toledo) vivía Rosario García Caballero, hermana de Antonio y de Miguel, uno jefe y el otro miembro de esta partida guerrillera. El día 24 de mayo con un desconocido le mandaron a su marido, el agricultor socialista José María Cobos Caballero, una nota en la que le decían que se presentara para verse esa noche en una cebada del cortijo Clarón, situado en dirección hacia el actual pantano de Iznájar. Cuando José María se personó allí, se reunió con sus dos cuñados, que le entregaron mil pesetas para que al día siguiente les llevara comestibles. Cuando volvió con la mercancía, le pidieron que se incorporara a la partida, a lo que se negó, y que les siguiera suministrando víveres, a lo que también se opuso, aunque se comprometió a buscar quien lo hiciera. Así que avisó a Antonio Alba Carvajal (que ya conocía a sus cuñados) y a Gumersindo Bueno Reina, y se presentó en la noche del 26 de mayo con ellos. Parece que Antonio Alba no se ofreció como enlace, a pesar de que le entregaron 50 pesetas, pero sí se avino a serlo Gumersindo Bueno. La partida también consiguió que ejercieran como enlaces Miguel Borrego del Cabo, conocido con el apodo de Miguelillo o Peque, y el antiguo combatiente republicano Diego Porras Piedra, a quien apodaban el Tuerto.

Juan Manuel Rodríguez Ortega, asesinado por la guerrilla el 18 de junio de 1950.

Si nos atenemos a la dispersa información que hemos obtenido, la primera incursión de los guerrilleros por esta zona de la Subbética cordobesa se produjo en el mes de marzo, cuando la partida de Marcos disparó al propietario José Cárdenas y a su esposa en la finca El Pontón, de la aldea de Las Huertas de la Granja, dentro del término de Iznájar. A finales de mayo los guerrilleros tuvieron un encuentro con un guarda rural de la sierra del Morejón, al que raptaron durante una jornada tras robarle la carabina. A los pocos días la partida de Marcos secuestró en el término de Priego al falangista Manolo Osuna, propietario del cortijo de la Dehesa de Vichira, por el que obtuvieron un rescate de 70.000 pesetas. También, intentaron robar en la tienda y en el bar del falangista Antonio Piedra Tejero, que había ejercido de alcalde pedáneo de la aldea ruteña de Los Llanos de Don Juan entre 1937 y 1940. No sabemos si también pretendían matar al dueño, que pudo escapar después de esquivar un disparo.

El 18 de junio de 1950 la partida guerrillera asesinó, en un camino cercano al cortijo Los Toledanos, en la aldea ruteña del Nacimiento de Zambra, al propietario Juan Manuel Rodríguez Ortega “Rubio Beteta”, de 82 años. Según la declaración posterior ante la Guardia Civil de un miembro de la partida, Antonio Extremera Corpas “Lucio”, sospecharon que los había visto y que podría denunciarlos, así que salió “Marcos” en su persecución para conducirlo hasta donde ellos se encontraban. Hubo una lucha entre ambos y Juan Manuel Rodríguez tiró una piedra a “Marcos”, por lo que este le disparó y lo mató. Otro de los guerrilleros que presenció el encuentro, Manuel Trassierra Ordóñez “Hilario”, declaró en esencia igual, pero estas declaraciones parece que tergiversaron lo que en verdad ocurrió.

La versión sobre la muerte de Juan Manuel Rodríguez que pudimos recabar en 2004 de una de sus nietas es muy distinta a la de los dos guerrilleros anteriores. Según su testimonio, su abuelo mantenía un estrecho contacto con la Guardia Civil, a la que permitía que comiera y durmiera allí cuando realizaba labores de vigilancia por la zona. Esto no pasó inadvertido para la partida, que contaba con la permisividad de otros agricultores cercanos que hacían la vista gorda ante su presencia, así que pensaron en darle un escarmiento. En las afueras del cortijo los guerrilleros retuvieron a los barcinadores y esperaron la salida de Juan Manuel Rodríguez, quien cada tarde daba una ronda por sus campos montado en una yegua. Lo abatieron a las seis de la tarde de siete disparos y lo remataron machacándole la cabeza con unas piedras. La familia del difunto avisó al cuartel de Zambra, pero solo se encontraba el guardia de puertas. En consecuencia, la Guardia Civil de Rute se personó en el cortijo a la una de la madrugada, aunque no se acercaron al cadáver hasta el día siguiente por temor a que los maquis les tendieran una emboscada.

De acuerdo con la causa 362/50 que se conserva en el Archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla, el día 22 de junio a las cuatro de la tarde, el comandante de puesto del cuartel de Rute, Manuel Conde Centeno, recibió órdenes superiores para dar una batida por los olivares de la finca el Pamplinar, el margen derecho del río Genil y el cerro de La Mezquita, pues se habían recibido informes confidenciales que afirmaban que hacia esos lugares se dirigía la partida de guerrilleros. Los guardias se dividieron en dos grupos, mandados por el teniente Conde Centeno y el brigada Antonio Escudero Martínez. A las ocho de la tarde, cuando el grupo del teniente Conde se encontraba a unos cuarenta metros de la cima del cerro de La Mezquita, los guerrilleros dispararon contra ellos y se inició una refriega que duró un par de horas. A las diez de la noche, dos guardias consiguieron abatir a un guerrillero que huía al encontrarse en una zona más baja, Miguel Borrego del Cabo, de 39 años, que se había incorporado a la partida principios de junio, al que lograron detener herido. Al amanecer del día 23 los guardias asaltaron la cima del monte, pero solo encontraron a un guerrillero muerto, José Centurión Jiménez, y huellas de que alguno más había resultado herido. Al cuerpo de José Centurión lo pasearon terciado en los lomos de un mulo por las calles de Rute hasta que llegó al cuartel. Según la autopsia, realizada por el médico Laudelino Cuenca Heras, un disparo en la zona del cuello le causó una abundante hemorragia y la muerte, pero mucha gente al ver el cadáver pensó que se había suicidado con un corte de navaja para no caer vivo en manos de sus captores.

A la izquierda, Ángel Centurión Hernández, capitán del Ejército.

De acuerdo con los testimonios recabados en Rute en 2006, tras la muerte del guerrillero José Centurión se personaron en el pueblo sus primos Ángel Centurión Hernández, capitán del ejército oriundo de Canarias, y Antonio Centurión, capellán militar. Cuando descubrieron que lo habían inhumado en el cementerio junto a un perro de la Guardia Civil, tuvieron un altercado con el teniente Manuel Conde Centeno y consiguieron que se desenterrara el cadáver de la fosa común del cementerio civil y que se le diera sepultura en una tumba individual en el camposanto católico. Se comenta en Rute que por haber permitido el entierro junto al perro, a los dos párrocos, los hermanos mellizos Manuel y Francisco Bioque Moreno, los desterraron o los trasladaron. Sin embargo, esta afirmación hay que tomarla con las debidas precauciones, pues Manuel Bioque Moreno, párroco de Santa Catalina y arcipreste, murió en 1952 en Rute; mientras que Francisco, párroco de San Francisco, falleció en 1961 fuera de la localidad, pero su ausencia se debió a causas ajenas a este suceso.

El guerrillero José Centurión Jiménez, muerto en un enfrentamiento con la Guardia Civil el 22 de junio de 1950.

El guerrillero José Centurión es un ejemplo de una vida truncada por el golpe de Estado y por la posterior represión franquista, según relata el historiador José María Azuaya Rico en su libro La guerrilla antifranquista en Nerja, (páginas 109, 127, 238 y 239) y me contaron su propio hijo y su nuera, Francisco Centurión Centurión y Rosario Sánchez Prados, en una entrevista personal que realizamos en noviembre de 2006. Antes de la guerra, José Centurión trabajaba sus propias tierras y había sido presidente del comité del partido comunista y alcalde pedáneo en el Río de la Miel, un anejo del municipio de Nerja, en la provincia de Málaga. Cuando las tropas franquistas conquistaron el pueblo, huyó y luchó en el bando republicano como guardia de Asalto. Al acabar la guerra lo encarcelaron durante tres años, parte de los cuales los pasó en la prisión de A Coruña. Al liberarlo, volvió a su casa en el Río de la Miel, una zona con sólida tradición izquierdista y uno de los principales enclaves de apoyo a la guerrilla en la costa, donde se producían frecuentes desembarcos de armas y guerrilleros procedentes de Argelia.

José Centurión Centurión, asesinado el 11 de marzo de 1950.

El ambiente era hostil para los retornados desde las cárceles, y José Centurión tenía que presentarse periódicamente en el cuartel de la Guardia Civil, donde con frecuencia lo maltrataban. En septiembre de 1947 lo detuvieron acusándolo de colaborar con la guerrilla, aunque fue liberado. Tras una nueva visita al cuartel, con paliza incluida, y ante el temor de que le aplicaran la ley de fugas, se incorporó en octubre a la guerrilla junto a dos primos y otros vecinos. En represalia, la Guardia Civil castigó a la familia metiéndole fuego a su casa y a la del hermano de su mujer, que tenía seis hijos, por lo que las familias tuvieron que asentarse en Nerja. Un hijo de José, José Centurión Centurión, había emigrado a Barcelona para trabajar, pero como le quedaban pocos días para incorporarse al servicio militar, regresó para despedirse de la familia. Su visita coincidió con el asesinato por la guerrilla de dos confidentes de la Guardia Civil, por lo que en venganza lo detuvieron junto a su tío Ramón Centurión González y a otros dos jóvenes, a los que asesinaron el 11 de marzo de 1950.

Como ya hemos señalado, en el enfrentamiento del cerro de La Mezquita, la Guardia Civil capturó al ruteño Miguel Borrego del Cabo, que resultó herido en un pie, la tibia y el peroné y la región lumbosacra. Atado de pies y manos, sufrió los interrogatorios en la cuadra del cuartel, al lado de los caballos, según el testimonio recogido en octubre de 2004 de Miguel Aceituno Rodríguez, testigo presencial de las torturas a través de un agujero de las tapias del recinto. De la tarea se encargaron tres guardias civiles que nada más entrar le pegaron un fuerte golpe en la pierna herida con la culata de un fusil, lo que desató los aullidos de dolor del preso, que arreciaron cuando se dedicaron a introducirle objetos punzantes entre las uñas de los pies. A Miguel Borrego sus captores lo eliminaron con rapidez, en la madrugada del día 24 en el cementerio, de acuerdo con testimonios recabados en Rute, aunque la autopsia señala una peritonitis como causa de la muerte. El Registro Civil, en este caso, vuelve a falsear la realidad, pues inscribe su fallecimiento por “herida de arma de fuego” dos días antes, el 22 de junio a las 10 de la noche, en “extramuros”, que son la misma causa, fecha, hora, y lugar con las que está anotado José Centurión.

La inhumación de los dos cadáveres, el de José Centurión y Miguel Borrego, se realizó el día 24 de junio, de acuerdo con un recibo de la depositaría municipal (por “entierro y gastos de autopsia de dos bandoleros”) firmado por el encargado del cementerio. Según la causa judicial 362/50, a la que nos hemos referido con anterioridad, su cuerpo fue enterrado “en el segundo patio del cementerio de esta localidad en fosa común situada a dos metros de la pared que da al Este y junto al ultimo nicho que existe en aquella hilera llevando el cadáver la ropa siguiente: cazadora, pantalón de pana, alpargatas blancas y camisa kaki”. El cuerpo de Miguel Borrego del Cabo fue enterrado en “fosa común situada a unos diez metros de la pared que da al Este junto al último nicho que existe en aquella hilera y viste chaqueta negra, pantalón gris, alpargatas blancas y camisa roja”.

Es muy posible que como consecuencia de las torturas, Miguel Borrego del Cabo delatara a los enlaces que les ayudaban por la zona y a otras personas que habían tenido encuentros fortuitos con ellos, circunstancia bastante frecuente, pues cuando los guerrilleros se topaban con personal civil solían retenerlo hasta el anochecer, para evitar que los denunciaran. Eso le había ocurrido a Cayetano Malagón Rabasco, de 20 años, y a Francisco Pulido Caballero, apodado Pingolongo, de 21 años, quienes habían coincidido con los doce miembros que componían en ese momento la partida mientras recogían esparto en la sierra de Rute, y hubieron de permanecer con ellos de forma obligada en la loma El Barranco durante unas horas. Mientras estuvieron retenidos, los guerrilleros aprovecharon para darles propaganda política, invitarlos a comer y proponerles que se unieran a la partida. Igual situación vivieron otras dos personas: Pedro Vadillo Arévalo, apodado Periquín, de 18 años, y su cuñado Francisco Molina Rodríguez, apodado Molinilla, de 29 años. La Guardia Civil los arrestó a todos el día 23 de junio, junto a Gumersindo Bueno Reina, de 58 años, y a Diego Porras Piedra, de 39 años. Solo los tres últimos habían actuado como enlaces, llevando comida en dos o tres ocasiones al cortijo Clarón y a la finca Los Espartales a cambio de dinero (entre 25 y 50 pesetas por servicio). Todos los detenidos eran jornaleros. En contra de algunos de ellos, además, jugaban sus antecedentes familiares republicanos. Al padre y a un tío de Francisco Pulido los habían fusilado en 1936 y otros dos tíos se hallaban en el exilio francés. Por otro lado, a Pedro Vadillo lo habían criado sus abuelos, ya que sus padres también se encontraban exiliados en el país vecino.

Diego Porras Piedra, a quien le aplicaron la «ley de fugas» el 27 de junio de 1950.

A los seis detenidos los internaron en la cárcel. Desde allí los llevaban de dos en dos al cuartel de la Guardia Civil para tomarles declaración. A Cayetano Malagón y a Francisco Pulido los interrogó por separado un brigada. Aunque ellos negaron los hechos que se les imputaban, el militar elaboró un informe en el que no tuvo en cuenta los testimonios de los dos arrestados. No los torturaron, pero al final, pistola en mano, el suboficial les obligó a firmar el atestado redactado por él, según el testimonio del propio Francisco Pulido recogido en julio de 2004. Gumersindo Bueno Reina y Diego Porras Piedra tuvieron menos suerte tras su paso por el cuartel, al que los habían trasladado a las dos y media de la tarde del día 24. A las 6,30 de la mañana del día 27 los condujeron a la loma del Barranco, con la presunta intención de realizar una rueda de reconocimiento por la sierra de Rute y les aplicaron la ley de fugas.

De forma oficial la “Relación de los servicios…” de la Guardia Civil informa del fallecimiento de estos dos vecinos de Rute de la siguiente manera: “Se dio igualmente muerte a dos peligrosos enlaces, guías de los mismos, que agredieron a la fuerza, intentando unirse a la partida”, lo que es incierto en su última parte pues los detenidos no agredieron a nadie ni integraban la partida. Según la causa 366/50 que se conserva en el Archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla, su muerte se produjo al intentar huir, pero hemos de tener en cuenta que iban esposados juntos con grilletes y estaban acompañados en ese momento por el brigada Anselmo Zarco Castillo y los guardias Francisco Carnenero Pérez, Emiliano Pinilla Valtuña y Anselmo Zarco Castillo, armados con subfusiles, lo que hace muy improbable que siquiera intentaran escapar. Para más inri, la autopsia de Gumersindo Bueno, realizada por el médico Laudelino Cuenca Heras, revela que su fallecimiento se produjo por disparo de arma de fuego con orificio de entrada por la región craneal frontal y salida por la occipital, lo que indica que se encontraba de rodillas o agachado y la persona que le dispara se hallaba de pie frente a él y a una distancia de pocos centímetros. No sería la única vez que la Guardia Civil de la línea de Rute aplicara la ley de fugas contra enlaces de la guerrilla en este año, pues otras dos personas, Juan Pérez Quintero y Rafael Jiménez Granados, murieron por la misma causa el día 13 de octubre en la fuente del Puerto del término de Carcabuey.

Francisco Pulido Caballero, detenido en junio de 1950 por supuesta colaboración con la guerrilla.

Los ruteños apresados por presuntamente colaborar con la guerrilla fueron trasladados a la cárcel de Córdoba el 13 de julio. En la prisión, el abogado defensor de los reclusos, el teniente de Artillería Manuel Luque Castilla, se entrevistó con los presos antes del juicio. Como los acusados habían negado los cargos que se les imputaban, el teniente les preguntó la razón de que hubieran firmado el atestado, en el que reconocían su colaboración con la guerrilla. Ellos respondieron que la única causa fue el temor a que los fusilaran, como a Gumersindo Bueno y a Diego Porras, si no lo hacían. El defensor, en ese momento los corrigió, y les dijo que “a esos dos señores no los habían fusilado, sino que les habían aplicado la ley de fugas”.

El día 27 de junio se detuvo también por presunta colaboración con la guerrilla a otras siete personas de Carcabuey: los caseros y un trabajador del cortijo La Umbría, en el término municipal de Priego de Córdoba. Eran Aurelia Trillo López, de 59 años, sus hijos Amador Castro Trillo, de 27, Esteban, de 30, y su mujer Ángeles Cabezuelo Roca, de 21; Manuel Caballero Rico (antiguo combatiente del Ejército republicano), de 36, y su mujer Adoración Hinojosa Pérez, de 29; y por último el trabajador Manuel Osuna Osuna, de 40 años. Los guerrilleros habían llegado al cortijo el día 11 de junio al mediodía y permanecieron hasta la noche. Allí invitaron a comer jamón a los caseros, les hicieron propaganda política y dieron 150 pesetas para medicinas para el hijo de Ángeles y Esteban, que estaba enfermo, otras 200 pesetas a Manuel y Adoración “para que les compraran ropa a sus hijos que los tenían en cueros”, y 50 al trabajador Manuel Osuna. Todos ellos, junto a los cuatro detenidos ruteños, fueron trasladados también el día 13 de julio a la cárcel de Córdoba, aunque la familia Trillo (Aurelia, Esteban, su hermano Manuel y su esposa Ángeles) consiguió la libertad provisional el 12 de agosto.

Se juzgó a los once, los cuatro de Rute y los siete de Carcabuey, el 12 de diciembre de 1950 en consejo de guerra (causa 366/50) por omisión de denuncia y ayuda a malhechores. El tribunal estaba presidido por el teniente coronel Joaquín Fernández de Córdoba y de vocales ejercían los capitanes José Cabello de Alba Gracia (de Montilla), Juan Serrano Machado y Juan de Rueda Serrano. El fiscal solicitó penas de seis meses a seis años de cárcel, y el defensor, el teniente Manuel Luque Castilla, seis meses para Francisco Molina Rodríguez y la absolución para el resto. La sentencia, bastante benévola, condenó a Francisco Molina a dos años de cárcel, a los otros varones a ocho meses y a las mujeres a seis.

En octubre de 1950, cuando el fenómeno guerrillero estaba en plena agonía, entró de nuevo en el sur de Córdoba la partida de Antonio García Caballero, en la que se integraban varios combatientes más: Miguel García Caballero «Vicente» (hermano del jefe del grupo), Rafael Mellado Montes «Mena», Francisco Pino Rodríguez «Paulino», Rafael Morales Ibáñez «Agustín», Manuel Trassierra Ordóñez «Hilario» y Salvador Roque García «Raúl», entre otros. Todos pertenecían a la 1ª Compañía del 6º Batallón de la Agrupación Guerrillera «Roberto» (Jorge José Muñoz Lozano, que acabaría fusilado en el cementerio de San José de Granada el 22 de enero de 1953). El 11 de octubre se batieron con la Guardia Civil en el término de Priego. Al día siguiente, ya en el término de Carcabuey, un nuevo tiroteo con la Guardia Civil causó la muerte del lojeño Antonio Molina Frías «Alfonso», heridas a Juan García Rosas «Horacio» (que consiguió huir) y la captura de Francisco Torres San Juán «Rubén». El día 13 volvieron a enfrentarse en la zona de Priego, cerca del cortijo El Soldado, y sucumbió el jefe de la partida, Antonio García Caballero. Su hermano Miguel murió con posterioridad a consecuencia también de un enfrentamiento con la Guardia Civil. La madre de ambos, que había sido encarcelada en represalia por la actividad guerrillera de sus dos hijos, fue puesta en libertad entonces, tras más de dos años de presidio en Granada.

Pocos días después, el 24 de octubre, se detuvo en Rute a tres personas acusadas de encubrir a estos guerrilleros, ya que no los habían denunciado a la Guardia Civil a pesar de haber mantenido un encuentro con ellos en mayo de ese año. Se trataba de un guardia rural apodado el Topillo (del que desconocemos su destino); el cuñado de dos miembros de la partida, el ya citado José Mª Cobos Caballero, de 45 años y con cinco hijos, que fue condenado a dos años de cárcel en la Prisión Provincial de Córdoba; y el albardonero Antonio Alba Carvajal, de 48 años, condenado a un año de prisión en el mismo consejo de guerra que José Mª por un tribunal presidido por el teniente coronel de Artillería Rafael Urbano Domínguez (el expediente judicial de ambos, que hemos consultado, se encuentra en el Archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla). Tras estos desastres del año 1950, la guerrilla se replegó a sus feudos de Granada y Málaga y no tenemos constancia de que realizara más incursiones, salvo alguna acción puntual, por Rute y las tierras del sur de Córdoba.

Antonio Velázquez Mateo, guardia civil en Jauja en 1936-1937

Una de las primeras medidas que tomaron los militares que apoyaron el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 fue la emisión de un bando de guerra en el que imponían el código de justicia militar, el toque de queda, la prohibición de actividades políticas y sindicales y otras medidas de orden público y de control de la población que rompían con la legalidad constitucional vigente. El bando de guerra suponía que los militares se convertían en la máxima autoridad en el territorio que controlaban, lo que les permitía también destituir autoridades civiles (alcaldes, concejales, gobernadores, etc.) y nombrar otras nuevas que las sustituyeran. Todos estos actos de fuerza eran ilegales, ya que el artículo 42 de la Constitución de 1931 y el capítulo IV de la ley de Orden Público de 28 de julio de 1933 otorgaban con carácter exclusivo a la autoridad civil la declaración de los estados de excepción y prohibían cualquier suspensión de las garantías constitucionales no decretada por el gobierno de España.

El golpe de Estado del 18 de julio de 1936 se llevaba preparando desde hacía tiempo. El 25 de mayo, dos meses antes de ejecutarse, el “director” de la conspiración, el general Emilio Mola Vidal, ya había advertido por escrito a los demás implicados que la acción debía ser en “extremo violenta” y de que tendrían que aplicar “castigos ejemplares”, y las mismas llamadas a la violencia encontramos en los bandos de guerra y en los decretos emitidos por los mandos sublevados del Ejército desde el 18 de julio. En un número importante de pueblos de España la única representación militar era la Guardia Civil, de manera que en los primeros meses de la contienda los comandantes de puesto de sus cuarteles disponían de un nivel de autonomía muy amplio a la hora de ejecutar las instrucciones represivas y poseían la máxima autoridad en materia de orden público, sin tener que dar cuentas a nadie o a casi nadie.

Muchos cuarteles de la Guardia Civil se convirtieron entonces en centros de detención y tortura, donde se decidía sobre la vida y la muerte, sin necesidad de que intervinieran autoridades superiores que lo autorizaran ni de que se abriera una causa judicial previa para investigar las responsabilidades o los presuntos delitos cometidos por los que iban a ser fusilados. Ello explica que muchos comandantes de puesto de cuarteles de la Guardia Civil dejaran triste memoria en pueblos del sur de Córdoba, como los tenientes Pascual Sánchez Ramírez en Baena, Basilio Osado Salvador en Rute, Cristóbal Recuerda Jiménez en Fernán Núñez o Luis Castro Samaniego en Lucena. Lo mismo ocurrió con algunos guardias civiles, como Antonio Velázquez Mateo en Jauja.

Alumnos y profesores de la escuela de Jauja en 1934.

Jauja es una aldea de Lucena. En Lucena triunfó la sublevación desde el primer día, y pocas horas después, a las cinco de la mañana del 19 de julio, se impuso el bando de guerra. No ocurrió lo mismo en Jauja, situada al suroeste de Lucena, a 24 kilómetros, con una población mayoritariamente socialista y que en aquel tiempo rondaría los mil habitantes. Los guardias civiles de Jauja recibieron la orden de concentrarse con sus familias en la Comandancia de Lucena la misma tarde del 18 de julio, por lo que la aldea permaneció en zona republicana. Los republicanos jaujeños crearon entonces un Comité que se encargó del desarme de los vecinos que podrían apoyar la rebelión militar, de la requisa de granos y aceite de algunos cortijos y de la organización de un servicio de guardias dentro del pueblo, pero en todo momento se evitaron las violencias, las detenciones y los fusilamientos.

Tras la caída de la localidad sevillana de Herrera (31 de julio) y de la cordobesa Puente Genil (1 de agosto) en manos de los militares rebeldes, los refugiados que escapaban y pasaban por Jauja iban contando las atrocidades cometidas en la conquista por las tropas moras llegadas de Marruecos. Para evitar una masacre similar en la aldea, el Comité republicano decidió enviar una comisión para negociar con las autoridades militares de Lucena la rendición, sin embargo estas se negaron a llegar a un acuerdo que solo pedía que se respetaran las vidas de los habitantes de Jauja. El 11 de agosto las tropas franquistas tomaron la localidad sevillana de Badolatosa, situada a poco más de un kilómetro de Jauja, al otro lado del río Genil. En consecuencia, ante la inminente caída de la aldea y para evitar la posible represión, los republicanos jaujeños más significados huyeron hacia la zona republicana de Málaga y en el pueblo solo quedaron vecinos con nulo o escaso nivel de compromiso político y sindical.

La relativa calma que había vivido Jauja desde el comienzo de la guerra se rompió de forma brusca el 13 de agosto de 1936, cuando las fuerzas falangistas de Lucena tomaron el pueblo sin ninguna resistencia. A pesar de que no se le había causado daño físico a nadie durante los 26 días de dominio republicano, los golpistas no actuaron de la misma manera y la represión resultó muy dura. El cuartel de la Guardia Civil y la antigua Casa del Pueblo socialista se convirtieron en cárceles y se desencadenó una terrible ola de fusilamientos que se llevó al menos a 21 vecinos a la tumba en los alrededores de la localidad, en el cementerio, en Lucena y en la vecina Badolatosa. De ellos, solo 10 aparecen inscritos oficialmente como fallecidos en el Registro Civil. La identidad de los otros 11 se ha conseguido obtener a través de testimonios orales ya que, al igual que ocurrió en todas las zonas controlada por los franquistas, un gran número de represaliados (en Jauja, más de la mitad) no dejó huella documental alguna de su fallecimiento. El porcentaje de muertos, por tanto, resultó muy abultado en la aldea, pues alcanzó al 2,2 % de la población. Los nombres de las 21 víctimas mortales de Jauja que hasta el momento tenemos identificadas se pueden consultar en este enlace.

Ricarda Ana Cobacho Cañete, fusilada en noviembre de 1936.

Entre los fusilados se encontraban dos mujeres, de las que aportaremos algunos datos que nos facilitaron los nietos de ambas en 2007. A mediados del mes de octubre de 1936 detuvieron a la maestra del Centro Obrero Socialista Ricarda Ana Cobacho Cañete (de 36 años y con cuatro hijos, el mayor de 13 años), a su madre y a sus hermanas, en lo que parecía un acto de venganza por el apoyo público que habían mostrado, dos años antes, a la solicitud del concejal socialista de Jauja para que una partida económica del Ayuntamiento se destinara a la construcción de un grupo de escuelas en el pueblo en vez de al arreglo del cuartel de la Guardia Civil, propuesta esta última defendida por los propietarios agrícolas. Las mantuvieron presas varios días en el cuartel, donde las interrogaron, las raparon y las obligaron a tomar aceite de ricino. Las liberaron, pero al poco tiempo volvieron a detener a Ricarda Ana. En el cuartel sufrió interrogatorios brutales para que desvelara el paradero de sus hermanos Juan y Manuel, afiliados al sindicato socialista UGT, que habían huido del pueblo. Tras permanecer varios días presa, el guardia Velázquez, acompañado por un guardia apodado el Negro Gandul, y los requetés el Cota y el Mono, la condujeron al arroyo La Coja. Allí, un día indeterminado de comienzos de noviembre, un conocido de la familia encontró su cadáver, semienterrado y destrozado, pues al parecer había sido violada y le habían mutilado los pechos.

Una amiga de Ricarda Ana, Rosalía Ruiz Cobacho, de 62 años, que había soportado el cautiverio y las vejaciones con ella en la cárcel, cayó asesinada por uno o varios disparos a bocajarro en la cabeza en la calle Pleito, el 5 de noviembre, cuando se negó a dar un paso más en dirección al cementerio, donde iban a fusilarla. El nieto de Rosalía, Rafael Cañete Fuillerat me envió varios correos electrónicos en octubre de 2007 para aportar detalles de esta historia. Según me escribió, aunque reconocía que no sabía si era una leyenda o no, los tiros se produjeron cuando su abuela cogió desprevenido al guardia Velázquez, le apretó de un puñado los testículos, y le gritó: “Lo que más por culo me da es que me vaya a matar precisamente el tío más mierda de toda Jauja”. Su muerte pudo ser un acto de venganza por la huida del pueblo a zona republicana de su hijo mayor, Francisco Cañete Ruiz, de 36 años, secretario y contador de la UGT entre 1931 y 1934. A otro hijo, Juan Antonio, de 18 años, también lo detuvieron y lo amenazaron con matarlo si no desvelaba el paradero de su hermano, pero al final logró salvar su vida y debió luchar como soldado en el bando franquista, donde asimismo ya combatía su hermano Manuel, un anarquista al que la guerra le sorprendió realizando el servicio militar en África.

El teniente Rafael García Rey, juez instructor en la causa abierta contra el guardia Velázquez.

En febrero de 1997 realicé las primeras entrevistas para investigar la represión en Jauja durante la guerra y la posguerra. Los testimonios recogidos entonces, de personas que vivieron aquellos hechos con edad adulta, ya hablaban de la actitud violenta del guardia Antonio Velázquez Mateo y del clima de miedo que impuso entre la población. Su talante déspota nos ha quedado bien reflejado tras el descubrimiento hace unos meses, entre los más de 80.000 expedientes que se conservan en el Archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla, de una causa abierta contra él —causa 17, legajo 124, expediente 4.109— a consecuencia de las denuncias presentadas ante la Comandancia Militar de Lucena por cinco vecinos. En principio, el gobernador militar de Córdoba ordenó que se recabara información sobre las denuncias, así que el 5 de febrero de 1937 el comandante militar de Lucena, el capitán Juan Pedraza Luque, nombró juez instructor al teniente de Infantería de la Caja de Recluta Rafael García Rey, a quien emplazó a trasladarse a Jauja para iniciar las investigaciones.

Para entender el contexto histórico de estas denuncias, hay que apuntar que en la España franquista solo carlistas (con sus milicias armadas, el requeté) y falangistas conservaron plena actividad política, ya que eran organizaciones que estaban estructuradas de manera paramilitar y contaban con capacidad de encuadramiento y movilización de voluntarios y combatientes. Los otros partidos de derechas quedaron aletargados, mientras los partidos del Frente Popular (republicanos, socialistas, comunistas) y de izquierdas, los sindicatos y los partidos nacionalistas quedaron prohibidos y sus bienes incautados. El 1 de abril de 1937 Franco emitió el decreto de unificación, de manera que todas las organizaciones adeptas a la sublevación militar se encuadraron en una sola organización: Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, conocida popularmente como la Falange o el Movimiento Nacional, el único partido legal durante toda su dictadura.

Esquina del cuartel de la Guardia Civil en Jauja.

Dos escasos meses antes de que aconteciera la unificación, se produjeron las denuncias contra el guardia Velázquez, jefe de los requetés en la aldea por nombramiento del jefe de la Comandancia de la Guardia Civil de Córdoba. Fueron cinco los denunciantes, personas humildes y trabajadores del campo: Rafael García Pinto, de 35 años, Cristóbal Domínguez Martín, de 36 años, Manuel García Carrasco, de 35 años, Juan Sánchez Romero, de 27 años, y José Torres García, de la misma edad. Todos alegaban motivos más o menos similares. En su mayoría pertenecían a la Falange desde hacía tres o cuatro meses, pero exponían que el guardia civil Antonio Velázquez Mateo los había obligado a adherirse al requeté y a pagar la cuota de socio, sin admitir que pudieran darse de baja. Rafael García Pinto fue más explícito y afirmó que tuvo que afiliarse “por temor de ser objeto de un atropello de dicho guardia [ya] que el que no accede a sus deseos lo abofetea y castiga arbitrariamente”. Todos los denunciantes coincidían en que en la tarde del 2 de febrero de 1937, el guardia Antonio Velázquez los avisó para que se presentaran en la sede del requeté o en el casino Vidal, donde les advirtió que debían estar preparados para salir aquella misma noche a Córdoba a prestar servicio en una columna militar requeté, mandada por el coronel Luis Redondo, y que serían arrestados si se negaban. Los denunciantes se quejaban de “las amenazas y las coacciones” sufridas y de haber sido alistados en el requeté “a viva fuerza”. Así que por miedo a sufrir un “atropello” decidieron abandonar su trabajo, su casa y sus familias para pernoctar en Lucena y poder presentar al día siguiente una denuncia contra el guardia ante la autoridad militar.

Tras las diligencias practicadas, el juez instructor, el teniente Rafael García Rey, en su informe judicial estimó que la actuación del guardia Velázquez suponía un delito de atentado a las personas, por lo que el gobernador militar de Córdoba ordenó que se siguiera tramitando la causa. De nuevo, el juez instructor se trasladó a Jauja para seguir tomando declaración a testigos y denunciantes, que confirmaron en todos sus términos los contenidos de las denuncias.

El testigo José Cobacho Pérez, un bracero de 31 años, manifestó que pertenecía al requeté “por presión, ya que el declarante ni conocía el reglamento ni sabía qué era tal requeté y por miedo a dicho guardia [y] porque no fuera a vengarse por cualquier motivo injustificado firmó el documento” de afiliación. El denunciante Juan Sánchez Romero declaró que cuando se presentó el 2 de febrero de 1937 en el casino donde estaba el guardia Velázquez con la intención de comunicarle que se quería dar de baja en el requeté para pasarse a la Falange, este le replicó: “¿Tan mal te ha ido en él?, yo siempre te he considerado y desde ahora en adelante el primero que salga para Córdoba serás tú, que eres un comunista malo”. A continuación ordenó que lo llevaran detenido al cuartel de la Guardia Civil, donde permaneció arrestado tres horas. Algunos miembros de la Comisión de Guerra del requeté, que se encontraban allí, consiguieron que el guardia Velázquez lo pusiera en libertad, pero antes tuvo que admitir que seguiría perteneciendo a la organización. Además, le advirtieron “que era una ignorancia pedir la baja, porque [para] cualquier cosa que se me presentara podían dar malos informes y me podían fusilar”. La Comisión de Guerra del requeté la formaban entonces Fernando Gómez Maireles (el de la Pala), Adriano Hidalgo Bergillos, Manuel López Conde (Manolito Perulo), Antonio Muñoz Graciano, Cristóbal Chamizo Márquez (el Panadero) y Antonio Fernández Romero.

José Torres García, denunciante también, manifestó que al desaparecer el grupo de Caballería formado en la aldea al ser tomada por los falangistas, el guardia Velázquez lo pasó al requeté “sin contar con su voluntad”, pues hubo de rellenar la ficha de militante por temor a que tomaran “represalias” contra él. En la misma línea se expresó otro denunciante, Manuel García Carrasco, diciendo que como “mi inscripción como requeté ha sido a voluntad del guardia civil Velázquez, y no de la mía propia, he solicitado la baja por instancia al jefe de dicha unidad en esta aldea y se han negado a admitirla de forma incorrecta y tirándome la instancia de referencia sin escucharme siquiera”. Otra testigo, María Jesús Pérez Velázquez, de 58 años y viuda, declaró que el día 2 de febrero se personó en su domicilio un requeté para avisar de que debían presentarse inmediatamente su hijo José Quesada Pérez y su yerno Vicente Maireles Carrasco, a los que se llevaron a Córdoba con cinco más, a pesar de que su yerno tenía esposa y cinco hijos y su hijo poseía una prórroga de incorporación al servicio militar por ser hijo de viuda pobre. Cuando fue a pedir explicaciones al cuartel al guardia Velázquez, este le respondió de manera altanera que protestara en Córdoba.

En su declaración ante el juez, el guardia civil Antonio Velázquez Mateo, de 33 años y natural de Sevilla, rechazó las acusaciones de que hubiera ejercido presión o amenazas para conseguir afiliados al requeté y afirmó que todos se habían adherido “a voluntad propia”. También negó que el día 2 de febrero obligara de forma violenta a que marcharan a Córdoba determinados jaujeños apuntados al requeté. Alegó que él solo cumplió las órdenes recibidas a través de un oficio del teniente coronel jefe de la organización, Luis Redondo, para que se incorporaran a una columna militar de voluntarios carlistas todos los militantes disponibles. Y terminó diciendo que de los 19 que avisó solo se personaron siete, pues el resto se trasladó a Lucena para presentar denuncia contra él ante el comandante militar de la plaza, al parecer incitados por el jefe local de la Falange José Santaella Rodríguez.

Las diligencias practicadas por el juez instructor se enviaron a la Auditoría de Guerra de Sevilla, que el 9 de marzo de 1937 ordenó que se averiguara la “conducta social anterior a la fecha del Glorioso Alzamiento Nacional y primeros días desde su iniciación de los vecinos de dicha aldea Rafael García Prieto, Cristóbal Domínguez Martín, Juan Sánchez Romero, José Torres García, Manuel García Carrasco, José Quesada Pérez, José Cobacho Pérez y Vicente Maireles Carrasco”. La intención de la Auditoría era conocer si la denuncia podía ser fruto de un complot o se presentaba por personas no “adictas al Glorioso Movimiento Nacional”. También, la Auditoría solicitó que se tomara declaración al jefe local de la Falange, José Santaella Rodríguez, con la finalidad de descubrir si había incitado a los vecinos a presentar la denuncia contra el guardia.

Atendiendo a las indicaciones del auditor, el día 18 de marzo de 1937 se constituyó de nuevo el juzgado en Jauja, esta vez en el domicilio del cura párroco, Ildefonso Villanueva Escribano, lo que nos demuestra la enorme influencia que el sector eclesiástico adquirió en la España franquista. Aun así, este sacerdote intentó siempre ser comedido y fiel a la verdad en sus declaraciones ante el juez, al menos en los testimonios que hasta ahora hemos podido leer de él en varios sumarios de consejos de guerra que se incoaron contra otros jaujeños en la posguerra. El juez dispuso que se buscara también a dos vecinos de “buena solvencia moral” para que testificaran en el caso, así que por iniciativa del cura se citó a Rafael Gómez Santaella y Juan Guerrero Cantero. Los tres testimonios resultaron muy similares, como veremos a continuación, ya que señalaron que los denunciantes eran buenas personas (a pesar de que todos habían militado con anterioridad en el partido socialista) y recalcaron que no se habían producido violencias en Jauja mientras la localidad estuvo en manos republicanas, es decir, hasta el 13 de agosto de 1936, fecha en la que fue ocupada por los falangistas llegados de Lucena.

El sacerdote Ildefonso Villanueva declaró que antes de la contienda “todo este personal figuraba en la Casa del Pueblo como socialista, que tampoco los he visto o los veo entrar en la iglesia, que la conducta de ellos es buena, tanto anterior como posterior al movimiento, y a pesar de haber estado afiliados como socialistas, en las circunstancias actuales lo mismo estos que el resto de la aldea se hayan afiliados a Requeté y Falange”. El hortelano Juan Guerrero Cantero, de 55 años, manifestó que “en los primeros días del movimiento tanto ellos como los demás de la aldea no se metían con nadie a pesar de estar esto dominado por los elementos marxistas, y que al ser tomada esta aldea por las tropas se apuntaron casi todos a milicias, unos a Requeté y otros a Falange, considerándolos como buenas personas”. Por último, Rafael Gómez Santaella, de 47 años, explicó que conocía a los denunciantes, a los que calificó como “buenos muchachos”. Dijo que habían “pertenecido a la Casa del Pueblo como militantes del partido socialista, al que han pertenecido todos o casi todos de la aldea, pero que nunca se han distinguido en asuntos políticos, y que al iniciarse el movimiento salvador, se mantuvieron en el mismo estado que con anterioridad he dicho, pues en esta aldea a pesar de haber estado en poder de los elementos marxistas, no han ocurrido desmanes de ninguna clase, pues todos se imponían a que los elementos extraños entraran en la aldea, por cuyo motivo no ha pasado nada”.

Las declaraciones ante el juez instructor del jefe de la Falange, José Santaella Rodríguez, de 32 años, corroboraron de manera clara la versión de los denunciantes y los testigos. Manifestó que él nunca había forzado a los vecinos a que se adhirieran a la Falange ni había hablado nunca con ellos para que denunciaran al guardia Velázquez, pero que “los que mencionan anteriormente y otros más sí han sido incitados por el Guardia Civil Antonio Velázquez Mateo para que se afiliaran al Requeté, así como llevarlos a la fuerza al Cuartel para que firmaran la ficha de dicho organismo”.

Terminada la ronda de declaraciones, la causa se envió de nuevo a la Auditoría de Guerra. Esta ordenó que se practicara un careo entre el jefe de la Falange y el guardia Velázquez, que se realizó en Lucena el 27 de abril de 1937, cuando el guardia ya se encontraba destacado en Alameda (Málaga). Tras esta nueva diligencia, la Auditoría emitió en Sevilla su dictamen definitivo el 18 de mayo de 1937. En él se señalaba lo siguiente:

Los hechos relatados no revisten caracteres de delito o falta grave, puesto que el nombrado guardia civil, al proceder como lo hizo, no pretendía otra cosa, como jefe que era de la organización del requeté, en la mencionada aldea, que procurar por todos los medios que los denunciantes, la mayoría de los cuales se encontraban en la aldea sin prestar servicio práctico alguno, coadyuvaran de una manera efectiva en la defensa de la Patria, tan necesitada de hombres jóvenes, haciéndoles incorporarse para marchar a Córdoba, no logrando conseguir que lo hicieran más que siete, pues los demás se quitaron de en medio y se marcharon a Lucena a denunciar el hecho que estimaban delictivo.

En su consecuencia y por todo lo expuesto sobreseo definitivamente la presente causa.

El 21 de junio de 1937 el juez instructor dispuso que se notificara la resolución al guardia Velázquez, que en aquel momento ejercía de cabo provisional y comandante de puesto de la Guardia Civil de Zambra, una aldea perteneciente a la localidad cordobesa de Rute. Esta resolución judicial es una muestra de la impunidad en la que se desenvolvían durante la guerra civil y la posguerra determinados miembros de las fuerzas de orden público, ya que podían cometer abusos y tomar decisiones arbitrarias sin que los afectados por ellas pudieran ejercer su derecho a una tutela judicial efectiva y lograran encontrar amparo en las instituciones del Estado. Con posterioridad a los hechos que hemos relatado, el guardia Velázquez fue destinado de nuevo a Jauja. Ya envalentonado, y consciente de que su poder tenía pocos límites legales, siguió actuando de una manera aún más contundente que la que hemos relatado, según los testimonios orales que pudimos recoger a finales de la década de los noventa del siglo pasado.

Información adicional: La actuación de los tribunales militares en Jauja en la posguerra.

¿Una lista negra de la guerra civil en Lucena?

Una lista negra es una relación de personas que por algún motivo están excluidas, discriminadas o vetadas. Desde que apareció el movimiento obrero en el siglo XIX, determinados patronos se pasaban entre ellos o a través de sus asociaciones listas negras de trabajadores a los que, debido a su ideología política o su militancia sindical, se recomendaba no contratar con la intención de doblegarlos por el hambre. En la Guerra Civil española se relacionaba casi siempre una lista negra, tanto en zona republicana como en zona franquista, con personas que debían ser investigadas, encarceladas o fusiladas. Es muy difícil descubrir una lista negra original, porque era un documento privado o administrativo que pasaba de mano en mano con una finalidad poco ética e ilegal, y que por tanto se quería mantener oculto ante los ojos de los ciudadanos.

Este capítulo analiza una presunta lista negra encontrada en Lucena. Es un folio doblado formando cuatro carillas en las que aparecen 49 personas identificadas por nombres, apodos u otras referencias. Están clasificadas por tres ideologías: 27 socialistas, cinco sindicalistas (anarquistas) y 17 comunistas. La lista se encontraba en una carpeta de papeles personales del abogado Rafael Ramírez Pazo que me entregó su hija Araceli a principios de 2016. La carpeta contiene recortes de prensa, octavillas políticas, correspondencia, informes, escritos y documentación variada fechada en la época de la II República (1931-1936), la Guerra Civil (1936-1939) y los comienzos de la dictadura de Franco.

Rafael Ramírez Pazo, en el centro, presidente del Partido Republicano Radical, acompañado de la junta directiva en 1933.

El poseedor de la lista, el abogado Rafael Ramírez Pazo, había nacido en Priego de Córdoba y se asentó en la casa número 6 de la calle San Pedro de Lucena al casarse con una lucentina perteneciente a una familia de ricos propietarios agrícolas. Desde que se proclamó la República en 1931, Rafael Ramírez participó en actos de propaganda del Partido Republicano Radical, una organización republicana de la que llegó a ser presidente local el 12 de octubre de 1933. Un año después, el 22 de octubre de 1934, se convirtió en primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Lucena, cargo que mantuvo hasta enero de 1936. En esta misma fecha, el sector más centrista del Partido Republicano Radical se escindió, descontento con su ideario político cada vez más derechista, y creó una agrupación republicana autónoma, en la que Rafael Ramírez ejerció de secretario local.

Al producirse el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, Rafael Ramírez Pazo, que entonces tenía 30 años, se encuadró en la Compañía de Voluntarios de Lucena, una organización de civiles con estructura militar que tenía la función de colaborar esporádicamente, en los primeros cuatro meses de la guerra, en el sometimiento de las localidades vecinas que permanecían fieles a la República. Durante la contienda quedó militarizado como alférez jurídico militar, y el 30 de marzo de 1939 se incorporó a la Auditoría de Guerra en Linares (Jaén), donde ejerció de juez instructor, secretario, fiscal y defensor en consejos de guerra. Tras esta labor, a principios de la década de los cuarenta del siglo pasado abandonó Lucena y se asentó definitivamente en Sevilla capital.

La lista a la que nos referimos no lleva firma ni fecha, ni nada que delate su procedencia o intención. Rafael Ramírez la guardaba entre sus papeles, pero él no la redactó, pues no es su letra. Por su caligrafía y las faltas de ortografía que contiene, hubo de ser escrita por alguien de poca formación académica, y que desde luego conocía muy bien el mundo sindical de Lucena, una localidad que en 1936 rondaba los 30.000 habitantes. Ignoramos por qué esta lista estaba entre los papeles de Rafael Ramírez y quién se la dio, o si la tenía escondida. Si la archivó, es porque no la entregó a nadie para que la utilizara, a no ser que hubiera más copias, o quizás la guardó después de que hubiera sido usada por alguien. En cuanto a la finalidad de la lista, hemos de hacer suposiciones. Casi con absoluta seguridad podemos afirmar que se redactó durante los primeros días de la Guerra Civil, o en días anteriores, y que poseía una intencionalidad represiva. Si la lista se hubiera elaborado durante la II República, y hubiera tenido como objetivo que los patronos y empresarios lucentinos la manejaran para no contratar a los que aparecen en ella, no encontraríamos referencias a las madres de algunos de los nombrados ni a trabajadores por cuenta propia que no dependían de que les dieran un empleo para poder subsistir.

El motivo más contundente que nos lleva a pensar que la lista se redactó durante los días inmediatamente anteriores o posteriores al 18 de julio de 1936 y que tenía una finalidad represiva (es decir, investigar, detener o matar a los señalados) es que algunos de los apuntados en ella o sus familiares acabaron fusilados. En Lucena triunfó el golpe de Estado en la madrugada del 19 de julio y durante los tres años de guerra permaneció ya en zona franquista. Por tanto, la lista posiblemente se elaboró con la intención de actuar contra los militantes más destacados o conocidos de los sindicatos obreros lucentinos en cuanto se produjera la sublevación militar, pues la represión comenzó con suma rapidez. Entre el 18 y el 19 de julio no menos de 200 personas fueron encarceladas y hubo que habilitar hasta seis cárceles para albergar al creciente número de presos (cuartel de la Guardia Civil, depósito municipal de la plaza del Coso, “La Higuerilla” en la calle Quintana, el convento de San Agustín y el de los Padres Franciscanos, y la plaza de toros). No olvidemos que el director de la conspiración militar en España, el general Emilio Mola Vidal, ya había advertido a los militares conjurados el 25 de mayo, dos meses antes del golpe de Estado, que la acción habría de ser “en extremo violenta” y de que “serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas”.

Desconocemos quiénes eran la mayoría de las 49 personas de la lista, e investigar sobre ellas resulta muy difícil. En principio, porque en Lucena se quemó en los años setenta del siglo pasado, en bidones prendidos con gasolina, toda la documentación (menos los libros de actas de los plenos) que se conservaba en el Ayuntamiento relativa a la II República, la Guerra Civil y la primera posguerra, así que por desgracia no podemos rastrear una posible información sobre los miembros de la lista a través de la correspondencia municipal, los oficios de huelga, los informes de mítines, las listas de presos del depósito municipal u otras fuentes documentales de ámbito local.

Otro obstáculo para indagar sobre la lista es que no sabemos la identidad de todas las personas asesinadas en Lucena durante la Guerra Civil. Muchas no dejaron ningún rastro documental, por lo que ignoramos si en el listado aparecen fusilados que no tenemos registrados hasta el momento. Cualquier dictadura, de izquierdas o de derechas, intenta siempre borrar las huellas de sus desmanes, y en esto el franquismo fue un ejemplo. La fuente histórica fundamental para el recuento de los fallecidos en un periodo histórico reciente son los libros de defunciones del Registro Civil, sin embargo muchos de los fusilados por los franquistas no se inscribieron nunca en él debido a las trabas burocráticas, el miedo o el desconocimiento de las familias, o porque estas emigraron de la localidad.

Casi la mitad de los fusilados en el municipio de Lucena durante la guerra no se anotaron nunca en el Registro Civil. Su identidad solo se ha podido rescatar gracias a las investigaciones de los historiadores —en este caso de Francisco Moreno Gómez, que se remontan a publicaciones de 1982, y las mías desde 1997— y sobre todo gracias al testimonio de las familias de los represaliados o de quienes los conocieron. La labor de identificación será cada vez más difícil debido a que los descendientes de las víctimas van muriendo y las nuevas generaciones suelen perder la memoria de lo que les ocurrió a sus antepasados, llegando a ignorar incluso cómo se llamaban. En consecuencia, todos estos obstáculos, que también se encuentran en el resto de España, impiden establecer las cifras exactas de víctimas mortales de la represión franquista en Lucena.

En la lista, que se puede leer en este enlace por orden alfabético, aparecen 49 lucentinos, bastantes con el apodo al lado, lo que indica que pertenecían a familias trabajadoras y humildes, pues las personas pudientes o acomodadas no solían tener apodo y siempre se las citaba con el “don” por delante. Los nombres están ordenados por tres ideologías, como ya dijimos, y el grupo mayor lo constituyen 27 socialistas. Uno de ellos es el jornalero Francisco Antonio Cabeza Martínez “El Chivo”, de 39 años, cuyo segundo apellido lo anotan en el papel de manera errónea como Martín. De él sabemos con certeza que cayó fusilado junto a otras 24 personas en el cementerio de Lucena en la noche del 18 al 19 de agosto de 1936, un mes exacto después del golpe de Estado, según consta en el Registro Civil y nos confirmó su hija en 1997. Se cita además en la lista a Pedro Jiménez Maíllo y su madre, apodados “Los Pinonos”. No sabemos si este Pedro pudiera ser hermano de Antonio, con iguales apellidos, un jornalero de 23 años afiliado a la socialista Sociedad de Agricultores, fusilado junto a su hermano Carlos, de 26 años. Ninguno de los dos está inscrito en el Registro Civil como fallecido y hemos sabido de su identidad por testimonios orales. El padre de ambos, Antonio Jiménez Galán, que estuvo preso en 1936, murió al día siguiente de ser liberado a consecuencia de las palizas que sufrió en el cuartel de la Guardia Civil.

Otro de los socialistas es el jornalero José Román del Espino, que aparece junto a su hermano Tomás. José, de apodo “Pelones” o quizás “Melones”, había sido detenido durante unos días tras la huelga de campesinos y albañiles de abril de 1933 en Lucena, pero es una incógnita la suerte que corrió en 1936, cuando tenía 23 años de edad. Muchas menos referencias existen del resto de los socialistas del listado, como por ejemplo de Antonio Reyes León y Antonio Reyes Villa, apodados “Los Yeseros”, que con probabilidad sean padre e hijo. Con este apodo se conocía también a la familia del primer alcalde republicano de la aldea lucentina de Las Navas del Selpillar, Antonio Cortés Gallardo, quien al producirse el golpe de Estado se había visto obligado a huir para salvar su vida. En la posguerra sufrió una condena de 12 años de cárcel que luego le conmutarían por tres. Antes, en 1936, habían fusilado en Lucena a su hijo Ramón, de 18 años (no está inscrito en el Registro Civil), y otro hijo, Juan Antonio, había muerto luchando en Villa del Río como sargento del Ejército republicano. Ignoramos si estas dos familias de “Los Yeseros” tenían algo en común.

Rafael Calvillo Rodríguez, uno de los jefes de la Policía Municipal.

Entre los socialistas también se señala en la lista a “los dos jefes de día de los municipales”, sin especificar sus nombres. En 1936 ejercían de jefes de la Policía Municipal Rafael Calvillo Rodríguez y Francisco Nieto Córdoba. Ambos fueron depurados y expulsados del cuerpo de empleados municipales nada más comenzar la guerra. Un bisnieto de Rafael Calvillo Rodríguez nos ha asegurado que era socialista y que al comenzar la guerra fueron a buscarlo a su domicilio para detenerlo (vivía en una casa de vecinos de la actual calle Párroco Joaquín Jiménez Muriel), pero pudo escapar por una ventana. Se escondió en la sierra hasta que su hermana Carmen, empleada en una bodega, intercedió por él ante un señorito, lo que le permitió regresar a Lucena sin que lo molestaran. A partir de aquel momento se ganó la vida trabajando de zapatero.

A la izquierda, Francisco Nieto Córdoba. El de al lado podría ser el guardia Joaquín Corpas Aranda.

Gracias al testimonio enviado por su nieto Lluís del Espino desde Barcelona, hemos conocido que Francisco Nieto Córdoba, el otro jefe de municipales que aparece en la lista, acabó detenido. Era socialista al igual que sus hermanos Joaquín (guardia también) y Manuel. Tenían relación familiar con el concejal socialista Antonio Palomino Luque, al que fusilaron, ya que era primo de su abuelo. Francisco fue detenido a los pocos días del golpe de Estado en el ayuntamiento, aunque no permaneció en la cárcel más de uno o dos días, pues su mujer, Juana Lara García, acudió al doctor Juan Ruiz de Castroviejo, con el que tenía cierta amistad ya que era costurera y le hacía los vestidos a su esposa. Ambos fueron al ayuntamiento y consiguieron que lo soltaran, utilizando como principal argumento que Francisco era hermano de la cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno. Tras liberarlo, la familia marchó al cortijo La Campana de Moriles para trabajar. En el año 1944 regresaron a Lucena, donde permanecieron hasta que en 1963 emigraron a Barcelona.

Manuel Jiménez Ruiz, Jeringuito, fusilado el 18 de agosto de 1936.

Tras el socialista, el siguiente grupo que aparece en la lista es el de cinco sindicalistas, el nombre también se daba en aquella época a los anarquistas. Dos acabaron fusilados con seguridad: el tabernero Manuel Jiménez Martínez, conocido con el apodo de «Jeringuito», de treinta y tantos años (no inscrito en el Registro Civil), y el panadero Diego del Pino García, de 36 años. Ambos murieron en la saca de la noche del 18 al 19 de agosto, en la que cayeron en la fosa común del cementerio unas 25 personas. Hay otro anarquista en la lista, Francisco Mora Ramírez «Trócola», que pudiera ser un fusilado. Hasta este momento creíamos que el asesinado era de segundo apellido Luna y que trabajaba como empleado en la caseta de arbitrios. Sin embargo ahora nos queda la duda de si el fusilado fue uno u otro, ya que ninguno de los dos está inscrito en el Registro Civil y no poseemos ningún dato más sobre ellos.

Juan Aranda Vida, fusilado el 11 de noviembre de 1936. Su hermano Antonio está incluido en la lista.

Uno de los anarquistas que aparece es Antonio Aranda Vida. Gracias al testimonio de su sobrina Juani Porras, residente en Barcelona, sabemos que se encontraba en el Ejército cuando comenzó la guerra. Esto le permitió evitar la represión a pesar de su ideología izquierdista, pero fueron a buscarlo varias veces a su domicilio para detenerlo y llamaron a declarar sobre su paradero a su hermana Ángeles. No pudo escapar de la muerte su hermano Juan, zapatero de 29 años. Según creíamos hasta ahora, a Juan lo habían sacado a las cinco de la mañana del 5 de agosto de 1936 del convento de San Agustín, que había sido convertido en prisión por las autoridades militares, con cinco jóvenes comunistas más que no sobrepasaban los treinta años y que iban atados de dos en dos con alambres. Después los subieron en un camión y los mataron en el paraje de la Alameda de Cuevas, situado en la carretera de Monturque. De los seis, solo uno aparece inscrito en el Registro Civil como difunto, Antonio Maíllo Torres, gracias a que su hermana Dolores inició en 1984 un expediente judicial —del que me entregó copia en 1997— para la inscripción fuera de plazo de su fallecimiento. En él se incluían los testimonios de varios testigos que aún vivían (un carcelero, un compañero de celda y de una persona que vio los cadáveres) y que aportaron las circunstancias de la muerte y la identidad de las cinco víctimas restantes. Esta versión de la muerte de Juan Aranda era la que teníamos hasta ahora. Sin embargo, los expedientes de la Prisión Provincial de Córdoba que pasaron hace poco al Archivo Histórico Provincial la desmienten, pues aparece como ingresado junto a otros lucentinos en la cárcel de Córdoba el 11 de noviembre de 1936 y sacado con esa misma fecha, lo que indica que fue trasladado desde la prisión de Lucena hasta allí para fusilarlo en ese día, y no en el que indicamos al principio.

Araceli Rubio Martínez sufrió un simulacro de fusilamiento. Su hermano Antonio aparece en la lista.

La lista termina con 17 vecinos calificados de comunistas. Entre ellos está Antonio Infante Varo, portero del instituto Barahona de Soto, detenido el día 2 de agosto de 1936 y del que ignoramos su destino final. Otro es Antonio Maíllo García “El Carloto”, que había sido detenido en abril de 1933 por formar parte de un piquete en una huelga de campesinos y albañiles. Por las mismas razones, en esta misma huelga detuvieron a Enrique, hermano de Nicolás Lavela Hurtado, otro de los consignados en la lista del que carecemos de más referencias. De la relación de 17 vecinos comunistas es seguro que murió el peluquero Antonio Rubio Martínez, conocido como “Rubio Montoya”. Fue un dirigente del partido comunista, fundado en Lucena el 21 de marzo de 1936, y participó en mítines y actos electorales. Lo fusilaron el 5 de agosto en la Alameda de Cuevas, en una saca colectiva de cinco jóvenes comunistas a la que nos hemos referido con anterioridad. A los pocos días mataron en el cementerio a su hermano Domingo, de 16 años, en la saca colectiva de 25 personas del 19 de agosto de 1936. Ninguno de los dos está inscrito en el Registro Civil y solo pudimos recuperar sus nombres gracias a testimonios orales. Su madre y su hermana Araceli también padecieron la represión. Las encerraron en la plaza de toros, sede del cuartel del Escuadrón de Caballistas Aracelitanos, donde sufrieron un simulacro de fusilamiento.

Es evidente que recomponer la historia de los lucentinos que aparecen en la lista ha sido una tarea complicada. De hecho, solo hemos logrado dar norte de una mínima parte de las 49 personas que se nombran. Como ya hemos señalado, la destrucción de la documentación del Archivo Histórico Municipal de Lucena y las carencias que presenta el Registro Civil en cuanto a la inscripción de las víctimas mortales de la represión franquista son unos impedimentos difíciles de superar.

No obstante, en el caso hipotético de que esta lista negra hubiera sido redactada por los republicanos para ejercer la represión sobre los franquistas, la labor de investigación hubiera sido mucho más fácil. En primer lugar, porque los asesinados por los republicanos se anotaron en los registros civiles como muertos “gloriosamente por Dios y por España”, según una Orden de 24 de abril de 1940, y sus nombres se inscribieron en las lápidas de los cementerios, en las cruces de los caídos, en los muros de las iglesias (de acuerdo con un Decreto de la Jefatura del Estado de 16 de noviembre de 1938) y en los informes oficiales que se conservan en los archivos históricos de los ayuntamientos. En segundo lugar, porque por el Decreto de 26 de abril de 1940 el Ministerio de Justicia dispuso la creación de la llamada Causa General, un extenso proceso de investigación que duró más de veinte años, con la intención de recoger por escrito (más de mil quinientos legajos que se conservan en la actualidad en el Archivo Histórico Nacional) la represión causada por los republicanos en todas las localidades. Y en tercer lugar, porque la justicia de los vencedores investigó la represión que sufrieron los suyos y además aplicó toda su maquinaria represiva contra los vencidos, que fueron juzgados y condenados. Solo los archivos de los juzgados militares de Andalucía almacenan más de 200.000 sumarios de expedientes de encartados abiertos en guerra y posguerra, en los que se pretendía averiguar, aunque sin apenas garantías jurídicas para los acusados, todos los datos posibles de la represión republicana.

Esta reflexión final sobre las facilidades documentales para investigar sobre la represión republicana y las dificultades que encontramos al abordar la represión franquista es necesaria para aquellos que se sorprenden de que hoy en día se investigue más una que otra —yo siempre he investigado las dos— y desconocen el porqué. En el sur de Córdoba, que es mi ámbito de trabajo, la represión republicana fue muy inferior a la ejercida por los franquistas y duró solo unos días, se conserva archivada en la documentación histórica (así que se puede consultar en cualquier momento) y además se conoce bastante bien. De hecho, fue la única conocida oficialmente durante la dictadura de Franco, por las causas citadas antes y porque fue una política de Estado durante 40 años. Con estos antecedentes, es lógico que muchas investigaciones se centren en lo desconocido, en los olvidados y en los desaparecidos, y más cuando la única y exclusiva fuente de información que podemos conseguir sobre ellos es el testimonio oral de los que los llegaron a conocer.

Para los historiadores, este proceso de búsqueda y localización de testigos de los hechos o sus descendientes es una desesperada carrera contra reloj. Téngase en cuenta que de los familiares directos de fusilados (viudas, hijos y hermanos) que yo entrevisté en el año 1997 para mi primer libro sobre Lucena, hoy no queda casi ninguno con vida. Y si he podido redactar estas páginas es gracias, en buena medida, a lo que ellos me contaron o me han transmitido otros familiares desde entonces, ya que la historia de sus seres queridos había permanecido oculta. Por tanto, no ha sido posible escribirla hasta muchos años después, y todavía, con inmensas lagunas, la seguimos reescribiendo.

LISTA ORIGINAL ESCANEADA 

El baenense Rafael Monroy Roldán, salvado de una condena a muerte en la posguerra

El cuartel de la Guardia Civil y el Paseo de Baena en una foto de la época.

La Guardia Civil de Baena respaldó el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 aquella misma tarde, cuando ocupó el Ayuntamiento, la Telefónica y el Centro Obrero. A la mañana siguiente, el teniente y comandante de puesto Pascual Sánchez Ramírez proclamó el bando de guerra. Ante la resistencia encontrada entre la población y la clase obrera, mayoritariamente anarquista, comenzaron los enfrentamientos y 230 guardias civiles y derechistas se atrincheraron en unos 14 puestos de defensa. El 28 de julio estaban próximos a sucumbir, pero al mediodía vino en su ayuda desde Córdoba una columna militar al mando del coronel Eduardo Sáenz de Buruaga. Esta columna militar, en la que se integraban legionarios y moros mercenarios marroquíes, causó uno de los episodios más sangrientos de la guerra civil en la provincia. Además de masacrar a la población civil en la calle y en las casas, arrastraron a muchos hombres al Paseo, en el  centro del pueblo, adonde se les asesinó de un tiro en la nuca tras haberles obligado a tumbarse boca abajo formando filas. La matanza continuó con los mismos parámetros en la mañana del día siguiente y se llevó por delante la vida de un mínimo de 135 personas en solo 24 horas.

El campesino Rafael Monroy Roldán salió huyendo despavorido de Baena, al igual que sus dos hermanos, su hermana, su cuñado y varios miles de vecinos (la localidad tenía por entonces algo más de 23.000 habitantes), cuando la columna militar del coronel Sáenz de Buruaga entró en el pueblo. En 1937 ya estaba luchando en la 88 Brigada Mixta del Ejército republicano, en la que hubo una compañía formada casi en exclusiva por hombres anarquistas de Baena. En septiembre, con solo 19 años, Rafael Monroy ingresó en la Escuela Popular de Guerra de Paterna (Valencia), de donde salió con el grado de teniente el 12 de abril de 1938. Fue destinado a la 35 División Internacional. Al despistarse junto a su ayudante de la compañía en la que servía como oficial de enlace, cayó prisionero de las tropas franquistas el 15 de noviembre de 1938, cuando las fuerzas republicanas se replegaban derrotadas por el puente de Flix (Tarragona) tras cinco meses de combates en la larga y sangrienta batalla del Ebro.

Lo internaron en el campo de concentración del antiguo convento de San Marcos de León, uno de los célebres recintos represivos de la España franquista. El 26 de diciembre de 1938 fue interrogado por el capitán Miguel Carmona Marbán, juez instructor jefe de Información de Prisioneros y Evadidos del Gobierno Militar. En su declaración se autoinculpó de múltiples delitos y de haber participado en los asesinatos cometidos en el convento y asilo de San Francisco de Baena, uno de los hechos más terribles ocurridos en el pueblo durante la guerra civil.

El 21 de julio los republicanos habían ocupado el convento de San Francisco, donde crearon un Comité formado en su mayoría por anarquistas. Desde allí coordinaron la resistencia contra la sublevación militar, aunque contaban con muy pocas armas, salvo útiles de labranza, hachas y algunas escopetas requisadas en los cortijos. El convento sirvió también de prisión para bastantes derechistas y familiares de los que se habían sublevado con la Guardia Civil, una medida que se tomó por el Comité en respuesta a la amenaza del teniente Pascual Sánchez Ramírez de asesinar a los republicanos y familiares de republicanos que la Guardia Civil mantenía como rehenes en su poder. El día 27 el Comité intentó un canje de prisioneros, pero el teniente se negó. El día 28, después de que llegaran al convento las noticias de la matanza cometida por las tropas del coronel Eduardo Sáenz de Buruaga en el Paseo, en represalia se produjo el asesinato de 73 rehenes (otros 81 consiguieron sobrevivir), entre ellos siete mujeres y tres niños hermanos. Fue un crimen vengativo y despiadado, realizado por un número muy reducido de hombres armados con hachas y pistolas, en medio del descontrol del momento, mientras las fuerzas de paisanos y guardias civiles dirigidas por el capitán Adolfo del Ríos intentaban tomar el edificio y los miembros del Comité, los resistentes republicanos y los cientos de vecinos que se habían refugiado en la parte baja del edificio huían en desbandada por una tapia trasera.

Cuando lo interrogaron en León en diciembre de 1938, Rafael Monroy se autoinculpó de haber participado en la detención y asesinato de los internados en el convento de San Francisco y de haber abusado sexualmente en el patio, junto a otros miembros del Comité, de diez jóvenes muchachas. También citó los nombres de los miembros del Comité y a una serie de mujeres implicadas en los crímenes. En concreto, manifestó que la Adelilla “con una navaja barbera se ensañó con algunos de los presos cortándoles sus partes” después de muertos. Aparte de los anteriores delitos, Rafael Monroy se autoinculpó de haber participado en los asaltos a casas y tiendas de comestibles y de que asesinó el día 26 de julio de 1936 al cura don Lucas (a pesar de que no había ningún cura asesinado en Baena con ese nombre).

El teniente de la Guardia Civil Pascual Sánchez Ramírez, abanderado de la sublevación militar en Baena el 18 de julio de 1936.

Rafael Monroy realizó estas declaraciones forzado por las torturas. Eso manifestó su esposa, Josefa Pérez Rojano, ya fallecida, a la que entrevisté por primera vez en abril de 2014. Ella tenía entonces 89 años y una perfecta salud mental. Esta mujer, que en aquellas fechas aún no conocía a su marido, fue una testigo privilegiada de lo ocurrido en julio de 1936 en Baena, así que aportaré unos breves detalles de su testimonio. Josefa y su madre, Rosario Rojano Argudo, permanecieron atrincheradas junto a otros derechistas y propietarios —junto a los “señoritos”, fueron las palabras textuales de ella— en uno de los puestos de defensa de la Guardia Civil situado en la residencia de ancianos del Divino Maestro. Desde allí vieron subiendo por la Calzada dos camiones de hombres obligados a saludar con el brazo en alto, al estilo fascista, y detrás de ellos, también arrestados, grandes filas de cinco personas con pañuelos blancos, que se dirigían al Paseo custodiados por las fuerzas de Sáenz de Buruaga. Ante aquella estampa, su madre se lazó a la búsqueda de su hermano y de su sobrino, ya que no tenían noticias de ellos y temía que les hubiera ocurrido algo. Al llegar al Paseo, donde ya había comenzado la matanza con tiros en la nuca, un moro arrojó a su madre al suelo, totalmente ensangrentado, con la intención de pegarle un tiro, sin saber quién era y sin importarle que hubiera sido la cocinera de un puesto de defensa de la Guardia Civil en los días anteriores.

Como otros vecinos, Rosario Rojano solo se pudo salvar de la muerte por la intervención de un propietario agrario, que junto a guardias civiles y derechistas eran los encargados de hacer una rápida selección allí mismo sobre el terreno. A ella la avaló —o “garantizó”, que era la palabra usada en la época— Manuel Torres, ante las protestas del teniente Pascual Sánchez Ramírez, que decía “que no había que salvar a tantos”. Mientras estuvo retenida en la plaza, aún tuvo la oportunidad de ver en el suelo el cuerpo de una mujer arrojada desde la azotea del cuartel. Era una de las personas que la Guardia Civil había mantenido como rehenes durante los días anteriores, a los que ahora exterminaban lanzándolos desde las alturas.

Como hemos señalado con anterioridad, Josefa Pérez también nos relató que su futuro marido, Rafael Monroy, había sufrido torturas y palizas en el convento de San Marcos de León, donde el frío y las ratas hacían estragos. Las torturas eran utilizadas en los recintos penitenciarios franquistas no solo para castigar a los presos, sino para forzar delaciones y declaraciones al gusto de los verdugos, sin importar que fueran o no verdaderas. Así que era muy común que muchos acusados se desdijeran de ellas en presencia del juez, aunque sin denunciar abiertamente que habían sido torturados. Eso hizo Rafael Monroy tras su traslado desde León a la cárcel de Córdoba. Al ser interrogado por el juez el 17 de febrero de 1939, manifestó que lo único cierto de su declaración anterior era que estuvo en la 88 Brigada y en la Escuela de Paterna, y “que es incierto cuanto demás consta en la misma, que no fue directivo del Comité no tomando parte en ninguno de los hechos que se expresan y cuya declaración prestó en un momento de inconsciencia por los frecuentes interrogatorios a que fue sometido no conociendo a las personas que expresa la misma”. Remarcó que no intervino ni presenció los hechos de los que se había autoinculpado, pues no había salido de la casa en aquellos días, y citó a algunos testigos de descargo con la intención de que corroboraran sus declaraciones.

Para continuar la instrucción del proceso, el juez militar del juzgado nº 8 de Córdoba, Gregorio Prados Ramos, mandó una orden a la Guardia Civil de Baena para que se investigaran los nombres de las personas citadas por Rafael Monroy como miembros del Comité. En la contestación, fechada el 23 de febrero de 1939, la Guardia Civil indicó que aunque la mayoría eran de izquierdas a ninguno se le relacionaba con los hechos. En cuanto a otras personas denunciadas por Rafael Monroy, por este informe nos hemos enterado de que les “fue aplicado el bando de guerra por su oposición al triunfo del Movimiento Nacional” a Rafael Cabezas Ramírez el Sabio, la Chata, la Jaramolla y a Josefa Pulido López, a la que señalaban como presidenta de la organización anarquista FAI o de las Juventudes Libertarias. De estas cuatro personas, solo a una, La Jaramolla, la teníamos identificada como fusilada hasta el momento. Esto confirma, como ya hemos puesto de manifiesto en múltiples ocasiones, que una buena parte de las víctimas de la represión franquista no dejó huella documental alguna ni se inscribió en los libros de defunciones de los registros civiles, por lo que llegar a conocer sus nombres es imposible y siempre estaremos hablando de cifras mínimas de fallecidos (365 víctimas mortales de la represión franquista hemos conseguido identificar hasta el momento en Baena durante la guerra).

Aparte del informe de la Guardia Civil, el juez recabó el testimonio de testigos de los delitos por los que Rafael Monroy se había autoinculpado. En general, estos testimonios avalaban su inocencia. Los que presenciaron la muerte del párroco de Santa María la Mayor, Bartolomé Carrillo, no lo situaban en el lugar del asesinato el día 26 de julio de 1936, y señalaron como responsable “a un tal Fontiveros”. En cuanto a los supervivientes del convento de San Francisco, Manuel Valle Pizarro, Manuel Bujalance Tarifa y Juan Navas Ariza, afirmaron que mientras estuvieron presos oyeron llamar al Caragato (apodo por el que se conocía a toda la familia de Rafael), sin que pudieran afirmar que fuera él. Juan Navas dijo que si lo viera lo reconocería, sin embargo el juez no ordenó una rueda de reconocimiento. El 11 de julio de 1940, Rafael Monroy volvió a ser interrogado por el juez. Tenía entonces 22 años, llevaba casi dos años preso y hacía año y medio que no le habían tomado declaración. De nuevo, negó todas las acusaciones, añadió que “no intervino en ningún hecho delictivo de los cometidos en aquellos días en Baena” y propuso varios testigos de descargo, a los que el juez ignoró.

Las imputaciones que realizó Rafael Monroy bajo torturas en León tuvieron unas consecuencias nefastas para una de las personas a las que citó: Adela Marín Membiela, la Adelilla, madre soltera de 44 años, ya que el juez ordenó su ingreso en la prisión provincial de Córdoba el 24 de febrero de 1939. Cuando la interrogaron pocos días después, manifestó que el 28 de julio de 1936, para protegerse del tiroteo de las tropas del coronel Sáenz de Buruaga, se refugió al igual que cientos de vecinos en el convento de San Francisco. Allí permaneció debajo de una escalera, con su hijo de ocho años, hasta que lo tomaron al día siguiente. En su declaración, negó que realizara los hechos que le imputaban ni que los presenciara, ya que en San Francisco “había una multitud de gente que de un lado a otro corrían” y era imposible ver nada. Aunque el informe que presentaron la Guardia Civil y la alcaldía al juzgado señalaba que “es de opinión pública” que Adela Marín se ensañó con los presos, eso no se confirmó en la ronda de interrogatorios a los supervivientes de la matanza, pues ninguno recordaba haberla visto en el convento. Solo Juan Navas Ariza manifestó que la vio en las dependencias examinando las cestas de comida que los familiares les llevaban a los prisioneros.

A Rafael Monroy y a Adela Marín los juzgaron juntos en Córdoba el 23 de julio de 1940. Presidía el tribunal el coronel de Caballería Carlos Palanca y Martínez Fortún, un gran propietario agrícola natural de la aldea lucentina de Jauja. En la vista, el fiscal, Serafín Martínez Torres, pidió muerte por garrote vil para los dos, y el defensor, Calle Belmonte, reclusión perpetua. A ambos los condenaron a pena de muerte. A Rafael por haber participado en los crímenes de San Francisco, la violación de una joven, la muerte de un sacerdote y haber sido teniente del Ejército republicano. A Adela Marín la condenaron por haber intervenido en los asesinatos de San Francisco, aunque a ella le conmutaron la pena por reclusión militar perpetua.

Durante la guerra y la posguerra, los consejos de guerra de la España franquista se realizaban sin garantías para los acusados. Los tribunales no eran independientes pues estaban politizados, eran nombrados por el Gobierno y estaban formados por militares. La instrucción sumarial se realizaba en secreto, sin intervención de los abogados de los encausados, quienes siempre permanecían en prisión preventiva, sometidos al hambre, las enfermedades, las vejaciones y las torturas. En 1939 la posibilidad de revisión de los procesos judiciales o de las sentencias era prácticamente nula, entre otros motivos porque la ejecución del inculpado se producía a las pocas semanas de haber sido condenado. A partir del 9 de enero de 1940, una Orden sobre “detenciones y encarcelamientos” permitió la posibilidad de revisión de sentencia, que se podía ejercer por los mismos interesados sin necesidad de abogado o procurador. No obstante, en la mayoría de las ocasiones en las que vecinos de Baena se acogieron a este derecho el resultado fue negativo, pues las auditorías nunca iniciaron diligencias para atender la demanda (43 baenenses cayeron fusilados en la posguerra tras ser condenados a muerte en consejos de guerra).

Ana, la hermana monja de Rafael.

En el caso de Rafael Monroy hubo un factor determinante que jugó a su favor: tenía una hermana, Ana, que era monja en el convento de las Hijas del Patrocinio de María en Lucena, una localidad situada a una treintena de kilómetros de Baena. Ella contactó allí con un teniente jurídico, que era padre de un alumno suyo, que se encargó de guiar los trámites necesarios y de mover hilos para conseguir el indulto a cambio de 300 pesetas (el sueldo diario de un jornalero era de cinco), un dinero que el padre, Ramón Monroy Alarcón, de condición humilde, tuvo que pedir prestado. Ello explica que el sumario del consejo de guerra de Rafael Monroy, que se conserva en el Archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla (legajo 1.226, expediente 30.173) sea tan voluminoso (342 páginas) y con tantas diligencias judiciales. Es un expediente atípico, pues la maquinaria judicial de la época no solía ser tan escrupulosa, y muchos consejos de guerra eran un mero trámite donde no había afán por investigar los hechos y la culpabilidad del acusado ya se daba por supuesta.

El 3 de agosto de 1940, solo once días después de la condena a muerte, el padre de Rafael envió una carta al auditor de guerra en la que lamentaba el error judicial habido con su hijo, pues “no se movió en absoluto de su domicilio” y “en absoluto es incapaz de realizar ningún acto delictivo y mucho menos un asesinato”. Además, señalaba que el día de los crímenes de San Francisco, a las cinco de la tarde salió del pueblo con su hija Dolores y su marido y pernoctó en una huerta distante a más de cinco kilómetros. Ramón explicaba en su carta que “aunque con dolor lo exprese, bien pudiera haber habido confusión con otro hijo mío”, y apuntaba que ocho personas y las propias monjas del convento podían confirmar su versión de los hechos.

Además de esta carta al auditor de guerra, Ramón Monroy envió veinte días después, el 23 de agosto de 1940, otra misiva al teniente general de la Segunda División Militar, con sede en Sevilla. En ella le hablaba de que tenía una hija monja y de que otros dos sufrieron la “ponzoña del veneno revolucionario” (Manuel, ya condenado a 12 años y un día de cárcel, y Antonio, que “desgraciadamente figuró como secuaz de la horda”). Su argumento es que había habido una confusión en la identificación de sus hijos, aunque señalaba que la “audacia de esta confesión no puede nunca llegar al extremo de atribuir a este último [Antonio] todos y cada uno de los cargos que a Rafael le aparecen”. Para avalar su solicitud de revisión del caso, Ramón presentó ocho declaraciones escritas, autentificadas por la jefatura local de la Falange de Baena, que situaban a su hijo Rafael en la huerta de las Peñuelas o de Fernando el Soldado en el momento en que se produjeron los asesinatos de San Francisco.

La petición de Ramón Monroy surtió efecto un par de meses después. El auditor de guerra emitió un informe, el 28 de octubre de 1940, en el que señalaba que en el procedimiento del consejo de guerra de Rafael se observaban “defectos procesales que por su importancia implican vicios de nulidad, tales son: no estar identificada la verdadera personalidad del procesado y si fue en efecto miembro del comité o si era un hermano suyo, también de apodo Caragato, llamado Antonio, que al parecer se halla en un campo de concentración en Rentería. Por todo ello, tengo el honor de proponer la devolución de lo actuado y que el juez instructor subsane los defectos expresados practicando las diligencias necesarias para identificar la personalidad del condenado”.

Tras el mandato del auditor, el juez instructor de Córdoba inició nuevas diligencias. En principio, tomó declaración el 22 de mayo de 1941 a dos monjas supervivientes de la matanza del convento de San Francisco: Exaltación Sarrigorri y Julia Lerena Ramírez. Las dos señalaron que quien se reunía con los miembros del Comité era Antonio, de 19 años, a quien sor Exaltación definía como un “individuo alto, de pésimos antecedentes e instintos sanguinarios”. También indicaron que en los primeros días visitó el convento un hermano de Antonio, al que pusieron de guardián en las puertas, que se “portó perfectamente con las religiosas de la comunidad”. Este otro hermano, del que las religiosas hablaban tan bien y desconocían su nombre, era Manuel, condenado a 12 años de reclusión en julio de 1940, que cumpliría en las cárceles de Astorga (León), Burgos, Córdoba y El Puerto de Santa María (Cádiz) hasta que obtuvo la libertad condicional en enero de 1943.

En su declaración, la monja Julia Lerena añadió que no tenía “conocimiento de que se cometieran abusos deshonestos con las mujeres que había detenidas” en el convento. Los posibles abusos sexuales o maltratos contra las presas fueron desmentidos también de manera categórica por otra testigo, Isabel López Priego, que había conseguido sobrevivir escondida debajo de una cama de la habitación donde estaba recluida en el convento. Manifestó “que no conoce a ninguno de los llamados Caragatos, ni a la llamada Adela Marín Membiela, y que solamente veía entrar a la Capachera y su hija, las que se limitaban a entrar a llevar las comidas, sin que les hicieran objeto de maltrato alguno. Que desde luego, ni la dicente, ni ninguna de las otras mujeres que estaban detenidas en San Francisco fueron objeto de abuso deshonesto alguno ni de malos tratos de obra, limitándose los rojos a obligarlas a que portearan el agua de un nacimiento que había en el sitio llamado San Marcos”.

Aparte de estas declaraciones que desmentían que hubiera habido abusos sexuales o violaciones en el convento, otros testimonios recabados por el nuevo juez instructor también respaldaban la inocencia de Rafael Monroy. Todos lo situaban huido de Baena, en la huerta de Fernando el Soldado, durante la tarde y la noche del día 28 de julio de 1936, así que era imposible que hubiera participado en los asesinatos, pues según informes emitidos en julio de 1942 por el comandante de puesto de la Guardia Civil y el alcalde los crímenes de San Francisco se habían producido entre las 20 y las 23 horas. Unos meses antes, el 16 de enero de 1942, el juez instructor y teniente de Caballería Bernardo Cruz Vázquez ya había emitido un informe en el que, a la luz de todo lo investigado, exponía que el “verdadero dirigente” y miembro del Comité en San Francisco no era Rafael, sino su hermano Antonio. Además, otro informe emitido por la Falange afirmaba que Rafael era de la CNT, pero de “buena conducta, trabajador”, y que “durante el Movimiento no intervino en nada, marchó con su familia al campo, sin que se tengan noticias [de que] interviniera en ningún hecho delictivo”.

Mientras se producía la nueva fase de instrucción del proceso judicial, Rafael Monroy sufrió la política franquista del “turismo penitenciario”, que consistía en trasladar a los presos a localidades muy alejadas de sus lugares de residencia, lo que impedía el contacto con sus familias y dificultaba enormemente los envíos de comida, muy necesarios para la supervivencia en las cárceles. Oficialmente la Dirección General de Seguridad no exigía que se administrara a los reclusos una ración diaria superior a las 800 calorías, cuando una persona inactiva necesita al menos 1.200 para sobrevivir y más del doble si lleva una actividad moderada, por lo que surgían enseguida la avitaminosis y las epidemias. Muchos presos que no tenían familiares que pudieran asistirles con envíos de alimentos estaban abocados a la muerte. Rafael Monroy pasó el 1 de julio de 1941 desde la cárcel de Córdoba a la Prisión Central de Astorga (León), a finales de año a la de Burgos y de aquí lo trasladaron de nuevo a la Prisión Provincial de Córdoba al año siguiente para estar a disposición del juez que llevaba su caso.

Cuando testificó de nuevo en Córdoba ante el juez instructor Bernardo Cruz Vázquez, el 4 de agosto de 1942, más de dos años después de haber sido condenado a muerte, Rafael Monroy ya fue más explícito manifestando que los “castigos” y las “coacciones” de la Guardia Civil en León le habían obligado autoinculparse y a acusar a otros, y que todo era falso. Dijo, textualmente, “que cuando le tomaron declaración en el campo de prisioneros fue coaccionado por la Guardia Civil para que firmase la declaración y ante el temor de que lo volviesen a castigar más puso la firma y rúbrica sin saber el contenido de la declaración, como así mismo fue obligado a declarar que Adela Marín Membiela, la Chata y la Jaramolla tomaron parte en dichos crímenes, cuando él no estaba allí ni sabe si las mismas estaban o no, pero que por quitarse el castigo de encima pronunció sus nombres que fueron los primeros que le vinieron a la imaginación”.

Antonio, hermano de Rafael.

Aprovechando este interrogatorio, el juez instructor intentó conocer el paradero de Antonio, el hermano de Rafael con el que al parecer se le había confundido. Rafael le manifestó al juez que sabía por otro recluso, Antonio Muñoz González, preso con él en ese momento en Córdoba, que había estado recluido en un batallón de trabajadores en Guipúzcoa en 1940, de donde desapareció. El juez interrogó al preso informante aquel mismo día. Este le manifestó que Antonio Monroy, de 22 años entonces, se encontraba con él en el Batallón de Trabajadores nº 142 de Guipúzcoa cuando se evadió con tres hombres más el día 4 de febrero de 1940, y nunca se supo más de él aunque salieron los guardias a buscarlos. La información oficial que el juez obtuvo sobre Antonio Monroy no aportó nuevos datos al respecto, solo información sobre su pasado. Según un informe de la Jefatura de Campos de Concentración de Prisioneros y Presentados de noviembre de 1942, Antonio Monroy había servido en la 189 Brigada Mixta del Ejército republicano, estuvo internado al finalizar la guerra en el campo de concentración cordobés de La Granjuela, de donde pasó al de Rota (Cádiz) el 5 de agosto de 1939, y el 26 del mismo año y mes a Miranda de Ebro (Burgos). Lo que le ocurrió tras su evasión del campo, situado en el pueblo de Rentería, sigue siendo un misterio para su familia y para la historia.

Como la instrucción del proceso judicial se iba alargando, en septiembre de 1942 apareció un nuevo juez en escena, Manuel Yuste Cubero. Este convocó una rueda de reconocimiento con siete presos de aspecto semejante y vestidos de similar forma que Rafael Monroy. Los dos supervivientes de la matanza del convento de San Francisco que asistieron a ella, Manuel Salamanca Ayala y Juan Navas Ariza, no lo reconocieron como una de las personas que estuviera en el convento o participara en los asesinatos. Ante las pruebas tan contundentes que avalaban su inocencia, el fiscal emitió un informe en el que reconocía que el acusado “no intervino en los hechos y que su actuación se limitó a ingresar en el Ejército marxista, donde alcanzó la graduación de teniente”. En vista del informe, el juez decretó el 29 de septiembre de 1943 la libertad provisional de Rafael Monroy. Para entonces llevaba preso casi cuatro años, desde el 15 de noviembre de 1938, y había cumplido los 25 años de edad en la cárcel.

La vista del nuevo consejo de guerra contra Rafael Monroy y Adela Marín Membiela —quien ya había pasado por la prisión Central de Burgos y se encontraba ahora otra vez en la de Córdoba— se celebró el 29 de julio de 1944. El tribunal estuvo presidido por el coronel de Artillería José Jaudenes Rey y lo componían los vocales capitanes Federico Fraile Letona, Juan Castellano Villalta y José Salguero Castro. El fiscal Isidoro Valverde Meana pidió quince años de cárcel para los dos acusados, y el defensor, el teniente de Artillería José Baena Rodríguez, la absolución para Adela Marín y seis años y un día para Rafael Monroy. Se les condenó a ambos a doce años y un día por el delito de auxilio a la rebelión, a pesar de que el propio tribunal reconoció que la única actuación de Rafael Monroy había sido luchar en el Ejército republicano y alcanzar el grado de teniente, sin intervenir en hechos delictivos. No tuvo que ingresar de nuevo en la cárcel, al igual que Adela Marín, y permaneció en libertad vigilada, que le obligaba a presentarse cada cierto tiempo en el cuartel, hasta que el 20 de diciembre de 1948 se le concedió el indulto definitivo.

Al ser liberado, Rafael Monroy se estableció en Baena, en la calle Pavones, pero no le daban trabajo debido a sus antecedentes. Lo encontró como contable en una almazara en Luque y en 1949 emigró a Barcelona. Con la llegada de la democracia perteneció a la Asociación de Militares de la República y a mediados de los años ochenta regresó a Baena, donde falleció.

Rafael Monroy Roldán y Josefa Pérez Rojano, casados el 16 de julio de 1945 en la iglesia de Guadalupe de Baena.

Rafael Monroy se había casado en julio de 1945, en la Iglesia de Guadalupe, con Josefa Pérez, a quien entrevisté en abril de 2014, como he señalado con anterioridad. Esta mujer me relató el primer caso de presunto robo de bebé que he escuchado en mis veinte años de entrevistas como historiador. En 1954 ella volvió sola desde Barcelona con la intención de dar a luz en Baena, donde residía su familia, pues su marido no pudo acompañarla por motivos laborales. Cuando ingresó en el hospital de Jesús Nazareno le preguntaron en reiteradas ocasiones y con insistencia por su esposo, y contestó que no había podido acompañarla porque él trabajaba en Barcelona. Su hija nació con normalidad y sana. Ella pudo verla y al poco rato se llevaron al bebé al cuarto de al lado. Horas después le dijeron que la niña había fallecido de repente y que habían aprovechado la muerte de otra persona, de la que no le aportaron su identidad, para enterrarla en su mismo féretro, con la intención de evitar trastornos y gastos a la familia. Josefa Pérez, por tanto, no pudo ver el cadáver de su hija y siempre sospechó que había algo raro en este caso. De hecho, hace pocos años, la familia comprobó que la muerte de la niña no había sido inscrita en los libros de defunciones del Registro Civil de Baena ni su nombre aparecía en los libros de cementerio como enterrada en Baena.

En este asunto concurren varias características comunes con otros casos ya documentados de padres que sufrieron robos de niños recién nacidos durante los años de la posguerra y de la dictadura franquista: familia con antecedentes republicanos, mujer que da a luz sola sin familiares directos que la acompañen, insistencia previa y reiterada de las monjas en saber dónde se encontraba el padre, ocultación del cadáver del bebé e inhumación irregular. Basándose en esos indicios, su hija Ana presentó una denuncia en 2015 que no prosperó, ya que fue archivada en junio de 2016.

Soldados lucentinos del Ejército franquista fallecidos durante la guerra civil

En los estudios que se realizan sobre la guerra civil, los historiadores tendemos a dar más relevancia a las víctimas mortales de la represión que a los muertos en acciones de guerra o en los frentes de batalla, a pesar de que se calcula que suman unos 300.000 fallecidos entre soldados republicanos y franquistas. Identificar los soldados o combatientes de una localidad fallecidos en la guerra es muy complicado porque con frecuencia la inscripción de su muerte se realizaba en el Registro Civil de la localidad donde se producía, no en la de residencia, así que para contabilizarlos tendríamos que recorrer los registros civiles de muchísimos lugares de España.

Francisco Jiménez Cantero, de 34 años, fallecido el 1 de agosto de 1936 en Puente Genil.

Cuando publiqué mi primer libro sobre la guerra y la represión en Lucena, en el año 1998, ya había comenzado a recopilar los nombres de los soldados lucentinos muertos en los frentes de guerra, pero solo pude descubrir a los del bando franquista, ya que los datos que aportaban los libros de defunciones del Registro Civil se referían en exclusiva a ellos. Nunca se registraron en Lucena los soldados que murieron prestando servicio para la República, o al menos esta circunstancia no se anotó cuando se realizó su inscripción. Según el Registro Civil de Lucena, 40 hombres (entre los que se incluyen uno de Jauja y dos de Las Navas del Selpillar) murieron en acciones de guerra. Sin embargo, a través de las fichas de afiliación a la Falange, del periódico local Ideales y de los testimonios orales obtuve los nombres de otros diez que no aparecían anotados en el Registro Civil. En total, 50 muertos en acciones de guerra mientras luchaban como combatientes o soldados del Ejército franquista.

Portada del periódico Ideales dedicada a varios lucentinos muertos en el Ejército franquista (11 de octubre de 1937).

Esta lista quedó totalmente desfasada en julio de 2017 debido a que el lucentino Francisco Morales me envió una copia de un documento original sin fecha, extraído de los papeles de su abuelo José Morales Mellado, titulado “Relación nominal de los Caídos en esta población durante el Glorioso Movimiento Nacional”, con 115 nombres, aunque existen 14 hombres que no aparecen en ella y que yo he podido identificar por otras fuentes. Se añaden también a esta relación dos nombres más obtenidos de los listados del Santuario Nacional de la Gran Promesa de Valladolid no registrados hasta el momento por mí, con lo que el número total de fallecidos enrolados en el Ejército franquista alcanzaría los 129. A este Santuario de la Gran Promesa, al final de la contienda, desde todas las diócesis españolas se llevaron en peregrinación los listados de los «mártires de la Santa Cruzada», es decir, los soldados del Ejército franquista difuntos y los asesinados por la represión republicana, sin diferenciar en muchas ocasiones a unos de otros. Una página en Internet, «Los otros nombres. Héroes y mártires (1936-1939)» ha publicado los nombres custodiados en el Santuario sin apenas revisarlos, de manera que de nuevo no distingue a los difuntos en combate de los que fueron víctimas de la represión. También da lugar a otras confusiones históricas, ya que hay repeticiones de nombres (por ejemplo, la misma víctima está apuntada en municipios distintos, en el que residía y en el que murió) e incluso anota a fallecidos luchando en Rusia en la División Azul a partir de 1941.

Tras el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 se produjo la movilización obligatoria en la zona franquista de los nacidos entre 1907 y 1920, con lo que llegaron a luchar en la guerra los varones de entre 19 y 32 años, e incluso mayores y menores que se alistaron de voluntarios. El reclutamiento forzoso se extendió entre el 8 de agosto de 1936 y el 9 de enero de 1939, pues con la sola intervención de las milicias de voluntarios que se formaron en los primeros momentos para apoyar la sublevación militar esta no habría triunfado. La inmensa mayoría de estos soldados se vieron obligados, independientemente de su posicionamiento ante el golpe, sus ideas políticas, su condición social o su educación, a participar en una guerra en la que muchos encontrarían la muerte.

Durante la guerra civil y la dictadura de Franco se denominaba “Caídos por Dios y por España” a todos los que habían perdido la vida a consecuencia de la represión republicana o luchando en las filas sublevadas. El primer homenaje que recibían los que habían fallecido con el “nombre de Dios y de España en los labios” –así se refería el periódico católico lucentino Ideales en su edición del 11 de octubre de 1937 a los soldados del bando franquista muertos en los frentes– era un entierro multitudinario (costeado por el Ayuntamiento, incluida la sepultura y el traslado de restos), con oficios religiosos, coronas de laurel, cierre de comercios, suspensión de espectáculos públicos, himnos con el brazo extendido, vivas y desfiles a los que asistían las autoridades civiles, militares y eclesiásticas –estas, en algunas ocasiones, con cruces alzadas–. El citado periódico Ideales mantuvo una sección fija, denominada «Muerte gloriosa», donde de manera emotiva se describían rasgos de la vida y de las circunstancias del fallecimiento de los combatientes, su militancia política si existía (falangista, requeté o participación en las milicias cívicas de voluntarios al comienzo de la contienda), quiénes eran sus familiares  y cómo se había desarrollado su funeral. En ocasiones en la sección aparecían fotos de los finados, lo que nos ha permitido utilizarlas para esta entrada del blog.

Antonio Escudero Jiménez, de 54 años, fallecido el 21 de octubre de 1936 en Castro del Río.

De la importancia que adquirían los homenajes a los soldados fallecidos puede servir de ejemplo el que tuvo lugar el 1 de noviembre de 1937, Día de los Difuntos, cuando la Falange local rindió homenaje a sus «caídos» en el frente. Se celebró en la iglesia de Dios Padre, de la que se había hecho cargo la Sección Femenina, la organización de mujeres falangistas. Allí se instaló un catafalco cubierto con la bandera nacional y de la Falange, y sobre ellas una boina roja, un gorro de falangista y otro de soldado. Al pie, se colocó un cuadro con los soldados fallecidos rodeado por una corona de laurel y crisantemos blancos. Durante 24 horas falangistas y requetés carlistas hicieron guardia de honor, y se celebraron misas con la asistencia de las autoridades civiles y militares. El reconocimiento público también les llegó a los soldados “caídos” con la construcción de la Cruz de los Caídos en el llanete de Santo Domingo (trasladada con la llegada de la democracia a la explanada del cementerio, donde todavía se conserva sin signos políticos) o por medio de los nombres de diez calles que aún se mantienen en el barrio de la Calzada: José Morillo Beato, Teniente Aguilar Cañete, Alférez Díaz Sánchez, Julián Guardeño Cañete, Rafael Navarro Linares, Rafael Valverde Montes, Antonio Calvo Sánchez, Antonio Escudero Jiménez, Antonio Serena López y José Nieto Muñoz, este último fallecido mientras luchaba en la División Azul en 1942.

José Díaz Roldán, de 18 años, desapareció el 23 de septiembre de 1936 en la aldea de Santa Cruz.

Las recompensas para los excombatientes del Ejército franquista no solo fueron simbólicas, sino que también se materializaron en beneficios económicos. En el mes de julio de 1939, 452 hombres (285 subsidiarios y 167 adicionales) cobraban en Lucena el subsidio al excombatiente, lo que suponía un gasto para el Estado de 72.435 pesetas. Este subsidio se destinaba a ayudar, durante un periodo máximo de cuatro meses, desde la fecha de su desmovilización hasta su incorporación al trabajo, a los soldados que habían luchado en el bando franquista. También la Ley de 25 de agosto de 1939, de la Jefatura del Estado, reservaba el 80% de las plazas en la Administración para las personas del “bando nacional” (excombatientes, excautivos, mutilados, etc.), medida que se amplió a la empresa privada, con lo que antiguos servidores del nuevo régimen prácticamente coparon todos los puestos de trabajo públicos. En Lucena se adelantaron incluso a la Ley: en el mes de mayo de ese mismo año, ya encontramos solicitudes de excombatientes (avaladas por la Falange local) que, alegando su condición, solicitaban ocupar plazas en la Administración municipal.

Cruz de los Caídos, en memoria de los soldados lucentinos del bando franquista, que existía en la esquina de la plaza de los Maristas.

Cuando hablamos del Ejército republicano o del Ejército franquista hemos de tener en cuenta que los soldados que fallecieron mientras estaban alistados en ellos no tenían por qué tener esa ideología. Es verdad que algunos lucentinos, más concienciados políticamente o forzados por las circunstancias, marcharon voluntarios o se integraron en las unidades cívicas al servicio de los militares sublevados, como el Escuadrón de Caballistas Aracelitanos, un grupo de 50 jinetes que actuaron al comienzo de la contienda en incursiones en localidades de alrededor (Puente Genil, Castro del Río, Espejo, Cuevas de San Marcos, etc.). Sin embargo, la inmensa mayoría fueron movilizados por su quinta de manera forzada y no tenían más opción que cumplir con el llamamiento, con independencia de su ideario político. Esto explica que se produjeran con posterioridad deserciones en las líneas de frente o que soldados de ideologías republicanas o de izquierdas, como el socialista Luis Cordón Serrano, fallecieran luchando en el Ejército sublevado. La identidad de los 129 combatientes y soldados lucentinos del Ejército franquista muertos por acciones de guerra o en los frentes de batalla, más la de otros 10 soldados forasteros fallecidos o enterrados en la localidad, se puede consultar en este enlace.

Fotografías de combatientes del Ejército franquista fallecidos en la guerra