Presentación del libro: Lucena 1900-1945. Movimiento obrero, republicanismo y represión política

A continuación publico el texto de mi intervención en la presentación de mi último libro, Lucena 1900-1945. Movimiento obrero, republicanismo y represión política, que se celebró en la Casa de los Mora el día 8 de julio de 2021. El vídeo íntegro de la presentación se ha obtenido del canal de Youtube del periódico digital Lucena Hoy y se puede visualizar en este enlace.  

 

Portada del libro.

El libro que hoy presentamos es una selección de artículos de mi blog a los que he añadido un capítulo nuevo. El blog nació hace ocho años, en julio de 2013, y en él se han publicado 59 entradas. En la actualidad acumula 258.000 visitas, una cifra bastante elevada si tenemos en cuenta que su ámbito de estudio se centra en pueblos del sur de Córdoba como Lucena, Baena, Montilla, Rute, Fernán Núñez, Iznájar y otros. La mayoría de las entradas se refieren a Lucena, una localidad a la que en 1998 dediqué mi primer libro, Lucena: de la II República a la Guerra Civil, del que con rapidez se agotaron dos ediciones. En el año 2000 vería la luz un segundo título, República, guerra y represión. Lucena 1931-1939, que revisaba y ampliaba de manera significativa lo publicado con anterioridad. Esta obra recibió también una magnífica acogida y se imprimieron tres ediciones, la última en 2010, corregida y aumentada. Desde entonces, todas mis investigaciones sobre Lucena se han difundido a través del blog.

En septiembre del año 2020 la Diputación Provincial de Córdoba convocó unas ayudas en materia de Memoria Democrática a las que podían concurrir los ayuntamientos. La delegación de Archivo, Publicaciones y Memoria Democrática del Ayuntamiento de Lucena decidió acogerse a ellas para editar un libro que recopilara los artículos de mi blog relacionados con esa temática. Desde la entidad municipal se entendía que era una manera de que mis investigaciones llegaran a personas que por su edad o circunstancias tenían dificultad para relacionarse con el mundo digital o simplemente preferían la lectura en papel en lugar de en una pantalla. La concejalía consideraba además que así se facilitaba el acceso conjunto a la información que contenía el blog, lo que a su vez podría ayudar a difundirlo de un modo diferente y entre nuevos lectores.

El libro se ha estructurado en tres bloques temáticos que comienzan con los inicios del movimiento obrero en nuestra localidad. A principios del siglo XX se vivió en la provincia de Córdoba un auge del sindicalismo que se manifestó también en Lucena, que en el año 1900 albergaba a 21.179 habitantes (la mitad que ahora). En aquel momento, la actividad económica más importante y la gran fuente de riqueza era la agricultura. En el campo cordobés hubo dos factores que ejercieron una influencia decisiva en el nacimiento de la actividad sindical. Por un lado, la concentración de la propiedad de la tierra en manos de un número reducido de personas, a las que las clases populares llamaban señoritos o patronos. Por otro lado, la miseria de los jornaleros, que constituían la inmensa mayoría de la población y sobrevivían con un sueldo escaso y sometidos al paro estacional, a unas jornadas laborales de sol a sol y a unas condiciones de trabajo abusivas. En aquellos años no existían, como ahora, un salario mínimo o contratos de trabajo estables, ni seguros sociales o de desempleo que pudieran remediar la angustiosa situación de los trabajadores agrícolas.

En Lucena la actividad sindical tuvo raíces socialistas, sin que aquí arraigaran las ideas anarquistas que tanto predicamento alcanzaron en otros pueblos de la provincia como Castro del Río, Espejo, Baena, etc. Las primeras organizaciones de trabajadores vieron la luz en el verano de 1902, cuando se crearon las sociedades de Albañiles, Zapateros y Veloneros. La primera gran organización sindical de los trabajadores del campo lucentino, la Liga Obrera, se fundó en 1904, y el 30 de junio de 1908 nació la Agrupación Socialista, aunque su actividad solo duró un año. Fue la primera de la provincia tras la de Córdoba capital, que se había creado en 1893.

En mayo de 1909 resultó elegido concejal el abogado Francisco de Asís López Ruiz de Castroviejo, que jugaría un papel importante en la reorganización del socialismo local. Francisco de Asís López mantuvo una intensa correspondencia durante cuatro años con Pablo Iglesias, el fundador del PSOE y de la UGT, que se había convertido en 1910 en el primer diputado del partido socialista de la historia. Conservamos copia de 24 cartas enviadas por Pablo Iglesias a Francisco de Asís López, y todas se publican en el libro. Las originales fueron donadas en mano por su hijo Miguel a Felipe González en la sede del partido de la calle Ferraz de Madrid antes de que este llegara a la presidencia del Gobierno en 1982.

Foto: Lucena Hoy.

El movimiento obrero y el socialismo lucentino vivieron continuos altibajos desde su nacimiento. Tras desaparecer la Agrupación Socialista en 1909, en enero de 1913 se creó el Centro de Obreros Socialistas, que decayó al año siguiente, y habrá que esperar a junio de 1918 para asistir a la nueva constitución de la Agrupación Socialista, que alcanzó los 85 militantes durante aquel año. La gran organización obrera en Lucena del denominado Trienio Bolchevique, un periodo de nuestra historia que abarca de 1918 a 1920, fue la Unión Agrícola, que llegó a tener 1.976 afiliados en marzo de 1919, el 9% de los 21.029 habitantes de la localidad. En Jauja, los campesinos se agruparon en la Sociedad de Obreros Agricultores La Redención, que en 1919 contaba con unos doscientos socios, que representaban el 19% de los 1.038 residentes en la aldea. En el periodo del Trieno Bolchevique, al que dedicamos el capítulo 2 del libro, el auge del asociacionismo obrero se manifestó además en el aumento de la participación política de los partidos antidinásticos, fundamentalmente republicanos y socialistas. Así, por el distrito electoral de Lucena, en las elecciones a Cortes de 1919 llegó a concurrir el secretario general de la UGT, Francisco Largo Caballero, que a punto estuvo de conseguir un acta de diputado.

Durante los años del Trienio Bolchevique destacó el joven abogado Antonio Buendía Aragón, en quien centramos el capítulo 3. Antonio Buendía representó a la Agrupación Socialista de Lucena en el XI Congreso del PSOE celebrado en octubre de 1918 en Madrid, bajo la presidencia de Pablo Iglesias. La afiliación de Antonio Buendía al PSOE duró dos años escasos, ya que en 1920 fue uno de los fundadores y luego miembro del Comité Central del Partido Comunista Español, una organización que al fusionarse en 1921 con el Partido Comunista Obrero Español dio lugar a la creación del Partido Comunista de España. El perfecto conocimiento que poseía Antonio Buendía de la lengua francesa y su amplia cultura le permitieron traducir al castellano al menos tres libros entre 1929 y 1930.

Foto: Lucena Hoy.

En 1931 Antonio Buendía estableció su residencia en Madrid, donde le sorprendió el golpe de Estado de julio de 1936. En 1939 salió hacia el exilio francés y consiguió llegar a Chile, desde donde se trasladaría a Francia en 1956. En el país vecino sirvió de enlace con Chile y Méjico para el intercambio de publicaciones del partido comunista y trabajó de corrector para Nuestras Ideas, una revista trimestral de ideas, política y cultura, editada en Bruselas, en la que colaboraron múltiples intelectuales españoles. En los años setenta Antonio Buendía se instaló en la capital rumana, Bucarest, el lugar en el que moriría en 1972. Antes había vendido todas sus tierras, ya que era un gran terrateniente agrícola, y donó el dinero al partido comunista. La noticia de su fallecimiento fue publicada incluso por los periódicos ABC y La Vanguardia en plena dictadura de Franco, lo que da idea de la relevancia que tuvo dentro del comunismo español.

El republicanismo fue la principal minoría de oposición en el Parlamento español durante el reinado de Alfonso XIII, que comenzó en 1902. Los republicanos se presentaron a menudo a las elecciones coaligados con el PSOE, tuvieron una fuerza importante en las zonas urbanas y aglutinaron en su seno a un amplio sector de la burguesía progresista y de las clases populares. Como el sistema político de la Restauración se basaba en el fraude electoral y el turno pactado entre los dos grandes partidos monárquicos, liberales y conservadores, la implantación del republicanismo resultó más dificultosa en el ámbito rural, donde la libertad de voto era menor y la influencia caciquil más acusada. Precisamente por ello, en Lucena uno de los objetivos del republicanismo fue la lucha política contra Martín Rosales Martel (duque de Almodóvar del Valle), diputado liberal por el distrito electoral lucentino en el Congreso de los Diputados en sucesivas elecciones desde 1905 a 1923, dos veces ministro y cabeza visible en la localidad del sistema político que los antimonárquicos querían enterrar.

La sección lucentina del Partido Republicano Radical, al que dedicamos el capítulo 5, se constituyó en Lucena en 1910. El partido nació con un programa político anticlerical, obrerista, populista y antimilitarista que se moderaría en los años treinta del siglo pasado. En Lucena los republicanos nunca obtuvieron diputados por el distrito electoral durante el reinado de Alfonso XIII. No obstante, en el Ayuntamiento consiguieron en noviembre de 1914 su primer concejal, el perito mercantil Javier Tubío Aranda, que hasta 1922 revalidó su puesto en tres sucesivas convocatorias. Durante este periodo, en distintos momentos, el farmacéutico Anselmo Jiménez Alba, el propietario José López Jiménez y el abogado Miguel Víbora Blancas lo acompañaron como ediles republicanos.

Tras la dictadura del general Primo de Rivera, que duró desde 1923 hasta 1930, el gobierno del almirante Aznar intentó volver a la normalidad constitucional con la convocatoria de unas elecciones municipales el 12 de abril de 1931. Los resultados dieron la victoria a una alianza republicano-socialista en las capitales de provincia y en los núcleos urbanos, por lo que el rey Alfonso XIII se vio obligado a renunciar al trono. La conjunción de republicanos y socialistas logró una arrolladora victoria en Lucena en estas elecciones con el 64,82% de los votos. Frente a siete concejales monárquicos, salieron elegidos 18 concejales republicanos. Javier Tubío Aranda, a quien dedicamos el capítulo 4 del libro, asumiría la alcaldía de Lucena el 17 de abril, aunque el 6 de julio dimitió. Un socialista, el abogado Vicente Manjón-Cabeza Fuerte, que años después acabaría como alto cargo regional de la Falange, lo sustituyó en el cargo.

Es muy difícil encontrar listados de militantes de los partidos y sindicatos que quedaron proscritos durante el franquismo, pues sus archivos fueron incautados por las autoridades militares, se ocultaron o se destruyeron. Por ello, es una suerte que podamos contar con una relación de socios del Centro Republicano Radical de Lucena, posiblemente del año 1934. Se conservaba entre los papeles personales del presidente del partido entre octubre de 1933 y enero de 1935, el abogado Rafael Ramírez Pazo, de los que poseo una copia cedida de manera generosa por su hija Araceli a principios de 2016. En la lista de afiliados aparecen 116 varones, identificados por el nombre, la edad, la profesión y el domicilio.

En la etapa de la II República, entre los años 1931 y 1936, las organizaciones de izquierda y las distintas ramas del republicanismo congregaron el apoyo de buena parte de la población lucentina, según se puede observar en sus nutridas listas de militantes. Aun así, como en todo sistema democrático en el que los gobiernos dependen de la voluntad libre de los ciudadanos expresada en las urnas, los resultados electorales fueron variando en este periodo. Si las elecciones del 12 de abril de 1931 otorgaron una amplia victoria a las candidatura republicano-socialista, y las elecciones legislativas del 30 de junio ofrecieron el triunfo al PSOE con el 52,10% de los sufragios, los resultados dieron un vuelco en las dos elecciones legislativas de los años posteriores. En diciembre de 1933 la derechista Coalición Antimarxista logró el respaldo del 58,61% del electorado lucentino y el 16 de febrero de 1936 se produjo un nuevo cambio al sumar el 53,66% de apoyos el Frente Popular, una amplia coalición de fuerzas republicanas y de izquierda en la que convivían principalmente Izquierda Republicana, Unión Republicana, el PSOE y el partido comunista, unas organizaciones de las que se pueden consultar sus listados de cientos de militantes en el capítulo 6.

El contexto internacional en el que se desarrolló la II República Española no era propicio para las libertades y el pluralismo. De los 28 regímenes democráticos que existían en Europa en 1920 solo pervivían 12 en 1938. Los otros 16 habían sido sustituidos, a través de golpes de Estado, por dictaduras y sistemas autoritarios de corte derechista o fascista que invocaron el peligro de una posible o supuesta revolución socialista o comunista, que nunca se produjo, para justificar su ascenso al poder. Algo similar ocurrió en España. Aunque en el gobierno del Frente Popular no había en 1936 ni un solo ministro socialista o comunista, y este último partido solo tenía 17 de los 473 diputados en las Cortes, un golpe de Estado terminó con el primer intento serio de democratización, con todos los defectos que tuviera, que vivió nuestro país en el siglo XX.

Las personas de hace ochenta años en general no vivían ni entendían la democracia en los mismos precisos términos que nosotros en la actualidad. Por tanto, la República española resultó todo lo democrática que podía llegar a ser en los años treinta, y más si la comparamos con una Europa en la que se vivían las dictaduras de Stalin en la Unión Soviética, de Hitler en Alemania, o de Mussolini en Italia. La República española no fue peor ni distinta que la mayoría de las democracias europeas de aquella época con problemas similares, lo que la diferencia de ellas es que aquí hubo un golpe de estado que perseguía suprimir las reformas económicas, sociales y culturales que la República había iniciado en 1931. Y ese golpe no se produjo porque la República no fuera lo suficientemente democrática según los parámetros de la época, sino porque un grupo de militares sublevados apoyados por monárquicos, carlistas y falangistas, y con la colaboración de la Alemania nazi y la Italia fascista, quería imponer una dictadura.

La II República española tuvo que enfrentarse desde su proclamación, el 14 de abril de 1931, a una variada gama de fuerzas políticas y sindicales que eran antisistema y antidemocráticas, y a una permanente amenaza de golpe militar apoyado por los partidos de extrema derecha. Durante la República las tramas antirrepublicanas dentro del Ejército estuvieron protagonizadas fundamentalmente por la Unión Militar Española, una organización clandestina integrada por mandos militares ultraconservadores que compartían bastantes objetivos con los fascismos italiano y alemán como eran la destrucción del sistema democrático, el aplastamiento del movimiento obrero y la instauración de un Estado totalitario. En 1934 y 1935 hubo varios planes de rebelión, que no llegaron a materializarse, liderados por los generales Yagüe o Fanjul. La victoria del Frente Popular el 16 de febrero de 1936 aceleró la conspiración, de manera que pocos meses después, el 1 de julio, los monárquicos españoles contrataron con la Italia fascista de Mussolini la compra de una enorme cantidad de material bélico de primer nivel, valorado en 339 millones de euros actuales, para respaldar una sublevación militar que finalmente comenzaría el día 17 en los territorios españoles del norte de África.

Como consecuencia del golpe de estado del 18 de julio de 1936, dos Españas, la España republicana y la España franquista, se enfrentaron en una cruenta guerra civil. Durante los tres años de enfrentamiento murieron en los frentes de batalla unos 300.000 soldados y en los bombardeos fallecieron unas 12.000 personas. Aparte, en aquellos tres años de guerra, decenas de miles de personas inocentes, que no habían cometido ningún delito, murieron a consecuencia de la represión en la España republicana y en la franquista, en su mayoría por fusilamientos.

La represión franquista y la republicana durante la guerra civil no fueron iguales. En la zona franquista la violencia se programó con antelación y fue alentada desde los mismos centros del poder y por los mandos militares como una política de Estado. Por el contrario, en la zona republicana la represión no surgió de manera planificada, sino que fue consecuencia en gran medida del hundimiento del Estado y fue protagonizada por grupos de exaltados en medio del clima de descontrol del orden público que se vivió en los primeros meses de la contienda. Además, en la zona republicana muchas autoridades se esforzaron por impedir los asesinatos, una circunstancia que no se solía dar en la España franquista. Esto explica en parte que el número de víctimas mortales de la represión fuera muy distinto en las dos zonas. En este momento hay contabilizadas en España 140.159 víctimas republicanas frente a 49.367 franquistas, de acuerdo con un estudio global del historiador Francisco Espinosa Maestre. En Andalucía las diferencias aumentan, y se contabilizan 51.090 víctimas republicanas frente a 8.356 franquistas. Por último, en la provincia de Córdoba, hubo 11.582 muertos republicanos en guerra y posguerra frente a 2.346 franquistas, según las investigaciones del historiador Francisco Moreno Gómez.

La rebelión militar comenzó en Córdoba capital a las dos y media de la tarde del 18 de julio de 1936, cuando el coronel Ciriaco Cascajo, al igual que el resto de comandantes militares de la II División —que comprendía las ocho provincias andaluzas— recibió en el cuartel de Artillería, la mayor unidad militar de la ciudad, una llamada telefónica del general Queipo de Llano que le informaba del éxito de la sublevación en Sevilla y le ordenaba la declaración del estado de guerra en la ciudad. Durante la tarde y la noche los militares insurrectos tomaron los edificios públicos y los servicios de correos, telégrafos y telefónica, desde donde ordenaron a los cuarteles de todos los pueblos que proclamaran el bando de guerra, apresaran a las autoridades republicanas y ocuparan las Casas del Pueblo y los edificios municipales. Hemos de recordar, pues parece que este hecho se olvida con frecuencia, que todos estos actos de fuerza protagonizados por los militares golpistas eran ilegales, ya que el artículo 42 de la Constitución de 1931 y el capítulo IV de la ley de Orden Público de 28 de julio de 1933 otorgaban con carácter exclusivo a la autoridad civil la declaración de los estados de excepción y prohibían cualquier suspensión de las garantías constitucionales no decretada por el gobierno de España.

Las llamadas de los militares rebeldes en Córdoba encontraron un amplio eco ya que se sublevaron los cuarteles de la Guardia Civil de 47 de los 75 pueblos de la provincia. En Lucena, el golpe militar contra la República se materializó a las 5 de la mañana del 19 de julio de 1936, cuando el teniente coronel de Infantería Juan Tormo Revelo, que se encontraba al mando de la Caja de Recluta y ejercía de comandante militar, emitió el bando de guerra. La represión comenzó esa madrugada con las detenciones practicadas por la Guardia Civil, dirigida por el teniente Luis Castro Samaniego, en el ayuntamiento y en la Casa del Pueblo, y las realizadas con posterioridad en varios domicilios de la población. En los días 18 y 19 de julio fueron encarceladas unas doscientas personas, en una ciudad que entonces rondaba los 30.000 habitantes, y el número de arrestados aumentó en las jornadas siguientes, por lo que hubo que habilitar hasta seis cárceles, incluidos dos conventos, el de San Agustín y el de San Francisco, y la antigua plaza de toros. Desde estos centros de reclusión, muchos de los detenidos fueron trasladados al cementerio y a otros lugares del término municipal o a Córdoba capital para ser fusilados y enterrados en fosas comunes.

Para entender esta masacre, no debemos olvidar que el director de la conspiración militar en España, el general Emilio Mola Vidal, ya había advertido a los militares conjurados el 25 de mayo, dos meses antes del golpe de Estado, que la acción habría de ser “en extremo violenta” y de que “serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas”. En consecuencia, la violencia sería una táctica ejercida por los sublevados desde el primer día de la guerra. Ya en la noche del 17 de julio, cuando la insurrección no había llegado todavía a la Península y los republicanos no habían movido ni un solo dedo para oponerse a ella, los militares golpistas asesinaron a 225 personas en las posesiones españolas en Marruecos, anticipando el método que iban a aplicar durante los tres años siguientes en todos los lugares que iban conquistando.

Foto: Lucena Hoy.

Con estos datos previos, el término preciso para referirnos a lo que sucedió en Lucena entre 1936 y 1939 no es el de guerra civil, sino el de represión, pues en la localidad no hubo resistencia armada al golpe de Estado, combates u operaciones militares. Cuantificar la represión franquista en Lucena es tan dificultoso como en el resto de España, ya que un buen número de víctimas mortales no ha dejado ningún rastro en la documentación oficial de los libros de defunciones del Registro Civil o de los libros de enterramientos de los cementerios. Ello se debe a que desde el primer momento hubo un enorme interés en esconder la represión, algo que siempre han procurado las dictaduras, de izquierdas o de derechas, a lo largo de la historia. Además, el miedo, el desconocimiento, las dificultades burocráticas y la emigración a otros lugares impidieron o dificultaron que los familiares de los asesinados pudieran inscribirlos en el Registro Civil, que es la fuente imprescindible para el estudio de los fallecimientos en una localidad.

Todas las inscripciones de fusilados en el Registro Civil de Lucena se realizaron fuera del plazo legal, muchos años después de que se produjeran las muertes. Durante los tres años de guerra solo se anotaron cuatro víctimas en el Registro y hubo bastantes inscripciones a partir de 1980 (un 15,87% del total de inscritos) acogiéndose a la Ley de 18 de septiembre de 1979, emitida por el gobierno de Adolfo Suárez, sobre reconocimiento de pensiones a viudas, hijos y demás familiares de fallecidos a consecuencia de la Guerra Civil. Todas estas carencias explican que en el Registro estén inscritas solo 69 víctimas mortales de la represión franquista en el municipio de Lucena mientras que otras 63 (casi el 48% del total) nunca se llegaron a anotar de manera oficial. La identidad de estas últimas se ha obtenido en buena medida a través de testimonios orales aportados por familiares, algunos de los cuales están hoy aquí presentes en este acto, y con probabilidad sus nombres se hubieran perdido si no se hubiera sido por ellos. Este proceso de recogida y difusión de los recuerdos entra en el campo de la memoria histórica, y a pesar de las insuficiencias que pueda presentar, es una manera aceptable de acercarnos a un asunto en el que otras fuentes documentales manifiestan evidentes lagunas.

La lista de víctimas mortales de la represión franquista en Lucena, que aparece detallada en el capítulo 9, comencé a elaborarla en 1997 y desde entonces su número y la información que poseemos sobre los fallecidos han aumentado considerablemente, como se puede comprobar en el capítulo 11 dedicado a las nuevas historias que han aparecido en los últimos años. Por tanto, si en 1997 hubiéramos decidido no investigar sobre este asunto y seguir el consejo de los defensores del olvido y de “no remover el pasado”, hoy todavía seguiríamos creyendo que las víctimas de la represión en Lucena fueron la mitad de las reales, con lo que habríamos hecho un flaco favor a la verdad histórica y al derecho que tiene una sociedad a conocer su pasado.

Foto Lucena Hoy

Según los datos que poseemos en la actualidad, y que podrían variar en cualquier momento en función de nuevos hallazgos, la represión causó en Lucena durante la guerra 100 muertos, a los que hay que sumar 21 en la aldea de Jauja y 11 en Las Navas del Selpillar, lo que nos da una cifra total de 132 víctimas para el municipio. Hay otras dos víctimas dudosas. Además, seis forasteros cayeron fusilados en el término municipal. Por último, en la posguerra murieron en las cárceles al menos otros siete lucentinos por hambre, enfermedades y privaciones. Aunque es muy complicado identificar a todas estas víctimas y saber dónde las enterraron, en diciembre de 2017, tras una labor de búsqueda realizada en el cementerio de Lucena por un equipo arqueológico patrocinado por la Junta de Andalucía y en el que colaboraron de manera altruista cuatro jóvenes lucentinos, se localizaron los cuerpos de cinco varones con signos de torturas y muertos por arma de fuego. Desconocemos en este momento, tres años y medio después de todo aquello, si el proceso de identificación genética de los restos hallados ha culminado con éxito, pues a varias familias les tomaron pruebas de ADN con la intención de confrontarlo con el de los huesos encontrados.

El capítulo 10 del libro está dedicado a una presunta lista negra de la guerra civil encontrada en Lucena en la que se anotan 49 personas identificadas por nombres, apodos u otras referencias. Una lista negra es una relación de personas que por algún motivo están excluidas o discriminadas. Desde que apareció el movimiento obrero en el siglo XIX, determinados patronos se pasaban entre ellos o a través de sus asociaciones listas negras de trabajadores a los que, debido a su ideología política o su militancia sindical, se recomendaba no contratar con la intención de doblegarlos por el hambre. En la Guerra Civil española se relacionaba casi siempre una lista negra, tanto en zona republicana como en zona franquista, con personas que debían ser investigadas, encarceladas o fusiladas. Es muy difícil descubrir una lista negra original, porque era un documento privado o administrativo que pasaba de mano en mano con una finalidad poco ética e ilegal, y que por tanto se quería mantener oculto ante los ojos de los ciudadanos, así que este hallazgo es muy valioso y llamativo.

Cualquier estudio que intente reconstruir lo que sucedió en Lucena en los años de la República, la Guerra Civil y la primera posguerra se encontrará con una dificultad insalvable: todos los documentos relativos a este periodo que deberían conservarse en el Archivo Histórico Municipal se quemaron de manera intencionada en los años setenta del siglo XX. Parece claro que el objetivo era borrar un pasado que podría resultar incómodo para determinadas personas que habían tenido un papel activo en la represión o en la vida política, por lo que solo se salvaron los libros de actas de los plenos y pocos documentos más. Desconocemos si esa destrucción tuvo que ver con la orden que dio Rodolfo Martín Villa, ministro de Interior de la UCD en 1977, de acabar con miles de documentos relacionados con el franquismo y relativos a Falange, la Guardia Civil, las prisiones, etc.

Al faltar los fondos municipales, bastantes de las historias que narramos en el libro se han podido reconstruir, como podemos observar en varios capítulos, gracias a los importantes descubrimientos realizados en los últimos años en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca y sobre todo en el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla, abierto a los investigadores en 1997, donde se conservan los sumarios de los consejos de guerra a los que fueron sometidos miles de republicanos andaluces durante la Guerra Civil y la posguerra. En este último archivo, por ejemplo, hemos encontrado unas interesantes diligencias informativas que pueden dar una idea aproximada del alcance estremecedor que tuvo la represión aplicada por la justicia militar. Las diligencias se refieren al teniente coronel Juan Tormo Revelo, que era comandante militar de Lucena en julio de 1936, y en agosto ya ejercía como miembro de los tribunales que intervinieron en los consejos de guerra celebrados en Sevilla y luego en Málaga. En esa documentación manifiesta que, entre agosto de 1936 y junio de 1937, él mismo ya llevaba “sentenciados a la pena capital y ejecutados 1.012 canallas rojos”, lo que nos da una media de tres condenas a muerte al día si incluimos sábados y domingos.

La actuación de los tribunales militares contra vecinos de Lucena y Jauja huidos tras la sublevación del 18 de julio y retornados al finalizar la contienda guerra ocupan dos capítulos del libro, el 13 y el 15. Estos tribunales estaban politizados e integrados por un presidente y unos vocales sin formación en Derecho, pues solo era obligatorio que la tuviera el fiscal. Para los procesos se estableció un juzgado especial permanente en el número 19 de la calle El Agua. Los miembros del tribunal, todos oficiales del Ejército, llegaban a Lucena para la ocasión, emitían las sentencias en pocas horas, sin tiempo real para analizar detenidamente las causas, y se marchaban nada más terminar su cometido. En los consejos de guerra la indefensión del encausado, sometido a prisión y a torturas desde un primer momento, era absoluta y todo el proceso judicial se realizaba sin las debidas garantías. Eso explica que muchos de los condenados debieron soportar condenas de años de cárcel solo por su militancia en partidos políticos y sindicatos, o por haber luchado en las filas del Ejército republicano.

En dos capítulos del libro, el 14 y el 15, se trata la represión sufrida en la aldea lucentina de Jauja durante la guerra y la posguerra. Cuando se produjo el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 la Guardia Civil del pueblo, comandada por Antonio Velázquez Mateo, se concentró en Lucena, así que allí no triunfó la sublevación militar en un primer momento. A los dos días, se creó en la aldea una Comisión, formada en su mayoría por militantes de la UGT y el PSOE, que se mantuvo fiel a la República y evitó los asesinatos, las detenciones y la violencia. El día 11 de agosto una columna del comandante Castejón tomó la localidad sevillana de Badolatosa, situada a solo un kilómetro de Jauja, y el estruendo de los disparos fue aterrador. El miedo se apoderó de la población y casi todo el mundo huyó al campo. El 13 de agosto tropas llegadas desde Lucena ocuparon la aldea, que estaba ya casi despoblada. A pesar de no haber existido una violencia previa por parte de los republicanos, se inició una terrible ola de fusilamientos que se llevó por delante la vida de al menos 21 vecinos del poco más de mil que vivían en la localidad. Muchos de los que escaparon para evitar la represión ya no volverían a sus hogares hasta finalizar la contienda, lo que no los libraría de ser sometidos a consejos de guerra sumarísimos en la posguerra.

Cuando hablamos de la represión relacionada con la Guerra Civil siempre pensamos en la violencia física, sobre todo en los fusilamientos. Pero hubo otras represiones en los ámbitos económico, cultural, ideológico o educativo, entre otros, de las que damos cuenta en distintos capítulos, como el 7 y el 17. Así el Carnaval, una fiesta de profunda raigambre popular y cuya celebración está documentada de forma escrita desde el siglo XIX en nuestra localidad, se prohibió debido a su carácter transgresor y crítico, a que se alejaba de los cánones religiosos y porque solo se toleraban las tradiciones relacionadas con las celebraciones católicas. También el discurso del odio y de la deshumanización de los que se creía diferentes estuvo muy presente en los años de la guerra y la posguerra. Recogiendo el viejo ideario antisemita de la Edad Media, incluso en la prensa lucentina que se autodefinía como católica, a menudo encontramos noticias y artículos en los que se difundía un mensaje de hostilidad hacia los judíos que, salvando las distancias, nos recuerdan el furibundo mensaje racista que lanzaba la Alemania nazi en aquel momento.

La represión en la enseñanza, que abordamos en el capítulo 16, la relacionamos con la corta trayectoria del Instituto Barahona de Soto, creado en 1933 y que solo sobrevivió seis años. En 1931 el único instituto de enseñanza media que existía en el sur de Córdoba era el Aguilar y Eslava de Cabra. Los lucentinos que querían estudiar el bachillerato en su provincia solo tenían la opción de matricularse en este centro, o en el Provincial de Córdoba capital. En su afán por universalizar el derecho a la educación y de acercar la cultura a los ciudadanos, la II República creó miles de aulas e inauguró nuevos institutos de enseñanza media en las ciudades con gran número de escolares. Lucena fue una de las ciudades beneficiadas pero todo se trucó a partir de la sublevación militar de julio de 1936. En principio, un tercio de los profesores del instituto, debido a sus ideas políticas, fue sancionado y suspendido de empleo y sueldo por las comisiones depuradoras creadas durante el mandato del poeta José María Pemán como secretario de Cultura y Enseñanza de la Junta Técnica del Estado, una especie de primer gobierno franquista. Por otro lado, la apertura del instituto de Lucena rompía el monopolio educativo que tenía el instituto de Cabra en el sur de Córdoba y suponía una enorme competencia a la hora de atraer al alumnado. En consecuencia, el alcalde de Cabra, que a la vez era director del instituto de su pueblo, presidente de la Comisión Depuradora del Magisterio Nacional en la provincia y además estaba muy bien relacionado con las altas esferas educativas, apoyó su cierre. Por último, el golpe definitivo vino con la Ley de Bases para la Reforma de la Enseñanza Media de 20 de septiembre de 1938, que entre otras medidas depuró el sistema educativo republicano y cerró sus institutos, ya que consideraba que estos centros habían tenido como principal objetivo sustituir “la enseñanza dada por las órdenes religiosas”. Esta nueva ley apostó por un modelo de enseñanza que significó el retraimiento de la escuela pública en beneficio de la escuela privada, mayoritariamente en manos de la Iglesia, lo que explica que en 1959 hubiera en España solo 119 institutos, 32 menos que en 1936.

Tras hacer un recorrido por los capítulos que componen mi libro, me van a permitir ahora, para finalizar, una breve reflexión. La historia no solo consiste en narrar gestas y periodos gloriosos que nos llenan de orgullo y satisfacción, sino que es mucho más amplia e incluye episodios que a veces nos pueden resultar incómodos o poco agradables. Sin embargo, la obligación del historiador es recuperar el pasado en su integridad, ya que es su oficio y su obligación, sin atender a silencios, miedos, censuras ni a opiniones interesadas. Los historiadores no somos culpables ni de lo que ocurrió ni de lo que hicieron nuestros antepasados, y nos limitamos a constatar lo sucedido a través de un análisis riguroso de los documentos y de las fuentes históricas. Nuestra principal labor social consiste en tratar de difundir la verdad demostrable de los hechos y que su conocimiento sirva, como una lección didáctica y también ética, para cerrar heridas, fomentar la convivencia democrática, aprender de lo positivo y tratar de que no se repita lo negativo. Atendiendo a estos principios, en las páginas del libro que hoy presentamos el lector encontrará unas investigaciones, iniciadas hace ya un cuarto de siglo, que le pueden ayudar a conocer mejor la historia de Lucena y de los lucentinos.

La actuación de los tribunales militares en Jauja en la posguerra

En una anterior entrada del blog abordamos la represión sufrida en la aldea lucentina de Jauja durante la Guerra Civil. En ella contábamos que cuando se produjo el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 la Guardia Civil del pueblo se concentró en Lucena. A los dos días, se creó una Comisión (a la que las autoridades franquistas denominaron Comité Revolucionario o Marxista), formada en su mayoría por miembros de la UGT y el PSOE, que se mantuvo fiel a la República y evitó los asesinatos, las detenciones y la violencia. Solo se produjo la recogida de trigo y aceite de tres cortijos para poder abastecer a las panaderías del pueblo y la incautación de las armas de algunos vecinos. El día 11 de agosto una columna del comandante Castejón tomó la localidad sevillana de Badolatosa, situada a solo un kilómetro de Jauja, y el estruendo de los disparos fue aterrador. El miedo se apoderó de la población y casi todo el mundo huyó al campo. El 13 de agosto tropas llegadas desde Lucena ocuparon la aldea, que estaba ya casi despoblada. A pesar de no haber existido una violencia previa por parte de los republicanos, se inició una ola de fusilamientos que se llevó por delante la vida de al menos 21 vecinos del alrededor de mil que vivían en la localidad. Muchos de los que escaparon para evitar la represión ya no volverían a sus hogares hasta finalizar la contienda el primero de abril de 1939.

Los huidos de Jauja tuvieron una trayectoria muy similar durante su estancia en la zona republicana. Los que se dirigieron al sur, a la provincia de Málaga, sufrieron en sus carnes a partir del 7 de febrero de 1937 la terrible desbandada de entre cien mil y ciento cincuenta mil personas desde esta ciudad hacia Almería. Se produjo por la carretera de la costa ante la ocupación de la ciudad por las tropas italianas aliadas de los franquistas. La odisea duró varios días y los bombardeos por mar y aire contra la columna de refugiados ocasionó entre tres mil y cinco mil muertos. Los que huyeron al norte, hacia Espejo, no lo tuvieron mejor. Tras la conquista del pueblo en septiembre de 1936, llegaron a Bujalance, que cayó en diciembre, y de ahí se encaminaron a la provincia de Jaén. Muchos se establecieron en Martos, donde vivieron en una gran casa situada en el número 23 de la calle Dolores Torres, habilitada para acoger a los refugiados. Durante los tres años de guerra los varones jaujeños huidos que estaban en edad militar fueron movilizados por el Ejército republicano y otros se alistaron voluntarios en sus filas.

Sello de la Falange de Jauja en 1939.

En el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla se conservan los sumarios de los consejos de guerra que afectaron a algunos jaujeños en la posguerra, lo que nos ha permitido reconstruir qué ocurrió en la aldea en julio y agosto de 1936 y cómo se aplicó allí la justicia militar, tras la victoria de Franco, a los que habían escapado. Al acabar el conflicto bélico, los refugiados y los soldados y oficiales que habían servido en el Ejército republicano debían volver a sus localidades de origen y presentarse en las comandancias militares, en los ayuntamientos o en los cuarteles de la Guardia Civil. Aquí, cumpliendo las instrucciones del Cuartel General del Ejército del Sur, a cada retornado se le elaboraba una ficha clasificatoria en la que constaba de manera pormenorizada su identidad y su actuación política y social desde el 6 de octubre de 1934: localidades donde había residido, servicios prestados en el Ejército republicano y con qué graduación y en qué unidades, su militancia política y los cargos directivos que había ocupado en partidos y sindicatos, a quién había votado en las elecciones del 16 de febrero de 1936 y si había sido apoderado o interventor de algún partido, participación en delitos o hechos criminales o si conocían a alguien que los hubiera cometido, bienes que poseía, los nombres de las personas que podían responder de su actuación antes y después de la guerra, los documentos que presentaba si volvía de un campo de concentración y alguna otra información relevante.

Aparte de la ficha clasificatoria, la Guardia Civil elaboraba un atestado con el interrogatorio al que sometía al vecino retornado y además redactaba un informe sobre él. Ambos los firmaba el guardia segundo Andrés Luna Gómez, que ejercía también de comandante de puesto del cuartel. Esta documentación, junto a los informes preceptivos aportados por la alcaldía y el jefe local de la Falange (J. Santaella), más alguna otra diligencia, se enviaban a la Auditoría de Guerra de Córdoba, que era la que decidía el comienzo de un procedimiento sumarísimo de urgencia. En caso de que se iniciara, la Auditoría remitía la documentación al abogado Manuel González Aguilar, residente en Lucena y oficial honorario del Cuerpo Jurídico Militar, que actuaba de juez instructor, ayudado por el secretario y falangista Antonio Roldán Maíllo. Tras el proceso de instrucción, el juez debía considerar si los hechos eran constitutivos de algún delito según el código de Justicia Militar y el bando que declaró el estado de guerra en julio de 1936. En caso de que así fuera, se nombraba el tribunal militar correspondiente y se fechaba la vista del consejo de guerra.

Casi todos los jaujeños sometidos a consejo de guerra acabaron juzgados el 12 de abril de 1940 en Lucena por el mismo tribunal. Estaba compuesto por el presidente, el coronel Ricardo Rivas Vilaró; los vocales capitanes Clemente Heras de Francisco, Pedro Fernández Ayllón y Antonio Pérez Gay; el fiscal Luis Mendieta Muñoz; el defensor Antonio Cruz; el relator Rodrigo Rodríguez Márquez y el ponente y aristócrata José Ramón de la Lastra y Hoces. Era el típico tribunal militar politizado que actuó en la posguerra, integrado por un presidente y unos vocales sin formación en Derecho. Sus miembros llegaron a Lucena para la ocasión, emitieron las sentencias en pocas horas, sin tiempo real para analizar detenidamente las causas, y se marcharon nada más terminar su cometido. Todo el proceso judicial se realizaba sin las debidas garantías para los acusados, que permanecían en prisión durante meses, sin la asistencia de un abogado defensor, hasta que se celebraba la vista. A pesar de ello, la actuación de este tribunal resultó en general benevolente y los acusados se salvaron de ser condenados a penas de cárcel, algo que no ocurrió en otros muchos lugares donde se juzgaron hechos similares.

Todos los procesados que aparecen en esta historia habían sido militantes o dirigentes de la UGT y el PSOE. Al volver a Jauja en 1939 sufrieron palizas y malos tratos en el cuartel de la Guardia Civil, algo que varios de ellos reflejaron en sus declaraciones ante el juez instructor y que ya me contaron algunas de las personas a las que entrevisté, en febrero de 1997, para recabar información sobre lo sucedido en el pueblo durante la guerra y la posguerra. Aparte de las declaraciones de los inculpados y de los informes emitidos por la alcaldía, la Guardia Civil y el jefe local de la Falange, en los que por sistema se calificaba a los procesados como “elementos destacados”, “peligrosos”, “provocadores”, etc., también aparecen en los sumarios las declaraciones de algunos testigos y la del sacerdote de la parroquia, Ildefonso Villanueva Escribano, de 40 años y natural de Hinojosa del Duque. Este religioso había formado parte de una comisión creada en Jauja para negociar la entrada de las tropas de Lucena y rogar que se respetaran las vidas de los vecinos, pero no obtuvo una respuesta positiva. La declaración del sacerdote es invariable en todos los sumarios, pues es una copia de la que realizó en el juzgado de Lucena el 16 de agosto de 1939, y manifestaba lo siguiente:

Que durante el dominio marxista de Jauja, permaneció el que declara en dicha Aldea como párroco que es de la Iglesia de la repetida aldea. Que por nadie fue molestado durante dichos días no sufriendo tampoco ningún daño la Iglesia y que únicamente en una ocasión le advirtieron que a fin de evitar cualquier reacción convendría que no tocase a misa aunque dentro de la Iglesia hiciera lo que quisiera.

Que aunque él en aquellos momentos no pudo comprobarlo ha oído decir después a muchas personas que le merecen entero crédito que de Puente Genil y Málaga llegaron milicianos con ánimo de saquear y que preguntaron por el sacerdote negando los dirigentes de Jauja que se encontrase allí y disuadiéndolos del saqueo y oponiéndose al mismo que como dato curioso hace constar que estando un niño pequeño en la fuente llegaron hasta él unos milicianos preguntando por el cura respondiéndole el niño que allí no había cura.

Que desde luego todos los encartados de la aldea de Jauja eran de tendencias izquierdistas y que durante la época republicana los dirigentes de la aldea ordenaron retirar las cruces que en aquella había las cuales echaron al río y que asimismo se oponían a la celebración de matrimonios canónicos, pero que durante el dominio marxista su actuación y actitud fueron las que deja dichas y que desconoce la forma como hayan actuado después de marcharse de Jauja a raíz de la liberación.

La única violencia reseñable durante la guerra en Jauja fue cometida por los franquistas y no por los republicanos. Sin embargo, esta circunstancia no libró a estos de las torturas, la cárcel y los consejos de guerra al acabar la contienda. Prueba de ello es que el 24 de mayo de 1940 el comandante militar de Lucena ordenó el ingreso en la cárcel municipal lucentina, para ponerlos a disposición del juez instructor, de once vecinos: Francisco Sánchez León, el antiguo concejal socialista José Sánchez García “Rallao”, Fernando Gómez Carrasco, Antonio Cabello Carrasco, Juan Antonio Maíllo Romero, Juan Cobacho Cañete, Antonio Fuillerat Carrasco “Galo”, Rafael Torres González, Francisco Cañete Ruiz, Antonio García Carrasco y Francisco Jiménez Muñoz. De la mayoría de ellos, y de alguno que ingresó con posterioridad en la cárcel lucentina, haremos una breve reseña en las páginas siguientes. Aunque son historias individuales, nos dan una idea aproximada de los avatares que sufrieron también otros vecinos del pueblo que huyeron en 1936 y de los que no hemos conseguido obtener información por el momento.

Ficha clasificatoria de Antonio Cabello Carrasco.

El bracero Antonio Cabello Carrasco había sido alcalde pedáneo de Jauja entre 1931 y 1933 y vocal en 1936 de la junta directiva de la UGT. El 24 de mayo de 1939, próximo a cumplir los 50 años, ingresó en la prisión de Lucena. Estaba casado con Águeda Romero Gómez y tenía tres hijos. El atestado de la Guardia Civil lo acusaba de haber pertenecido a la Comisión que ordenó requisas en varios cortijos: 80 fanegas de trigo, por las que entregaron un vale, del caserío Mora, propiedad de los marqueses de las Torres de Orán (Manuel Fernández de Prada); 50 fanegas de trigo del cortijo El Canónigo, propiedad de la familia Matillas; y 60 arrobas de aceite de la casería propiedad del conde de Guadiana. Cuando el 5 de junio de 1939 el juez instructor interrogó a Antonio Cabello en Lucena y le preguntó si se ratificaba en la declaración que tenía prestada ante la Guardia Civil con anterioridad dijo que no, ya que “cuando le leyó el comandante de puesto lo que había escrito le dijo el que habla que eso no era lo que él había declarado y por temor a ser castigado como lo había sido el día anterior, tuvo que firmarlo”. Reconoció que “perteneció a la junta de hombres que se formó en Jauja para conseguir el orden y el respeto y que allí no ocurriera nada”. Indicó que esa junta ordenó recoger algunos productos, pero con intención de pagarlos, algo a lo que no dio tiempo por las circunstancias bélicas. El día 11 de agosto de 1936 huyó de Jauja, “temiendo al tiroteo de las fuerzas que entraban en Badolatosa”, hacia Villanueva de la Encarnación (creemos que es un error de transcripción y el pueblo es Villanueva de la Concepción, una localidad malagueña), donde estuvo 20 o 25 días. Pasó luego por Málaga, Almería, Murcia y Toledo. En esta última provincia trabajó en la vía de ferrocarril de Villacañas a Madrid y le sorprendió el fin de la contienda en Lillo. En el sumario del consejo de guerra se recogió la declaración del testigo Rafael Santaella Rodríguez, un bracero de 33 años, que dijo que lo vio armado en la carretera a la salida del pueblo, pero que “que como no hubo en Jauja detenciones, robos, ni asesinatos [el acusado] no tomó parte en dicha clase de actos”. En el juicio, celebrado el 12 de abril de 1940, fue absuelto (una petición que habían solicitado tanto el fiscal como el defensor) y ese mismo día salió en libertad, tras once meses de presidio.

Portada del sumario de Antonio García Carrasco.

Antonio García Carrasco, de 42 años, militante de la UGT, ingresó el 24 de mayo de 1939 en la cárcel de Lucena. Se le acusó de que el 21 de julio de 1936, en unión de otros vecinos armados con escopetas, le exigieron a Antonio Gómez García la entrega de una pistola. También se le imputó haber ocupado cargos en la directiva del PSOE y pertenecer al “comité marxista”. En su declaración ante el juez instructor, quiso “hacer constar que ha declarado ante la Guardia Civil de Jauja pero que la declaración la firmó porque habiéndole pegado los guardias temía que de negarse a firmar le volvieran a pegar”. Para justificar su actuación ante las acusaciones, Antonio García manifestó que en los dos primeros días tras el 18 de julio de 1936 los obreros comenzaron a recoger armas por su cuenta y que “para poner orden se formó una comisión de la que formó parte el declarante que consiguió que en Jauja no se cometieran asesinatos, ni robos ni ningún desmán”. Prueba de ello es que evitaron que un camión de milicianos que llegó de Málaga apresara al cura diciéndole que no estaba en la aldea, e impidieron que incendiaran la iglesia, asaltaran el cuartel de la Guardia Civil y la casa de Juan Vidal. En cuanto a la acusación de que había exigido a Antonio Gómez García que le entregara una pistola, alegó que solo había intervenido para evitar que nada ocurriera en una discusión que este tenía con otra persona, algo que fue confirmado por el propio afectado cuando declaró como testigo el 16 de agosto de 1939.

Cuando las tropas militares sublevadas tomaron Badolatosa, Antonio García Carrasco se marchó al monte porque al haber sido miembro de la Comisión temía ser detenido. A primeros de septiembre se dirigió a Espejo y después a Montoro. Luego pasó a la ciudad de Jaén y a Martos, donde trabajó en una fábrica de aceite y construyendo trincheras. Allí se apuntó voluntario en las filas del Ejército republicano y sirvió como soldado en campos y cuarteles de aviación de Baeza, Linares y Guadix, donde le sorprendió el fin de la guerra en la aldea de Alcudia.

Aunque el juez instructor en su auto resumen consideró que las actuaciones de Antonio García debieran ser sancionadas, la Auditoría de Guerra de Córdoba estableció el 19 de enero de 1940 que no estaba acreditada la comisión de hechos delictivos, así que acordó el sobreseimiento de la causa. No obstante, señaló que “en vista de los antecedentes izquierdistas y de los servicios prestados por el inculpado durante la rebelión” era pertinente acordar su ingreso en un batallón de trabajadores en Rota durante doce meses. Como el traslado no se producía, el 11 de marzo Antonio García realizó un escrito al juez de Batallones de Trabajadores de Córdoba, Jaén y provincias respectivas en el que especificaba que se hallaba detenido desde el 24 de mayo de 1939, “ausente de su casa y familiares, y en la indigencia estos”, por lo que rogaba se le concediera “un respiro de libertad” para poder atender con “un trabajo laborioso a las necesidades extremadamente perentorias del que suscribe y familiares”, ya que tenía esposa, Guadalupe Cobacho Arjona, y dos hijos a los que mantener. El 16 de marzo, cuatro días después de presentar la solicitud, se le concedió la libertad condicional junto a Manuel Cobacho Osuna, Rafael Torres González y Antonio García Serrano. Antonio García Carrasco tuvo la fortuna de que nunca llegó a entrar en el batallón de trabajadores, un lugar donde los internos eran sometidos a trabajos forzados, ya que estos recintos quedaron disueltos en 1940 y se suspendió el ingreso de los que estaban pendientes de internamiento.

Ficha clasificatoria de Rafael Torres González

El caso del presidente de la Agrupación Socialista de Jauja y miembro de la UGT, Rafael Torres González, campesino de 46 años, a quien le sorprendió el fin de la guerra en Alicante, es muy similar al anterior en la resolución judicial. Se le acusaba de haber amenazado al propietario José Santaella García “El Cota”, de 61 años, quien luego ejercería de primer alcalde franquista de Jauja en 1936, diciéndole que lo mataría si decidía salir del pueblo, una imputación que como veremos sería desmentida por el propio afectado. En su declaración ante el juez, el 12 de octubre de 1939, José Santaella manifestó que durante la “dominación marxista estuvo en su domicilio particular en concepto de detenido no porque hubiera recibido una orden expresa para ello sino porque de rumor público sabía que los dirigentes no querían que saliese de su casa y que de hacerlo igual hubiera corrido peligro (…) pero cree que en su actuación no influyó ni por consiguiente fue responsable Rafael Torres González”. El 4 de enero de 1940 se sobreseyeron las actuaciones judiciales pero la Auditoría de Guerra de Córdoba acordó su ingreso en un batallón de trabajadores durante seis meses “habida cuenta de los antecedentes izquierdistas y de los servicios prestados por el individuo durante la rebelión”. Como ocurrió en el caso antes señalado de Antonio García Carrasco, el 11 de marzo Rafael Torres envió un escrito al juez de Batallones de Trabajadores, rogando que se le concediera la libertad condicional con la finalidad de poder mantener a su mujer, María Osuna Maireles, y sus cuatro hijos, una petición que se aprobó cuatro días después. El 16 de abril la Jefatura de Batallones de Trabajadores propuso su libertad definitiva, ya que la edad tope para el ingreso era de 45 años y él tenía 47.

Ficha clasificatoria de Juan Antonio Maíllo Romero.

El agricultor Juan Antonio Maíllo Romero, de 39 años, era secretario de la UGT de Jauja desde abril de 1936. Al ocupar las tropas militares Badolatosa se salió del pueblo, “como hicieron todos”, y se escondió en la Solana, desde donde a través de Juan Gómez Torres le mandó un recado a su tío, Manuel Maíllo Osuna, preguntándole si regresaba. Este le recomendó que no lo hiciera, pues su vida podría correr peligro. Se fue a Bujalance y después a Martos. Ingresó como voluntario en el Ejército republicano el 16 de mayo de 1937 y sirvió durante toda la guerra en la Jefatura de Sanidad Militar de Carabineros de Madrid. Desde el 31 de agosto de 1938 estuvo destinado en Colmenar de Oreja, hasta que al acabar la contienda quedó internado en el campo de concentración de Tielmes de Tajuña. Ingresó en la cárcel de Lucena el 3 de junio de 1939. En la fase de instrucción de su causa judicial intervinieron como testigos los braceros Alfonso Gómez Torres, que lo calificó de “buena persona”, y José Conde Ramírez, que aunque no lo conocía señaló que no podía ser responsable de ningún delito ya que en Jauja no se cometieron “detenciones ni asesinatos”. La vista del juicio se celebró el 12 de abril de 1940 en Lucena y el tribunal decidió su absolución, que era lo solicitado por el fiscal y el defensor, así que fue puesto inmediatamente en libertad.

Ficha clasificatoria de Juan Cobacho Cañete.

Al igual que Juan Antonio Maíllo Romero, el agricultor Juan Cobacho Cañete, de 35 años, había sido secretario y contador de la UGT en Jauja y también fue procesado en posguerra. Se le acusó de haber hecho guardias a las órdenes del Comité y de “recoger armas a las personas de orden” en julio de 1936. En el interrogatorio a que lo sometió el juez instructor el 6 de junio de 1939 declaró que durante el dominio republicano de la aldea, aunque llevaba una “pistolilla”, “no hizo guardias sino que con otros elementos hacían el paripé de que Jauja estaba tomada por los obreros a fin de que los coches que pasaban de Málaga y Antequera no entrasen ni cometieran atropellos”. Tras la toma de Badolatosa, “se salió de Jauja hasta ver qué pasaba” y se escondió en unos montes. Añadió que tomó esa determinación porque había ido una comisión de Jauja a Lucena a comunicar a las autoridades que estaban “dispuestos a aceptar el régimen” a cambio de que se respetaran las vidas de los vecinos y “no les dieron muchas seguridades”. Además, indicó que “los huidos de Puente Genil y Herrera [localidades tomadas por los militares sublevados el 1 de agosto y el 31 de julio de 1936] contaban que los moros venían haciendo muchas cosas”, así que decidió marcharse a la localidad de Villanueva de Algaidas, luego a Málaga, Almería y Baeza, donde se alistó como voluntario en el batallón Pablo Iglesias, que luego se encuadraría en la 25 Brigada Mixta. Él sirvió como cabo de milicias en los batallones 97 y 100, y permaneció en el frente cordobés de Pozoblanco durante toda la guerra. Al finalizar, se presentó a las tropas vencedoras en Villanueva de Córdoba y lo internaron en el campo de concentración de Castuera (Badajoz), uno de los más duros de la España franquista. Salió de allí en libertad condicional el 12 de mayo de 1939 con la obligación de presentarse en la comandancia militar o en la alcaldía de Jauja, a donde llegó el día 17. El 3 de junio ingresó en la cárcel de Lucena. En el proceso judicial, se recogen las declaraciones de dos testigos, Alfonso Gómez Torres y José Conde Ramírez que certifican su “buena conducta” mientras vivió en la aldea. El 18 de noviembre de 1939 el Consejo de Guerra Permanente de Urgencia de Córdoba acordó el sobreseimiento de la causa, lo que fue aprobado por el auditor. Esto permitió a Juan Cobacho salir en libertad el 25 de enero de 1940.

Ficha clasificatoria de Fernando Gómez Carrasco.

El agricultor Fernando Gómez Carrasco, se apodaba “Berdolaga” según la documentación que hemos consultado. Tenía 34 años en 1939 y había sido tesorero de la UGT entre febrero y mayo de 1936. Cuando fue procesado en posguerra, declaró ante el juez que hizo guardias con una escopeta y que el 11 de agosto de 1936, al producirse la toma de Badolatosa, se salió de Jauja “como hizo todo el pueblo y que después no se atrevió a regresar por si le hacían algo”. Se refugió en El Chorro (una aldea perteneciente a Álora, en la provincia de Málaga) y luego en Martos. Trabajó en la estación hasta que en mayo de 1937 movilizaron a su quinta y sirvió como soldado en el 302 batallón de la 76 Brigada en el frente de Alcaudete, donde le sorprendió el fin de la guerra. Ingresó en la prisión de Lucena el 3 de junio de 1939. El propietario Francisco Fuillerat Carrasco, de 46 años, certificó como testigo su “buena conducta” en el sumario judicial. El 4 de enero de 1940, la Auditoría de Guerra de Córdoba dictaminó que “no estando acreditada la comisión de hechos delictivos [por el acusado] se sobreseen las actuaciones y por sus antecedentes izquierdistas y servicios prestados es pertinente acordar su ingreso en un batallón de trabajadores durante 12 meses”. El 29 de marzo se decretó su puesta en libertad y el 17 de abril salió de la cárcel. Al igual que en otros casos citados con anterioridad, Fernando Gómez no llegó a ingresar en el batallón de trabajadores debido a la disolución de estas unidades de internamiento, ya que fueron sustituidas por los batallones disciplinarios de soldados trabajadores, donde se destinaba a los jóvenes que habían realizado el servicio militar durante la guerra en el Ejército republicano.

Ficha clasificatoria de Francisco Sánchez León.

El vocal de la junta directiva de la Agrupación Socialista de Jauja y militante de la UGT, Francisco Sánchez León, apodado “Veintiuno”, entró el 24 de mayo de 1936 en la cárcel de Lucena. Se le acusaba de haber ordenado la requisa de trigo y aceite de los tres cortijos que ya hemos citado con anterioridad. Cuando el juez instructor lo interrogó el 6 de junio de 1939 no se ratificó en las declaraciones que había prestado ante la Guardia Civil. Manifestó que él no se consideraba “responsable de los hechos que en la citada declaración constan, pero que la firmó porque había que firmar lo que el comandante de puesto quería”. Respecto a su actuación en las jornadas en que Jauja permaneció fiel a la República, especificó que “pasados dos o tres días de estallar el Movimiento, estando el pueblo de Jauja alborotado, se formó una comisión de hombres viejos para que velaran por el orden y no se cometieran atropellos y que la comisión acordó ir al cortijo mencionado [Caserío Mora] para comprar 80 fanegas de trigo siendo el declarante autorizado para ir con el camión”. Antes de llegar, con la finalidad de que no se asustaran, habló con el administrador del marqués. Le expuso “que iba a comprar ochenta fanegas de trigo y que se las pagaría cuando las fuerzas de Lucena se hicieran cargo de Jauja”, pues se iban a destinar para el pueblo. Añadió que ese trigo se había entregado a las panaderías sin que él ni nadie se aprovechara de él, y que sabía que fueron a por aceite y trigo a otros cortijos “con la intención de ser pagado”.

Francisco Sánchez permaneció en Jauja hasta el día 11 de agosto de 1936, junto a su mujer Dolores Romero Moreno y sus seis hijos. Según su declaración, “por la mañana una comisión formada por el padre cura [el párroco Ildefonso Villanueva Escribano] y Fernando Gómez vinieron a Lucena con un documento para decir que fueran allí las fuerzas a hacerse cargo de aquello”. Sin embargo, “por la tarde se presentaron otras fuerzas por el lado de Badolatosa, por lo que todo el mundo se salió, tanto los obreros como los patronos”. Él permaneció “once días en el campo dispuesto a entrar en Jauja de un día para otro, pero como vio que algunos de los que se presentaban se perdían” tuvo miedo y se marchó a Espejo, donde residió 12 días. Luego se refugió en Bujalance, que cayó en manos franquistas el 20 de diciembre de 1936, y en Martos. La actuación de Francisco Sánchez en Jauja vino avalada por el propietario Rafael López Ramos, de 32 años, que certificó que no se habían cometido saqueos ni asesinatos en la aldea. También testificó a favor de él Miguel Castillo Peinado, dueño del cortijo La Aguja de Martos, con el que había trabajado allí. Miguel Castillo concretó que Francisco Sánchez había residido antes en Chinchilla (Albacete) y que le había dicho que le “pesaba haberse venido de Jauja”, pero que lo había hecho “por temor a que lo castigaran los nacionales”. El consejo de guerra contra Francisco Sánchez se celebró el 12 de abril de 1940 y el tribunal falló su absolución, solicitada también por el fiscal y el defensor.

El guardia municipal y militante de la UGT Manuel Cobacho Osuna “Manolón”, de 32 años, era hermano de Antonio, el primer alcalde republicano de Jauja en 1931. Según su declaración en el sumario del consejo de guerra, tras el 18 de julio de 1936 estuvo trabajando en la siega de la cebada de unas tierras arrendadas. Durante dos días prestó servicios en el Canal y “tenían por misión evitar que en Jauja ocurriera nada como en efecto lo consiguieron, pues allí no hubo ningún asesinato ni detención alguna ni saqueos, teniendo para ello que luchar bastante y oponerse a los individuos que de Málaga llegaban allí para marchar a Puente Genil, teniendo en uno de los casos que ocultar el que declara la presencia del sacerdote pues unos milicianos de Málaga pretendían llevárselo y el que declara negó repetidamente que dicho señor se encontrase en la aldea como en efecto se encontraba”. El día 11 de agosto se marchó a las Huertas Nuevas, que tenía arrendadas la familia, y el día 13, “motivado por las versiones que los que iban huyendo les contaban al pasar por la huerta” de lo que hacían las “fuerzas nacionales” huyó a la aldea de El Chorro, donde trabajó vendiendo vino. En Jauja quedaron su mujer Concepción Osuna Quesada y sus dos hijos.

En febrero de 1937 Manuel Cobacho llegó a Martos, y cuando en mayo de 1938 movilizaron su quinta se integró en un batallón en Valencia y prestó servicios en retaguardia en las localidades de Banifairó de los Valles y en Utiel. Al finalizar la guerra, lo recluyeron en el campo de concentración de Manzanares (Ciudad Real). Sobre la conducta de Manuel Cobacho, en la fase de instrucción del sumario se recogieron los testimonios de varios vecinos. El industrial Antonio Fernández Romero, el bracero José María Gómez García, el propietario Adriano Hidalgo Bergillos y Rafael Santaella Rodríguez insistieron en que en Jauja “no hubo detenciones de personas ni asesinatos” y únicamente refirieron haberlo visto con miembros del Comité. Solo Francisco Chacón Santaella afirmó que se presentó en su casa con el uniforme de municipal, “acompañado de otros individuos también armados, obligándole a entregar una escopeta y un revólver que tenía”.

El consejo de guerra de Manuel Cobacho se celebró en Lucena el 25 de agosto de 1939 y los miembros del tribunal, salvo los vocales, eran distintos a los de otros juicios que afectaron a vecinos de Jauja. El presidente era el coronel de la Guardia Civil Evaristo Peñalver Romo, el ponente Marcial Zurera Romero (natural de Aguilar de la Frontera), el defensor Antonio Torres Trigueros y el fiscal José Ramón de la Lastra y Hoces. Este último era marqués de Albudeyte y de Ugena de la Lastra, un abogado y terrateniente famoso por las duras condenas que exigía en los consejos de guerra, quien solicitó cadena perpetua para el acusado frente a la petición de absolución del defensor. El 4 de enero de 1940 la Auditoria de Guerra, al considerar que Manuel Cobacho no había cometido hechos delictivos, decretó el sobreseimiento provisional de las actuaciones y acordó su ingreso en un batallón de trabajadores durante doce meses, una pena que no cumplió por los motivos que ya hemos expuesto en casos similares.

 El tesorero de la UGT de 1931 a 1934, el bracero Francisco Cañete Ruiz, de 36 años, huyó de Jauja el día 11 de agosto de 1936. Pasó por Espejo, Bujalance y Martos, y terminó enrolado de voluntario en el Ejército de la República. Mientras estuvo fuera de Jauja, su familia sufrió un pequeño calvario, que conocemos gracias al testimonio que me aportó en octubre de 2007 y en junio de 2021 su sobrino Rafael Cañete Fuillerat. Al hermano pequeño de Francisco, Juan Antonio (padre de nuestro informante), de 18 años, la Guardia Civil lo detuvo y lo amenazó varias veces con matarlo si no decía dónde se encontraba su hermano mayor. Incluso lo subieron en un coche para llevarlo a fusilar, pero un terrateniente falangista del pueblo, Francisco Palanca La Chica, con el que su padre había trabajado de manijero, lo salvó en última instancia. En el vehículo iba también un primo de Juan Antonio, ¿José? Ruiz “La Cuchibacha”, de unos 30 años y con varios hijos, al que mataron en Lucena. El 5 de noviembre fusilaron a la madre de Francisco, Rosalía Ruiz Cobacho “La del Fraile”, de 62 años, socialista como él, posiblemente en venganza por su huida. Juan Antonio, el hermano de Francisco, fue movilizado después por el Ejército franquista y luchó un año en el frente de Teruel (otro hermano, el anarquista Manuel, se encontraba combatiendo obligado también en las mismas filas). Tras una convalecencia en un hospital de Vigo decidió desertar y regresó a Jauja, un delito que estaba castigado con la pena de muerte. Su padre le aconsejó que se presentara de nuevo en su unidad militar y se libró de un juicio sumarísimo gracias a la intervención de un teniente legionario, aunque lo destinaron a operaciones de vanguardia hasta el fin de la guerra. Por otro lado, tras la vuelta de Francisco Cañete Ruiz a Jauja, se le acusó de haber pertenecido al Comité que se había constituido en la aldea y de haber requisado trigo y aceite en los tres cortijos ya conocidos, pero el 12 de abril de 1940 un tribunal en consejo de guerra dictó su absolución. Ese mismo día salió en libertad.

Ultimamos nuestro recorrido por la represión en posguerra con Antonio Fuillerat Carrasco “Galo”, un bracero de 37 años, que había sido presidente de la UGT y secretario del PSOE de Jauja. Cuando huyó, residió en Málaga, Almería, Murcia, Villarrobledo (Albacete) y Martos, hasta que se enroló voluntario en el Ejército republicano y luchó en el frente de Levante. Al acabar la contienda, lo internaron en el campo de concentración de Manzanares (Ciudad Real), de donde salió hacia Jauja el 12 de abril de 1939. En el consejo de guerra se le imputó haber pertenecido al Comité y haber amenazado de muerte al propietario Antonio Gómez García, algo que este negó con posterioridad. En el sumario judicial aparece la declaración del testigo Fernando Gómez Maireles, que afirmó que “durante la dominación marxista en la aldea de Jauja los dirigentes no se portaron mal” y que Antonio Fuillerat, José Sánchez García “Rallao” (antiguo concejal socialista) y Francisco Sánchez León “Veintiuno” habían intervenido para “echar a los milicianos de Málaga”. El 14 de octubre de 1939 Antonio Fuillerat quedó en libertad. En esta ocasión, por fortuna, hemos podido contar con un testimonio familiar de la misma persona que en el caso anterior, su nieto Rafael Cañete Fuillerat, que nos ha servido para completar su trayectoria vital a partir de aquel momento:

Tras salir de la cárcel, a mi abuelo los falangistas del pueblo le daban palizas por cualquier motivo, sobre todo cuando se emborrachaban, generalmente con la excusa de que tenía una máquina de escribir escondida en algún sitio. Debilitado por las palizas, los sinsabores y una enfermedad que pilló en la recogida del arroz, murió muy joven, a los 41 años. Su mujer, mi abuela, Isabel Gómez López, pasó varios días encerrada en el cuartel de la Guardia Civil, los falangistas la amenazaron con matarla y, finalmente, ‘solo’ la raparon al cero.

 

Información adicional: Antonio Velázquez Mateo, guardia civil en Jauja en 1936-1937. 

Palenciana, 12 de junio de 1936

Plano del Centro Obrero de Palenciana.

Palenciana es un pequeño pueblo del suroeste de la provincia de Córdoba que en 1936 rondaba los tres mil habitantes. Un sector importante de la clase trabajadora, más de 500 personas, militaba en la Sociedad de Oficios Varios, adherida a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), el sindicato anarquista español. El Centro Obrero se situaba en una modesta vivienda del número 5 de la calle Mariscala. Allí, en la noche del 12 de junio de 1936, había convocada una asamblea, legal y autorizada, presidida por toda la directiva: José Pacheco Espadas “Monecillo” (presidente), su hermano Francisco (secretario), Vicente Molero García (vicepresidente), Antonio Linares Castro “Velilla” (contador) y Francisco Muñoz Torres “Remendao” (tesorero). El asunto más importante del orden del día consistía en si se presentaba un oficio de huelga en caso de que la patronal no asumiera las bases de trabajo presentadas por el sindicato para la campaña de la siega de cereales. Los socios votaron a viva voz que irían al paro obrero si no conseguían su objetivo. Ya habían intervenido varios oradores, entre ellos el presidente del sindicato, José Pacheco, su suegro Matías Soria Jiménez, y algunos miembros de la directiva, que habían hecho un llamamiento a ser fuertes, a no perder el ánimo y a resistir en caso de que la huelga fructificara. La asamblea, hasta ese momento pacífica, se vio interrumpida aproximadamente a las 11.30 de la noche por la llegada de la Guardia Civil.

Tres guardias civiles, al parecer bebidos y sin motivo aparente, comenzaron a cachear a las personas que se encontraban en la puerta del Centro Obrero e interrumpieron la asamblea, lo que dio lugar a un enfrentamiento verbal, que luego llegó a las manos, entre un guardia, que desenfundó su pistola, y un par de sindicalistas dentro del Centro. Los otros dos agentes dispararon contra la puerta y al entrar encontraron a su compañero, Manuel Sances Jiménez, herido de muerte por el corte de una navaja barbera en el cuello. Mientras, los que estaban dentro del local, despavoridos, ya habían huido por las tapias de los corrales, algunos heridos, o se habían refugiado en la parte alta del edificio. Los disparos de fusil de los guardias causaron tres heridos graves que fueron trasladados al Hospital de Agudos de Córdoba: José Velasco Martín “Fraile”, de 18 años, herido por una bala que le vació el ojo derecho; José Ortiz Arjona, de 58 años, que sufrió una herida en la espalda y en el costado; y Manuel Gómez Velasco, de 30 años, al que un disparo le destruyó la boca, la lengua y el maxilar inferior. Aparte de los heridos y del guardia fallecido, un jornalero que se encontraba en el Centro Obrero murió en el acto por un disparo de los agentes que le impactó en la parte frontal izquierda de la cabeza. Se llamaba Juan Manuel Aguilar Montenegro, tenía 27 años y vivía en un cortijo en las afueras del pueblo.

El sumario judicial abierto por los sucesos de Palenciana (causa 122/1936) se conserva en el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla en vez de en un archivo civil. Esto se explica porque durante la II República, a pesar de los avances que hubo en este sentido, la justicia militar continuó invadiendo competencias que incumbían en exclusiva a la jurisdicción ordinaria, lo que motivó que conflictos sociales o civiles se resolvieran aplicando el Código de Justicia Militar, que era mucho más riguroso, y no el que le correspondería, que era el Código Civil. Un auto del Tribunal Supremo de 27 de octubre de 1931 permitió que muchos actos protagonizados por la Guardia Civil fueran interpretados por los jueces como “hechos esencialmente militares”, lo que implicaba que sería la jurisdicción militar la que intervendría en supuestos, como el que nos ocupa, de “insulto a fuerza armada”. Eso garantizaba una mejor defensa, e incluso la impunidad si llegaba el caso, de los miembros del Cuerpo. Así, por ejemplo, una pareja de guardias podría usar sus armas, de manera legal, contra un paisano que acababa de insultarla, ya que este acto se tipificaba como delito de ataque a fuerza armada según el artículo 258 del Código de Justicia Militar.

A las pocas horas de lo sucedido en el Centro Obrero, comenzaron las redadas, los arrestos, la toma de declaraciones de los testigos y de los presuntos implicados en la muerte del guardia Manuel Sances. En esta labor participaron las numerosas fuerzas de refuerzo de la Guardia Civil que llegaron a Palenciana. Como lugar de internamiento provisional se habilitó el depósito municipal, aunque el mismo día 13 de junio ya pasaron a la cárcel de Lucena, una localidad alejada poco más de treinta kilómetros, los tres primeros detenidos: el alcalde Mariano Otero Moreno, Miguel Hurtado Soriano “Pauseno” y Antonio Hurtado Onieva “Sotana”. En sucesivas tandas, 40 palencianeros y un vecino de la aldea lucentina de Jauja llegaron a esta cárcel. El juez instructor, conforme iba tomando declaración a los presos, ordenó que se levantara la prisión incomunicada a casi todos. También solicitó al auditor militar, que era la más alta instancia jurídica en la Región Militar y tenía sede en Sevilla, la puesta en libertad de la mayoría “por no resultar de las actuaciones contra ellos indicios de responsabilidad”. En consecuencia, 12 vecinos salieron de la cárcel el día 20 de junio, y otros 13 el día 22, aunque algunos de ellos fueron detenidos de nuevo después.

La instrucción judicial sobre los sucesos del 12 de junio en Palenciana dio lugar a un expediente muy voluminoso, en el que aparecen decenas de vecinos del pueblo, entre testigos y detenidos. Con su análisis, hemos intentado dilucidar qué pasó aquel aciago día y cómo se desarrolló la investigación y el enjuiciamiento de los hechos. Hemos de precisar que es posible que algunos vecinos falsearan sus declaraciones ante la Guardia Civil y el juez instructor para eludir su responsabilidad o para encubrir a otros. También, debemos de tener en cuenta que muchos de los que se encontraban en el Centro de la CNT no vieron ni escucharon lo que ocurrió en la calle ni lo que sucedió con posterioridad dentro, pues el local estaba abarrotado. Unos estaban situados en la puerta o en la parte última del salón, y otros ocupaban el primer pasillo y las escaleras que subían a la planta de arriba, de manera que el gentío llegaba hasta el corral.

La mayoría de los asistentes comenzó a huir en cuanto comenzó la trifulca. Unos querían salir al corral y saltar por las tapias, y otros pretendían escapar por la puerta. Da idea del desbarajuste que en el suelo se encontraron tiradas nueve gorras, una boina, dos sombreros y cinco mascotas después de que acabara todo aquello. Algunos vieron al citado Matías Soria Jiménez y a dos o tres más forcejeando con el guardia, pero cuando los otros dos agentes comenzaron a disparar ya había comenzado la desbandada. Por otro lado, hemos de consignar, porque era una práctica usada entonces y existen algunos datos que lo atestiguan, que es probable que los guardias forzaran determinadas declaraciones o maltrataran o torturaran a algunos detenidos, ya que los arrestados estuvieron sometidos en todo momento a la jurisdicción militar y sin la asistencia de un abogado defensor.

El consejo de guerra contra 14 palencianeros implicados presuntamente en los sucesos se celebró en Lucena el 17 de septiembre de 1937, en plena guerra civil y en una zona controlada por el Ejército franquista desde el inicio de la contienda el 18 de julio del año anterior. El tribunal que los juzgó, presidido por el teniente coronel de Caballería Ildefonso Martínez Sabalete, estaba politizado y compuesto por militares sin formación jurídica que llegó expresamente a Lucena para la vista y se marchó cuando acabó su actuación. Por tanto, no existían unas mínimas garantías procesales, ni tampoco el derecho a la defensa efectiva y a un juicio justo. Además, en la vista se valoraban las pruebas, se juzgaba y se condenaba en un plazo muy breve de tiempo, de pocas horas, en el que era imposible analizar con detenimiento la causa ni concretar las responsabilidades individuales de los acusados.

El fallo del tribunal del consejo de guerra hacía suyas las tesis del fiscal. Condenó a pena de muerte a Matías Soria como autor del asesinato del guardia, y la misma pena recayó sobre otros diez vecinos que se encontraban en el Centro cuando se produjo el hecho, a los que se acusaba de cooperantes de un delito de insulto a fuerza armada: Antonio Hurtado Onieva “Sotana”, Antonio Espinosa Antequera “Tuerto”, Juan Manuel Soria Romero “Cachigordo”, Ricardo Cruz Gutiérrez, José Pinto Castro “Cuatrico”, Vicente Molero García, Lorenzo Sevilla Velasco, José Ortiz Arjona, Miguel Hurtado Soriano y Manuel Gómez Vílchez. A los tres acusados de encubridores (Juan Giráldez Torres, Francisco Jiménez Cabrera y Francisco Ramírez Pacheco “Adriano”) les cayó una condena de veinte años de cárcel. En concepto de responsabilidad civil, todos deberían pagar una indemnización a la familia del guardia de 25.000 pesetas y otras 150 por los desperfectos causados en su uniforme. También se especificaba que en caso de que los condenados a muerte fueran indultados por la superioridad la pena sería sustituida por treinta años de cárcel y la inhabilitación absoluta.

Los consejos de guerra colectivos abundaron durante la guerra y la posguerra, lo que perjudicaba enormemente a los procesados, ya que impedía que los tribunales tuvieran tiempo de analizar las causas de forma individualizada y de estudiar los sumarios. Eso se aprecia en esta sentencia, que contiene errores evidentes, pues la inmensa mayoría de los condenados como cooperantes no habían participado en la agresión. Solo tuvieron la mala fortuna de hallarse aquella noche en el lugar de los hechos, del que huyeron despavoridos saltando las tapias al ver la refriega. Manuel Gómez Vílchez ni siquiera se encontraba en el Centro Obrero, sino en el cortijo Rueda, donde trabajaba de casero y a donde al día siguiente llegaron varios huidos de Palenciana. Como puede comprobarse en el sumario, ni un solo testigo lo situaba en la sede sindical aquella noche ni hay ningún indicio de ello. A Juan Manuel Soria Romero “Cachigordo” nueve testigos, cuyas declaraciones constan en el sumario, estuvieron con él la noche del crimen en la barra del bar donde trabajaba de camarero, un local en el que todos se encerraron por miedo, al escuchar los disparos, hasta que amaneció. José Ortiz Arjona resultó herido por los disparos de los guardias en plena calle, por lo que no se hallaba en la habitación donde mataron al guardia. José Pinto Castro “Cuatrico” estaba escondido debajo de una cama en la habitación de arriba del Centro Obrero cuando sonaron los disparos, así que es imposible que participara en la agresión. Y similares circunstancias podemos encontrar en casi todos los acusados como cooperantes.

El 29 de septiembre de 1937 el auditor del Tribunal Militar Territorial II, Francisco Bohórquez Vecina, confirmó el fallo del tribunal del consejo de guerra. Como en la sentencia aparecían condenas de muerte, este debía comunicarla a la Asesoría Jurídica del Cuartel General del Generalísimo, que era la que tenía la última palabra. El jefe del Estado, Francisco Franco, el 28 de enero de 1938, se dio por “enterado” de la pena de muerte impuesta a Matías Soria y conmutó las demás por una pena de inferior grado, es decir, treinta años de reclusión mayor. La noticia de la conmutación les llegó a los presos el 7 de febrero de 1938, casi cinco meses después de la celebración del juicio. A Matías Soria también le informaron ese día de que su sentencia a muerte era firme y lo fusilaron en las tapias del cementerio de Lucena al día siguiente a las diez de la mañana.

Los condenados a penas de cárcel sufrieron las condiciones lamentables que se vivieron en los recintos penitenciarios cuando tras la guerra centenares de miles de personas acabaron en prisión (oficialmente había 270.719 presos en diciembre de 1939). La mayoría padeció además lo que se denominó “turismo penitenciario”, que suponía continuos cambios de prisión y el cumplimiento de las penas en lugares muy alejados de sus domicilios, como la prisión gaditana de El Puerto de Santa María o la Central de Burgos, donde estuvieron algunos. La distancia les impedía no solo el contacto con sus familias, sino que dificultaba el envío de paquetes de comida, fundamentales para la supervivencia en las prisiones en una época de miseria y escasez. Al menos dos de ellos, para poder redimir sus penas y rebajar la condena por día trabajado, acabaron sometidos a explotación laboral: Antonio Hurtado Onieva “Sotana” en el destacamento penal de Valdemanco (Madrid) y Miguel Hurtado Soriano “Pauseno” en la colonia penitenciaria militarizada del Canal del Bajo Guadalquivir en Sevilla. En la Prisión Provincial de Córdoba falleció el 24 de noviembre de 1943 uno de los heridos graves por la Guardia Civil que había sido condenado con posterioridad a treinta años de cárcel, José Ortiz Arjona, oficialmente por “úlcera gástrica” según se anota en los libros de defunciones del Registro Civil de esa ciudad. También, de acuerdo con el testimonio de la familia, Francisco Ramírez Pacheco, condenado a 20 años de cárcel, moriría en la prisión de Sevilla, y Francisco Jiménez Cabrera, sentenciado a la misma pena, pereció al poco de quedar en libertad.

Cinco vecinos no pudieron ser juzgados en el consejo de guerra del 17 de septiembre de 1937 al haber huido con anterioridad, por lo que se les declaró en rebeldía. Por un lado, Ana Orellana Hurtado, que fue procesada en posguerra y su caso se sobreseyó, y su hijo Francisco Soria Orellana, al que también se le abrió una información judicial que acabó sobreseída. Por otro lado, estaban los hermanos José, Francisco y Domingo Pacheco Espadas. Los dos últimos terminaron juzgados en posguerra, y condenados a 30 años de cárcel. José, presidente del Centro Obrero anarquista de Palenciana, alcanzó el grado de comandante de milicias en el Ejército republicano durante la guerra. Finalizada esta, intentó escapar a Gibraltar y lo apresaron en San Roque, donde lo juzgaron. Murió fusilado en Cádiz el 23 de abril de 1940 y lo enterraron en el cementerio de San José, un lugar en el que en la actualidad se están llevando a cabo labores de exhumación e identificación de los restos de los represaliados que allí se encuentran. Al padre de los tres hermanos, Francisco Pacheco Velasco, ya lo habían matado sin juicio previo en Palenciana al comienzo de la guerra, y lo mismo hicieron con la mujer de José, Teresa Soria Romero, que tenía veintidós años y estaba embarazada de ocho meses (antes de asesinarla abusaron de ella). Otro hermano Pacheco Espadas, Manuel, que había luchado en el Ejército republicano, murió en un batallón disciplinario de soldados trabajadores posiblemente en 1941-1942 al sur de Cádiz.

El fenómeno de la población civil que huía de la represión y de las acciones de guerra se dio en todo el territorio ocupado por los militares sublevados y lanzó a un millón de refugiados hacia las zonas de España fieles a la República. Como los huidos de Palenciana se dirigieron a la provincia malagueña, la mayoría de los varones se integró en las diversas columnas de milicianos anarquistas que se crearon en esta zona hasta que la ciudad cayó en febrero de 1937 en manos de las tropas italianas del general Roatta, aliadas de los franquistas. Hemos localizado a algunos huidos que se habían visto inmersos en los sucesos del 12 de junio de 1936 y con posterioridad se alistaron en el Ejército republicano, como Felipe Orellana Sevilla “Pan de Higo”, condenado a treinta años de cárcel en la posguerra, Manuel Arjona Hurtado, y Antonio Linares Castro “Velilla”, que alcanzó el grado de capitán y murió en el exilio francés. Otros muchos palencianeros no relacioneros con estos sucesos también huirían del pueblo y combatirían en el Ejército leal a la República.

Cuando en agosto de 2020 comencé la lectura de las 998 páginas del sumario abierto por los sucesos del 12 de junio de 1936 en Palenciana, desconocía si con toda esa información podría elaborar un artículo para mi blog. Pero al final, y sin preverlo, poco a poco completé el análisis del expediente del consejo de guerra con otras decenas de sumarios judiciales y de varios testimonios orales que aparecieron después de que publicara por primera vez esta entrada del blog en enero de 2021 (acumuló 1.500 lecturas el primer día), lo que me ha permitido la elaboración de un libro de 224 páginas que verá la luz el 3 de diciembre de 2021. Existió una versión oficial de los sucesos del 12 de junio de 1936 en Palenciana que tras mi investigación ha quedado en entredicho. Según esa versión, solo hubo una víctima importante y con derecho a todos los honores, Manuel Sances, el guardia civil asesinado que al año siguiente le dio nombre a la calle Arroyo. Las demás víctimas, la mayoría de ellas inocentes, permanecieron ocultas y olvidadas, como si su tragedia fuera irrelevante e incluso vergonzosa. Es obvio que cualquier acto criminal debe tener un castigo, pero asistir a una asamblea sindical, algo legal en aquel momento y en nuestros días, no convierte a nadie en culpable y en delincuente. Y el estar en el lugar de los hechos cuando se produce un asesinato, tampoco. No obstante, ese fue el “delito” que presuntamente cometieron decenas de palencianeros y por el que algunos de ellos penaron largos años de cárcel o desaparecieron para siempre.

Las carencias de información que he encontrado al escribir esta historia tienen que ver, en buena medida, con la falta de documentación que existe en el Archivo Histórico Municipal de Palenciana, Por tanto, decidí subsanar este inconveniente con un llamamiento a través de mi blog personal y por medio de una conferencia que impartí en el pueblo el 13 de agosto de 2021 para que los familiares de las personas involucradas pudieran aportar información sobre sus allegados, a pesar de que ya han pasado 85 años de lo ocurrido. Sabía que esta búsqueda tenía una dificultad añadida: hoy Palenciana tiene un censo de 1.465 habitantes, mientras en 1940 la población de hecho era de 2.962 personas, más del doble. El gran éxodo de palencianeros en los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo pasado, sobre todo a Cataluña (al barrio de Buenavista de Tarragona, por ejemplo), en busca de mejores condiciones de vida, es el principal causante de ese descenso. Como se puede suponer, la existencia de tantos emigrados y sus descendientes alejados de su localidad de origen no ha jugado a nuestro favor, pero por fortuna el llamamiento ha dado sus frutos.

A continuación voy a publicar un enlace con dos bloques de información actualizados con fecha de 23 de noviembre de 2021. En el primer bloque aparecen unas listas relacionadas exclusivamente con los sucesos del 12 de junio de 1936: nombres y otros datos de los dos fallecidos, de los tres heridos que luego estuvieron detenidos (uno murió en la cárcel y a los otros dos los fusilaron), de las 38 personas apresadas (14 serían condenadas a penas de 20 y 30 años de cárcel), de 20 vecinos que se encontraban en el Centro Obrero aquella noche, de otros 20 interrogados como testigos, de cinco personas declaradas en rebeldía, de los tres guardias civiles que intervinieron en los hechos, etc. Durante mis investigaciones he encontrado también alguna información que no está relacionada directamente con los sucesos del 12 de junio pero que he considerado interesante porque en gran parte es desconocida, y que aparece en un segundo anexo. En él se incluyen algunos nombres de represaliados durante la guerra y la posguerra: 21 fusilados en Palenciana, Benamejí y Córdoba; 14 vecinos sometidos a expedientes de responsabilidades políticas; 12 represaliados nacidos en Palenciana y residentes en otras localidades, 33 soldados del Ejército republicano, siete soldados del Ejército franquista fallecidos en los frentes de guerra, etc. Todos los datos anteriores se pueden consultar en este enlace.

Lucentinos en el Ejército republicano durante la guerra civil

Al finalizar la guerra civil el primero de abril de 1939, medio millón de combatientes republicanos se amontonaban en campos de concentración repartidos por toda España. Desde allí, y tras una rápida clasificación según su ideología (indiferente, afecto o desafecto al régimen), se les obligaba a regresar con salvoconductos a sus domicilios. Nada más llegar, debían personarse en las comandancias militares, los ayuntamientos o los cuarteles de la Guardia Civil, donde se les fichaba a través de un breve informe en el que se anotaban antecedentes, conducta y actividades político sociales antes y después del comienzo de la contienda. Como en Lucena triunfó el golpe de Estado el mismo 18 de julio de 1936, pocos varones pertenecieron al Ejército republicano y, por tanto, vivieron estas experiencias, salvo los que habían realizado el servicio militar en la zona leal a la República, los que habían huido de la localidad durante la guerra o habían desertado del Ejército franquista.

Los combatientes del vencido Ejército republicano recibieron distinto trato en la posguerra. Los soldados movilizados por sus reemplazos, si se les consideraba “desafectos”, acabaron internados en batallones de trabajadores donde quedaban sometidos a trabajos forzados. Por otro lado, los soldados que realizaron el servicio militar en el Ejército republicano durante la guerra debían repetirlo en los batallones disciplinarios de soldados trabajadores, en los que el trabajo era también obligatorio. Sin embargo, los que habían alcanzado el grado de oficial, habían sido dirigentes de sindicatos y partidos republicanos, habían huido de sus localidades para incorporarse al Ejército republicano o se habían alistado voluntariamente en él, y sobre todo los prófugos y desertores del Ejército franquista, recibieron un trato más duro. Bastantes de ellos terminaron procesados en consejos de guerra sumarísimos y se les aplicó el riguroso Código de Justicia Militar. Solo en la provincia de Córdoba se habilitaron 35 juzgados militares en la posguerra dedicados a funciones represivas.

En los consejos de guerra la indefensión del encausado, sometido a prisión y a torturas desde un primer momento, era absoluta. Los autos de procesamiento y las sentencias solían recoger las acusaciones de los testigos de cargo y de los informes de conducta realizados por la Guardia Civil, la Falange, el Ayuntamiento y la Jefatura de Investigación y Vigilancia de la policía, a los que se añadían generalmente declaraciones de propietarios agrarios, falangistas y “personas de orden”, sin que casi nunca aparecieran testimonios exculpatorios de testigos de descargo. Como a los encausados lucentinos no se les podían imputar casi nunca delitos de sangre, en los sumarios se insistía sobre todo en los antecedentes políticos y sociales, como la participación en huelgas y mítines y la militancia en partidos políticos y sindicatos.  

Para los procesos se estableció en Lucena un juzgado especial permanente en el número 19 de la calle El Agua. En los sumarios de los consejos de guerra realizados en Lucena que hemos consultado para esta entrada del blog, extraídos del Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla, actuó como juez instructor el abogado lucentino Manuel González Aguilar y como secretario el falangista de primera línea Antonio Roldán Maíllo. El tribunal lo presidía el coronel de la Guardia Civil Evaristo Peñalver Romo y lo integraban los vocales capitanes Antonio Pérez Gay, Pedro Fernández Ayllón y Clemente Heras de Francisco; el ponente Marcial Zurera Romero (natural de Aguilar de la Frontera); el defensor Antonio Torres Trigueros; y el fiscal José Ramón de la Lastra y Hoces, marqués de Ugena y duque de Hornachuelos, un terrateniente conocido por las duras condenas que exigía en los consejos de guerra.

Este tribunal era el prototipo de los que actuaron en los consejos de guerra franquistas, compuestos en su mayoría por militares sin formación jurídica. El tribunal llegaba a Lucena expresamente cuando ya se habían acumulado bastantes sumarios y regresaba a Córdoba –como los juicios eran sumarísimos el proceso se desarrollaba con extrema rapidez– cuando terminaba su actuación en el mismo día. A pesar de que las sentencias fueron muy duras, bastantes condenados pudieron abandonar la prisión mucho tiempo antes de lo previsto porque el franquismo inició, con la creación de las Comisiones de Examen de Penas en enero de 1940, un proceso de excarcelaciones, de concesiones de libertad vigilada y de indultos. Ello se debió, entre otros motivos, a la necesidad de mano de obra libre para la reconstrucción del país, a los importantes gastos que suponían el abultado número de presos y a la amenaza de colapso administrativo que pendía sobre el organigrama judicial y penitenciario, desbordado ante tanto trabajo burocrático.

La trayectoria de los que escaparon de Lucena a partir de 18 de julio de 1936 y luego acabaron procesados en posguerra fue al principio muy parecida. El 19 de julio de 1936 llegaron los primeros huidos de Lucena a Puente Genil, para evitar la ola de detenciones que se estaba produciendo desde la noche anterior por la Guardia Civil al proclamarse el bando de guerra. Puente Genil cayó en poder de las tropas del comandante Castejón, afín a los sublevados, a los pocos días, el 1 de agosto, lo que les obligó a una nueva desbandada para adentrarse en la provincia de Málaga. Pero ahí no acabó su odisea. La llegada de las tropas sublevadas a la ciudad el 7 de febrero de 1937 originó una trágica desbandada de más cien mil personas, la mayoría civiles, por la carretera de la costa hacia Almería, mientras la aviación y los buques de guerra franquistas los hostigaban por mar y aire. Se calcula que hubo entre 3.000 y 5.000 muertos en aquella evacuación, y desconocemos si alguno era lucentino. 

Entre los que huían se encontraba José Lara Ayala “Pelao”, que había sido secretario agrario del partido comunista y presidente del gremio local de metalúrgicos de la UGT. De Puente Genil llegó a Antequera y luego a Málaga, donde protegió a algunos residentes lucentinos (un hijo del relojero Manuel Roldán y un nieto de Alejandro Moreno Cañete). Tras la caída de la ciudad, marchó a Alicante y trabajó en Elche en una fábrica de material de guerra. Ignoramos la graduación que alcanzó en el Ejército republicano, pero el informe policial de la Jefatura de Investigación y Vigilancia que se adjunta en el sumario de su consejo de guerra señala que “parecía que en el tiempo que ha estado con los rojos ha sido teniente en su ejército y ha actuado en Andalucía”. Cumplió su condena de reclusión perpetua en las cárceles de Lucena, Montilla y El Puerto de Santa María, a donde llegó el 24 de julio de 1940. Le conmutaron la pena con posterioridad por seis años de cárcel y al obtener la libertad se estableció en La Línea de la Concepción (Cádiz).

Penas menores que en el caso de José Lara recayeron en dos lucentinos, también comunistas, que habían huido a Puente Genil. Nos referimos, por un lado, al secretario de Cultura del partido y del Socorro Rojo, el carpintero Luis Quirós Fernández —a su hermano Antonio lo habían fusilado en 1936—, de 28 años, condenado a doce años de prisión, una pena que al final se redujo a un año. Y por otro lado, al escribiente de 33 años Gregorio Cañete Cabezas, apodado Gorito, que había sido secretario de organización de las Juventudes Socialistas Unificadas y dirigente del PCE. Como había alcanzado el grado de teniente en el Ejército republicano y había luchado en los frentes de Andalucía y Levante, sufriría como castigo una condena de internamiento en un batallón de trabajadores durante doce meses. 

El maestro Bartolomé Sánchez Moreno.

En la prensa que se editaba tanto en la España republicana como en la franquista, se utilizaba con fines propagandísticos la llegada de personas escapadas de la otra zona y que contaban de manera dramática, propia de un estado de guerra, las dificultades y la represión que habían visto o sufrido. El periódico Julio, editado en Málaga, publicó el 30 de septiembre de 1936 una noticia en la que hablaba de uno de los huidos de Lucena, el maestro rural Bartolomé Sánchez Moreno, que había conseguido llegar a las filas republicanas por la zona de Antequera. Su figura aparecía en medio de dos soldados en una foto (que reproducimos en el lateral). Desconocemos si este maestro se alistó con posterioridad en el Ejército republicano o cuál fue su trayectoria vital, pues no hay ningún sumario con su nombre entre los consejos de guerra que se conservan en el Archivo del Tribunal Militar II de Sevilla, así que por el momento debemos dejar inconclusa su historia escrita.  

En enero de 2014 contactó conmigo Juan Carlos Delgado Sánchez, residente en Mataró (Barcelona), que en un principio buscaba información sobre su abuelo, Juan Delgado Baltanás, apodado «Batato», y luego me ayudó a completarla con diversa documentación. De un hermano de Juan, Francisco, ya di algunos datos en mi libro sobre Lucena. Francisco era talador, militante de la UGT y tenía 36 años en 1936. A los pocos días de producirse el golpe de Estado, huyó a Puente Genil y luego a Málaga. Después se trasladó a Jaén, donde se alistó como voluntario en el Ejército republicano hasta que enfermó en marzo de 1937. Al finalizar la guerra y volver a Lucena lo juzgaron, acusándolo de comunista y de haber sido apoderado del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1936. El tribunal no atendió la demanda de absolución del abogado defensor y lo condenó a 12 años de cárcel (el fiscal pidió reclusión perpetua), aunque la pena le fue conmutada por seis años con posterioridad. Tras quedar en libertad, Francisco emigró a La Línea de la Concepción con su mujer, Carmen Córdoba Muñoz, y sus siete hijos.

Juan Delgado Baltanás.

Al hermano de Francisco, Juan Delgado Baltanás, jornalero de 31 años, lo detuvieron en Lucena el 11 de mayo de 1939, a consecuencia de una denuncia presentada en la Comandancia Militar por Faustino Guerrero Ropero, que lo acusaba de haberse pasado a las filas del Ejército republicano. En su declaración ante el juez instructor Juan Delgado expuso las circunstancias que le llevaron a huir. Manifestó que había sido detenido el 5 de septiembre de 1936 por una pareja del Escuadrón de Caballistas Aracelitanos y llevado a la plaza de toros, que había sido convertida en cuartel, donde fue “maltratado” por el guardia civil Antonio Bermúdez Rocher. Después, estuvo preso en el convento de San Francisco hasta el 14 de noviembre. Al salir en libertad se afilió a la Falange y participó ese mismo mes en una unidad de voluntarios destacada en Castro del Río. Al ver que el jefe de centuria, Francisco Mora, y otros falangistas lo miraban con desconfianza, decidió huir el día 30 con su armamento pues tenía miedo de que le hicieran algo debido a sus antecedentes. Tras pasar por Bujalance y Andújar, se alistó voluntario en el Ejército republicano y sirvió en el pueblo de Castell de Ferro, situado en el frente granadino de Motril, y como soldado de cuartel en Motril y Berja (Almería), hasta que al finalizar la guerra lo internaron en el campo de concentración de Benalúa de Guadix (Granada).

Carmen Arroyo Arroyo.

En la vista del juicio, celebrada el 25 de agosto de 1939, se le sentenció a pena de muerte, la pena que había pedido el fiscal (la defensa había solicitado la absolución), acusándolo de traición, de ser comunista y de haber sido interventor por el Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1936. Tuvo la fortuna de que el jefe del Estado le conmutó la condena por 30 años. Sufrió prisión en Lucena, Montilla, El Puerto de Santa María, Córdoba (a donde llegó el 23 de noviembre de 1942), la Prisión Central de Talavera de la Reina (Toledo), y tras enfermar en un destacamento penal se le trasladó en 1943 a la Prisión Central de Hellín (Albacete). Se benefició de la conmutación de la pena y, al ser liberado, fue desterrado de Lucena, así que se estableció en La Línea de la Concepción, al igual que su hermano Francisco. Cuando Franco cerró la verja de Gibraltar en 1969, la familia mudó su residencia a Mataró, donde Juan Delgado murió en 1978. Su mujer, Carmen Arroyo Arroyo, que en 1936 tenía 24 años, fue una de las muchas mujeres de Lucena a las que raparon la cabeza, purgaron con aceite de ricino y pasearon por las calles para que sirviera de mofa entre sus verdugos. Además, la torturaron cortándole un pezón. El otro no se lo amputaron para que pudiera amamantar a su hijo Lorenzo, lactante en aquellos días. Carmen Arroyo falleció también en Mataró en 1992.

Luis Delgado Baltanás y Juana Sánchez Aranda en 1957.

Cuando Juan Carlos Delgado me escribió desde Mataró, me pidió que intentara averiguar si aún permanecía en Lucena algún descendiente de su tío abuelo Francisco. En ese momento no encontré a ningún familiar, pero más de dos años después, en abril de 2016, conseguí por fin localizar a una nieta, pues de los siete hijos de Francisco solo uno, de igual nombre, retornó a Lucena desde La Línea de la Concepción. Los demás se repartieron por distintas localidades (Víc, Marbella, Elche, Monturque). Al poner en contacto a Juan Carlos con su familia lucentina me aportó un dato curioso: Luis, hermano de Juan y Francisco Delgado Baltanás, es tío abuelo político del actual presidente del gobierno, Pedro Sánchez. La relación familiar viene porque Luis se casó con Juana, hermana de Pedro Sánchez Aranda, que es el abuelo por línea paterna de Pedro Sánchez.

Rafael Ortega Olmo.

Que sepamos, el soldado republicano que tuvo un destino más trágico al retornar a Lucena fue Rafael Ortega Olmo, apodado el Bizco Ortega, chófer anarquista de 28 años. El 18 de julio de 1936 estaba trabajando en el cortijo de Los Piedros. El guarda de la finca le pidió que llevara una carta para su esposa a Alameda (Málaga) y ya no volvió.  Estuvo en Málaga dos meses, en Jaén y luego en Bujalance. Aquí se alistó como voluntario en las milicias cordobesas que se pusieron bajo las órdenes del comandante Joaquín Pérez Salas y permaneció en el frente de Pozoblanco, como chófer, hasta que el fin de la guerra le sorprendió en Linares (Jaén), donde entregó el coche que conducía en el cuartel de la Falange. Al volver a Lucena, el falangista Bernardo Ortiz Jiménez lo denunció, alegando que cuando estuvo prisionero de los republicanos en Castro del Río en octubre de 1936, Rafael Ortega les dijo a sus guardianes que había que matarlo junto a su compañero Antonio Serrano Villa (ambos pertenecían al Escuadrón de Caballistas Aracelitanos, un cuerpo de voluntarios lucentinos creado al comienzo de la guerra). A pesar de que las dos posibles víctimas salvaron la vida, pues reconocieron en el sumario que el comandante republicano Pérez Salas afirmaba que había que respetar a los prisioneros de guerra, y de que Rafael Ortega negó que los hubiera amenazado de muerte, el 25 de agosto de 1939 el tribunal lo condenó a 12 años de cárcel, la pena que pidió el defensor (el fiscal había solicitado reclusión perpetua). Mientras estaba en la cárcel de Lucena, Rafael Ortega enfermó. El 6 de marzo de 1940 falleció en el hospital de San Juan de Dios, por bronconeumonía, dejando tres hijos huérfanos.

A la izquierda Rafael Machuca Pérez (fusilado en 1936) y en el centro su hermano José, teniente del Ejército republicano.

Los hermanos Rafael y José Machuca Pérez trabajaban de factores y telegrafistas ferroviarios en la estación de Lucena y militaban en Izquierda Republicana. A Rafael, de 28 años, lo fusilaron el 18 de agosto de 1936. José, de 27 años, estuvo detenido entre el 18 de septiembre y el 14 de noviembre. A la semana de su liberación, recibió el aviso a través de un amigo (Antonio Escudero Rueda, de ideología derechista) de que iban a volver a apresarlo, así que el 25 de noviembre escapó en una noche de tormenta y consiguió llegar a Jaén, en zona republicana. Sin embargo, la Guardia Civil mintió a la familia, ya que le informó de que durante la huida le habían “metido seis o siete tiros por Zuheros” y lo habían matado. José Machuca se enroló en el Ejército republicano, prestó servicio en transmisiones y alcanzó el grado de teniente, por lo que sería sometido a consejo de guerra en Valencia –donde se encontraba internado en la prisión de Porta Coeli– y condenado a treinta años de cárcel, según consta en la copia del sumario que me facilitó en 2018 su nieto Rafael Machuca (residente en Cádiz). Con posterioridad, le conmutaron la pena por 12 años y lo liberaron el 5 de febrero de 1943. Mientras estuvo preso, su esposa, sin medios económicos, tuvo que trasladarse a trabajar a Córdoba e internar a sus hijos en el colegio religioso de La Purísima, en Lucena.

El 6 de diciembre de 1946, en una de las sucesivas “redadas anticomunistas” desatadas en la provincia por el capitán de la Guardia Civil Joaquín Fernández Muñoz, volvieron a detener a José Machuca (junto a José Almagro Servián, Francisco Salamanca Urbano, José Manjón-Cabeza López, Bernardo Servián Tarifa y Antonio Pineda) acusándolo de “actividades subversivas” y lo internaron en la Prisión Provincial de Córdoba. Esta vez el juez lo condenó a seis años. El 11 de noviembre de 1949 lo trasladaron a la prisión toledana de Talavera de la Reina, de donde salió en libertad vigilada el 3 de marzo de 1951, sin libertad de movimientos y con la obligación de entregar un informe mensual escrito sobre su conducta y de presentarse cada 15 días en el cuartel. Allí, un guardia civil siempre que lo veía comentaba que “a este Machuca había que haberle pegado dos tiros”. La familia emigró a Madrid, donde José murió en 1958 sin haber conseguido reintegrarse a su antigua profesión ferroviaria, pues sus continuas solicitudes de admisión fueron denegadas basándose en sus anteriores “actividades contrarias al régimen”, según consta en la documentación personal que me facilitó su hijo José Machuca Pastor, residente en Noja (Cantabria), en el año 2006. 

Mientras en los casos anteriores hemos hablado de vecinos que huyeron de Lucena a partir del 18 de julio de 1936, ahora abordaremos la historia de Felipe Calzado Durán, que en aquel momento residía en Vélez Málaga por motivos de trabajo. Tenía 28 años, era quincallero y se dedicaba a vender sus productos de manera itinerante. Se alistó como voluntario en el Ejército republicano, donde alcanzó la graduación de cabo. Prestó servicios en Málaga capital, Alhama de Granada —de donde procedía su esposa, Rosario Cobos Martín, con la que tuvo una hija—, Pozoblanco, Teruel, Alicante y Valencia. Estuvo hospitalizado en dos ocasiones durante una larga temporada por heridas de guerra sufridas en los frentes de Pozoblanco y Teruel. Al finalizar la contienda, regresó a Lucena el 13 de abril de 1939, con un salvoconducto, desde el campo de concentración de Manuel (Valencia). El 16 de mayo lo detuvo la Guardia Civil. Se le acusaba de vigilar a los prisioneros que habían hecho los republicanos en Puente Genil en julio de 1936. Entre ellos se encontraban varias guardas rurales de la Comunidad de Labradores de Lucena que había ido el 21 de julio de 1936 a ayudar a los militares sublevados en los cuarteles pontanenses. En el sumario de su consejo de guerra se recogen las declaraciones de dos guardas, Manuel López Cobacho y Domingo Peláez Moreno, que manifestaron que lo habían visto allí y que había apuntado en la cabeza con una pistola a Domingo en el traslado que sufrieron los presos desde la estación de ferrocarril a la cárcel. Felipe Calzado se defendió ante el juez alegando que los republicanos de Puente Genil le habían impedido volver a Lucena y le habían obligado a realizar esa labor de vigilancia.

El juez instructor continuó la investigación de la actuación de Felipe Calzado y de su mujer, Rosario Cobos Martín. Con ella tenía una hija nacida en 1938 y estaba casado por lo civil, por lo que en el sumario se insiste de manera continua en que vivía “amancebado”. Se solicitaron informes, que le serían favorables, a Alhama de Granada, donde Felipe Calzado había custodiado como soldado un molino de la familia Pérez Larios, y a Játiva, donde había residido algunos meses mientras estaba herido. En cuanto a los informes de las autoridades lucentinas, especificaban que “no se había significado política y socialmente” y que no había ejercido actividades de tendencia izquierdista. La vista del juicio se celebró en Lucena el 25 de agosto de 1939. Tanto el fiscal como el defensor pidieron 12 años de cárcel para él por auxilio a la rebelión. No obstante, el tribunal militar lo condenó a cadena perpetua, que en octubre de 1942 se le conmutó por 30 años de cárcel. Estuvo preso en Lucena, Montilla, El Puerto de Santa María (a donde llegó el 25 de septiembre de 1940) y el 3 de julio de 1942 ingresó en la prisión de El Dueso en Santoña (Cantabria), donde estuvo trabajando en una colonia penitenciara para redimir la pena. Como su familia de Lucena nunca volvió a tener noticias de él, a pesar de los intentos por saber su paradero, el 4 de junio de 2020 realicé una petición de su expediente penitenciario a la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, de la que obtuve respuesta el 27 de octubre del mismo año. Gracias a esa información sabemos que le conmutaron la pena en 1943 por 20 años de cárcel y que el 17 de mayo de 1944 obtuvo la libertad condicional, pero no llegó a pisar la calle porque tenía una condena pendiente. La Audiencia Provincial de Málaga lo había sentenciado en junio de 1942 a un año y once días de cárcel, que hubo de cumplir, por un robo que había presuntamente cometido en una casa de Alhaurín el Grande en marzo de 1936, antes de la guerra. Consiguió la libertad vigilada el 10 de febrero de 1945 y se estableció en el número 3 de la calle La Yedra de Málaga. A partir de ahí perdemos su rastro en nuestra investigación. Ignoramos si su desaparición fue voluntaria, falleció de manera repentina o hubo cualquier otra circunstancia que influyera en ella. 

En el expediente penitenciario de Felipe Calzado se conserva una carta que nos acerca a la situación que padecieron los hijos menores de los presos (y sobre todo de las presas) en la posguerra. Tiene fecha de 16 de diciembre de 1943 y va dirigida al director de la prisión de El Dueso. En ella le ruega que su hija pueda continuar «bajo la custodia» de las Hermanas Mercedarias, las cuales regentaban el colegio donde la niña estaba internada. Hemos de tener en cuenta que tras el fin de la contienda muchos hijos de mujeres republicanas murieron en las cárceles o se dieron en adopción sin el consentimiento de sus progenitores, quienes ya perdieron su custodia para siempre. Al cumplir los cuatro años los niños eran sacados de las prisiones y separados de sus madres. Si no tenían parientes que se hicieran cargo de ellos, quedaban en manos de los centros de asistencia y de las escuelas religiosas controladas por el Patronato de Nuestra Señora de la Merced, bajo cuya protección había 10.675 niños en 1943, el año en el que Felipe Calzado cursó la carta al director de la cárcel. Un libro de Ricard Vinyes, Montse Armengou y Ricard Belis, Los niños perdidos del franquismo, publicado en 2002, de donde hemos extraído las cifras citadas, es muy ilustrativo al respecto.      

Desertar del ejército franquista, al igual que ser prófugo (no presentarse a filas), era arriesgado porque podría ser castigado con la pena de muerte, lo que no resultó un obstáculo para que algunos lucentinos utilizaran esta vía para escapar a zona republicana, como veremos a continuación. El 29 de abril de 1939 Bernardo Ortiz Jiménez, falangista y voluntario del Ejército franquista, presentó una denuncia en el juzgado de Lucena. Exponía que mientras fue prisionero del Ejército republicano coincidió con Juan José Moreno Gómez, quien le dijo que había visto en el cuartel madrileño del Conde Duque a José Cárdenas Ortega (apodado Linino) y a Pedro Durán Ibáñez. Allí, ambos le habían comentado que se habían pasado a las filas republicanas y José Cárdenas incluso afirmó que había tenido que “matar a dos moros” para hacerlo. El juzgado llamó a declarar a Juan José Moreno, que especificó que la conversación con Pedro y José no la había tenido él, sino Juan Molinero Hortelano, también prisionero de los republicanos, quien a su vez confirmó que ambos le habían manifestado que habían desertado del Ejército franquista.  

La denuncia de Bernardo Ortiz supuso la detención en sus domicilios, el 1 y 2 de mayo de 1939, de José Cárdenas y Pedro Durán, ambos jornaleros, con 28 años y con tres y dos hijos a su cargo, respectivamente. Ellos negaron haber visto o conversado con los acusadores, ya que solo hablaron con uno al que apodaban el hijo del Tonto y nunca refirieron que se habían pasado de bando. Su versión es que cayeron prisioneros del Ejército republicano el 16 de julio de 1937 en el frente de Brunete, que los tuvieron internados durante dos meses al Cuartel del Conde Duque y que trabajaron en la carretera o el ferrocarril que unía Madrid y Valencia hasta el fin de la guerra.     

En el centro, Pedro Durán Ibáñez (foto de los años sesenta del siglo XX).

Los informes que sobre ellos presentan la Guardia Civil, la alcaldía, la Falange (preceptivos en un consejo de guerra) y el jefe policial del Cuerpo de Investigación y Vigilancia señalan que eran de “dudosa conducta político social”, que simpatizaban con las izquierdas (de José Cárdenas se aludía a su militancia en la Sociedad de Oficios Varios Instrucción y Claridad, afecta a la anarquista CNT) aunque no se significaron y que “parecía” que se habían pasado a zona roja. El juzgado de instrucción trató de aclarar este último punto y pidió información a la compañía del Ejército franquista donde ambos habían servido durante la contienda, perteneciente al cuerpo de Zapadores de Melilla, que en aquel momento se hallaba destinada en Villar del Horno (Cuenca). Dos soldados de la unidad (Antonio Esquinza Mateo y Anastasio Romero Martín) afirmaron que los dos acusados se habían pasado al enemigo acompañados de seis más, dirigidos por el sargento Julián Rubio Rodríguez, con el armamento y la dotación completa, así que la cuestión quedó resuelta. De hecho, tras la celebración del juicio, una documentación incautada al Estado Mayor del Ejército Republicano, demostraba sin ninguna duda que fue así.

La vista del juicio se celebró el 25 de agosto de 1939. El defensor pidió la absolución y el fiscal, el ya citado José Ramón de la Lastra y Hoces, la pena de muerte por un delito de traición, que fue la condena que le impuso el tribunal. La Auditoria de Guerra de Sevilla confirmó la sentencia, pero en última instancia el jefe del Estado la conmutó por 30 años de prisión. Con posterioridad, se les conmutó de nuevo por 12 años y pudieron salir de la cárcel en libertad vigilada en octubre de 1944. Durante esos cinco años estuvieron encarcelados en Lucena, la Prisión Provincial de Córdoba y en Oviedo.     

El nombre de otro preso lucentino encarcelado durante la posguerra por deserción, Francisco Fernández Cordón, lo he conocido gracias a Antonio Deza Romero, de Córdoba, que me facilitó en octubre de 2014 el consejo de guerra de su padre, el panadero Manuel Deza García, un guerrillero que murió en el cortijo Los Canónigos de Fuente Obejuna, el 15 de enero de 1946, en un enfrentamiento con la Guardia Civil. Manuel Deza había sido cabo en la misma unidad militar del Ejército franquista (4ª compañía del 9º batallón del regimiento de Infantería Granada nº 10) que el soldado lucentino Francisco Fernández Cordón, cuando el 13 de diciembre de 1937 decidieron pasarse juntos a zona republicana mientras luchaban en el frente de Peñarroya en las filas franquistas, en las que estaban enrolados de manera obligatoria desde que movilizaron a sus respectivas quintas. Ambos, al finalizar la guerra y por mandato del juez instructor Domingo Onorato Peña, fueron juzgados en la misma causa judicial. Francisco Fernández, jornalero de profesión, tenía 28 años en 1939, estaba casado con Mercedes Cruz, y según los informes del Ayuntamiento de Lucena había estado afiliado al PSOE. Tras la deserción del Ejército franquista, Francisco Fernández estuvo en Hinojosa del Duque, Pozoblanco y Barcelona, donde se enroló en la 22 Brigada Mixta. Resultó herido en la cabeza en la batalla de Teruel en enero de 1938, y ya permaneció el resto de la guerra prestando servicios auxiliares en Barcelona.

Francisco Fernández Cordón, en los años sesenta del siglo XX.

Tras la caída de Barcelona en manos franquistas, Francisco Fernández pasó el 8 de febrero de 1939 la frontera francesa y dos días después regresó a España por Irún. Decidió entonces presentarse en Sevilla en la unidad militar donde había estado enrolado en el Ejército franquista, pero al hacerlo fue detenido e ingresado en la prisión de Ranilla. El 19 de julio lo trasladaron a la cárcel cordobesa de Pueblonuevo para que quedara a disposición del juzgado militar nº 3 de Peñarroya. De aquí pasó a la Prisión Provincial de Córdoba, hasta que el 24 de febrero de 1942, alegando una larga enfermedad y el desamparo de su mujer y su hija, consiguió la libertad vigilada con la obligación de presentarse ante la Guardia Civil los días 1 y 15 de cada mes.  El 17 de marzo de 1943 fue sometido a consejo de guerra en Córdoba y condenado a treinta años de reclusión por haber desertado del Ejército franquista, aunque el fiscal había pedido la pena de muerte conmutada por 12 años de prisión. Presidía el tribunal el coronel Joaquín Camarero Arrieta y los vocales capitanes Sebastián Calderón Matute, Francisco Valls Poquet y Ángel Martínez Suárez. En julio se benefició de los indultos que el Gobierno había comenzado a aplicar a los miles de presos y le conmutaron al final la pena por 12 años. En septiembre salió de la cárcel con prisión atenuada, pero con la obligación de presentarse al comandante de puesto de la Guardia Civil cada 15 días y siempre en días festivos.

Los datos personales que aparecen en el consejo de guerra de Francisco Fernández Córdón me permitieron localizar en Lucena a su hija primogénita, Mercedes, y obtener una foto de él. Gracias a esta información familiar sabemos que Francisco Fernández era socialista. Sin embargo, un informe del Ayuntamiento lo calificaba a la vez de socialista y militante de la anarquista Sociedad de Oficios Varios, lo que era muy común en los informes oficiales que aparecen en los consejos de guerra, incapaces de dictaminar en muchas ocasiones la verdadera filiación política de los acusados, así que resulta frecuente encontrar a personas acusadas de ser socialistas, comunistas y anarquistas a la vez. La hija de Francisco Fernández nos ha informado también de que fue maltratado tras su detención en Sevilla, que enfermó de tifus mientras estuvo preso en la cárcel de Córdoba y que contó con el favor en su proceso judicial del vicesecretario de la Audiencia Provincial de Córdoba, el lucentino Pedro Víbora Manjón-Cabeza, con el que su esposa había trabajado de empleada doméstica. Francisco Fernández murió en 1984 en Barcelona, aunque fue enterrado en el cementerio de Lucena.

Juan Pedro Muñoz Repullo, desaparecido.

Hemos reservado el apartado final para los lucentinos que murieron o desaparecieron luchando en el Ejército republicano. Concretar su identidad es muy complicado porque a diferencia de lo ocurrido con los militares del Ejército franquista, sus nombres nunca se inscribieron en los libros de defunciones del Registro Civil de Lucena ni dejaron rastro en otra documentación. Entre los desaparecidos encontramos a dos hombres que huyeron de Lucena a Puente Genil en julio de 1936: el guardia municipal socialista Blas Baltanás Peláez, de 36 años; y el comunista Juan Pedro Muñoz Repullo «El Chuchu», de 37 años, que al parecer murió en un hospital de Lucena del Cid (Castellón). También tenemos en este grupo al presidente de la Sociedad de Agricultores en 1933, Felipe Cortés Cabello, militante de la UGT, que huyó a zona republicana y desapareció en el frente de guerra. Como represalia por su huida, se encarceló a su padre, Gregorio Cortés Sánchez, entre el 29 de julio y el 14 de noviembre de 1936. Este, tras ser detenido de nuevo en septiembre de 1937, acabaría condenado a 12 años de cárcel y moriría en la prisión de Sevilla en 1940. Una última víctima es Miguel Pino Salcedo, del que solo conocemos el nombre y que murió en la guerra gracias al testimonio de Lorena Raya Vicente (era el primer marido de su abuela), recibido desde Castellón en marzo de 2016. 

Blas Baltanás Peláez, desaparecido.

Aparte de los nombres obtenidos a través de mis investigaciones y de los testimonios familiares, un libro de José María García Márquez publicado en 2009, Trabajadores andaluces muertos y desaparecidos en el Ejército republicano (1936-1939), en sus páginas 200 y 246 recoge los nombres de siete lucentinos que murieron o desaparecieron mientras servían en el Ejército republicano. Desconocemos si son huidos de Lucena o personas a las que les sorprendió la guerra realizando el servicio militar en zona republicana o residiendo en ella. Entre las víctimas se encuentra Juan Antonio Cortés Jiménez, con unas trágicas circunstancias familiares, pues a su hermano Ramón, de 18 años, lo habían fusilado en 1936, y a su padre, Antonio Cortés Gallardo, alcalde pedáneo de la aldea de Las Navas del Selpillar en 1931, lo condenaron a 12 años de cárcel en la posguerra. Los siete hombres (fallecidos o desaparecidos) apuntados en el libro citado son las siguientes:  

  • Álvarez de Sotomayor Ruiz, Joaquín, 49 años, comandante de la 43 Brigada Mixta, muerto en Mora de Rubielos (Teruel), 16 de julio de 1938.
  • Calabrés Carrillo, José, 21 años, obrero agrícola, militante del PSOE, soldado del Batallón de ametralladoras del 20 Cuerpo del Ejército, desaparecido en Castuera (Badajoz), 16 de junio de 1938.
  • Cantero Montero, Juan, 31 años, vendedor de libros, sargento del XV Cuerpo del Ejército de Transmisiones, desaparecido en Flix (Tarragona), 27 de julio de 1938. Su esposa se llamaba Purificación Ramírez Domínguez. 
  • Cortés Jiménez, Juan Antonio, 25 años, campesino, militante del PCE y UGT, sargento de la 89 Brigada Mixta, muerto en Villa del Río (Córdoba), 19 de septiembre de 1938.
  • García Arroyo, Antonio, 22 años, peluquero, militante de UGT, soldado del Batallón Octubre y de la 30 Brigada Mixta, muerto en el frente de Peregrinos (Ávila), 25 de octubre de 1936.
  • Ranchal López, Francisco, pintor, militante de la CNT, capitán del 8º Batallón de Milicias Confederales, muerto en El Pardo (Madrid), marzo de 1937.
  • Rodríguez Cabrera, Vicente, 28 años, campesino, soldado de la 188 Brigada Mixta, desaparecido en Castuera (Badajoz), 23 de julio de 1938.

Diario de operaciones del teniente Carlos Galindo Casellas. Los primeros meses de la guerra civil en Rute, Iznájar y localidades vecinas

Carlos Galindo Casellas nació el 17 de marzo de 1902 en Ronda (Málaga). Se casó en 1928 con Rosa Osuna Ardizone y no tuvo hijos. Según su hoja matriz de servicios que se conserva en el Archivo General Militar de Segovia (sección CG, legajo G-17), con 18 años marchó voluntario al servicio militar, que realizó en Melilla, y participó en varios combates y operaciones militares en Marruecos, donde obtuvo dos medallas de guerra. Alcanzó el grado de teniente de Caballería y pasó a la reserva en junio de 1932. Como era además abogado, el 26 de febrero de 1936 comenzó a trabajar de secretario del Ayuntamiento del pueblo cordobés de Rute, tras haber ocupado plaza en otros municipios españoles como Priego (Cuenca), San José (Ibiza), Falset (Tarragona) e Iznatoraf (Jaén)). Cuando se produjo la sublevación militar del 18 de julio apoyó el golpe de Estado y comenzó a redactar un “Diario de Operaciones y notas” hasta pocos días antes de su fallecimiento en el frente de Monterrubio de la Serena (Badajoz), el 23 de julio de 1938. Tenía al morir 36 años.

Esquela mortuoria de Carlos Galindo publicada en el periódico ABC el 23 de julio de 1939, primer aniversario de su muerte.

El diario de Carlos Galindo, que abarca 111 páginas, de las que las primeras 85 aparecen mecanografiadas y el resto manuscritas, ha sido localizado en el Museo del Ejército de Toledo (Inf. 26.322) por el historiador toledano Roberto Félix García, quien generosamente me ha cedido el contenido para su publicación. Sus páginas son una radiografía de las operaciones de guerra que tuvieron lugar en Rute, Iznájar —fue nombrado comandante militar del pueblo en agosto— y otras localidades aledañas de las provincias de Córdoba, Málaga, Granada y Jaén. Es un documento extraordinario y muy valioso porque nos permite conocer qué estrategias y fuerzas se organizaron diariamente para la defensa de Rute e Iznájar y para la conquista de las localidades y tierras vecinas. Aun así, hemos de tener en cuenta a la hora de leerlo que estos diarios militares son, en determinadas ocasiones, textos en los que se ensalzan y magnifican las hazañas propias (como cuando  habla del intento republicano de tomar Iznájar el 10 de agosto de 1936), se ocultan hechos, se inventan otros y se recurre a la falsedad o las medias verdades si es necesario.

El diario comienza el 17 de julio de 1936 en Rute, cuando ante las noticias de que se había producido una sublevación militar en las zonas españolas del norte de África, Carlos Galindo contacta con el jefe de la Falange (posiblemente Manuel Villén Roldán) para organizar el apoyo al golpe de Estado en el pueblo. El día 18, sábado, la rebelión se extiende a la Península y a las tres de la mañana del 19 el alférez Basilio Osado Labrador, comandante de puesto del cuartel de la Guardia Civil, proclama el bando de guerra y detiene a los concejales y a los líderes de los sindicatos y los partidos del Frente Popular, la coalición de partidos republicanos y de izquierdas que había ganado las elecciones a Cortes del 16 de febrero y que controlaba el Ayuntamiento. Rápidamente crean una guardia cívica en Rute y en la aldea de Las Lagunillas, y una escuadra de la Falange —la Falange también se organiza en las aldeas que unen Rute con Lucena—, que comienza a operar en aquellos días en los caminos y aldeas hacia Iznájar y la cercana localidad malagueña de Cuevas de San Marcos. Para responder al golpe de Estado, muchos vecinos de Rute siguen la consigna de huelga general lanzada por las organizaciones frentepopulistas en toda España. Otros muchos, para escapar de la represión, comienzan a huir a la sierra de Rute. El día 29 de julio el alférez Basilio Osado ordena una batida a tiros contra ellos, aunque los que se habían escondido allí no iban armados.

Como en Rute y las localidades vecinas triunfó el golpe gracias al apoyo de la Guardia Civil y la situación estaba controlada, el día 2 de agosto el comandante militar de Rute y jefe de línea de la Guardia Civil, el alférez Basilio Osado, ordena a Carlos Galindo que se encargue de la defensa de Iznájar, situada a unos 20 kilómetros. Allí, el comandante de puesto de la Guardia Civil, el sargento Jerónimo Rivero Sánchez, les pedía ayuda, pues se temía un ataque republicano desde sus aldeas o desde las localidades vecinas de Loja (Granada) o Cuevas de San Marcos (Málaga). Nada más llegar a Iznájar, Carlos Galindo organiza con rapidez guardias cívicas y de Falange, destituye la Corporación municipal, nombra una nueva Gestora para administrar el Ayuntamiento y encarcela a los dirigentes frentepopulistas.

La represión fue muy dura en Iznájar durante esos meses de verano y principios del otoño. Tenemos documentado el fusilamiento de al menos 75 personas, la mayoría identificadas por informaciones aportadas por sus familias, de las que solo 28 han dejado rastro documental de su muerte en los libros oficiales de defunciones del Registro Civil, donde es obligatorio inscribir a los que fallecen. No obstante, por las incursiones en las aldeas iznajeñas que continuamente refiere el diario de Carlos Galindo, y la forma en que se llevaron a cabo, es de suponer que la aplicación del “bando de guerra”, es decir, los fusilamientos, tuvieron que ser mucho más numerosos. Sin embargo, y por desgracia, no hemos realizado una investigación profunda sobre esta cuestión en el municipio a través de testimonios orales, que es la fuente fundamental de recopilación de los nombres de las víctimas cuando los documentos escritos escasean o no son lo suficientemente esclarecedores. Que solo una de cada tres víctimas mortales esté inscrita en los libros de defunciones del Registro Civil en Iznájar deja claro el nivel de ocultación (algo normal en cualquier dictadura) que tuvo la represión franquista, y demuestra la importancia que tiene la investigación histórica para conocer el verdadero alcance y la magnitud de esta violencia.

Iznájar, la aldea próxima de la Celada y algunas cortijadas están, desde el 18 de julio de 1936, en manos de los que respaldan la sublevación militar. Sin embargo, no ocurre lo mismo con la mayoría de las otras 21 aldeas que conformaban el municipio —muchas están hoy ocultas bajo las aguas del pantano—. En estos núcleos, al no existir un cuartel de la Guardia Civil que apoyara el golpe de Estado, los vecinos se mantuvieron fieles a la República a pesar de no contar con apoyo militar para organizar su defensa. Las fuerzas de Carlos Galindo tienen como principal objetivo el control de esas aldeas para alejar el peligro republicano de Iznájar y, lo más importante, para asegurar las comunicaciones directas entre las ciudades de Córdoba y Granada, pues ambas capitales de provincia estaban dominadas por los militares rebeldes.

El hecho más grave al que se tuvo que enfrentar Carlos Galindo fue el ataque fracasado de fuerzas republicanas a Iznájar por las lomas de la Cuesta Colorá el 10 de agosto de 1936. Prueba de la importancia que le da a este hecho es que al final de su diario recoge transcritas las noticias grandilocuentes que publicaron los periódicos Ideal de Granada (1 de octubre) y La Voz de Córdoba (26 de agosto) sobre el asalto. Sin embargo, el hecho no ocurrió como él lo cuenta ni el intento de conquista fue tal. Según recoge el iznajeño Diego Ortiz Pacheco en su libro El pueblo habló. Pinceladas históricas (páginas 54 y 55), editado en 2014, como las fuerzas de Carlos Galindo habían cortado el Puente de Hierro, los republicanos no pudieron pasar con camiones, así que algunos soldados a pie se apostaron en la Cuesta Colorá y en cerro Hachuelo, desde donde tiraron algunos tiros al aire y se retiraron.

El testimonio de Manuel Llamas Sanjuán, antiguo alcalde andalucista de Iznájar, que recogí en 2004, hablaba también de que estas fuerzas republicanas solo hicieron un par de disparos y que uno dio en la entrada del cementerio, así que coincide en lo fundamental con el libro de Diego Ortiz. Ambos señalan que la causa de que los republicanos no entraran en Iznájar y se retiraran sin intentarlo se debió a que las  tropas las mandaba un capitán iznajeño, Francisco Alcántara Cañas, apodado Larita, quien temía las represalias que pudiera sufrir su familia y el daño que se le podía causar al pueblo. De hecho, dos días después de que los republicanos se retiraran sin plantear batalla, pelaron en Iznájar a los padres del capitán Francisco Alcántara, los purgaron con aceite de ricino y los pasearon por las calles para que sirvieran de mofa.

El 21 de agosto Carlos Galindo es nombrado de manera efectiva comandante militar de Iznájar, convirtiéndose en la máxima autoridad de la localidad. Para el día 23 ya tenía organizadas unas abultadas fuerzas en el pueblo, según un cuadro que conserva al final en su diario. Contaba entonces con 16 guardias civiles y 444 falangistas armados de manera variopinta (fusiles, mosquetones, carabinas, rifles y sobre todo escopetas), a los que hay que añadir 206 voluntarios posiblemente encuadrados en la Guardia Cívica (el municipio tenía unos 12.000 habitantes). En cuanto a municiones, destacaban 16 cajas para fusil, 6.500 cartuchos de escopeta y 1.567 para armas largas. Disponía también de 345 pistolas y revólveres y 1.800 cartuchos. Y para el transporte usaban 14 camiones, siete coches, una moto, 43 mulos y nueve caballos.

Con esta gruesa maquinaria bélica, el día 29 de agosto sus fuerzas comenzaron a ocupar la aldea de El Remolino, donde con anterioridad habían incendiado muchas casas para castigar a la población civil. Durante su incursión realizaron algunos fusilamientos y hubo abusos y violaciones de mujeres. Este episodio histórico ya pude analizarlo en 2005 gracias al testimonio de Antonio Montilla Cordón, uno de los habitantes de la aldea, que fue publicado por la revista Cuadernos para el Diálogo en 2007. Hemos de tener en cuenta que los asesinatos en El Remolino no se producen como respuesta a una violencia física previa de los republicanos, pues en las zonas y aldeas de Iznájar controladas por ellos no se ejecutó ningún fusilamiento durante aquellos meses. Un caso ejemplar en este sentido es el del municipio malagueño de Cuevas de San Marcos, muy citado en el diario de Carlos Galindo, donde en los dos meses de dominio republicano no se mató a nadie y tras su ocupación por fuerzas de Iznájar y de Lucena se fusiló al menos a 55 personas según la lista publicada por el estudioso local José Terrón Arjona en su libro Memoria sin sombra, editado en 2011.

En el diario de Carlos Galindo hay continuas referencias a los saqueos realizados por los republicanos en los cortijos, aunque no sabemos sí eso ocurrió en verdad en las aldeas de Iznájar. El pillaje es harto frecuente en un clima de enfrentamiento bélico y de calamidad pública, cuando se desbaratan los mecanismos de orden público y no existen autoridades que mantengan la ley. En bastantes ocasiones, esas requisas se produjeron porque hubo que asegurar el abastecimiento de alimentos para la población en un estado de guerra. Muchas personas no podían salir a trabajar a los campos por la inseguridad que se respiraba y el peligro que suponía, y había que alimentarlas. Otros vecinos se ofrecieron al servicio de la causa republicana, y no trabajaban ya en labores agrícolas por lo que no podían llevar un salario a sus casas. Con una buena parte de la población, jornalera y campesina, que vivía en unos niveles de auténtica supervivencia desde antes de que comenzara la contienda, la requisa de alimentos era el método más rápido y fácil de obtener alimentos. De hecho, las fuerzas de Carlos Galindo aplicaron el mismo método de requisa en las tierras conquistadas por ellos (hay referencias en su diario a requisas de caballos el 13 de octubre y de automóviles el 18 de noviembre), aunque él no lo detalle. Además, los bienes de los que huían fueron saqueados de sus casas (camas, ajuares, máquinas de coser, etc.) y se abrieron también oficialmente multitud de expedientes de incautación de bienes aquel mismo verano contra vecinos de ideología republicana.

Un caso documentado de rapiña de las fuerzas de Carlos Galindo ocurrió en El Higueral. Él dice en su diario que lo que ellos requisaron allí había sido a su vez robado con anterioridad por los republicanos en los cortijos, pero no es cierto, pues eran bienes legítimos de las familias de la aldea. El iznajeño Diego Ortiz Pacheco lo cuenta en parte en su libro ya citado (página 57) tomando como fuente el testimonio de varios vecinos de El Higueral, que ya había sido tomado con anterioridad por la Guardia Civil de Priego. Refiriéndose al primer día de la entrada de los «fascistas» desde Iznájar, relata: «…matar no mataron, pero estuvieron todo el día paseándose por la calle con los caballos. Se llevaron las bebidas del bar y todo el comestible de la tienda. Iban borrachos como cabras, echándole los caballos a los niños. A una mujer le levantaron el vestido. Uno de ellos se llamaba Rodrigo [posiblemente el guardia Rodrigo Salas Bote, responsable de varios fusilamientos en la aldea de El Remolino], otro, después fue municipal…».

La toma de la localidad malagueña de Villanueva de Tapia el día 30 de agosto por el general Varela, afín a los sublevados, aleja el peligro republicano de las cercanías de Iznájar y facilita que en el mes de septiembre las fuerzas de voluntarios y falangistas de Carlos Galindo realicen un auténtico paseo militar victorioso por la zona: el 1 ocupan las aldeas y cortijadas de Arroyo Cerezo, Cruz de Algaida, Gata, Gorgos y Adelantado; el día 3 Los Pechos, Fuente del Conde y Alcudilla; el 6 El Higueral; el 9 los Ventorros de Balerma; el 15 la localidad malagueña de Cuevas de San Marcos (junto a una columna de caballería de Lucena) y el 22 de septiembre la aldea de Fuentes de Cesna, perteneciente al municipio granadino de Algarinejo. A finales del mes de septiembre sus fuerzas junto a las de otras localidades cordobesas intentan la toma de la localidad jienense de Alcalá la Real y el día 1 de octubre llegan a sus aldeas de Hortichuela y Las Pilas. Como consecuencia de los éxitos obtenidos, el día 7 de octubre el jefe provincial de las milicias de Falange Española de las JONS nombró a Carlos Galindo inspector delegado de esas milicias en el sector sur de la provincia, con acción sobre las localidades de Cabra, Doña Mencía, Nueva Carteya, Zuheros, Lucena, Encinas Reales, Rute y Benamejí.

Hoja manuscrita por Carlos Galindo en la que solicita su ascenso a capitán.

A principios de octubre de 1936 Carlos Galindo comienza a incluir en su diario referencias a las malas relaciones con el comandante de puesto de la Guardia Civil de Iznájar, el sargento Jerónimo Rivero, y con el alférez Basilio Osado, que cumple igual función en Rute —a este último lo define como “un perfecto idiota y un burro” en una entrada de su diario de 27 de mayo de 1937—. Las causas de estas desavenencias no están claras, aunque él culpa a los “elementos caciquiles” de Iznájar, que influyen en el sargento, y a la maldad de ambos mandos, a los que califica de “canallas”, cobardes y “envidiosos”. Una denuncia del primero origina el 20 de octubre el cese de Carlos Galindo como comandante militar de Iznájar por el gobernador militar de Córdoba y, en consecuencia, su reingreso como secretario del Ayuntamiento de Rute. Se lamenta de que nadie va a despedirlo cuando se marcha de Iznájar, salvo dos personas, y desconocemos cuál es la razón, pues el día 14 de agosto se había iniciado una recogida de firmas para agradecerle su labor en el pueblo a la que se sumaron unas doscientas personas (no se añadieron más porque él ordenó parar la iniciativa).

Los motivos por los que en solo dos meses la figura de Carlos Galindo pasa, ante la opinión pública iznajeña, de la aclamación a la ignorancia son un misterio por ahora. Según algunos testimonios, tendría que ver con el alcance de la represión por él ejercida o permitida, que llegó a escandalizar hasta a los propios derechistas del pueblo. Prueba de ello es que el día 2 de septiembre el jefe de la Falange en la localidad, Salvador Luque García, denunció en la Comandancia Militar de Lucena el fusilamiento de su tío Antonio Conde Luque y tres vecinos más por el guardia civil Rodrigo Salas Bote y el falangista Pedro Doncel Quintana (Periquillo el de la Carolina) en la aldea de El Remolino, mientras estaban borrachos. Además, ese día, intentaron mutilar los cadáveres, abusaron de una mujer y realizaron otros desmanes (este episodio se narra en un artículo de mi autoría publicado por la revista Cuadernos para el Diálogo en el año 2007).

Sepulcro de Carlos Galindo en el cementerio de Rute.

A partir de su cese como comandante militar de Iznájar, Carlos Galindo comienza a maniobrar para denunciar ante varios mandos militares superiores la situación de acoso que él estima que sufre. Consigue reunirse con el gobernador militar de Córdoba, Ciriaco Cascajo, y envía un telegrama al general Gonzalo Queipo de Llano, la máxima autoridad militar de Andalucía en la zona franquista. Su intención es integrarse como oficial del Ejército en el cuerpo de Regulares —formado por tropas marroquíes indígenas—, lo que consigue a principios de diciembre de 1936 al ser destinado al 5º Tabor (escuadrón) de Infantería de Regulares de Melilla. Sus primeros combates serán en al frente de Madrid y en septiembre de 1937 pasará a Teruel. En enero de 1938 le comunican su ascenso a capitán en el 2º Tabor de Regulares de Melilla y su diario ya no se conserva a máquina, sino manuscrito. El 14 de junio de 1938 es el último día que escribe y el 23 de julio, con 36 años, encontró la muerte en Monterrubio de la Serena (Badajoz), en el frente de Extremadura. El Registro Civil de Rute señala como fecha de la muerte el día 22, con 26 años, pero está equivocado en la fecha y la edad. El día 28 el Ayuntamiento de Rute inició una suscripción popular, a la que aportó 300 pesetas, para costear un panteón en el cementerio parroquial, muy mal conservado en la actualidad, en el que aparece inscrito como “caído por Dios y por España”.

Carlos Galindo era una persona con bastante preparación intelectual, según se puede observar en su diario, algo lógico teniendo en cuenta que poseía la carrera de abogado. Desconocemos si en ello influyeron también sus orígenes familiares. Sabemos que un hermano, Antonio (fallecido en 1992), al que nombra varias veces, llegó a ser general de brigada de Infantería y gobernador militar de Ceuta, Gran Canaria y Cáceres durante el franquismo, además de pintor y escritor. La esposa de Antonio, la canaria María de las Mercedes Ortoll Vintró, fue una popular escritora de novelas rosas entre 1930 y 1963. En 1966, a ambos los nombraron miembros de la Academia Cultural y Social de París. Por otro lado, la viuda de Carlos Galindo, Rosa Osuna Ardizone, poseía en los años sesenta del siglo pasado una administración de loterías en el Paseo de las Delicias de Madrid. Ignoramos si fue una concesión por ser viuda de militar caído en el frente.

A continuación publicamos la primera parte del diario de Carlos Galindo, la referida a Rute e Iznájar, que abarca desde el 17 de julio al 7 de diciembre de 1936. Son 23 folios pasados a ordenador. Se ha respetado el texto original, incluidos los escasos signos de puntuación, y solo se han corregido contadas faltas de ortografía, se han eliminado algunas mayúsculas que antes eran de uso común y se han revisado los nombres de las aldeas (a El Remolino lo llama Remolinos, a Solerche, Solerches, etc.). El diario se puede leer en este enlace.

Información complementaria:

Fotografías de desfiles en Baena durante la guerra civil

A mediados de mayo de 2018 me entregaron varias fotografías antiguas de Baena que reproduzco al final de este artículo. No son inéditas pero sí bastante desconocidas, al menos una parte de ellas. No están fechadas, aunque por las imágenes que aparecen se podrían situar en los años de la guerra civil debido a la indumentaria de los protagonistas y al uso de detentes, una especie de emblema que utilizaban los combatientes con imágenes religiosas (fundamentalmente el Sagrado Corazón de Jesús) prendidas en el pecho. Casi todas las fotos son de desfiles en los que participan civiles y fuerzas militares. Entre los civiles destacan los falangistas: varones uniformados con el mono azul, mujeres de la Sección Femenina y flechas, que era el nombre que recibían los niños y jóvenes que pertenecían al partido. También aparecen mujeres de paisano en los desfiles, en alguna ocasión con mantilla y en otra con un crucifijo alzado, una imagen muy típica del nacionalcatolicismo imperante en la España franquista donde se mezclaba lo político, lo religioso y lo militar. En una de las fotos, un sacerdote saluda con el brazo alzado, al estilo fascista, junto a varios soldados y falangistas. Las imágenes se hicieron con motivo de un acontecimiento importante, pues en algunos balcones aparecen colgaduras con banderas y mucho público observa los desfiles por las calles. Varias de las fotografías se realizaron en el Paseo (actual plaza de la Constitución) y en el tramo alto de la Calzada.

Creemos que las fotografías corresponden casi con total seguridad al día 14 de septiembre de 1936  (festividad de Nuestro Padre Jesús Nazareno, patrón de Baena), cuando se celebró un gran homenaje al coronel de Regulares Eduardo Sáenz de Buruaga —cuyas tropas habían tomado el pueblo el 28 de julio—, ya que lo hemos identificado en una imagen. También las fotos pudieran ser en parte del 15 de septiembre de 1938, cuando en medio de un pueblo engalanado con profusión de banderas nacionales y falangistas, la Falange celebró su Día con la asistencia de autoridades civiles, militares y mandos del partido. Para la ocasión, se realizó una gran concentración nacional sindicalista en la plaza de armas del castillo, una ceremonia de bendición de la Cruz de los Caídos (el monumento en recuerdo de los fallecidos del bando franquista), una entrega de bandera a las fuerzas de la Guardia Civil y un grandioso desfile de 4.000 afiliados uniformados de Baena y de los pueblos limítrofes. Otra posibilidad es que haya fotos de dos semanas después, del 1 de octubre, cuando se celebró la Fiesta del Caudillo en el segundo aniversario de su proclamación en Burgos como jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos. Los actos consistieron en una concentración a las 11,30 de la mañana en la plaza de armas del castillo de unidades del Ejército, milicias, juventudes y afiliados a la Falange para leer el saludo de Franco y en una manifestación de homenaje a las 6 de la tarde. Todos estos actos se desarrollaron en época de calor o con temperaturas agradable que permitían el uso de la ropa veraniega que predomina en las fotografías.

La mayoría de los varones baenenses que participan en el desfile van uniformados como falangistas o milicianos, así que haremos un breve repaso de los la evolución del partido y de las milicias que funcionaron en la localidad. Las milicias estaban integradas por vecinos armados que sin ser militares desarrollaron labores de vigilancia, defensa, paramilitares y en algunas ocasiones represivas (como registros, cacheos, detenciones), sobre todo los enrolados en la primera línea, que era la de vanguardia. Desde agosto de 1936 encontramos en Baena cuatro organizaciones de milicias, siempre bajo el mando militar, que a mediados de octubre estaban formadas de la siguiente manera: el Batallón o Compañía de Voluntarios tenía 157 afiliados de primera línea; el Escuadrón de Voluntarios (caballistas) contaba con 35 voluntarios; la Guardia Cívica agrupaba a 34 afiliados de primera línea, 188 de segunda y 63 de tercera (285 en total); y la Falange Española sumaba 154 afiliados de primera línea y 88 de segunda (242 en total). Por orden de la superioridad, estas cuatro organizaciones se integraron en la Falange Española el día 21 de octubre, con lo que se creó una gran milicia con cuatro alféreces y dos clases, 368 afiliados de primera línea y 345 de segunda (713 en total), armada con 112 fusiles, 132 mosquetones, 37 carabinas y 24.547 cartuchos. Desde el 12 de septiembre, Rafael de las Morenas Alcalá, que había sido nombrado comandante militar de Baena dos días antes al cesar como alcalde, actuó de jefe de milicias de la zona de Baena, un cargo que abarcaba a todos los pueblos del partido judicial.

En la España franquista, solo carlistas y falangistas mantuvieron plena actividad política, pues las demás organizaciones de derechas permanecieron aletargadas y los partidos del Frente Popular (socialistas, comunistas, republicanos) y otras organizaciones de izquierdas, sindicatos y partidos nacionalistas periféricos quedaron proscritos y sus bienes incautados. En Baena, a pesar de su insignificancia antes de las elecciones del 16 de febrero de 1936 (sus candidatos solo obtuvieron ocho votos), la Falange tuvo una progresión espectacular, pues de los 44 afiliados que tenía con anterioridad al 18 de julio pasó a 133 el 30 de agosto y a 233 el 30 de septiembre. Su número se multiplicó el 21 de octubre, alcanzando los 609, debido a la integración de todas las milicias en la Falange; y a finales de año llegó a 752 militantes (ya en la posguerra, el 7 de marzo de 1941 tenía 1.119).

El día 17 de abril de 1937, por el Decreto de Unificación se produjo la incorporación forzada de falangistas y carlistas en Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, el partido único durante toda la dictadura de Franco, ya que todos los demás quedaron disueltos. En Baena, un mes antes, el 20 de mayo de 1937, y ante notario, se levantó acta de la constitución de la comisión integradora, que estuvo compuesta por los falangistas Manuel Torres Romero (jefe de la Falange local), José Alcalá Santaella (secretario) y José Baena Rojano (administrador). No participó en esta comisión ningún carlista, pues sólo existían en el pueblo 14 adheridos a la Comunión Tradicionalista y 10 requetés (milicianos) que no habían prestado ningún servicio en vanguardia ni en retaguardia y que ni siquiera poseían sede.

En el momento de la unificación en abril de 1937, la Falange tenía en Baena 398 afiliados en primera línea (en el frente) y 566 en segunda línea (en la retaguardia), 374 flechas (militantes de la Sección Juvenil), 128 afiliadas a la Sección Femenina y 374 militantes de la CONS (Central Obrera Nacional Sindicalista, el sindicato único). Las sedes de la Falange se repartían por varios domicilios. En las casas nº 17 y 19 de la calle del Moral, cedidas temporalmente a la organización por José Casado Martínez, se encontraban la jefatura y la secretaría, el cuartel de flechas, la sala de conferencias, el gimnasio, las oficinas y la delegación de la CONS. En la misma calle, en la planta baja de la casa nº 1, se situaban los comedores del Auxilio de Invierno, el órgano de beneficencia falangista convertido un mes después en Delegación Nacional de Auxilio Social. En la casa nº 3 de la calle José Antonio Primo de Rivera, cedida por Guadalupe Rabadán Valenzuela, se localizaban la jefatura de milicias y el cuartel de la Falange; y en los nº 10 y 19, en un inmueble prestado por la Comandancia Militar, la jefatura de la Sección Femenina.

Mientras las delegaciones anteriores, en manos de varones, contenían un mobiliario variado –en el que se incluían una biblioteca con 200 libros o máquinas de escribir–, los enseres de la casa donde tenía su sede la Sección Femenina de la Falange se reducían únicamente a una mesa grande, cinco sillas, un sillón y tres máquinas de coser, un mobiliario ilustrador del papel social y político secundario y subordinado que el partido adjudicaba a la mujer. Frente a la igualdad legal con el varón que había impuesto la República, el franquismo implantará un prototipo de mujer como esposa, madre, ama de casa y católica, dedicada durante la guerra a labores caritativas y asistenciales “propias de su sexo”, como las colectas de dinero y víveres, la recogida de ropa para los soldados, la de madrinas de guerra —se encargaban de cartearse con los soldados para elevar su moral— o la atención a los comedores de Auxilio Social.

El coronel de Regulares Eduardo Sáenz de Buruaga (situado a la derecha del personaje central que viste camisa blanca) rodeado por militares, falangistas y mujeres el 14 de septiembre de 1936.

Un militar junto a un soldado moro de las tropas de Regulares (indígenas marroquíes) que colaboraron con el Ejército franquista.

Falangistas desfilando mientras entran desde la Calzada al Paseo.

Militares y falangistas desfilando.

Mujeres de la Sección Femenina de la Falange en posición de descanso.

Desfile de niños de la sección juvenil falangista de Flechas. 

Desfile de niños de la sección juvenil falangista de Flechas.

La banda de música y vecinos con los brazos en alto reciben a las tropas que van desfilando por el Paseo.

 

Banderas, maceros del Ayuntamiento y militares.

Militares, falangistas, milicianos y vecinos. Algunos, entre ellos un sacerdote, saludan con el brazo en alto.

Desfile de mujeres. Una lleva un crucifijo.

Desfile de mujeres. Una lleva un crucifijo.

 

OTRAS FOTOGRAFÍAS DE FECHAS POSTERIORES

Vista del Paseo desde un plano superior.

Concentración falangista.

A la derecha, Roque, un discapacitado muy conocido en Baena.

 

Listado de víctimas mortales de la represión en Baena durante la guerra civil

Portada del libro Baena roja y negra. Guerra civil y represión (1936-1943).

En 2013 salió la segunda edición de mi libro Baena roja y negra. Guerra Civil y represión (1936-1943), una obra que vio la luz por primera vez en 2008. Desde entonces, al calor de mis nuevas investigaciones, he publicado en este blog varios artículos referidos a Baena que ampliaban o modificaban las informaciones que aporté en el libro. Un apartado que ha sido corregido en sucesivas ocasiones es el listado de víctimas de la represión franquista en la posguerra. Sin embargo, aún estaba pendiente la actualización de los nombres de las víctimas causadas por el franquismo durante la guerra, en la que destacan sobre todo dos grandes matanzas ocurridas el 28 y el 29 de julio de 1936 tras la entrada de la columna militar del coronel Sáenz de Buruaga en el pueblo. La puesta al día de esta información era necesaria, además, porque podría ser muy valiosa para los investigadores tras la aprobación en marzo de 2018, por el Comité Técnico de la Dirección General de Memoria Democrática de la Junta de Andalucía, de las labores de “indagación, localización, delimitación, exhumación, estudio antropológico e identificación genética, si procediera” de los represaliados que posiblemente se encuentren inhumados en fosas comunes del cementerio de Baena.

El listado de víctimas de la represión franquista que publico a continuación, a pesar de la revisión y actualización de los datos, es una estimación mínima sujeta a futuras investigaciones. Ello se debe a que muchos de los asesinados entonces, en Baena y en España, son desaparecidos, ya que no se inscribieron nunca en los libros de defunciones de los registros civiles ni dejaron rastro documental alguno, por lo que nunca sabremos quiénes y cuántos eran y su identidad quedará borrada para siempre. Cualquier dictadura, de izquierdas o de derechas, siempre ha intentado ocultar los desmanes que han ejercido los suyos, y en esto el franquismo no fue una excepción, por lo que el descubrimiento de nuevas fuentes de información escrita u oral es vital para seguir tejiendo la historia de lo ocurrido y para que los historiadores podamos arrojar luz sobre los hechos.

Baena fue uno de los pueblos de Córdoba en el que la represión franquista resultó más elevada: al menos 369 vecinos perdieron la vida durante la guerra y otros 78 cayeron en la posguerra, lo que suma una cifra total de 447 muertos. En lo que se refiere a la represión republicana, no ha habido modificaciones respecto a lo que publiqué en mi libro de Baena: 99 víctimas, de las que 73 murieron asesinadas en el convento de San Francisco el 28 de julio de 1936. El hecho de que no haya habido cambios se debe a que durante la dictadura de Franco estas fueron las únicas víctimas que tuvieron derecho a la historia y a la memoria, así que todas se inscribieron en los registros civiles y en los informes oficiales y se las pudo enterrar dignamente, por lo que su identidad quedó por fortuna sobradamente documentada.

A continuación publico dos enlaces con los listados de los nombres de las víctimas mortales de la represión franquista y la represión republicana en Baena durante la guerra civil. Antes de su consulta, aconsejo la lectura de un texto introductorio colocado al principio, que es imprescindible para conocer los hechos y el contexto histórico en  que se produjeron.

La represión en Baena durante la guerra civil y la posguerra

Listado de víctimas de la represión franquista en Baena durante la guerra civil

Listado de víctimas de la represión republicana en Baena durante la guerra civil

 

INFORMACIÓN ADICIONAL

Los presos de Baena en la posguerra

Baena, tercer municipio cordobés en asesinados en los campos de exterminio nazis

Manuel Hernández González, cabo de la Guardia Civil en Albendín en 1936

El testimonio de Antonio Cruz Navas sobre la matanza del 29 de julio de 1936 en Baena

El baenense Rafael Monroy Roldán, salvado de una condena a muerte en la posguerra

Escritos de Manuel Cubillo Jiménez, juez de Baena en la posguerra

Documentos de Manuel Cubillo Jiménez, juez de Baena en la posguerra

 

El instituto Barahona de Soto de Lucena (1933-1939)

En 1931 el único instituto de enseñanza media que existía en el sur de Córdoba era el Aguilar y Eslava de Cabra. Los lucentinos que querían estudiar el bachillerato en su provincia solo tenían la opción de matricularse en este centro, situado a nueve kilómetros, o en el Provincial de Córdoba capital, distante más de 70 kilómetros. Para evitar los gastos de transporte o de residencia en esas localidades, la inmensa mayoría de los estudiantes lucentinos se matriculaban como alumnos libres y solo se desplazaban allí para los exámenes finales. Mientras, durante todo el curso se preparaban el temario oficial de las asignaturas en las aulas del Colegio María Santísima de Araceli, una institución privada (y por tanto, de pago) regentada por los hermanos maristas en Lucena desde 1906 con alumnado interno y externo. La enseñanza era entonces un privilegio reservado a los sectores más adinerados, ya que las clases populares y trabajadoras carecían de medios económicos para costear la educación de sus hijos y la mayoría de los niños abandonaban la escuela a muy corta edad para trabajar y ayudar al sostenimiento familiar. Ello explica que en 1930 el analfabetismo afectara en España al 36,61% de los varones y al 48,14% de las mujeres, y que en 1931 solo el 3% de los matriculados en primaria accediera a la enseñanza secundaria, que solía comenzar a los diez años de edad.

La Segunda República Española, nacida el 14 de abril de 1931, intentó cambiar este panorama. El nuevo régimen político emprendió una reforma de la enseñanza que se manifestó en el incremento del presupuesto en educación, la creación de miles de aulas, el aumento de plazas para maestros y la implantación de un modelo de escuela laica, obligatoria, gratuita y mixta, en la que por primera vez convivían juntos niños y niñas. En su afán por universalizar el derecho a la educación y de acercar la cultura a los ciudadanos, el recién nombrado ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes, el republicano radical socialista Marcelino Domingo, manifestó su intención de inaugurar nuevos institutos de enseñanza media en las ciudades con gran número de escolares. Como uno de los anhelos de la sociedad lucentina era contar con un instituto, el abogado y alcalde socialista Vicente Manjón-Cabeza Fuerte abordó este asunto con suma rapidez. El 28 de agosto, solo cuatro meses y medio después de que se proclamara la República, convocó a las “fuerzas vivas” y a diversas entidades en el Ayuntamiento con la intención de aunar esfuerzos para solicitar su apertura al Ministerio. La reunión resultó un éxito. Representantes de más de treinta organismos políticos, sindicales, lúdicos, culturales, religiosos y profesionales acudieron a la cita, según recoge el libro de actas de la comisión permanente del Ayuntamiento que se puede leer en este enlace.

Los asistentes a la reunión con el alcalde aprobaron por unanimidad solicitar al Ministerio la apertura de un instituto, al contar Lucena con alumnado y capacidad suficiente para ello. Se basaban en que la localidad albergaba una población escolar que rebasaba los seis mil niños en educación primaria, se situaba en el nudo de comunicación de otros pueblos importantes, contaba con más de 160 alumnos matriculados en enseñanza secundaria (130 en el colegio de los maristas y el resto en el de las carmelitas) y consideraban además que el nuevo centro facilitaría el acceso a la educación a las familias humildes y al “elemento femenino”, ya que las “costumbres sociales todavía imperantes en esta ciudad” imposibilitaban el desplazamiento de las mujeres a otras localidades para estudiar. Para conseguir sus fines, los reunidos acordaron recabar el apoyo de los diputados cordobeses en las Cortes, nombrar una comisión que se desplazara a Madrid para reunirse con el ministro, ceder el palacio ducal de Medinaceli (situado al lado del castillo) para construir el edificio donde se asentaría el instituto y activar las gestiones para que este comenzara a funcionar en octubre en unas instalaciones provisionales.

Aunque las autoridades y la sociedad lucentina empezaron a movilizarse en el verano de 1931, hasta exactamente dos años después no aparecieron los decretos (23 de junio y 26 de agosto de 1933) que reglamentaban los nuevos centros de enseñanza media (institutos elementales, nacionales y colegios subvencionados) y fijaban las normas de colaboración entre el Ministerio y los ayuntamientos para su creación y sustento. El Consistorio de Lucena se afanó en cumplir los requisitos de la normativa oficial para alcanzar su objetivo. A principios de julio de 1933 aprobó ceder un local de la calle Mesoncillo (actual conservatorio de Música), en el que existían diez aulas de primaria, para sede del instituto. Además, a finales de mes, el alcalde Vicente Manjón-Cabeza se desplazó a Madrid para realizar gestiones al respecto ante el ministro de Instrucción Pública y convocó con posterioridad una reunión con los padres de familia. En ella se acordó informar al director general de 2ª Enseñanza de que el Ayuntamiento ofrecería un edificio, material y mobiliario gratuitos para instalar el instituto, locales para un internado, y daría “cuantas facilidades estime el Ministerio para conseguir que se cree en esta ciudad ese centro de enseñanza”. El alcalde mandó copia del escrito al diputado socialista cordobés Francisco Azorín Izquierdo, por si estimaba oportuno que una comisión compuesta por los padres de familia y una representación del municipio se trasladara a Madrid para entrevistarse con el ministro, el republicano radical socialista Francisco Barnés Salinas, quien a su vez visitaría Lucena el día 28 de agosto para conocer las instalaciones donde se asentaría el nuevo centro educativo.

Portada del Reglamento que regía la Asociación Pro Instituto de Lucena.

En el Decreto de 26 de agosto de 1933 del Ministerio de Instrucción Pública se barajaba ya la posibilidad de que se creara un colegio subvencionado en Lucena, no obstante un Decreto posterior de 14 de septiembre le otorgó un instituto elemental. Era una categoría superior que le permitiría impartir el ciclo completo de bachillerato, seis cursos, frente a los solo cuatro primeros cursos que se autorizaban en los colegios subvencionados. Para conseguir que la concesión del instituto fuera efectiva, el municipio debería aportar al Estado 25.000 pesetas. Como el Ayuntamiento carecía de fondos, el alcalde socialista Vicente Manjón-Cabeza citó a una asamblea a los padres de familia. Allí se decidió formar cuatro comisiones de padres y maestros encargadas de recaudar fondos para la causa. Sus integrantes pertenecían en buen número a las clases acomodadas y a miembros de la derecha política y del Partido Republicano Radical, y su trabajo resultó tan fructífero que a finales de mes ya se había realizado en la Delegación de Hacienda el ingreso preceptivo de 6.250 pesetas, el importe del primer trimestre del curso, que podía pagarse a plazos. Se creó también una comisión (integrada por representantes del PSOE, el Partido Republicano Radical y la derechista CEDA, entre otros) para estudiar la constitución de un patronato pro instituto y redactar sus estatutos (el reglamento original se puede leer en este enlace), y en el Ayuntamiento comenzó la inscripción de matrículas que se prolongaría hasta el 10 de octubre de 1933.

Al igual que Lucena, otras muchas localidades españolas lograron por aquellas fechas contar con nuevos centros de enseñanza media. Lucena, Priego, La Rambla y Peñarroya serían los cuatro municipios afortunados en la provincia de Córdoba. Esta política de creación de nuevos institutos desarrollada por la II República en sus pocos años de existencia resultó un éxito. Permitió que solo entre 1933 y 1934 se crearan 97, de los cuales 20 eran institutos nacionales, 37 institutos elementales y 40 colegios subvencionados. El aumento de centros conllevó a su vez que la cifra de alumnos se elevara. Se pasó de 76.074 alumnos en 1930 a casi 125.000 en 1935, y creció también en porcentaje el número de alumnas matriculadas en enseñanza media (de un 27% en el curso 1932-1933 a un 35% en 1935-1936).

La inauguración oficial del curso en el instituto de Lucena, presidida por el gobernador civil, constituyó un gran acontecimiento social. Se realizó en la sede de la asociación Amigos del Arte (posiblemente en la calle Alcaide) el 16 de noviembre de 1933. Asistieron el director y el profesorado, el alcalde, las autoridades civiles, militares y eclesiásticas, el decano del colegio de abogados, notarios, el registrador de la propiedad y el director del vecino instituto de Cabra. La celebración terminó con un aperitivo y un baile.

Según relata Juan Palma Robles en su libro Lucena Marista (páginas 108-115), publicado en 2006, durante el primer año de existencia el instituto alcanzó cerca de las 200 matrículas, de las que un 10% correspondían a mujeres. La mayoría de este alumnado procedía de Cultural Lucentina, la denominación que tomó el colegio-internado de los maristas para acatar las Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas de junio de 1933. Esta Ley impedía a las órdenes religiosas ser titulares de centros educativos a partir del 1 de octubre, así que estos centros se secularizaron. Es decir, se inscribieron a nombre de personas particulares o padres de familia aunque el profesorado y el ideario católico siguió siendo el mismo. Cultural Lucentina matriculó a sus alumnos de secundaria en el nuevo instituto como oficiales, y cada día, vigilados por tres o cuatro hermanos maristas, acudían a sus clases. Las relaciones de profesorado y alumnado de ambos centros lucentinos, el religioso y el estatal, resultaron armoniosas.

Juan Luna Pérez (tercero por la derecha), secretario de la Asociación Pro Instituto de Lucena en 1934.

El 2 de agosto de 1934 una comisión de lucentinos se trasladó a Madrid para conseguir del ministro de Instrucción Pública, Filiberto Villalobos, que el instituto pasase de elemental a nacional, lo que le permitiría elevar su categoría, contar con nuevos profesores ayudantes y matricular a alumnos libres. La delegación, del más alto y variopinto nivel político, la componían el alcalde socialista Vicente Manjón-Cabeza, Pedro Montilla Domingo y el dirigente de la derecha política Juan Luna Pérez (presidente y secretario respectivos de la Asociación Pro Instituto, legalizada el 9 de abril de 1934), el maestro nacional Pedro Álvarez Lozano, Juan Cuenca Burgos (lucentino y secretario particular en Madrid del ministro de la Gobernación), los diputados cordobeses Eloy Vaquero Cantillo y Francisco de Paula Salinas Diéguez (ambos masones y miembros del Partido Republicano Radical), y Miguel Cabrera Castro, diputado cordobés de la derechista CEDA.

Alumnado en el patio del instituto Barahona de Soto de Lucena.

El ministro les habló de la necesidad de ampliar el número de clases, dependencias y laboratorios, algo que se ejecutó durante el mandato del nuevo alcalde de Lucena desde finales de octubre de 1934, Bernardo Fernández Moreno, del Partido Republicano Radical, que nombró una comisión de tres concejales para que ayudara a la Asociación Pro Instituto a conseguir el cambio de categoría del centro. También el Pleno municipal acordó en abril de 1935 adherirse a la propuesta del claustro de profesores y de la Asociación Pro Instituto para que se denominara Barahona de Soto, en honor del afamado escritor lucentino del siglo XVI, lo que fue aprobado por el Ministerio al mes siguiente.

El alumnado recibe clases de Educación Física en el instituto Barahona de Soto de Lucena.

Tras una inspección favorable, el instituto Barahona de Soto se convirtió en nacional por una Orden ministerial de 30 de diciembre de 1935. Jugó un papel importante en favorecer esta concesión Joaquín de Pablo-Blanco Torres, diputado del Partido Republicano Radical por Córdoba y ministro de la Gobernación entre septiembre y diciembre de 1935. Para celebrar la noticia la banda municipal de música recorrió las calles de Lucena el 7 de enero de 1936, al día siguiente de la publicación oficial de la Orden. Ejercía entonces como director del centro José Arjona López, profesor de Geografía e Historia, y de secretario el lucentino Bibiano Palma Garzón, profesor de Matemáticas.

Cuando se produjo el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y la consiguiente guerra civil existían en la provincia de Córdoba los institutos de Córdoba, Cabra, Peñarroya, La Rambla, Priego y Lucena, unas localidades que quedaron desde el primer día (salvo Peñarroya, que cayó en octubre) en manos de los militares sublevados. En la España controlada por ellos se inició en el ámbito educativo la supresión del laicismo, la eliminación de la coeducación de alumnos y alumnas, la censura de los libros de texto, el cierre de numerosos centros de enseñanza creados por la República y la depuración del profesorado (en la provincia de Córdoba se sancionó el 31% del profesorado de enseñanza media y al menos al 19% de los maestros). El gran artífice inicial de esta política represiva fue el poeta monárquico de extrema derecha José Mª Pemán, presidente desde octubre de 1936 de la Comisión de Cultura y Enseñanza de la Junta Técnica de Estado, el organismo que ejercía las funciones de gobierno en la zona franquista. La depuración del profesorado de enseñanza media de Lucena, que afectó a cuatro docentes (el 28,5 % de la plantilla), ya lo tratamos en una antigua entrada del blog, así que ahora nos centraremos en el cierre del instituto.

Debido a que Lucena estaba muy alejada de las líneas del frente de guerra, el instituto siguió funcionando con relativa normalidad durante el curso 1936-1937, aunque las clases se desdoblaron: por la mañana se dedicaron solo a los alumnos y las de las tardes a las alumnas (para cumplir con la nueva normativa oficial que prohibía la asistencia conjunta a las clases de los dos sexos). Todo cambió a punto de comenzar el siguiente curso escolar, pues el de Lucena fue uno de los 38 centros de enseñanza media cerrados por una Orden ministerial de 14 de septiembre de 1937. La Orden afectó también a los de Priego y La Rambla, y a otros muchos institutos con posterioridad. Se justificó, entre otros motivos, en que eran prioritarias las necesidades económicas de la guerra y en que a causa de ella se había reducido el número de alumnos. Sin embargo, la clausura no era definitiva, sino “provisional y transitoria” y la Orden remitía a “lo que haya que resolverse respecto a este particular el día que se aborde la reorganización de la enseñanza”.

La decisión de las autoridades educativas franquistas cayó como un jarro de agua fría en Lucena. Solo tres días después de la Orden de cierre, el 17 de septiembre de 1937, una comisión de padres de alumnos formada por José Antrás Duclós, Juan Luna Pérez, José García Pérez y Joaquín Ruiz de Castroviejo Aguilar se dirigió al Ayuntamiento. Ante el alcalde, Antonio García Doblas, capitán retirado de la Guardia Civil, culparon a la Corporación de la clausura del centro “al no haber tomado medidas preventivas” para evitarla. Para revertir la Orden, propusieron que una comisión integrada por un miembro del Ayuntamiento y otras “fuerzas vivas” realizara un viaje a Burgos, donde tenía la sede el Gobierno franquista (Madrid aún se encontraba en manos de la República), para gestionar ante la Comisión de Cultura y Enseñanza la anulación del acuerdo, y que ese viaje lo pagara el Ayuntamiento.

El Pleno municipal rechazó la solicitud de la comisión de padres alegando falta de presupuesto y que la gestión sería ineficaz. Se basaba en que aunque la supresión resultaba “perjudicial para esta población”, se había tomado por la superioridad atendiendo “al interés general, que está sobre el interés particular, considerando además esta comisión gestora que los actuales tiempos no son como los que afortunadamente pasaron, que los actuales son de verdadera enjundia y recta administración que no cambia las decisiones que adopta con la mera visita de un personaje o personajes que en Comisión le pretendan modificar o anular los acuerdos que adopta”. Esta última afirmación de los gestores municipales veremos más adelante que tenía poco que ver con la realidad, pues serán precisamente las gestiones de “pasillo” y de “tapadillo”, de personas e instituciones relevantes, las que van a condicionar la corta existencia que aún le quedaba al instituto.

El periódico católico local Ideales, muy influyente en aquel tiempo, también se hizo eco de la supresión del instituto Barahona de Soto de Lucena y abogaba de manera contundente por su reapertura en la primera página de su edición del 20 de septiembre de 1937. Entre los múltiples argumentos que esgrimía, resaltaba que en “nuestro instituto ha dominado desde el primer día de su creación el espíritu católico y español”, que “la mayor y más selecta parte de sus catedráticos han sido de firmes convicciones cristianas y patriotas”, las buenas relaciones que había mantenido con el colegio religioso de los maristas, el “sentir derechista” de la mayoría del claustro y “la incorporación total y absoluta de Lucena al Glorioso Movimiento el mismo día 18 de julio” de 1936.

José Antrás Duclós, presidente de la Asociación Pro Instituto en 1937.

Como último recurso para lograr la reapertura del Barahona de Soto, el presidente de la Asociación Pro Instituto, José Antrás Duclós, se dirigió por carta a la Comisión de Cultura y Enseñanza de la Junta Técnica de Estado. El escrito de respuesta, publicado por el periódico Ideales, llegó el 18 de octubre de 1937 de la mano del abogado Jorge Villén Écija. Este era oriundo de la vecina localidad de Rute y ejercía de secretario particular de José Mª Pemán, el presidente de la Comisión de Cultura y Enseñanza. Al igual que hacía la Orden del 14 de septiembre, Jorge Villén justificó el cierre del centro por la economía de guerra. Sin embargo, recalcó que no era definitivo, por lo que “en un futuro, cuando se haga la reorganización total de la enseñanza y se creen Institutos [de] verdad con su profesorado idóneo y sus materiales a propósito (bien distintos de esas parodias que se hacían), será la ocasión de trabajar para que Lucena –la de los dulces velones– tenga todo lo que se merece por su patriotismo y lealtad”.

La misiva del secretario particular de José Mª Pemán falseaba la realidad en la que había funcionado el instituto, pues de acuerdo con las investigaciones de Juan Palma Robles en su libro Lucena Marista, el primer claustro de profesores, cuyo nombramiento apareció en la Gaceta de Madrid (1 de noviembre y 1 de diciembre de 1933), había reunido a un grupo de profesionales cualificados, la mayoría con una o dos licenciaturas universitarias. También la carta mentía en cuanto a los “materiales” con los que contaba el centro, pues disponía de capacidad para 600 alumnos, despachos, salón de actos para conferencias y proyecciones, salas de estudio, aulas específicas (Dibujo, Filosofía, Geografía, Matemáticas, Francés, Literatura y Latín), laboratorio de Física y Química, museo de Historia Natural y una biblioteca de dos mil volúmenes en la que destacaba la colección de clásicos latinos (en un momento en el que Lucena no disfrutaba de biblioteca pública).

José Mª Pemán, presidente de la Comisión de Cultura y Enseñanza de la Junta Técnica de Estado en 1937.

El 19 de octubre de 1937, al día siguiente de recibirse en Lucena la carta del secretario de José Mª Pemán confirmando el cierre del instituto, distintas personas, asociaciones y colectivos se reunieron y decidieron presentar una instancia en el Ayuntamiento. En ella solicitaban que en el presupuesto del próximo año se consignara “la cantidad de cuarenta mil pesetas u otra que a ella se aproxime como subvención al Instituto Barahona de Soto de esta ciudad”, ya que “la suspensión de seguro cesará el curso venidero —tenemos poderosas razones para esperarlo así— y es precisamente entonces, al reanudar su labor, cuando el Instituto más necesitará la cooperación y auxilio del Excelentísimo Ayuntamiento”. La petición iba encabezada por la firma del jefe local de la Falange, Miguel Álvarez de Sotomayor y Nieto-Tamarit, y 59 personas y entidades, entre ellas varios sacerdotes y comunidades religiosas lucentinas, incluidos los maristas, según se puede leer en este enlace. El Ayuntamiento desestimó esta petición el 19 de noviembre de 1937, basándose en que tendría que crear nuevos impuestos municipales para conseguir las 40.000 pesetas, pero añadía que en caso de reapertura del centro habilitaría una cantidad de dinero para su mantenimiento.

Al ser clausurado, solo quedó al frente del instituto el director, encargado de realizar el inventario de los materiales, el oficial de secretaría Juan Algar Danel y el portero Pedro Grádit Aranda. Durante aquellos meses, las instalaciones sirvieron para alojar a fuerzas militares de Artillería movilizadas para la guerra, lo que obligó al Ayuntamiento a aprobar gastos para reparaciones en pavimentos, retretes y puertas en marzo de 1938.

Tras un año cerrado, y ante la próxima llegada del nuevo curso escolar, Joaquín Ruiz de Castroviejo Aguilar, vocal de la Comisión Gestora del Ayuntamiento y miembro de la Asociación Pro Instituto, presentó el 25 de agosto de 1938 una moción. En ella lamentaba que la clausura del Barahona de Soto había originado que “suspendiesen sus estudios muchos jóvenes de las clases más modestas de esta población juntamente con otros perjuicios”. En consecuencia, pedía que se habilitara una cantidad suficiente de dinero para su futuro funcionamiento, lo que fue aprobado por el resto de los gestores municipales. Pocos días después, el 13 de septiembre, el jefe nacional del Servicio de Enseñanza Superior y Media, “ante la imposibilidad de acordar por el momento la situación definitiva del instituto de Lucena” propuso a la alcaldía que el Ayuntamiento, en colaboración con los padres de familia y otras entidades, organizara un colegio privado de manera provisional en las propias instalaciones del centro educativo.

Cuando se recibió este oficio en el que se proponía que el instituto de Lucena se reabriera como un colegio privado, hacía solo un par de semanas que por nombramiento de las autoridades militares había asumido la alcaldía Luciano Borrego Cabezas. Era un “camisa vieja” (militante falangista desde antes de la guerra) que había sido jefe provincial de la Falange en Málaga y estaba bien relacionado con las altas esferas del partido y del Gobierno. Contactó con un falangista significado, que a su vez lo hizo con Narciso Perales Herrero, delegado especial para toda España del secretario general de la Falange, Raimundo Fernández Cuesta, y ambos le abrieron el camino para posteriores gestiones en el Ministerio de Educación Nacional, que tenía la sede en Vitoria por causa de la guerra. Allí se desplazó, acompañado por Manuel González Aguilar, juez de primera instancia accidental y profesor ayudante interino de Derecho en el instituto en el curso anterior. El viaje lo hicieron en un coche que se les averió a la altura de Mérida, por lo que hubieron de continuar el recorrido en taxi, bordeando la zona central de España que se encontraba aún en manos de la República.

Ya en Vitoria, el alcalde y el juez contaron con la ayuda de una serie de altos cargos del Ministerio de Educación Nacional, como José Pemartín Sanjuán (jefe nacional del Servicio de Enseñanza Superior y Media), el catedrático Carlos Sánchez del Río Peguero y otros. Con su apoyo, consiguieron que el instituto de Lucena se reabriera a pesar de que había otras treinta solicitudes similares de otras ciudades que se denegaron. El viaje costó 3.579,50 pesetas, una cifra abultada para la época. La exitosa gestión fue recibida con una enorme satisfacción por los gestores municipales, según consta en el libro de actas de pleno municipal del 6 de octubre de 1938. Tres semanas después, el 27 de octubre, la jefatura del Servicio Nacional de Enseñanza Superior y Media nombraría a los nuevos docentes del instituto, nueve profesores y dos profesoras, cuyos sueldos serían pagados por el Ayuntamiento, sin ningún coste para el Ministerio de Educación.

La reapertura del instituto contó con dos obstáculos inesperados. En primer lugar, la falta de apoyo del colegio de los maristas. Este centro religioso había funcionado como siempre, durante el año de cierre del instituto, con alumnado externo e interno que luego se examinó por libre en el instituto de Córdoba. El Ayuntamiento de Lucena, que era quien financiaba en su totalidad el Barahona de Soto, estaba convencido de que todo este alumnado del colegio marista volvería a matricularse en él como había ocurrido en los últimos años. Para conseguirlo, el alcalde Luciano Borrego, acompañado por su asesor en este asunto, el abogado Vicente Manjón-Cabeza —antiguo alcalde socialista, ahora reconvertido en falangista—, llegó incluso a visitar al director del colegio marista, el hermano Gerásimo (José Rodríguez Gómez), pero este se negó a matricular a su alumnado como oficial en el instituto. La respuesta no gustó a los munícipes, y Vicente Manjón-Cabeza amenazó con obligar a los estudiantes del colegio marista a hacerlo, pues la mayoría eran militantes del SEU —el sindicato estudiantil falangista— y por tanto en teoría debían obediencia a lo que dictaran sus mandos políticos. Eso no amedrentó al director, que siguió firme en su postura. La nueva normativa oficial ya amparaba a los centros de enseñanza religiosos privados, el director era consciente de ello y el colegio marista consiguió el reconocimiento oficial en enero de 1939, con prerrogativas iguales a las de cualquier instituto del Estado, lo que le permitió examinar al alumnado en sus propias instalaciones sin tenerlo que hacer, como hasta ahora, en otros centros educativos. Si el Barahona de Soto no se reabría, el colegio marista podría tener el monopolio de la enseñanza secundaria en Lucena —como en realidad lo mantuvo hasta que cerró sus puertas en 1964— sin la competencia de un centro público en el mismo municipio.

Junto a la falta de colaboración del colegio de los maristas, la reapertura del instituto Barahona de Soto de Lucena contó también con la oposición de la dirección y el claustro de profesores del instituto Aguilar y Eslava de Cabra. Estos, con suma rapidez, el 8 de octubre de 1938, decidieron en enviar una extensa carta, de casi cuatro páginas escritas a máquina, al ministro de Educación Nacional, Pedro Sainz Rodríguez, en la que incluyeron distintas “observaciones” a la decisión ministerial de abrir el instituto lucentino. Su intención, según relataban, era “velar por los intereses de la enseñanza y que el nombre respetabilísimo e ilustre de vuescencia [se refieren al ministro] no se viera envuelto en enredos de política menuda de la del viejo estilo”.

Ángel Cruz Rueda, director del instituto Aguilar y Eslava de Cabra (1930-1942).

La carta, de la que se conserva copia en el Archivo Histórico de la Universidad de Sevilla (legajo 3.160-2), iba firmada por el director Ángel Cruz Rueda, quien tuvo una labor muy destacada en aquellas fechas. Durante la guerra ejerció tres funciones paralelas: alcalde (1936-1940), director del instituto (1930-1942) y presidente en la provincia de la Comisión Depuradora del Magisterio Nacional (1937-1939), el organismo encargado de depurar a los maestros cordobeses y de proponer las sanciones que les correspondían por su pasada actividad política, sindical, social, etc. Aparte, fue miembro de la comisión que estudió el proyecto de ley de reforma de la segunda enseñanza que había visto la luz en España un par de semanas antes, el 20 de septiembre de 1937. Era por tanto una persona con un peso muy importante en el ámbito político y educativo, e iba a hacer valer su poderosa influencia ante las autoridades.

Hasta la II República el instituto de Cabra era el único que existía en un pueblo de la provincia (desde el año 1847) y la apertura de otros centros de enseñanza media en el sur de Córdoba rompía su monopolio y suponía una enorme competencia a la hora de atraer al alumnado en una época en que su número era muy escaso. En la carta que Ángel Cruz Rueda envió al ministro se exponía, a través de múltiples ejemplos, que las relaciones con el Barahona de Soto siempre habían sido de cordialidad, e incluso elogiaba que “su profesorado, casi todo autóctono, (…) supo torcer la mala voluntad con que fue creado por la República y amparó” a los hermanos maristas. Aun así, denunciaba que el instituto lucentino fue creado “por la funesta República” con la única intención de “despoblar” el colegio de los maristas, indicaba que su reapertura era un “privilegio concedido” a la ciudad de Lucena y se quejaba de que el Gobierno facilitara que el Barahona de Soto “determine el decaimiento de otro centro del nuevo Estado”, en referencia al instituto egabrense. La carta concluía pidiendo que, como la nueva ley educativa establecía la creación de demarcaciones territoriales de donde podía proceder el alumnado que se matriculara en un instituto, la de Lucena se redujera únicamente a su término municipal para que no perjudicara ni le restara estudiantes al instituto de Cabra, que así podría abarcar al resto de municipios del sur de Córdoba.

Tantas oposiciones e inconvenientes influyeron de manera determinante en el futuro inmediato del Barahona de Soto, y una Orden de 5 de agosto de 1939 decretaba de nuevo su cierre “provisionalmente”. La reapertura había durado solo un curso escolar. El asunto se trató el 21 de agosto en un pleno municipal. En él, los gestores lamentaban “el mal que se produce al pueblo de Lucena con dicha disposición”, ya que el centro había tenido más de 250 alumnos matriculados, “los cuales son en su mayoría de clases modestas, y al quedar ahora clausurado, no podrán sin duda continuar sus estudios con igual facilidades que hasta aquí, por razón de índole económica de sus familiares, que les será imposible sostener la continuación de sus estudios en otras poblaciones fuera de su residencia habitual”. Además, se alegaba que el Ayuntamiento había realizado en los últimos años un “inmenso sacrificio en pro de la enseñanza”, costeando los gastos del profesorado, el personal administrativo y subalterno y comprando el edificio donde se alojaba el centro. Por todo ello, consideraban que “el mal producido habría de remediarse en parte” si la jefatura del Servicio Nacional de Enseñanza Superior y Media asignaba a Lucena un instituto femenino, ya que había habido casi un centenar de muchachas matriculadas el curso anterior en el instituto de la localidad, y además en toda la provincia de Córdoba no se había autorizado ninguno.

La solicitud del Ayuntamiento se justificaba además en que Lucena era la localidad más grande de la provincia, con más de 30.000 habitantes, estaba rodeada de otros pueblos importantes y ya contaba con dos colegios internados para chicas regidos por religiosas (las Carmelitas de la Caridad y las Hijas del Patrocinio de María). Con la finalidad de defender la solicitud ante el Ministerio de Educación, el Pleno municipal libró una partida de 4.000 pesetas que servirían para trasladar a Madrid una comisión integrada por el alcalde Luciano Borrego, un representante de la Asociación Pro Instituto y al abogado Vicente Manjón-Cabeza. Para reforzar su petición, el Pleno aprobó también el 2 de septiembre de 1939 que el Ayuntamiento asumiría todos los gastos que originase el funcionamiento del instituto, de esta manera la Administración educativa evitaría cualquier gasto si se reabriese en un futuro .

Pedro Sainz Rodríguez, ministro de Educación Nacional (1938-1939).

Todas las gestiones cayeron en saco roto, pues no era solo una cuestión de dinero ni de austeridad económica lo que impedía la reapertura del Barahona de Soto, ni tampoco la falta de colaboración de los maristas o la oposición del instituto de Cabra, sino también la nueva política educativa que impuso la dictadura de Franco en toda España. El 1 de febrero de 1938 había sido nombrado ministro de Educación Nacional Pedro Sainz Rodríguez, monárquico y católico integrista. Obra suya fue la ya citada Ley de Bases para la Reforma de la Enseñanza Media de 20 de septiembre de 1938, que entre otras medidas depuró el sistema educativo republicano y cerró sus institutos, como ocurrió con el de Lucena, ya que consideraba que estos centros habían tenido como principal objetivo sustituir “la enseñanza dada por las órdenes religiosas”, a las que ahora se daba un trato privilegiado. La aplicación de esta Ley es lo que explica que en 1959 hubiera en España tan solo 119 institutos, 32 menos que en 1936.

La nueva Ley franquista de enseñanza media apostó por un modelo de enseñanza ideologizada, patriótica y nacionalcatólica, que significó el retraimiento de la escuela pública en beneficio de la escuela privada (mayoritariamente en manos de la Iglesia), en la que había que pagar para poder estudiar. Los datos oficiales así lo atestiguan de manera clara en el conjunto de la nación española. Si en el curso 1933-1934 el alumnado de bachillerato que asistía a centros privados era el 8,3 % del total, en 1940 había crecido hasta el 61,5 %. La cifra a favor de la enseñanza privada y religiosa continuaría elevándose sin cesar en la década siguiente. Entre 1940 y 1949 los institutos públicos descendieron de 53.702 a 36.206 alumnos, mientras los privados aumentaron de 104.005 a 132.697 estudiantes matriculados. En lo que se refiere a Lucena, tras el cierre del instituto Barahona de Soto en 1939, hubo que esperar hasta el curso 1973-1974 para que se pudieran impartir de nuevo en un centro público, el instituto Marqués de Comares, los estudios de bachillerato.

Nota: Las dos fotografías de alumnos que ilustran esta entrada del blog (por desgracia publicadas en su momento con mala calidad) se han extraído de Juan Palma Robles, «El Instituto Nacional de Segunda Enseñanza Barahona de Soto», en Crónica de Córdoba y sus pueblos XVI, Asociación Provincial Cordobesa de Cronistas Oficiales, Córdoba, 2009.

Antonio Velázquez Mateo, guardia civil en Jauja en 1936-1937

Una de las primeras medidas que tomaron los militares que apoyaron el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 fue la emisión de un bando de guerra en el que imponían el código de justicia militar, el toque de queda, la prohibición de actividades políticas y sindicales y otras medidas de orden público y de control de la población que rompían con la legalidad constitucional vigente. El bando de guerra suponía que los militares se convertían en la máxima autoridad en el territorio que controlaban, lo que les permitía también destituir autoridades civiles (alcaldes, concejales, gobernadores, etc.) y nombrar otras nuevas que las sustituyeran. Todos estos actos de fuerza eran ilegales, ya que el artículo 42 de la Constitución de 1931 y el capítulo IV de la ley de Orden Público de 28 de julio de 1933 otorgaban con carácter exclusivo a la autoridad civil la declaración de los estados de excepción y prohibían cualquier suspensión de las garantías constitucionales no decretada por el gobierno de España.

El golpe de Estado del 18 de julio de 1936 se llevaba preparando desde hacía tiempo. El 25 de mayo, dos meses antes de ejecutarse, el “director” de la conspiración, el general Emilio Mola Vidal, ya había advertido por escrito a los demás implicados que la acción debía ser en “extremo violenta” y de que tendrían que aplicar “castigos ejemplares”, y las mismas llamadas a la violencia encontramos en los bandos de guerra y en los decretos emitidos por los mandos sublevados del Ejército desde el 18 de julio. En un número importante de pueblos de España la única representación militar era la Guardia Civil, de manera que en los primeros meses de la contienda los comandantes de puesto de sus cuarteles disponían de un nivel de autonomía muy amplio a la hora de ejecutar las instrucciones represivas y poseían la máxima autoridad en materia de orden público, sin tener que dar cuentas a nadie o a casi nadie.

Muchos cuarteles de la Guardia Civil se convirtieron entonces en centros de detención y tortura, donde se decidía sobre la vida y la muerte, sin necesidad de que intervinieran autoridades superiores que lo autorizaran ni de que se abriera una causa judicial previa para investigar las responsabilidades o los presuntos delitos cometidos por los que iban a ser fusilados. Ello explica que muchos comandantes de puesto de cuarteles de la Guardia Civil dejaran triste memoria en pueblos del sur de Córdoba, como los tenientes Pascual Sánchez Ramírez en Baena, Basilio Osado Salvador en Rute, Cristóbal Recuerda Jiménez en Fernán Núñez o Luis Castro Samaniego en Lucena. Lo mismo ocurrió con algunos guardias civiles, como Antonio Velázquez Mateo en Jauja.

Alumnos y profesores de la escuela de Jauja en 1934.

Jauja es una aldea de Lucena. En Lucena triunfó la sublevación desde el primer día, y pocas horas después, a las cinco de la mañana del 19 de julio, se impuso el bando de guerra. No ocurrió lo mismo en Jauja, situada al suroeste de Lucena, a 24 kilómetros, con una población mayoritariamente socialista y que en aquel tiempo rondaría los mil habitantes. Los guardias civiles de Jauja recibieron la orden de concentrarse con sus familias en la Comandancia de Lucena la misma tarde del 18 de julio, por lo que la aldea permaneció en zona republicana. Los republicanos jaujeños crearon entonces un Comité que se encargó del desarme de los vecinos que podrían apoyar la rebelión militar, de la requisa de granos y aceite de algunos cortijos y de la organización de un servicio de guardias dentro del pueblo, pero en todo momento se evitaron las violencias, las detenciones y los fusilamientos.

Tras la caída de la localidad sevillana de Herrera (31 de julio) y de la cordobesa Puente Genil (1 de agosto) en manos de los militares rebeldes, los refugiados que escapaban y pasaban por Jauja iban contando las atrocidades cometidas en la conquista por las tropas moras llegadas de Marruecos. Para evitar una masacre similar en la aldea, el Comité republicano decidió enviar una comisión para negociar con las autoridades militares de Lucena la rendición, sin embargo estas se negaron a llegar a un acuerdo que solo pedía que se respetaran las vidas de los habitantes de Jauja. El 11 de agosto las tropas franquistas tomaron la localidad sevillana de Badolatosa, situada a poco más de un kilómetro de Jauja, al otro lado del río Genil. En consecuencia, ante la inminente caída de la aldea y para evitar la posible represión, los republicanos jaujeños más significados huyeron hacia la zona republicana de Málaga y en el pueblo solo quedaron vecinos con nulo o escaso nivel de compromiso político y sindical.

La relativa calma que había vivido Jauja desde el comienzo de la guerra se rompió de forma brusca el 13 de agosto de 1936, cuando las fuerzas falangistas de Lucena tomaron el pueblo sin ninguna resistencia. A pesar de que no se le había causado daño físico a nadie durante los 26 días de dominio republicano, los golpistas no actuaron de la misma manera y la represión resultó muy dura. El cuartel de la Guardia Civil y la antigua Casa del Pueblo socialista se convirtieron en cárceles y se desencadenó una terrible ola de fusilamientos que se llevó al menos a 21 vecinos a la tumba en los alrededores de la localidad, en el cementerio, en Lucena y en la vecina Badolatosa. De ellos, solo 10 aparecen inscritos oficialmente como fallecidos en el Registro Civil. La identidad de los otros 11 se ha conseguido obtener a través de testimonios orales ya que, al igual que ocurrió en todas las zonas controlada por los franquistas, un gran número de represaliados (en Jauja, más de la mitad) no dejó huella documental alguna de su fallecimiento. El porcentaje de muertos, por tanto, resultó muy abultado en la aldea, pues alcanzó al 2,2 % de la población. Los nombres de las 21 víctimas mortales de Jauja que hasta el momento tenemos identificadas se pueden consultar en este enlace.

Ricarda Ana Cobacho Cañete, fusilada en noviembre de 1936.

Entre los fusilados se encontraban dos mujeres, de las que aportaremos algunos datos que nos facilitaron los nietos de ambas en 2007. A mediados del mes de octubre de 1936 detuvieron a la maestra del Centro Obrero Socialista Ricarda Ana Cobacho Cañete (de 36 años y con cuatro hijos, el mayor de 13 años), a su madre y a sus hermanas, en lo que parecía un acto de venganza por el apoyo público que habían mostrado, dos años antes, a la solicitud del concejal socialista de Jauja para que una partida económica del Ayuntamiento se destinara a la construcción de un grupo de escuelas en el pueblo en vez de al arreglo del cuartel de la Guardia Civil, propuesta esta última defendida por los propietarios agrícolas. Las mantuvieron presas varios días en el cuartel, donde las interrogaron, las raparon y las obligaron a tomar aceite de ricino. Las liberaron, pero al poco tiempo volvieron a detener a Ricarda Ana. En el cuartel sufrió interrogatorios brutales para que desvelara el paradero de sus hermanos Juan y Manuel, afiliados al sindicato socialista UGT, que habían huido del pueblo. Tras permanecer varios días presa, el guardia Velázquez, acompañado por un guardia apodado el Negro Gandul, y los requetés el Cota y el Mono, la condujeron al arroyo La Coja. Allí, un día indeterminado de comienzos de noviembre, un conocido de la familia encontró su cadáver, semienterrado y destrozado, pues al parecer había sido violada y le habían mutilado los pechos.

Una amiga de Ricarda Ana, Rosalía Ruiz Cobacho, de 62 años, que había soportado el cautiverio y las vejaciones con ella en la cárcel, cayó asesinada por uno o varios disparos a bocajarro en la cabeza en la calle Pleito, el 5 de noviembre, cuando se negó a dar un paso más en dirección al cementerio, donde iban a fusilarla. El nieto de Rosalía, Rafael Cañete Fuillerat me envió varios correos electrónicos en octubre de 2007 para aportar detalles de esta historia. Según me escribió, aunque reconocía que no sabía si era una leyenda o no, los tiros se produjeron cuando su abuela cogió desprevenido al guardia Velázquez, le apretó de un puñado los testículos, y le gritó: “Lo que más por culo me da es que me vaya a matar precisamente el tío más mierda de toda Jauja”. Su muerte pudo ser un acto de venganza por la huida del pueblo a zona republicana de su hijo mayor, Francisco Cañete Ruiz, de 36 años, secretario y contador de la UGT entre 1931 y 1934. A otro hijo, Juan Antonio, de 18 años, también lo detuvieron y lo amenazaron con matarlo si no desvelaba el paradero de su hermano, pero al final logró salvar su vida y debió luchar como soldado en el bando franquista, donde asimismo ya combatía su hermano Manuel, un anarquista al que la guerra le sorprendió realizando el servicio militar en África.

El teniente Rafael García Rey, juez instructor en la causa abierta contra el guardia Velázquez.

En febrero de 1997 realicé las primeras entrevistas para investigar la represión en Jauja durante la guerra y la posguerra. Los testimonios recogidos entonces, de personas que vivieron aquellos hechos con edad adulta, ya hablaban de la actitud violenta del guardia Antonio Velázquez Mateo y del clima de miedo que impuso entre la población. Su talante déspota nos ha quedado bien reflejado tras el descubrimiento hace unos meses, entre los más de 80.000 expedientes que se conservan en el Archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla, de una causa abierta contra él —causa 17, legajo 124, expediente 4.109— a consecuencia de las denuncias presentadas ante la Comandancia Militar de Lucena por cinco vecinos. En principio, el gobernador militar de Córdoba ordenó que se recabara información sobre las denuncias, así que el 5 de febrero de 1937 el comandante militar de Lucena, el capitán Juan Pedraza Luque, nombró juez instructor al teniente de Infantería de la Caja de Recluta Rafael García Rey, a quien emplazó a trasladarse a Jauja para iniciar las investigaciones.

Para entender el contexto histórico de estas denuncias, hay que apuntar que en la España franquista solo carlistas (con sus milicias armadas, el requeté) y falangistas conservaron plena actividad política, ya que eran organizaciones que estaban estructuradas de manera paramilitar y contaban con capacidad de encuadramiento y movilización de voluntarios y combatientes. Los otros partidos de derechas quedaron aletargados, mientras los partidos del Frente Popular (republicanos, socialistas, comunistas) y de izquierdas, los sindicatos y los partidos nacionalistas quedaron prohibidos y sus bienes incautados. El 1 de abril de 1937 Franco emitió el decreto de unificación, de manera que todas las organizaciones adeptas a la sublevación militar se encuadraron en una sola organización: Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, conocida popularmente como la Falange o el Movimiento Nacional, el único partido legal durante toda su dictadura.

Esquina del cuartel de la Guardia Civil en Jauja.

Dos escasos meses antes de que aconteciera la unificación, se produjeron las denuncias contra el guardia Velázquez, jefe de los requetés en la aldea por nombramiento del jefe de la Comandancia de la Guardia Civil de Córdoba. Fueron cinco los denunciantes, personas humildes y trabajadores del campo: Rafael García Pinto, de 35 años, Cristóbal Domínguez Martín, de 36 años, Manuel García Carrasco, de 35 años, Juan Sánchez Romero, de 27 años, y José Torres García, de la misma edad. Todos alegaban motivos más o menos similares. En su mayoría pertenecían a la Falange desde hacía tres o cuatro meses, pero exponían que el guardia civil Antonio Velázquez Mateo los había obligado a adherirse al requeté y a pagar la cuota de socio, sin admitir que pudieran darse de baja. Rafael García Pinto fue más explícito y afirmó que tuvo que afiliarse “por temor de ser objeto de un atropello de dicho guardia [ya] que el que no accede a sus deseos lo abofetea y castiga arbitrariamente”. Todos los denunciantes coincidían en que en la tarde del 2 de febrero de 1937, el guardia Antonio Velázquez los avisó para que se presentaran en la sede del requeté o en el casino Vidal, donde les advirtió que debían estar preparados para salir aquella misma noche a Córdoba a prestar servicio en una columna militar requeté, mandada por el coronel Luis Redondo, y que serían arrestados si se negaban. Los denunciantes se quejaban de “las amenazas y las coacciones” sufridas y de haber sido alistados en el requeté “a viva fuerza”. Así que por miedo a sufrir un “atropello” decidieron abandonar su trabajo, su casa y sus familias para pernoctar en Lucena y poder presentar al día siguiente una denuncia contra el guardia ante la autoridad militar.

Tras las diligencias practicadas, el juez instructor, el teniente Rafael García Rey, en su informe judicial estimó que la actuación del guardia Velázquez suponía un delito de atentado a las personas, por lo que el gobernador militar de Córdoba ordenó que se siguiera tramitando la causa. De nuevo, el juez instructor se trasladó a Jauja para seguir tomando declaración a testigos y denunciantes, que confirmaron en todos sus términos los contenidos de las denuncias.

El testigo José Cobacho Pérez, un bracero de 31 años, manifestó que pertenecía al requeté “por presión, ya que el declarante ni conocía el reglamento ni sabía qué era tal requeté y por miedo a dicho guardia [y] porque no fuera a vengarse por cualquier motivo injustificado firmó el documento” de afiliación. El denunciante Juan Sánchez Romero declaró que cuando se presentó el 2 de febrero de 1937 en el casino donde estaba el guardia Velázquez con la intención de comunicarle que se quería dar de baja en el requeté para pasarse a la Falange, este le replicó: “¿Tan mal te ha ido en él?, yo siempre te he considerado y desde ahora en adelante el primero que salga para Córdoba serás tú, que eres un comunista malo”. A continuación ordenó que lo llevaran detenido al cuartel de la Guardia Civil, donde permaneció arrestado tres horas. Algunos miembros de la Comisión de Guerra del requeté, que se encontraban allí, consiguieron que el guardia Velázquez lo pusiera en libertad, pero antes tuvo que admitir que seguiría perteneciendo a la organización. Además, le advirtieron “que era una ignorancia pedir la baja, porque [para] cualquier cosa que se me presentara podían dar malos informes y me podían fusilar”. La Comisión de Guerra del requeté la formaban entonces Fernando Gómez Maireles (el de la Pala), Adriano Hidalgo Bergillos, Manuel López Conde (Manolito Perulo), Antonio Muñoz Graciano, Cristóbal Chamizo Márquez (el Panadero) y Antonio Fernández Romero.

José Torres García, denunciante también, manifestó que al desaparecer el grupo de Caballería formado en la aldea al ser tomada por los falangistas, el guardia Velázquez lo pasó al requeté “sin contar con su voluntad”, pues hubo de rellenar la ficha de militante por temor a que tomaran “represalias” contra él. En la misma línea se expresó otro denunciante, Manuel García Carrasco, diciendo que como “mi inscripción como requeté ha sido a voluntad del guardia civil Velázquez, y no de la mía propia, he solicitado la baja por instancia al jefe de dicha unidad en esta aldea y se han negado a admitirla de forma incorrecta y tirándome la instancia de referencia sin escucharme siquiera”. Otra testigo, María Jesús Pérez Velázquez, de 58 años y viuda, declaró que el día 2 de febrero se personó en su domicilio un requeté para avisar de que debían presentarse inmediatamente su hijo José Quesada Pérez y su yerno Vicente Maireles Carrasco, a los que se llevaron a Córdoba con cinco más, a pesar de que su yerno tenía esposa y cinco hijos y su hijo poseía una prórroga de incorporación al servicio militar por ser hijo de viuda pobre. Cuando fue a pedir explicaciones al cuartel al guardia Velázquez, este le respondió de manera altanera que protestara en Córdoba.

En su declaración ante el juez, el guardia civil Antonio Velázquez Mateo, de 33 años y natural de Sevilla, rechazó las acusaciones de que hubiera ejercido presión o amenazas para conseguir afiliados al requeté y afirmó que todos se habían adherido “a voluntad propia”. También negó que el día 2 de febrero obligara de forma violenta a que marcharan a Córdoba determinados jaujeños apuntados al requeté. Alegó que él solo cumplió las órdenes recibidas a través de un oficio del teniente coronel jefe de la organización, Luis Redondo, para que se incorporaran a una columna militar de voluntarios carlistas todos los militantes disponibles. Y terminó diciendo que de los 19 que avisó solo se personaron siete, pues el resto se trasladó a Lucena para presentar denuncia contra él ante el comandante militar de la plaza, al parecer incitados por el jefe local de la Falange José Santaella Rodríguez.

Las diligencias practicadas por el juez instructor se enviaron a la Auditoría de Guerra de Sevilla, que el 9 de marzo de 1937 ordenó que se averiguara la “conducta social anterior a la fecha del Glorioso Alzamiento Nacional y primeros días desde su iniciación de los vecinos de dicha aldea Rafael García Prieto, Cristóbal Domínguez Martín, Juan Sánchez Romero, José Torres García, Manuel García Carrasco, José Quesada Pérez, José Cobacho Pérez y Vicente Maireles Carrasco”. La intención de la Auditoría era conocer si la denuncia podía ser fruto de un complot o se presentaba por personas no “adictas al Glorioso Movimiento Nacional”. También, la Auditoría solicitó que se tomara declaración al jefe local de la Falange, José Santaella Rodríguez, con la finalidad de descubrir si había incitado a los vecinos a presentar la denuncia contra el guardia.

Atendiendo a las indicaciones del auditor, el día 18 de marzo de 1937 se constituyó de nuevo el juzgado en Jauja, esta vez en el domicilio del cura párroco, Ildefonso Villanueva Escribano, lo que nos demuestra la enorme influencia que el sector eclesiástico adquirió en la España franquista. Aun así, este sacerdote intentó siempre ser comedido y fiel a la verdad en sus declaraciones ante el juez, al menos en los testimonios que hasta ahora hemos podido leer de él en varios sumarios de consejos de guerra que se incoaron contra otros jaujeños en la posguerra. El juez dispuso que se buscara también a dos vecinos de “buena solvencia moral” para que testificaran en el caso, así que por iniciativa del cura se citó a Rafael Gómez Santaella y Juan Guerrero Cantero. Los tres testimonios resultaron muy similares, como veremos a continuación, ya que señalaron que los denunciantes eran buenas personas (a pesar de que todos habían militado con anterioridad en el partido socialista) y recalcaron que no se habían producido violencias en Jauja mientras la localidad estuvo en manos republicanas, es decir, hasta el 13 de agosto de 1936, fecha en la que fue ocupada por los falangistas llegados de Lucena.

El sacerdote Ildefonso Villanueva declaró que antes de la contienda “todo este personal figuraba en la Casa del Pueblo como socialista, que tampoco los he visto o los veo entrar en la iglesia, que la conducta de ellos es buena, tanto anterior como posterior al movimiento, y a pesar de haber estado afiliados como socialistas, en las circunstancias actuales lo mismo estos que el resto de la aldea se hayan afiliados a Requeté y Falange”. El hortelano Juan Guerrero Cantero, de 55 años, manifestó que “en los primeros días del movimiento tanto ellos como los demás de la aldea no se metían con nadie a pesar de estar esto dominado por los elementos marxistas, y que al ser tomada esta aldea por las tropas se apuntaron casi todos a milicias, unos a Requeté y otros a Falange, considerándolos como buenas personas”. Por último, Rafael Gómez Santaella, de 47 años, explicó que conocía a los denunciantes, a los que calificó como “buenos muchachos”. Dijo que habían “pertenecido a la Casa del Pueblo como militantes del partido socialista, al que han pertenecido todos o casi todos de la aldea, pero que nunca se han distinguido en asuntos políticos, y que al iniciarse el movimiento salvador, se mantuvieron en el mismo estado que con anterioridad he dicho, pues en esta aldea a pesar de haber estado en poder de los elementos marxistas, no han ocurrido desmanes de ninguna clase, pues todos se imponían a que los elementos extraños entraran en la aldea, por cuyo motivo no ha pasado nada”.

Las declaraciones ante el juez instructor del jefe de la Falange, José Santaella Rodríguez, de 32 años, corroboraron de manera clara la versión de los denunciantes y los testigos. Manifestó que él nunca había forzado a los vecinos a que se adhirieran a la Falange ni había hablado nunca con ellos para que denunciaran al guardia Velázquez, pero que “los que mencionan anteriormente y otros más sí han sido incitados por el Guardia Civil Antonio Velázquez Mateo para que se afiliaran al Requeté, así como llevarlos a la fuerza al Cuartel para que firmaran la ficha de dicho organismo”.

Terminada la ronda de declaraciones, la causa se envió de nuevo a la Auditoría de Guerra. Esta ordenó que se practicara un careo entre el jefe de la Falange y el guardia Velázquez, que se realizó en Lucena el 27 de abril de 1937, cuando el guardia ya se encontraba destacado en Alameda (Málaga). Tras esta nueva diligencia, la Auditoría emitió en Sevilla su dictamen definitivo el 18 de mayo de 1937. En él se señalaba lo siguiente:

Los hechos relatados no revisten caracteres de delito o falta grave, puesto que el nombrado guardia civil, al proceder como lo hizo, no pretendía otra cosa, como jefe que era de la organización del requeté, en la mencionada aldea, que procurar por todos los medios que los denunciantes, la mayoría de los cuales se encontraban en la aldea sin prestar servicio práctico alguno, coadyuvaran de una manera efectiva en la defensa de la Patria, tan necesitada de hombres jóvenes, haciéndoles incorporarse para marchar a Córdoba, no logrando conseguir que lo hicieran más que siete, pues los demás se quitaron de en medio y se marcharon a Lucena a denunciar el hecho que estimaban delictivo.

En su consecuencia y por todo lo expuesto sobreseo definitivamente la presente causa.

El 21 de junio de 1937 el juez instructor dispuso que se notificara la resolución al guardia Velázquez, que en aquel momento ejercía de cabo provisional y comandante de puesto de la Guardia Civil de Zambra, una aldea perteneciente a la localidad cordobesa de Rute. Esta resolución judicial es una muestra de la impunidad en la que se desenvolvían durante la guerra civil y la posguerra determinados miembros de las fuerzas de orden público, ya que podían cometer abusos y tomar decisiones arbitrarias sin que los afectados por ellas pudieran ejercer su derecho a una tutela judicial efectiva y lograran encontrar amparo en las instituciones del Estado. Con posterioridad a los hechos que hemos relatado, el guardia Velázquez fue destinado de nuevo a Jauja. Ya envalentonado, y consciente de que su poder tenía pocos límites legales, siguió actuando de una manera aún más contundente que la que hemos relatado, según los testimonios orales que pudimos recoger a finales de la década de los noventa del siglo pasado.

Información adicional: La actuación de los tribunales militares en Jauja en la posguerra.