Tres fotografías para la historia de Nueva Carteya

Una de las dificultades que encontramos los historiadores que estudiamos las primeras décadas del siglo XX, debido al tiempo transcurrido, consiste en encontrar fotografías de aquella época. Cuando la persona sobre la que investigamos es de una clase social humilde, el problema aumenta debido al elevado coste económico que suponía fotografiarse en aquellos años. Si la foto posee alguna significación política republicana o izquierdista, y sobre todo si hay banderas o uniformes, encontramos un obstáculo más, ya que muchas personas las destruyeron para evitar que se pudieran usar como prueba de cargo contra ellas durante la dictadura de Franco.

Desde hace algunos meses estamos investigando sobre los orígenes del movimiento obrero en Nueva Carteya y la evolución política y social de la localidad hasta los años cuarenta del siglo XX, cuando comenzó la primera posguerra. La intención es publicar este año un libro con toda la información que se ha obtenido de distintas fuentes: Archivo Histórico Municipal de Nueva Carteya, Archivo Histórico Provincial de Córdoba, Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla, Archivo General de Administración de Alcalá de Henares, prensa histórica, testimonios orales, etc.

Ya poseemos algunas fotografías donadas por personas o entidades, pero hay tres colectivas en las que falta poner nombre y apellidos a la mayoría de sus protagonistas. Por tanto, iremos actualizando esta entrada del blog cada vez que vayamos recibiendo nueva información.

Estas son las tres fotografías:

FOTO 1

Hombres huidos de Nueva Carteya en 1936

La primera foto es de un grupo de hombres huidos de Nueva Carteya a zona republicana tras la toma del pueblo el 29 de septiembre de 1936 por las tropas franquistas llegadas de Cabra. Todos ellos estaban identificados de alguna manera por la agrupación socialista de Nueva Carteya, pero faltan por completar muchos datos. En la leyenda de cada uno de los personajes, hemos añadido información que consideramos relevante y que sería necesario confirmar.

  1. Manuel Luna Hidalgo “Gasparito”, soldado. Confirmado.
  2. Rafael Caballero “El Susta”.
  3. Juan Moscoso Hernández “El Turro”, soldado. Confirmado.
  4. Antonio Caballero Peña, soldado. Confirmado.
  5. Manuel García Marín “El Chamarín”. Confirmado.
  6. Francisco Roldán Moyano “El Cojo Petaco”. Confirmado.
  7. José García Marín “El Chamarín”. Confirmado.
  8. Laureano “Hijo de la Molinera”. Puede ser Laureano Rueda Santiago, soldado.
  9. Feliciano (nieto de la de los Pavos”). Puede ser Feliciano Muñoz Mesa, soldado.
  10. Pepe “El Posaero”.
  11. “El Pavero”, el más chico.
  12. Manuel Roldán Moyano “El Petaco”. Confirmado.
  13. Antonio Maíllo.
  14. Francisco Olmo Molina “El Relojero”, capitán de milicias de la 88 Brigada, preso en posguerra. Confirmado.
  15. Pedro García Expósito, hijo de Dolores y Leoncio, soldado. Confirmado.
  16. Manuel “Gransones”.
  17. Federico García Marín “El Chamarín”, preso en posguerra. Confirmado.
  18. Francisco Serrano Pérez “El de Virtudes”, muerto en el frente. Confirmado.
  19. Merino. Puede ser Ramón Merino Pérez.

FOTO 2

Acto institucional

En la segunda foto aparecen el sargento de la Guardia Civil Fabián Rodríguez de la Llave (figura nº 19), comandante de puesto del cuartel de la Guardia Civil de Nueva Carteya, que tras el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 se mantuvo leal a la República y por ello fue fusilado en Córdoba, con 44 años, el 11 de diciembre. También se ve al abogado y alcalde socialista en 1936 Juan Caballero Polo (figura nº 20), que murió, con 64 años, el 25 de mayo de 1955 exiliado en Santiago de Chile.

Es posible que haya en esta fotografía algunos concejales del Ayuntamiento en 1936: José Pérez Moreno(primer teniente de alcalde), Juan Serrano Ortiz (segundo teniente de alcalde), Francisco Roldán Poyato (regidor síndico), José Roldán Poyato (suplente). Regidores: Baldomero Cuadrado Leal, Tomás Cuevas Ortega, Vicente Urbano Merino, Fermín Priego Muñoz, Rafael Manzanares Flores, Antonio Oteros Urbano (figura 2, preso en posguerra) y Manuel Cuadrado Urbano.

También es probable que aparezcan los tres maestros del pueblo que murieron fusilados en Córdoba en diciembre de 1936 y abril de 1937. Sus nombres son José Pérez Arenas (figura 9), José González Cantillo y José Gómez Cárdenas.

FOTO 3

Alumnos con su maestro

En esta última fotografía aparece un maestro con sus alumnos. Su fecha de realización es indeterminada.

CÓMO AYUDAR A LA IDENTIFICACIÓN

Para ayudar en la identificación de personas de las fotos se puede consultar una entrada anterior de  este blog donde aparecen unas listas de víctimas de la guerra y la represión franquista en Nueva Carteya.

Si alguien tiene información sobre estas fotografías, puede realizar sus comentarios en esta misma entrada de blog o escribir a la dirección de correo electrónico: arcangelbedmar@hotmail.com

La violencia sexual en Baena durante la Guerra Civil

La violencia sexual se convirtió en una cruel arma de guerra en contra de las mujeres durante la Guerra Civil española. El historiador Paul Preston, en su libro El holocausto español. Odio y exterminio en la Guerra Civil y después, señala que este tipo de vejaciones fueron relativamente escasas en zona republicana, lo cual no quiere decir que no se produjeran (por ejemplo, aproximadamente una docena de monjas padecieron abusos sexuales). No obstante, su magnitud resultó muy inferior a la sufrida en la zona franquista. Según Preston, ello se debió a que el reconocimiento de los derechos de la mujer era uno de los pilares fundamentales del programa reformista de la Segunda República.

En este aspecto de la violencia sexual, nuestras investigaciones se han centrado en la localidad cordobesa de Baena, tomada el 28 de julio de 1936 por una columna militar sublevada que llevaba en vanguardia a legionarios y tropas moras de Regulares. Iba mandada por el coronel Eduardo Sáenz de Buruaga y Polanco. Ese día, además de rapiñas  y asesinatos, se produjo la violación por un marroquí de (al menos) una mujer que quedó embarazada.

El comandante de puesto del cuartel de la Guardia Civil de Baena, el teniente Pascual Sánchez Ramírez, de 36 años, estaba involucrado en la trama golpista desde antes del 18 de julio de 1936, y en previsión de lo que pudiera ocurrir había mandado a su mujer e hijos a Ceuta (al igual que Franco mandó la suya a Francia). A los pocos meses se le abrió un expediente informativo porque, mientras permaneció solo en Baena, se había hospedado en la casa de la familia que administraba la centralita telefónica y se había “amancebado” con la cocinera. Desconocemos si esa relación fue forzada o consentida, pero hemos de tener en cuenta la alta vulnerabilidad social, económica e incluso política de las mujeres que trabajaban en aquella época de criadas o sirvientas. Algo raro debió haber en esta historia porque Gonzalo Queipo de Llano, general jefe del Ejército del Sur, ordenó de inmediato el traslado del teniente Pascual Sánchez a Puente Genil.

Los niños se convirtieron en el grupo social más desprotegido durante la guerra, ya que muchos quedaron huérfanos o abandonados tras el fusilamiento, el encarcelamiento o la huida de sus padres a zona republicana. Según un padrón de 9 de julio de 1937 del Ayuntamiento de Baena, existían 454 niñas y niños huérfanos o en situación de abandono en una ciudad de 23.000 habitantes. Sin la manutención que aportaban los padres con sus salarios, estos niños quedaron a cargo de sus madres —que en bastantes ocasiones no tenían una fuente de ingresos estable—, de otros familiares o atendidos por la beneficencia pública a través de los comedores de caridad. Esto originó situaciones de desamparo, mendicidad e incluso de explotación sexual por las propias fuerzas militares franquistas. Por ejemplo, el 21 de enero de 1939 la jefatura de la Guardia Municipal informó al alcalde de que una menor, Eulalia J. N., cuyos padres se encontraban huidos en “zona roja”, padecía una enfermedad venérea y “originaba constantes abusos en especial con números de las fuerzas militares” que guarnecían Baena.

La justicia franquista se mostró muy condescendiente en delitos sexuales cometidos por los militares contra menores hijas de republicanos fusilados, huidos o presos. En el Archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla hemos localizado una investigación judicial abierta por la violación de Consolación (o Consuelo) R.S., una niña de 13 años que había quedado embarazada. La niña y sus dos hermanos varones, Lorenzo y José, de 15 y 7 años, habían permanecido solos en la casilla de peones camineros en la que vivían, en la carretera de Baena a Córdoba, tras la detención de sus padres por la Guardia Civil en octubre de 1938. Con posterioridad, por orden de la autoridad militar, un cabo y seis soldados pertenecientes al Batallón de Policía Militar 902 se alojaron durante siete días en la misma casilla para realizar labores de vigilancia, por lo que tuvieron que convivir con los tres hermanos. La niña le comunicó a su prima que uno de los soldados la había forzado y esta se lo refirió a su madre (tía de la víctima), que fue quien cursó la denuncia. En su declaración ante el juez, la niña manifestó que Frasquito (el presunto violador) la había amenazado con que contaría, si ella decía algo, que la desfloración se la había causado su propio hermano mayor. Ese argumento alegó el acusado y los otros militares en sus declaraciones, así que el asunto quedó como un caso de incesto y se sobreseyó.

El brigada de la Guardia Civil Fidel Sánchez Valiente de la Rica, de 43 años, era comandante militar de Baena el 19 de agosto de 1937, fecha en la que se presentó una grave denuncia contra él ante el gobernador civil de la provincia. Iba firmada por los jefes de la Falange y el Requeté, al abogado y teniente jurídico habilitado Manuel Cubillo Jiménez y un teniente de Infantería. Entre otras acusaciones se le imputaba lo siguiente:

– Es público y notorio que mantiene relaciones ilícitas con una prostituta, llamada Rafaela Rojas Castro, con escándalo público, habiendo intervenido su esposa, y dando lugar a escenas vergonzosas. A la citada prostituta le ha hecho regalos, y las pruebas escritas de esta afirmación las tenemos a la disposición de V. E., o del juez que designe.

– Es público igualmente que del depósito de muebles de las casas abandonadas [por los vecinos republicanos huidos] constituido en esta ciudad, ha regalado cosas a las prostitutas y a sus queridas, que además de la oficial han sido varias.

– Es público y notorio que ha violentado con amenazas la voluntad de las viudas de algunos fusilados, hasta tener con ellas comercio carnal.

La comandancia de la Guardia Civil de Córdoba ordenó una investigación de los hechos cuyo expediente se conserva en el Archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla. Sobre la agitada vida sexual del brigada, que a la vista del sumario también compartían buena parte de los mandos militares de la localidad o de paso por ella, los denunciantes proporcionaron abundante información. El más explícito fue el abogado Manuel Cubillo, que aportó como prueba cuatro cartas originales enviadas por el militar a la prostituta Rafaela Rojas Castro a finales de octubre de 1936. Además, realizó, con todo lujo de detalles, esta declaración:

Más de una vez ha reunido a las prostitutas en una casa determinada contra su voluntad y a una conocida por la Charlot Grande la oyó decir el declarante que las reunía muchas veces con sus amigos, abusaba de ellas y no les pagaba. En la actualidad hay una jovencilla en casa de la Matilde, conocida por la criada de Pedro Luque, que está recién echada a la vida y hace cuatro o cinco noches estuvo paseando [con ella] por las tabernas de la plaza Vieja.

Las palabras de Manuel Cubillo y de los otros denunciantes las corroboraron también otros testigos, como el capitán de Regulares Adolfo de los Ríos Urbano, destinado accidentalmente en Baena, que compareció voluntariamente a declarar. Este señaló que el brigada Fidel Sánchez “con frecuencia se excede en la bebida y esto da lugar a que en ocasiones sostenga altercados en las casas de las prostitutas con algunas personas (…) pues uno de los altercados lo sostuvo en una ocasión en una casa de lenocinio con un sobrino del declarante”, ya que el brigada consideraba que al “ser el salvador de esta localidad había que tolerarle después las vejaciones y atropellos que viene cometiendo”.

El celo del juez instructor por conocer los devaneos adúlteros del brigada Fidel Sánchez llegó tan lejos que llamó a declarar a Dolores Torres Torres, dueña de la casa de prostitución conocida por la Niña de Priego, que expuso que el brigada Fidel Sánchez “en la actualidad va de tarde en tarde” por su casa, si bien antes “la frecuentaba algunas veces más”, y que incluso su esposa fue una vez allí a buscarlo. También compareció la presunta amante del brigada, la prostituta Rafaela (o Rafaelita) Rojas Castro. Manifestó que “tenía que acudir siempre que este la llamaba y con preferencia por tratarse de quien es” y “en una ocasión poco después de la iniciación del Movimiento, la invitó a una amiga suya y a ella a comerse un chivo en casa de la Niña del Cristo [también de profesión prostituta], y allí se presentaron la señora de un brigada y de un sargento” para buscarlos.

Denuncia presentada contra el brigada Fidel Sánchez Valiente de la Rica el 19 de agosto de 1937.

La estrategia defensiva del brigada Fidel Sánchez consistió en negar las acusaciones que se le hacían, tanto en este asunto como en todos los demás. Así, y a pesar de las evidencias, en sus declaraciones desmintió sus “relaciones ilícitas con ninguna mujer de vida pública”. También, rechazó que su esposa hubiera ido a buscarlo a algún prostíbulo, y alegó que debieron confundirla con la del sargento Chamizo y la del brigada Ricardo Zafra Martínez “que en una ocasión subieron por la Caba [calle donde había prostíbulos] en busca de sus maridos”. Que Fidel Sánchez mentía quedó de manifiesto no solo por los testimonios de denunciantes y testigos, sino también por su hoja oficial de castigos. En ella se indicaba que había sido arrestado el 17 de mayo de 1937 durante cuatro días, por “concurrencia a casas de mala nota o fama”, ya que un día se le encontró “en una casa de lenocinio acompañado de varios oficiales de Regulares y un paisano y mujeres de vida airada”.

El afán del juez militar instructor por verificar las continuas infidelidades conyugales del brigada con prostitutas, a las que a veces forzaba o no les pagaba, contrastó con el desinterés por averiguar si también había violentado sexualmente a viudas e hijas de fusilados republicanos, a pesar de que uno de los denunciantes, el teniente de Infantería Francisco de Lasheras, declaró que eso afirmaba el “rumor público”. Por otro lado, el abogado Manuel Cubillo resaltó la dificultad de que las mujeres afectadas testificaran sobre este asunto por la vergüenza personal y pública que suponía:

Es de difícil prueba porque choca con el propio pudor de las interesadas. Pero que sabe de rumor público que ha perseguido con tal fin a una tal Encarnación, viuda de un fusilado conocido por el Sordo Sales y que vive en la Almedina (…), además le consta que ha perseguido con este fin a la hija de Galisteo, un empleado de la Bolsa de Trabajo que fue asesinado en San Francisco, la que muy confidencialmente se lo dijo al declarante en el cine una de las últimas noches de invierno, añadiendo que las traía fritas a ella y a una tal Rosarillo.

Aunque Manuel Cubillo identificó a estas mujeres concretas como posibles víctimas del acoso del brigada, en ningún momento se las llamó a declarar o se inició una investigación al respecto. Esto se debió a que, como norma general, los delitos de violación cometidos por los derechistas contra republicanas o mujeres familiares de republicanos solían ser ocultados, exculpados o muy poco castigados por la justicia militar franquista, que los consideraba una falta menor. De hecho, el general jefe del Ejército del Sur, Gonzalo Queipo de Llano, el 23 de julio de 1936, a los cinco días del golpe de Estado, en una de sus famosas charlas radiofónicas había dejado muy claro el castigo que recibirían las mujeres republicanas:

Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a sus mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que pataleen y forcejeen.

Téngase en cuenta este discurso de Queipo de Llano, porque será su autor, la máxima autoridad militar en Andalucía en aquel momento, quien precisamente le imponga el correctivo de solo un mes de arresto militar al brigada Fidel Sánchez Valiente de la Rica por los delitos anteriores.

Aunque a través de la documentación archivística podamos desentrañar en parte la tragedia que supuso la dictadura franquista, nunca conseguiremos acercarnos a la intrahistoria de la represión a no ser por los testimonios de los testigos, de las víctimas o de sus descendientes. Esto es aplicable de manera más intensa a las formas de represión sufrida por las mujeres, y que rara vez padecieron los varones, como la violencia sexual. Por ese motivo, es de enorme importancia que hayamos podido recuperar un par de historias contadas por las víctimas o sus familiares.

En diciembre de 2016 Patricia Ordóñez Chica publicó el libro La Manola. El eco de las mujeres que habitan en mí, en el que evoca, entre otros temas, el pasado de su abuela, marcado por la guerra, las penurias y la emigración a tierras catalanas. La abuela, Manuela Romero Sánchez, cuyo marido y hermanos huyeron de Baena a zona republicana al comienzo de la guerra, quedó con 35 años en la localidad al cuidado de sus hijos pequeños. Esta circunstancia la aprovechó un guardia municipal para violarla durante años. La autora conocía el nombre, apellidos y apodo del guardia —al igual que el autor de este blog—, pero prefirió omitirlo en su relato. En muchas páginas del libro se describe la violencia sexual (y de otros tipos) padecida por la abuela, pero hemos seleccionado la que se anota en las páginas 121 y 122:

¡Ay, mi pequeña! Me doy cuenta ahora de cuánto me está costando dejar salir algunos recuerdos. Antes de que acabara la guerra, la vida me sumergió de nuevo en la pena y el dolor. En mitad del terror, de los bombardeos, del hambre y de la miseria, había hombres que intentaban, como fuera hacerte más daño. Me cuesta lo que te quiero contar ahora. No es que sea un secreto, es solo que fue un episodio que marcó mi vida y mi reputación, si es que a los pobres se nos permitía tener de eso, y acabaría siendo uno de los motivos que provocaría, más adelante, mi destierro del pueblo.

Aquel hombre, el municipal que te contaba, el que me tenía echado el ojo, supongo que a como a muchas otras, me atormentó todo lo que pudo. Entonces, violar a las mujeres de los que habían salido huyendo formaba parte de la particular venganza de algunos de aquellos hombres. Descargaban el odio que le tenían al régimen republicano en las personas, que de una u otra manera, estábamos identificados con ese bando, bien por ideas políticas, bien por ser obreros, bien por ser pobres y tener huidos en la familia o simplemente porque el vencedor tuviera algo pendiente con el vencido y, en aquellas circunstancias, los vencedores pudieron cobrarse con creces, y con total libertad, las deudas que creyeron tener pendientes. Una de las formas de descargar tanto odio, era ir a por los más débiles, a por las mujeres y los niños. Para que te hagas una idea, tirar de las prostitutas —o, como preferían llamarlas los vencedores, mujeres de la vida—, para los franquistas, estaba peor visto que violar y aprovecharse de las mujeres y los hijos de los huidos. La Iglesia también se hizo con su pedazo de pastel del triunfo de los nacionales e impuso, por la fuerza, reglas sobre lo que estaba bien visto y lo que no. La prostitución, ir de putas, ya digo, estaba mal vista. Por eso, cuando tiraban de putas, mujeres para mí tan dignas como otras cualquiera; incluso, con una dignidad muy superior a la de sus clientes, que iban a la Iglesia, se confesaban y santas pascuas. Por un lado había quedado aliviado el cuerpo y, por otro, quedaba tranquila el alma.

Cuando mejor se sentían era violando a las mujeres del otro bando, las que habían quedado solas, sin un marido que pudiera defenderlas, No necesitaban ir a la iglesia ni a la confesión, porque lo que hacían, a su entender, estaba más que justificado. Se justificaban diciendo que estaban diciendo a esas mujeres lo que era realmente un hombre, un macho. Las primeras, las del oficio, salían mejor paradas. Normalmente, sus clientes les pagaban por sus servicios, además de con el dinero, con el resultado de lo que habían saqueado de las casas de los republicanos, ya fueran muebles, joyas o comida. Eran, como se les decía en muchos casos, las mantenidas. En el nuestro, en el de las mujeres de los huidos, nosotras pagábamos con nuestro cuerpo un altísimo precio por mantenernos con vida. Este era nuestro beneficio, salvar la vida, que no era poco. Yo, ese precio, se lo pagué con creces a aquellos malnacidos.

Dijeron de mí, a partir de entonces, que era una mujer que se había ofrecido por favores. ¡Cuánta hipocresía y cuánta miseria, niña! Aquellos hombres y mujeres, a los que se suponía adoctrinados en la fe católica, eran auténticos criminales, seres perversos, depravados y sádicos.

De nuevo, el silencio pasó a ser mi compañero. Mis niños no tenían ni idea de lo que estaba ocurriendo. Aquel hombre, cada vez que quería, tomaba, sin importarle dónde, cuándo ni por qué; sin importarle el daño que estaba causando, incluso con mis hijos en casa. Yo, a cambio, seguía manteniendo la vida, y a mis hijos conmigo. Pagué ese precio, sí, para garantizar también la supervivencia de los míos, que entonces era lo único que me importaba, Maldigo a aquel hombre, niña, yo le maldigo para siempre.

También hace bastantes años salió a la luz en la prensa nacional un desgarrador testimonio de esta represión oculta, publicado en el periódico El Mundo el 18 de julio de 2006. Relataba la odisea vivida por Trinidad Gallego Prieto, enfermera militar en Madrid durante la guerra. En 1939 había sido encarcelada junto a su madre y su abuela, de 87 años. Tras pasar por varias cárceles, en mayo de 1943 la liberaron de la prisión maternal de Carabanchel, donde había ejercido como matrona. A partir de ese momento, Trinidad Gallego narró su calvario en la clínica de un conocido ginecólogo de la siguiente manera:

Entonces me enteré de que un cirujano que conocía había montado una clínica en Baena, Córdoba. Era una clínica buena, con quirófano y consulta. Su hermana vino a mi casa a preguntarme si quería ir. Dije que sí, y me llevé a mi madre, porque mi abuela ya había muerto. Fue la peor época de mi vida. Ese doctor abusó de mí en la clínica muchas veces y yo no tenía a quién quejarme. ¡Quién iba a creer a una expresa comunista y no a un doctor de familia de derechas! ¡A quién denunciabas! Yo no estaba colegiada y no me podía trasladar. Aguanté allí tres años, metiéndome luego la cucharilla [para abortar] cuando hacía falta, odiándole, preguntándome dónde ir y sin contárselo a nadie. Acabé con anemia perniciosa. A pesar de todo, conseguí colegiarme como matrona en Jaén y me fui a un pueblo a ocupar mi plaza.

 

Presentación del libro: Lucena 1900-1945. Movimiento obrero, republicanismo y represión política

A continuación publico el texto de mi intervención en la presentación de mi último libro, Lucena 1900-1945. Movimiento obrero, republicanismo y represión política, que se celebró en la Casa de los Mora el día 8 de julio de 2021. El vídeo íntegro de la presentación se ha obtenido del canal de Youtube del periódico digital Lucena Hoy y se puede visualizar en este enlace.  

 

Portada del libro.

El libro que hoy presentamos es una selección de artículos de mi blog a los que he añadido un capítulo nuevo. El blog nació hace ocho años, en julio de 2013, y en él se han publicado 59 entradas. En la actualidad acumula 258.000 visitas, una cifra bastante elevada si tenemos en cuenta que su ámbito de estudio se centra en pueblos del sur de Córdoba como Lucena, Baena, Montilla, Rute, Fernán Núñez, Iznájar y otros. La mayoría de las entradas se refieren a Lucena, una localidad a la que en 1998 dediqué mi primer libro, Lucena: de la II República a la Guerra Civil, del que con rapidez se agotaron dos ediciones. En el año 2000 vería la luz un segundo título, República, guerra y represión. Lucena 1931-1939, que revisaba y ampliaba de manera significativa lo publicado con anterioridad. Esta obra recibió también una magnífica acogida y se imprimieron tres ediciones, la última en 2010, corregida y aumentada. Desde entonces, todas mis investigaciones sobre Lucena se han difundido a través del blog.

En septiembre del año 2020 la Diputación Provincial de Córdoba convocó unas ayudas en materia de Memoria Democrática a las que podían concurrir los ayuntamientos. La delegación de Archivo, Publicaciones y Memoria Democrática del Ayuntamiento de Lucena decidió acogerse a ellas para editar un libro que recopilara los artículos de mi blog relacionados con esa temática. Desde la entidad municipal se entendía que era una manera de que mis investigaciones llegaran a personas que por su edad o circunstancias tenían dificultad para relacionarse con el mundo digital o simplemente preferían la lectura en papel en lugar de en una pantalla. La concejalía consideraba además que así se facilitaba el acceso conjunto a la información que contenía el blog, lo que a su vez podría ayudar a difundirlo de un modo diferente y entre nuevos lectores.

El libro se ha estructurado en tres bloques temáticos que comienzan con los inicios del movimiento obrero en nuestra localidad. A principios del siglo XX se vivió en la provincia de Córdoba un auge del sindicalismo que se manifestó también en Lucena, que en el año 1900 albergaba a 21.179 habitantes (la mitad que ahora). En aquel momento, la actividad económica más importante y la gran fuente de riqueza era la agricultura. En el campo cordobés hubo dos factores que ejercieron una influencia decisiva en el nacimiento de la actividad sindical. Por un lado, la concentración de la propiedad de la tierra en manos de un número reducido de personas, a las que las clases populares llamaban señoritos o patronos. Por otro lado, la miseria de los jornaleros, que constituían la inmensa mayoría de la población y sobrevivían con un sueldo escaso y sometidos al paro estacional, a unas jornadas laborales de sol a sol y a unas condiciones de trabajo abusivas. En aquellos años no existían, como ahora, un salario mínimo o contratos de trabajo estables, ni seguros sociales o de desempleo que pudieran remediar la angustiosa situación de los trabajadores agrícolas.

En Lucena la actividad sindical tuvo raíces socialistas, sin que aquí arraigaran las ideas anarquistas que tanto predicamento alcanzaron en otros pueblos de la provincia como Castro del Río, Espejo, Baena, etc. Las primeras organizaciones de trabajadores vieron la luz en el verano de 1902, cuando se crearon las sociedades de Albañiles, Zapateros y Veloneros. La primera gran organización sindical de los trabajadores del campo lucentino, la Liga Obrera, se fundó en 1904, y el 30 de junio de 1908 nació la Agrupación Socialista, aunque su actividad solo duró un año. Fue la primera de la provincia tras la de Córdoba capital, que se había creado en 1893.

En mayo de 1909 resultó elegido concejal el abogado Francisco de Asís López Ruiz de Castroviejo, que jugaría un papel importante en la reorganización del socialismo local. Francisco de Asís López mantuvo una intensa correspondencia durante cuatro años con Pablo Iglesias, el fundador del PSOE y de la UGT, que se había convertido en 1910 en el primer diputado del partido socialista de la historia. Conservamos copia de 24 cartas enviadas por Pablo Iglesias a Francisco de Asís López, y todas se publican en el libro. Las originales fueron donadas en mano por su hijo Miguel a Felipe González en la sede del partido de la calle Ferraz de Madrid antes de que este llegara a la presidencia del Gobierno en 1982.

Foto: Lucena Hoy.

El movimiento obrero y el socialismo lucentino vivieron continuos altibajos desde su nacimiento. Tras desaparecer la Agrupación Socialista en 1909, en enero de 1913 se creó el Centro de Obreros Socialistas, que decayó al año siguiente, y habrá que esperar a junio de 1918 para asistir a la nueva constitución de la Agrupación Socialista, que alcanzó los 85 militantes durante aquel año. La gran organización obrera en Lucena del denominado Trienio Bolchevique, un periodo de nuestra historia que abarca de 1918 a 1920, fue la Unión Agrícola, que llegó a tener 1.976 afiliados en marzo de 1919, el 9% de los 21.029 habitantes de la localidad. En Jauja, los campesinos se agruparon en la Sociedad de Obreros Agricultores La Redención, que en 1919 contaba con unos doscientos socios, que representaban el 19% de los 1.038 residentes en la aldea. En el periodo del Trieno Bolchevique, al que dedicamos el capítulo 2 del libro, el auge del asociacionismo obrero se manifestó además en el aumento de la participación política de los partidos antidinásticos, fundamentalmente republicanos y socialistas. Así, por el distrito electoral de Lucena, en las elecciones a Cortes de 1919 llegó a concurrir el secretario general de la UGT, Francisco Largo Caballero, que a punto estuvo de conseguir un acta de diputado.

Durante los años del Trienio Bolchevique destacó el joven abogado Antonio Buendía Aragón, en quien centramos el capítulo 3. Antonio Buendía representó a la Agrupación Socialista de Lucena en el XI Congreso del PSOE celebrado en octubre de 1918 en Madrid, bajo la presidencia de Pablo Iglesias. La afiliación de Antonio Buendía al PSOE duró dos años escasos, ya que en 1920 fue uno de los fundadores y luego miembro del Comité Central del Partido Comunista Español, una organización que al fusionarse en 1921 con el Partido Comunista Obrero Español dio lugar a la creación del Partido Comunista de España. El perfecto conocimiento que poseía Antonio Buendía de la lengua francesa y su amplia cultura le permitieron traducir al castellano al menos tres libros entre 1929 y 1930.

Foto: Lucena Hoy.

En 1931 Antonio Buendía estableció su residencia en Madrid, donde le sorprendió el golpe de Estado de julio de 1936. En 1939 salió hacia el exilio francés y consiguió llegar a Chile, desde donde se trasladaría a Francia en 1956. En el país vecino sirvió de enlace con Chile y Méjico para el intercambio de publicaciones del partido comunista y trabajó de corrector para Nuestras Ideas, una revista trimestral de ideas, política y cultura, editada en Bruselas, en la que colaboraron múltiples intelectuales españoles. En los años setenta Antonio Buendía se instaló en la capital rumana, Bucarest, el lugar en el que moriría en 1972. Antes había vendido todas sus tierras, ya que era un gran terrateniente agrícola, y donó el dinero al partido comunista. La noticia de su fallecimiento fue publicada incluso por los periódicos ABC y La Vanguardia en plena dictadura de Franco, lo que da idea de la relevancia que tuvo dentro del comunismo español.

El republicanismo fue la principal minoría de oposición en el Parlamento español durante el reinado de Alfonso XIII, que comenzó en 1902. Los republicanos se presentaron a menudo a las elecciones coaligados con el PSOE, tuvieron una fuerza importante en las zonas urbanas y aglutinaron en su seno a un amplio sector de la burguesía progresista y de las clases populares. Como el sistema político de la Restauración se basaba en el fraude electoral y el turno pactado entre los dos grandes partidos monárquicos, liberales y conservadores, la implantación del republicanismo resultó más dificultosa en el ámbito rural, donde la libertad de voto era menor y la influencia caciquil más acusada. Precisamente por ello, en Lucena uno de los objetivos del republicanismo fue la lucha política contra Martín Rosales Martel (duque de Almodóvar del Valle), diputado liberal por el distrito electoral lucentino en el Congreso de los Diputados en sucesivas elecciones desde 1905 a 1923, dos veces ministro y cabeza visible en la localidad del sistema político que los antimonárquicos querían enterrar.

La sección lucentina del Partido Republicano Radical, al que dedicamos el capítulo 5, se constituyó en Lucena en 1910. El partido nació con un programa político anticlerical, obrerista, populista y antimilitarista que se moderaría en los años treinta del siglo pasado. En Lucena los republicanos nunca obtuvieron diputados por el distrito electoral durante el reinado de Alfonso XIII. No obstante, en el Ayuntamiento consiguieron en noviembre de 1914 su primer concejal, el perito mercantil Javier Tubío Aranda, que hasta 1922 revalidó su puesto en tres sucesivas convocatorias. Durante este periodo, en distintos momentos, el farmacéutico Anselmo Jiménez Alba, el propietario José López Jiménez y el abogado Miguel Víbora Blancas lo acompañaron como ediles republicanos.

Tras la dictadura del general Primo de Rivera, que duró desde 1923 hasta 1930, el gobierno del almirante Aznar intentó volver a la normalidad constitucional con la convocatoria de unas elecciones municipales el 12 de abril de 1931. Los resultados dieron la victoria a una alianza republicano-socialista en las capitales de provincia y en los núcleos urbanos, por lo que el rey Alfonso XIII se vio obligado a renunciar al trono. La conjunción de republicanos y socialistas logró una arrolladora victoria en Lucena en estas elecciones con el 64,82% de los votos. Frente a siete concejales monárquicos, salieron elegidos 18 concejales republicanos. Javier Tubío Aranda, a quien dedicamos el capítulo 4 del libro, asumiría la alcaldía de Lucena el 17 de abril, aunque el 6 de julio dimitió. Un socialista, el abogado Vicente Manjón-Cabeza Fuerte, que años después acabaría como alto cargo regional de la Falange, lo sustituyó en el cargo.

Es muy difícil encontrar listados de militantes de los partidos y sindicatos que quedaron proscritos durante el franquismo, pues sus archivos fueron incautados por las autoridades militares, se ocultaron o se destruyeron. Por ello, es una suerte que podamos contar con una relación de socios del Centro Republicano Radical de Lucena, posiblemente del año 1934. Se conservaba entre los papeles personales del presidente del partido entre octubre de 1933 y enero de 1935, el abogado Rafael Ramírez Pazo, de los que poseo una copia cedida de manera generosa por su hija Araceli a principios de 2016. En la lista de afiliados aparecen 116 varones, identificados por el nombre, la edad, la profesión y el domicilio.

En la etapa de la II República, entre los años 1931 y 1936, las organizaciones de izquierda y las distintas ramas del republicanismo congregaron el apoyo de buena parte de la población lucentina, según se puede observar en sus nutridas listas de militantes. Aun así, como en todo sistema democrático en el que los gobiernos dependen de la voluntad libre de los ciudadanos expresada en las urnas, los resultados electorales fueron variando en este periodo. Si las elecciones del 12 de abril de 1931 otorgaron una amplia victoria a las candidatura republicano-socialista, y las elecciones legislativas del 30 de junio ofrecieron el triunfo al PSOE con el 52,10% de los sufragios, los resultados dieron un vuelco en las dos elecciones legislativas de los años posteriores. En diciembre de 1933 la derechista Coalición Antimarxista logró el respaldo del 58,61% del electorado lucentino y el 16 de febrero de 1936 se produjo un nuevo cambio al sumar el 53,66% de apoyos el Frente Popular, una amplia coalición de fuerzas republicanas y de izquierda en la que convivían principalmente Izquierda Republicana, Unión Republicana, el PSOE y el partido comunista, unas organizaciones de las que se pueden consultar sus listados de cientos de militantes en el capítulo 6.

El contexto internacional en el que se desarrolló la II República Española no era propicio para las libertades y el pluralismo. De los 28 regímenes democráticos que existían en Europa en 1920 solo pervivían 12 en 1938. Los otros 16 habían sido sustituidos, a través de golpes de Estado, por dictaduras y sistemas autoritarios de corte derechista o fascista que invocaron el peligro de una posible o supuesta revolución socialista o comunista, que nunca se produjo, para justificar su ascenso al poder. Algo similar ocurrió en España. Aunque en el gobierno del Frente Popular no había en 1936 ni un solo ministro socialista o comunista, y este último partido solo tenía 17 de los 473 diputados en las Cortes, un golpe de Estado terminó con el primer intento serio de democratización, con todos los defectos que tuviera, que vivió nuestro país en el siglo XX.

Las personas de hace ochenta años en general no vivían ni entendían la democracia en los mismos precisos términos que nosotros en la actualidad. Por tanto, la República española resultó todo lo democrática que podía llegar a ser en los años treinta, y más si la comparamos con una Europa en la que se vivían las dictaduras de Stalin en la Unión Soviética, de Hitler en Alemania, o de Mussolini en Italia. La República española no fue peor ni distinta que la mayoría de las democracias europeas de aquella época con problemas similares, lo que la diferencia de ellas es que aquí hubo un golpe de estado que perseguía suprimir las reformas económicas, sociales y culturales que la República había iniciado en 1931. Y ese golpe no se produjo porque la República no fuera lo suficientemente democrática según los parámetros de la época, sino porque un grupo de militares sublevados apoyados por monárquicos, carlistas y falangistas, y con la colaboración de la Alemania nazi y la Italia fascista, quería imponer una dictadura.

La II República española tuvo que enfrentarse desde su proclamación, el 14 de abril de 1931, a una variada gama de fuerzas políticas y sindicales que eran antisistema y antidemocráticas, y a una permanente amenaza de golpe militar apoyado por los partidos de extrema derecha. Durante la República las tramas antirrepublicanas dentro del Ejército estuvieron protagonizadas fundamentalmente por la Unión Militar Española, una organización clandestina integrada por mandos militares ultraconservadores que compartían bastantes objetivos con los fascismos italiano y alemán como eran la destrucción del sistema democrático, el aplastamiento del movimiento obrero y la instauración de un Estado totalitario. En 1934 y 1935 hubo varios planes de rebelión, que no llegaron a materializarse, liderados por los generales Yagüe o Fanjul. La victoria del Frente Popular el 16 de febrero de 1936 aceleró la conspiración, de manera que pocos meses después, el 1 de julio, los monárquicos españoles contrataron con la Italia fascista de Mussolini la compra de una enorme cantidad de material bélico de primer nivel, valorado en 339 millones de euros actuales, para respaldar una sublevación militar que finalmente comenzaría el día 17 en los territorios españoles del norte de África.

Como consecuencia del golpe de estado del 18 de julio de 1936, dos Españas, la España republicana y la España franquista, se enfrentaron en una cruenta guerra civil. Durante los tres años de enfrentamiento murieron en los frentes de batalla unos 300.000 soldados y en los bombardeos fallecieron unas 12.000 personas. Aparte, en aquellos tres años de guerra, decenas de miles de personas inocentes, que no habían cometido ningún delito, murieron a consecuencia de la represión en la España republicana y en la franquista, en su mayoría por fusilamientos.

La represión franquista y la republicana durante la guerra civil no fueron iguales. En la zona franquista la violencia se programó con antelación y fue alentada desde los mismos centros del poder y por los mandos militares como una política de Estado. Por el contrario, en la zona republicana la represión no surgió de manera planificada, sino que fue consecuencia en gran medida del hundimiento del Estado y fue protagonizada por grupos de exaltados en medio del clima de descontrol del orden público que se vivió en los primeros meses de la contienda. Además, en la zona republicana muchas autoridades se esforzaron por impedir los asesinatos, una circunstancia que no se solía dar en la España franquista. Esto explica en parte que el número de víctimas mortales de la represión fuera muy distinto en las dos zonas. En este momento hay contabilizadas en España 140.159 víctimas republicanas frente a 49.367 franquistas, de acuerdo con un estudio global del historiador Francisco Espinosa Maestre. En Andalucía las diferencias aumentan, y se contabilizan 51.090 víctimas republicanas frente a 8.356 franquistas. Por último, en la provincia de Córdoba, hubo 11.582 muertos republicanos en guerra y posguerra frente a 2.346 franquistas, según las investigaciones del historiador Francisco Moreno Gómez.

La rebelión militar comenzó en Córdoba capital a las dos y media de la tarde del 18 de julio de 1936, cuando el coronel Ciriaco Cascajo, al igual que el resto de comandantes militares de la II División —que comprendía las ocho provincias andaluzas— recibió en el cuartel de Artillería, la mayor unidad militar de la ciudad, una llamada telefónica del general Queipo de Llano que le informaba del éxito de la sublevación en Sevilla y le ordenaba la declaración del estado de guerra en la ciudad. Durante la tarde y la noche los militares insurrectos tomaron los edificios públicos y los servicios de correos, telégrafos y telefónica, desde donde ordenaron a los cuarteles de todos los pueblos que proclamaran el bando de guerra, apresaran a las autoridades republicanas y ocuparan las Casas del Pueblo y los edificios municipales. Hemos de recordar, pues parece que este hecho se olvida con frecuencia, que todos estos actos de fuerza protagonizados por los militares golpistas eran ilegales, ya que el artículo 42 de la Constitución de 1931 y el capítulo IV de la ley de Orden Público de 28 de julio de 1933 otorgaban con carácter exclusivo a la autoridad civil la declaración de los estados de excepción y prohibían cualquier suspensión de las garantías constitucionales no decretada por el gobierno de España.

Las llamadas de los militares rebeldes en Córdoba encontraron un amplio eco ya que se sublevaron los cuarteles de la Guardia Civil de 47 de los 75 pueblos de la provincia. En Lucena, el golpe militar contra la República se materializó a las 5 de la mañana del 19 de julio de 1936, cuando el teniente coronel de Infantería Juan Tormo Revelo, que se encontraba al mando de la Caja de Recluta y ejercía de comandante militar, emitió el bando de guerra. La represión comenzó esa madrugada con las detenciones practicadas por la Guardia Civil, dirigida por el teniente Luis Castro Samaniego, en el ayuntamiento y en la Casa del Pueblo, y las realizadas con posterioridad en varios domicilios de la población. En los días 18 y 19 de julio fueron encarceladas unas doscientas personas, en una ciudad que entonces rondaba los 30.000 habitantes, y el número de arrestados aumentó en las jornadas siguientes, por lo que hubo que habilitar hasta seis cárceles, incluidos dos conventos, el de San Agustín y el de San Francisco, y la antigua plaza de toros. Desde estos centros de reclusión, muchos de los detenidos fueron trasladados al cementerio y a otros lugares del término municipal o a Córdoba capital para ser fusilados y enterrados en fosas comunes.

Para entender esta masacre, no debemos olvidar que el director de la conspiración militar en España, el general Emilio Mola Vidal, ya había advertido a los militares conjurados el 25 de mayo, dos meses antes del golpe de Estado, que la acción habría de ser “en extremo violenta” y de que “serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas”. En consecuencia, la violencia sería una táctica ejercida por los sublevados desde el primer día de la guerra. Ya en la noche del 17 de julio, cuando la insurrección no había llegado todavía a la Península y los republicanos no habían movido ni un solo dedo para oponerse a ella, los militares golpistas asesinaron a 225 personas en las posesiones españolas en Marruecos, anticipando el método que iban a aplicar durante los tres años siguientes en todos los lugares que iban conquistando.

Foto: Lucena Hoy.

Con estos datos previos, el término preciso para referirnos a lo que sucedió en Lucena entre 1936 y 1939 no es el de guerra civil, sino el de represión, pues en la localidad no hubo resistencia armada al golpe de Estado, combates u operaciones militares. Cuantificar la represión franquista en Lucena es tan dificultoso como en el resto de España, ya que un buen número de víctimas mortales no ha dejado ningún rastro en la documentación oficial de los libros de defunciones del Registro Civil o de los libros de enterramientos de los cementerios. Ello se debe a que desde el primer momento hubo un enorme interés en esconder la represión, algo que siempre han procurado las dictaduras, de izquierdas o de derechas, a lo largo de la historia. Además, el miedo, el desconocimiento, las dificultades burocráticas y la emigración a otros lugares impidieron o dificultaron que los familiares de los asesinados pudieran inscribirlos en el Registro Civil, que es la fuente imprescindible para el estudio de los fallecimientos en una localidad.

Todas las inscripciones de fusilados en el Registro Civil de Lucena se realizaron fuera del plazo legal, muchos años después de que se produjeran las muertes. Durante los tres años de guerra solo se anotaron cuatro víctimas en el Registro y hubo bastantes inscripciones a partir de 1980 (un 15,87% del total de inscritos) acogiéndose a la Ley de 18 de septiembre de 1979, emitida por el gobierno de Adolfo Suárez, sobre reconocimiento de pensiones a viudas, hijos y demás familiares de fallecidos a consecuencia de la Guerra Civil. Todas estas carencias explican que en el Registro estén inscritas solo 69 víctimas mortales de la represión franquista en el municipio de Lucena mientras que otras 63 (casi el 48% del total) nunca se llegaron a anotar de manera oficial. La identidad de estas últimas se ha obtenido en buena medida a través de testimonios orales aportados por familiares, algunos de los cuales están hoy aquí presentes en este acto, y con probabilidad sus nombres se hubieran perdido si no se hubiera sido por ellos. Este proceso de recogida y difusión de los recuerdos entra en el campo de la memoria histórica, y a pesar de las insuficiencias que pueda presentar, es una manera aceptable de acercarnos a un asunto en el que otras fuentes documentales manifiestan evidentes lagunas.

La lista de víctimas mortales de la represión franquista en Lucena, que aparece detallada en el capítulo 9, comencé a elaborarla en 1997 y desde entonces su número y la información que poseemos sobre los fallecidos han aumentado considerablemente, como se puede comprobar en el capítulo 11 dedicado a las nuevas historias que han aparecido en los últimos años. Por tanto, si en 1997 hubiéramos decidido no investigar sobre este asunto y seguir el consejo de los defensores del olvido y de “no remover el pasado”, hoy todavía seguiríamos creyendo que las víctimas de la represión en Lucena fueron la mitad de las reales, con lo que habríamos hecho un flaco favor a la verdad histórica y al derecho que tiene una sociedad a conocer su pasado.

Foto Lucena Hoy

Según los datos que poseemos en la actualidad, y que podrían variar en cualquier momento en función de nuevos hallazgos, la represión causó en Lucena durante la guerra 100 muertos, a los que hay que sumar 21 en la aldea de Jauja y 11 en Las Navas del Selpillar, lo que nos da una cifra total de 132 víctimas para el municipio. Hay otras dos víctimas dudosas. Además, seis forasteros cayeron fusilados en el término municipal. Por último, en la posguerra murieron en las cárceles al menos otros siete lucentinos por hambre, enfermedades y privaciones. Aunque es muy complicado identificar a todas estas víctimas y saber dónde las enterraron, en diciembre de 2017, tras una labor de búsqueda realizada en el cementerio de Lucena por un equipo arqueológico patrocinado por la Junta de Andalucía y en el que colaboraron de manera altruista cuatro jóvenes lucentinos, se localizaron los cuerpos de cinco varones con signos de torturas y muertos por arma de fuego. Desconocemos en este momento, tres años y medio después de todo aquello, si el proceso de identificación genética de los restos hallados ha culminado con éxito, pues a varias familias les tomaron pruebas de ADN con la intención de confrontarlo con el de los huesos encontrados.

El capítulo 10 del libro está dedicado a una presunta lista negra de la guerra civil encontrada en Lucena en la que se anotan 49 personas identificadas por nombres, apodos u otras referencias. Una lista negra es una relación de personas que por algún motivo están excluidas o discriminadas. Desde que apareció el movimiento obrero en el siglo XIX, determinados patronos se pasaban entre ellos o a través de sus asociaciones listas negras de trabajadores a los que, debido a su ideología política o su militancia sindical, se recomendaba no contratar con la intención de doblegarlos por el hambre. En la Guerra Civil española se relacionaba casi siempre una lista negra, tanto en zona republicana como en zona franquista, con personas que debían ser investigadas, encarceladas o fusiladas. Es muy difícil descubrir una lista negra original, porque era un documento privado o administrativo que pasaba de mano en mano con una finalidad poco ética e ilegal, y que por tanto se quería mantener oculto ante los ojos de los ciudadanos, así que este hallazgo es muy valioso y llamativo.

Cualquier estudio que intente reconstruir lo que sucedió en Lucena en los años de la República, la Guerra Civil y la primera posguerra se encontrará con una dificultad insalvable: todos los documentos relativos a este periodo que deberían conservarse en el Archivo Histórico Municipal se quemaron de manera intencionada en los años setenta del siglo XX. Parece claro que el objetivo era borrar un pasado que podría resultar incómodo para determinadas personas que habían tenido un papel activo en la represión o en la vida política, por lo que solo se salvaron los libros de actas de los plenos y pocos documentos más. Desconocemos si esa destrucción tuvo que ver con la orden que dio Rodolfo Martín Villa, ministro de Interior de la UCD en 1977, de acabar con miles de documentos relacionados con el franquismo y relativos a Falange, la Guardia Civil, las prisiones, etc.

Al faltar los fondos municipales, bastantes de las historias que narramos en el libro se han podido reconstruir, como podemos observar en varios capítulos, gracias a los importantes descubrimientos realizados en los últimos años en el Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca y sobre todo en el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla, abierto a los investigadores en 1997, donde se conservan los sumarios de los consejos de guerra a los que fueron sometidos miles de republicanos andaluces durante la Guerra Civil y la posguerra. En este último archivo, por ejemplo, hemos encontrado unas interesantes diligencias informativas que pueden dar una idea aproximada del alcance estremecedor que tuvo la represión aplicada por la justicia militar. Las diligencias se refieren al teniente coronel Juan Tormo Revelo, que era comandante militar de Lucena en julio de 1936, y en agosto ya ejercía como miembro de los tribunales que intervinieron en los consejos de guerra celebrados en Sevilla y luego en Málaga. En esa documentación manifiesta que, entre agosto de 1936 y junio de 1937, él mismo ya llevaba “sentenciados a la pena capital y ejecutados 1.012 canallas rojos”, lo que nos da una media de tres condenas a muerte al día si incluimos sábados y domingos.

La actuación de los tribunales militares contra vecinos de Lucena y Jauja huidos tras la sublevación del 18 de julio y retornados al finalizar la contienda guerra ocupan dos capítulos del libro, el 13 y el 15. Estos tribunales estaban politizados e integrados por un presidente y unos vocales sin formación en Derecho, pues solo era obligatorio que la tuviera el fiscal. Para los procesos se estableció un juzgado especial permanente en el número 19 de la calle El Agua. Los miembros del tribunal, todos oficiales del Ejército, llegaban a Lucena para la ocasión, emitían las sentencias en pocas horas, sin tiempo real para analizar detenidamente las causas, y se marchaban nada más terminar su cometido. En los consejos de guerra la indefensión del encausado, sometido a prisión y a torturas desde un primer momento, era absoluta y todo el proceso judicial se realizaba sin las debidas garantías. Eso explica que muchos de los condenados debieron soportar condenas de años de cárcel solo por su militancia en partidos políticos y sindicatos, o por haber luchado en las filas del Ejército republicano.

En dos capítulos del libro, el 14 y el 15, se trata la represión sufrida en la aldea lucentina de Jauja durante la guerra y la posguerra. Cuando se produjo el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 la Guardia Civil del pueblo, comandada por Antonio Velázquez Mateo, se concentró en Lucena, así que allí no triunfó la sublevación militar en un primer momento. A los dos días, se creó en la aldea una Comisión, formada en su mayoría por militantes de la UGT y el PSOE, que se mantuvo fiel a la República y evitó los asesinatos, las detenciones y la violencia. El día 11 de agosto una columna del comandante Castejón tomó la localidad sevillana de Badolatosa, situada a solo un kilómetro de Jauja, y el estruendo de los disparos fue aterrador. El miedo se apoderó de la población y casi todo el mundo huyó al campo. El 13 de agosto tropas llegadas desde Lucena ocuparon la aldea, que estaba ya casi despoblada. A pesar de no haber existido una violencia previa por parte de los republicanos, se inició una terrible ola de fusilamientos que se llevó por delante la vida de al menos 21 vecinos del poco más de mil que vivían en la localidad. Muchos de los que escaparon para evitar la represión ya no volverían a sus hogares hasta finalizar la contienda, lo que no los libraría de ser sometidos a consejos de guerra sumarísimos en la posguerra.

Cuando hablamos de la represión relacionada con la Guerra Civil siempre pensamos en la violencia física, sobre todo en los fusilamientos. Pero hubo otras represiones en los ámbitos económico, cultural, ideológico o educativo, entre otros, de las que damos cuenta en distintos capítulos, como el 7 y el 17. Así el Carnaval, una fiesta de profunda raigambre popular y cuya celebración está documentada de forma escrita desde el siglo XIX en nuestra localidad, se prohibió debido a su carácter transgresor y crítico, a que se alejaba de los cánones religiosos y porque solo se toleraban las tradiciones relacionadas con las celebraciones católicas. También el discurso del odio y de la deshumanización de los que se creía diferentes estuvo muy presente en los años de la guerra y la posguerra. Recogiendo el viejo ideario antisemita de la Edad Media, incluso en la prensa lucentina que se autodefinía como católica, a menudo encontramos noticias y artículos en los que se difundía un mensaje de hostilidad hacia los judíos que, salvando las distancias, nos recuerdan el furibundo mensaje racista que lanzaba la Alemania nazi en aquel momento.

La represión en la enseñanza, que abordamos en el capítulo 16, la relacionamos con la corta trayectoria del Instituto Barahona de Soto, creado en 1933 y que solo sobrevivió seis años. En 1931 el único instituto de enseñanza media que existía en el sur de Córdoba era el Aguilar y Eslava de Cabra. Los lucentinos que querían estudiar el bachillerato en su provincia solo tenían la opción de matricularse en este centro, o en el Provincial de Córdoba capital. En su afán por universalizar el derecho a la educación y de acercar la cultura a los ciudadanos, la II República creó miles de aulas e inauguró nuevos institutos de enseñanza media en las ciudades con gran número de escolares. Lucena fue una de las ciudades beneficiadas pero todo se trucó a partir de la sublevación militar de julio de 1936. En principio, un tercio de los profesores del instituto, debido a sus ideas políticas, fue sancionado y suspendido de empleo y sueldo por las comisiones depuradoras creadas durante el mandato del poeta José María Pemán como secretario de Cultura y Enseñanza de la Junta Técnica del Estado, una especie de primer gobierno franquista. Por otro lado, la apertura del instituto de Lucena rompía el monopolio educativo que tenía el instituto de Cabra en el sur de Córdoba y suponía una enorme competencia a la hora de atraer al alumnado. En consecuencia, el alcalde de Cabra, que a la vez era director del instituto de su pueblo, presidente de la Comisión Depuradora del Magisterio Nacional en la provincia y además estaba muy bien relacionado con las altas esferas educativas, apoyó su cierre. Por último, el golpe definitivo vino con la Ley de Bases para la Reforma de la Enseñanza Media de 20 de septiembre de 1938, que entre otras medidas depuró el sistema educativo republicano y cerró sus institutos, ya que consideraba que estos centros habían tenido como principal objetivo sustituir “la enseñanza dada por las órdenes religiosas”. Esta nueva ley apostó por un modelo de enseñanza que significó el retraimiento de la escuela pública en beneficio de la escuela privada, mayoritariamente en manos de la Iglesia, lo que explica que en 1959 hubiera en España solo 119 institutos, 32 menos que en 1936.

Tras hacer un recorrido por los capítulos que componen mi libro, me van a permitir ahora, para finalizar, una breve reflexión. La historia no solo consiste en narrar gestas y periodos gloriosos que nos llenan de orgullo y satisfacción, sino que es mucho más amplia e incluye episodios que a veces nos pueden resultar incómodos o poco agradables. Sin embargo, la obligación del historiador es recuperar el pasado en su integridad, ya que es su oficio y su obligación, sin atender a silencios, miedos, censuras ni a opiniones interesadas. Los historiadores no somos culpables ni de lo que ocurrió ni de lo que hicieron nuestros antepasados, y nos limitamos a constatar lo sucedido a través de un análisis riguroso de los documentos y de las fuentes históricas. Nuestra principal labor social consiste en tratar de difundir la verdad demostrable de los hechos y que su conocimiento sirva, como una lección didáctica y también ética, para cerrar heridas, fomentar la convivencia democrática, aprender de lo positivo y tratar de que no se repita lo negativo. Atendiendo a estos principios, en las páginas del libro que hoy presentamos el lector encontrará unas investigaciones, iniciadas hace ya un cuarto de siglo, que le pueden ayudar a conocer mejor la historia de Lucena y de los lucentinos.

La actuación de los tribunales militares en Jauja en la posguerra

En una anterior entrada del blog abordamos la represión sufrida en la aldea lucentina de Jauja durante la Guerra Civil. En ella contábamos que cuando se produjo el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 la Guardia Civil del pueblo se concentró en Lucena. A los dos días, se creó una Comisión (a la que las autoridades franquistas denominaron Comité Revolucionario o Marxista), formada en su mayoría por miembros de la UGT y el PSOE, que se mantuvo fiel a la República y evitó los asesinatos, las detenciones y la violencia. Solo se produjo la recogida de trigo y aceite de tres cortijos para poder abastecer a las panaderías del pueblo y la incautación de las armas de algunos vecinos. El día 11 de agosto una columna del comandante Castejón tomó la localidad sevillana de Badolatosa, situada a solo un kilómetro de Jauja, y el estruendo de los disparos fue aterrador. El miedo se apoderó de la población y casi todo el mundo huyó al campo. El 13 de agosto tropas llegadas desde Lucena ocuparon la aldea, que estaba ya casi despoblada. A pesar de no haber existido una violencia previa por parte de los republicanos, se inició una ola de fusilamientos que se llevó por delante la vida de al menos 21 vecinos del alrededor de mil que vivían en la localidad. Muchos de los que escaparon para evitar la represión ya no volverían a sus hogares hasta finalizar la contienda el primero de abril de 1939.

Los huidos de Jauja tuvieron una trayectoria muy similar durante su estancia en la zona republicana. Los que se dirigieron al sur, a la provincia de Málaga, sufrieron en sus carnes a partir del 7 de febrero de 1937 la terrible desbandada de entre cien mil y ciento cincuenta mil personas desde esta ciudad hacia Almería. Se produjo por la carretera de la costa ante la ocupación de la ciudad por las tropas italianas aliadas de los franquistas. La odisea duró varios días y los bombardeos por mar y aire contra la columna de refugiados ocasionó entre tres mil y cinco mil muertos. Los que huyeron al norte, hacia Espejo, no lo tuvieron mejor. Tras la conquista del pueblo en septiembre de 1936, llegaron a Bujalance, que cayó en diciembre, y de ahí se encaminaron a la provincia de Jaén. Muchos se establecieron en Martos, donde vivieron en una gran casa situada en el número 23 de la calle Dolores Torres, habilitada para acoger a los refugiados. Durante los tres años de guerra los varones jaujeños huidos que estaban en edad militar fueron movilizados por el Ejército republicano y otros se alistaron voluntarios en sus filas.

Sello de la Falange de Jauja en 1939.

En el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla se conservan los sumarios de los consejos de guerra que afectaron a algunos jaujeños en la posguerra, lo que nos ha permitido reconstruir qué ocurrió en la aldea en julio y agosto de 1936 y cómo se aplicó allí la justicia militar, tras la victoria de Franco, a los que habían escapado. Al acabar el conflicto bélico, los refugiados y los soldados y oficiales que habían servido en el Ejército republicano debían volver a sus localidades de origen y presentarse en las comandancias militares, en los ayuntamientos o en los cuarteles de la Guardia Civil. Aquí, cumpliendo las instrucciones del Cuartel General del Ejército del Sur, a cada retornado se le elaboraba una ficha clasificatoria en la que constaba de manera pormenorizada su identidad y su actuación política y social desde el 6 de octubre de 1934: localidades donde había residido, servicios prestados en el Ejército republicano y con qué graduación y en qué unidades, su militancia política y los cargos directivos que había ocupado en partidos y sindicatos, a quién había votado en las elecciones del 16 de febrero de 1936 y si había sido apoderado o interventor de algún partido, participación en delitos o hechos criminales o si conocían a alguien que los hubiera cometido, bienes que poseía, los nombres de las personas que podían responder de su actuación antes y después de la guerra, los documentos que presentaba si volvía de un campo de concentración y alguna otra información relevante.

Aparte de la ficha clasificatoria, la Guardia Civil elaboraba un atestado con el interrogatorio al que sometía al vecino retornado y además redactaba un informe sobre él. Ambos los firmaba el guardia segundo Andrés Luna Gómez, que ejercía también de comandante de puesto del cuartel. Esta documentación, junto a los informes preceptivos aportados por la alcaldía y el jefe local de la Falange (J. Santaella), más alguna otra diligencia, se enviaban a la Auditoría de Guerra de Córdoba, que era la que decidía el comienzo de un procedimiento sumarísimo de urgencia. En caso de que se iniciara, la Auditoría remitía la documentación al abogado Manuel González Aguilar, residente en Lucena y oficial honorario del Cuerpo Jurídico Militar, que actuaba de juez instructor, ayudado por el secretario y falangista Antonio Roldán Maíllo. Tras el proceso de instrucción, el juez debía considerar si los hechos eran constitutivos de algún delito según el código de Justicia Militar y el bando que declaró el estado de guerra en julio de 1936. En caso de que así fuera, se nombraba el tribunal militar correspondiente y se fechaba la vista del consejo de guerra.

Casi todos los jaujeños sometidos a consejo de guerra acabaron juzgados el 12 de abril de 1940 en Lucena por el mismo tribunal. Estaba compuesto por el presidente, el coronel Ricardo Rivas Vilaró; los vocales capitanes Clemente Heras de Francisco, Pedro Fernández Ayllón y Antonio Pérez Gay; el fiscal Luis Mendieta Muñoz; el defensor Antonio Cruz; el relator Rodrigo Rodríguez Márquez y el ponente y aristócrata José Ramón de la Lastra y Hoces. Era el típico tribunal militar politizado que actuó en la posguerra, integrado por un presidente y unos vocales sin formación en Derecho. Sus miembros llegaron a Lucena para la ocasión, emitieron las sentencias en pocas horas, sin tiempo real para analizar detenidamente las causas, y se marcharon nada más terminar su cometido. Todo el proceso judicial se realizaba sin las debidas garantías para los acusados, que permanecían en prisión durante meses, sin la asistencia de un abogado defensor, hasta que se celebraba la vista. A pesar de ello, la actuación de este tribunal resultó en general benevolente y los acusados se salvaron de ser condenados a penas de cárcel, algo que no ocurrió en otros muchos lugares donde se juzgaron hechos similares.

Todos los procesados que aparecen en esta historia habían sido militantes o dirigentes de la UGT y el PSOE. Al volver a Jauja en 1939 sufrieron palizas y malos tratos en el cuartel de la Guardia Civil, algo que varios de ellos reflejaron en sus declaraciones ante el juez instructor y que ya me contaron algunas de las personas a las que entrevisté, en febrero de 1997, para recabar información sobre lo sucedido en el pueblo durante la guerra y la posguerra. Aparte de las declaraciones de los inculpados y de los informes emitidos por la alcaldía, la Guardia Civil y el jefe local de la Falange, en los que por sistema se calificaba a los procesados como “elementos destacados”, “peligrosos”, “provocadores”, etc., también aparecen en los sumarios las declaraciones de algunos testigos y la del sacerdote de la parroquia, Ildefonso Villanueva Escribano, de 40 años y natural de Hinojosa del Duque. Este religioso había formado parte de una comisión creada en Jauja para negociar la entrada de las tropas de Lucena y rogar que se respetaran las vidas de los vecinos, pero no obtuvo una respuesta positiva. La declaración del sacerdote es invariable en todos los sumarios, pues es una copia de la que realizó en el juzgado de Lucena el 16 de agosto de 1939, y manifestaba lo siguiente:

Que durante el dominio marxista de Jauja, permaneció el que declara en dicha Aldea como párroco que es de la Iglesia de la repetida aldea. Que por nadie fue molestado durante dichos días no sufriendo tampoco ningún daño la Iglesia y que únicamente en una ocasión le advirtieron que a fin de evitar cualquier reacción convendría que no tocase a misa aunque dentro de la Iglesia hiciera lo que quisiera.

Que aunque él en aquellos momentos no pudo comprobarlo ha oído decir después a muchas personas que le merecen entero crédito que de Puente Genil y Málaga llegaron milicianos con ánimo de saquear y que preguntaron por el sacerdote negando los dirigentes de Jauja que se encontrase allí y disuadiéndolos del saqueo y oponiéndose al mismo que como dato curioso hace constar que estando un niño pequeño en la fuente llegaron hasta él unos milicianos preguntando por el cura respondiéndole el niño que allí no había cura.

Que desde luego todos los encartados de la aldea de Jauja eran de tendencias izquierdistas y que durante la época republicana los dirigentes de la aldea ordenaron retirar las cruces que en aquella había las cuales echaron al río y que asimismo se oponían a la celebración de matrimonios canónicos, pero que durante el dominio marxista su actuación y actitud fueron las que deja dichas y que desconoce la forma como hayan actuado después de marcharse de Jauja a raíz de la liberación.

La única violencia reseñable durante la guerra en Jauja fue cometida por los franquistas y no por los republicanos. Sin embargo, esta circunstancia no libró a estos de las torturas, la cárcel y los consejos de guerra al acabar la contienda. Prueba de ello es que el 24 de mayo de 1940 el comandante militar de Lucena ordenó el ingreso en la cárcel municipal lucentina, para ponerlos a disposición del juez instructor, de once vecinos: Francisco Sánchez León, el antiguo concejal socialista José Sánchez García “Rallao”, Fernando Gómez Carrasco, Antonio Cabello Carrasco, Juan Antonio Maíllo Romero, Juan Cobacho Cañete, Antonio Fuillerat Carrasco “Galo”, Rafael Torres González, Francisco Cañete Ruiz, Antonio García Carrasco y Francisco Jiménez Muñoz. De la mayoría de ellos, y de alguno que ingresó con posterioridad en la cárcel lucentina, haremos una breve reseña en las páginas siguientes. Aunque son historias individuales, nos dan una idea aproximada de los avatares que sufrieron también otros vecinos del pueblo que huyeron en 1936 y de los que no hemos conseguido obtener información por el momento.

Ficha clasificatoria de Antonio Cabello Carrasco.

El bracero Antonio Cabello Carrasco había sido alcalde pedáneo de Jauja entre 1931 y 1933 y vocal en 1936 de la junta directiva de la UGT. El 24 de mayo de 1939, próximo a cumplir los 50 años, ingresó en la prisión de Lucena. Estaba casado con Águeda Romero Gómez y tenía tres hijos. El atestado de la Guardia Civil lo acusaba de haber pertenecido a la Comisión que ordenó requisas en varios cortijos: 80 fanegas de trigo, por las que entregaron un vale, del caserío Mora, propiedad de los marqueses de las Torres de Orán (Manuel Fernández de Prada); 50 fanegas de trigo del cortijo El Canónigo, propiedad de la familia Matillas; y 60 arrobas de aceite de la casería propiedad del conde de Guadiana. Cuando el 5 de junio de 1939 el juez instructor interrogó a Antonio Cabello en Lucena y le preguntó si se ratificaba en la declaración que tenía prestada ante la Guardia Civil con anterioridad dijo que no, ya que “cuando le leyó el comandante de puesto lo que había escrito le dijo el que habla que eso no era lo que él había declarado y por temor a ser castigado como lo había sido el día anterior, tuvo que firmarlo”. Reconoció que “perteneció a la junta de hombres que se formó en Jauja para conseguir el orden y el respeto y que allí no ocurriera nada”. Indicó que esa junta ordenó recoger algunos productos, pero con intención de pagarlos, algo a lo que no dio tiempo por las circunstancias bélicas. El día 11 de agosto de 1936 huyó de Jauja, “temiendo al tiroteo de las fuerzas que entraban en Badolatosa”, hacia Villanueva de la Encarnación (creemos que es un error de transcripción y el pueblo es Villanueva de la Concepción, una localidad malagueña), donde estuvo 20 o 25 días. Pasó luego por Málaga, Almería, Murcia y Toledo. En esta última provincia trabajó en la vía de ferrocarril de Villacañas a Madrid y le sorprendió el fin de la contienda en Lillo. En el sumario del consejo de guerra se recogió la declaración del testigo Rafael Santaella Rodríguez, un bracero de 33 años, que dijo que lo vio armado en la carretera a la salida del pueblo, pero que “que como no hubo en Jauja detenciones, robos, ni asesinatos [el acusado] no tomó parte en dicha clase de actos”. En el juicio, celebrado el 12 de abril de 1940, fue absuelto (una petición que habían solicitado tanto el fiscal como el defensor) y ese mismo día salió en libertad, tras once meses de presidio.

Portada del sumario de Antonio García Carrasco.

Antonio García Carrasco, de 42 años, militante de la UGT, ingresó el 24 de mayo de 1939 en la cárcel de Lucena. Se le acusó de que el 21 de julio de 1936, en unión de otros vecinos armados con escopetas, le exigieron a Antonio Gómez García la entrega de una pistola. También se le imputó haber ocupado cargos en la directiva del PSOE y pertenecer al “comité marxista”. En su declaración ante el juez instructor, quiso “hacer constar que ha declarado ante la Guardia Civil de Jauja pero que la declaración la firmó porque habiéndole pegado los guardias temía que de negarse a firmar le volvieran a pegar”. Para justificar su actuación ante las acusaciones, Antonio García manifestó que en los dos primeros días tras el 18 de julio de 1936 los obreros comenzaron a recoger armas por su cuenta y que “para poner orden se formó una comisión de la que formó parte el declarante que consiguió que en Jauja no se cometieran asesinatos, ni robos ni ningún desmán”. Prueba de ello es que evitaron que un camión de milicianos que llegó de Málaga apresara al cura diciéndole que no estaba en la aldea, e impidieron que incendiaran la iglesia, asaltaran el cuartel de la Guardia Civil y la casa de Juan Vidal. En cuanto a la acusación de que había exigido a Antonio Gómez García que le entregara una pistola, alegó que solo había intervenido para evitar que nada ocurriera en una discusión que este tenía con otra persona, algo que fue confirmado por el propio afectado cuando declaró como testigo el 16 de agosto de 1939.

Cuando las tropas militares sublevadas tomaron Badolatosa, Antonio García Carrasco se marchó al monte porque al haber sido miembro de la Comisión temía ser detenido. A primeros de septiembre se dirigió a Espejo y después a Montoro. Luego pasó a la ciudad de Jaén y a Martos, donde trabajó en una fábrica de aceite y construyendo trincheras. Allí se apuntó voluntario en las filas del Ejército republicano y sirvió como soldado en campos y cuarteles de aviación de Baeza, Linares y Guadix, donde le sorprendió el fin de la guerra en la aldea de Alcudia.

Aunque el juez instructor en su auto resumen consideró que las actuaciones de Antonio García debieran ser sancionadas, la Auditoría de Guerra de Córdoba estableció el 19 de enero de 1940 que no estaba acreditada la comisión de hechos delictivos, así que acordó el sobreseimiento de la causa. No obstante, señaló que “en vista de los antecedentes izquierdistas y de los servicios prestados por el inculpado durante la rebelión” era pertinente acordar su ingreso en un batallón de trabajadores en Rota durante doce meses. Como el traslado no se producía, el 11 de marzo Antonio García realizó un escrito al juez de Batallones de Trabajadores de Córdoba, Jaén y provincias respectivas en el que especificaba que se hallaba detenido desde el 24 de mayo de 1939, “ausente de su casa y familiares, y en la indigencia estos”, por lo que rogaba se le concediera “un respiro de libertad” para poder atender con “un trabajo laborioso a las necesidades extremadamente perentorias del que suscribe y familiares”, ya que tenía esposa, Guadalupe Cobacho Arjona, y dos hijos a los que mantener. El 16 de marzo, cuatro días después de presentar la solicitud, se le concedió la libertad condicional junto a Manuel Cobacho Osuna, Rafael Torres González y Antonio García Serrano. Antonio García Carrasco tuvo la fortuna de que nunca llegó a entrar en el batallón de trabajadores, un lugar donde los internos eran sometidos a trabajos forzados, ya que estos recintos quedaron disueltos en 1940 y se suspendió el ingreso de los que estaban pendientes de internamiento.

Ficha clasificatoria de Rafael Torres González

El caso del presidente de la Agrupación Socialista de Jauja y miembro de la UGT, Rafael Torres González, campesino de 46 años, a quien le sorprendió el fin de la guerra en Alicante, es muy similar al anterior en la resolución judicial. Se le acusaba de haber amenazado al propietario José Santaella García “El Cota”, de 61 años, quien luego ejercería de primer alcalde franquista de Jauja en 1936, diciéndole que lo mataría si decidía salir del pueblo, una imputación que como veremos sería desmentida por el propio afectado. En su declaración ante el juez, el 12 de octubre de 1939, José Santaella manifestó que durante la “dominación marxista estuvo en su domicilio particular en concepto de detenido no porque hubiera recibido una orden expresa para ello sino porque de rumor público sabía que los dirigentes no querían que saliese de su casa y que de hacerlo igual hubiera corrido peligro (…) pero cree que en su actuación no influyó ni por consiguiente fue responsable Rafael Torres González”. El 4 de enero de 1940 se sobreseyeron las actuaciones judiciales pero la Auditoría de Guerra de Córdoba acordó su ingreso en un batallón de trabajadores durante seis meses “habida cuenta de los antecedentes izquierdistas y de los servicios prestados por el individuo durante la rebelión”. Como ocurrió en el caso antes señalado de Antonio García Carrasco, el 11 de marzo Rafael Torres envió un escrito al juez de Batallones de Trabajadores, rogando que se le concediera la libertad condicional con la finalidad de poder mantener a su mujer, María Osuna Maireles, y sus cuatro hijos, una petición que se aprobó cuatro días después. El 16 de abril la Jefatura de Batallones de Trabajadores propuso su libertad definitiva, ya que la edad tope para el ingreso era de 45 años y él tenía 47.

Ficha clasificatoria de Juan Antonio Maíllo Romero.

El agricultor Juan Antonio Maíllo Romero, de 39 años, era secretario de la UGT de Jauja desde abril de 1936. Al ocupar las tropas militares Badolatosa se salió del pueblo, “como hicieron todos”, y se escondió en la Solana, desde donde a través de Juan Gómez Torres le mandó un recado a su tío, Manuel Maíllo Osuna, preguntándole si regresaba. Este le recomendó que no lo hiciera, pues su vida podría correr peligro. Se fue a Bujalance y después a Martos. Ingresó como voluntario en el Ejército republicano el 16 de mayo de 1937 y sirvió durante toda la guerra en la Jefatura de Sanidad Militar de Carabineros de Madrid. Desde el 31 de agosto de 1938 estuvo destinado en Colmenar de Oreja, hasta que al acabar la contienda quedó internado en el campo de concentración de Tielmes de Tajuña. Ingresó en la cárcel de Lucena el 3 de junio de 1939. En la fase de instrucción de su causa judicial intervinieron como testigos los braceros Alfonso Gómez Torres, que lo calificó de “buena persona”, y José Conde Ramírez, que aunque no lo conocía señaló que no podía ser responsable de ningún delito ya que en Jauja no se cometieron “detenciones ni asesinatos”. La vista del juicio se celebró el 12 de abril de 1940 en Lucena y el tribunal decidió su absolución, que era lo solicitado por el fiscal y el defensor, así que fue puesto inmediatamente en libertad.

Ficha clasificatoria de Juan Cobacho Cañete.

Al igual que Juan Antonio Maíllo Romero, el agricultor Juan Cobacho Cañete, de 35 años, había sido secretario y contador de la UGT en Jauja y también fue procesado en posguerra. Se le acusó de haber hecho guardias a las órdenes del Comité y de “recoger armas a las personas de orden” en julio de 1936. En el interrogatorio a que lo sometió el juez instructor el 6 de junio de 1939 declaró que durante el dominio republicano de la aldea, aunque llevaba una “pistolilla”, “no hizo guardias sino que con otros elementos hacían el paripé de que Jauja estaba tomada por los obreros a fin de que los coches que pasaban de Málaga y Antequera no entrasen ni cometieran atropellos”. Tras la toma de Badolatosa, “se salió de Jauja hasta ver qué pasaba” y se escondió en unos montes. Añadió que tomó esa determinación porque había ido una comisión de Jauja a Lucena a comunicar a las autoridades que estaban “dispuestos a aceptar el régimen” a cambio de que se respetaran las vidas de los vecinos y “no les dieron muchas seguridades”. Además, indicó que “los huidos de Puente Genil y Herrera [localidades tomadas por los militares sublevados el 1 de agosto y el 31 de julio de 1936] contaban que los moros venían haciendo muchas cosas”, así que decidió marcharse a la localidad de Villanueva de Algaidas, luego a Málaga, Almería y Baeza, donde se alistó como voluntario en el batallón Pablo Iglesias, que luego se encuadraría en la 25 Brigada Mixta. Él sirvió como cabo de milicias en los batallones 97 y 100, y permaneció en el frente cordobés de Pozoblanco durante toda la guerra. Al finalizar, se presentó a las tropas vencedoras en Villanueva de Córdoba y lo internaron en el campo de concentración de Castuera (Badajoz), uno de los más duros de la España franquista. Salió de allí en libertad condicional el 12 de mayo de 1939 con la obligación de presentarse en la comandancia militar o en la alcaldía de Jauja, a donde llegó el día 17. El 3 de junio ingresó en la cárcel de Lucena. En el proceso judicial, se recogen las declaraciones de dos testigos, Alfonso Gómez Torres y José Conde Ramírez que certifican su “buena conducta” mientras vivió en la aldea. El 18 de noviembre de 1939 el Consejo de Guerra Permanente de Urgencia de Córdoba acordó el sobreseimiento de la causa, lo que fue aprobado por el auditor. Esto permitió a Juan Cobacho salir en libertad el 25 de enero de 1940.

Ficha clasificatoria de Fernando Gómez Carrasco.

El agricultor Fernando Gómez Carrasco, se apodaba “Berdolaga” según la documentación que hemos consultado. Tenía 34 años en 1939 y había sido tesorero de la UGT entre febrero y mayo de 1936. Cuando fue procesado en posguerra, declaró ante el juez que hizo guardias con una escopeta y que el 11 de agosto de 1936, al producirse la toma de Badolatosa, se salió de Jauja “como hizo todo el pueblo y que después no se atrevió a regresar por si le hacían algo”. Se refugió en El Chorro (una aldea perteneciente a Álora, en la provincia de Málaga) y luego en Martos. Trabajó en la estación hasta que en mayo de 1937 movilizaron a su quinta y sirvió como soldado en el 302 batallón de la 76 Brigada en el frente de Alcaudete, donde le sorprendió el fin de la guerra. Ingresó en la prisión de Lucena el 3 de junio de 1939. El propietario Francisco Fuillerat Carrasco, de 46 años, certificó como testigo su “buena conducta” en el sumario judicial. El 4 de enero de 1940, la Auditoría de Guerra de Córdoba dictaminó que “no estando acreditada la comisión de hechos delictivos [por el acusado] se sobreseen las actuaciones y por sus antecedentes izquierdistas y servicios prestados es pertinente acordar su ingreso en un batallón de trabajadores durante 12 meses”. El 29 de marzo se decretó su puesta en libertad y el 17 de abril salió de la cárcel. Al igual que en otros casos citados con anterioridad, Fernando Gómez no llegó a ingresar en el batallón de trabajadores debido a la disolución de estas unidades de internamiento, ya que fueron sustituidas por los batallones disciplinarios de soldados trabajadores, donde se destinaba a los jóvenes que habían realizado el servicio militar durante la guerra en el Ejército republicano.

Ficha clasificatoria de Francisco Sánchez León.

El vocal de la junta directiva de la Agrupación Socialista de Jauja y militante de la UGT, Francisco Sánchez León, apodado “Veintiuno”, entró el 24 de mayo de 1936 en la cárcel de Lucena. Se le acusaba de haber ordenado la requisa de trigo y aceite de los tres cortijos que ya hemos citado con anterioridad. Cuando el juez instructor lo interrogó el 6 de junio de 1939 no se ratificó en las declaraciones que había prestado ante la Guardia Civil. Manifestó que él no se consideraba “responsable de los hechos que en la citada declaración constan, pero que la firmó porque había que firmar lo que el comandante de puesto quería”. Respecto a su actuación en las jornadas en que Jauja permaneció fiel a la República, especificó que “pasados dos o tres días de estallar el Movimiento, estando el pueblo de Jauja alborotado, se formó una comisión de hombres viejos para que velaran por el orden y no se cometieran atropellos y que la comisión acordó ir al cortijo mencionado [Caserío Mora] para comprar 80 fanegas de trigo siendo el declarante autorizado para ir con el camión”. Antes de llegar, con la finalidad de que no se asustaran, habló con el administrador del marqués. Le expuso “que iba a comprar ochenta fanegas de trigo y que se las pagaría cuando las fuerzas de Lucena se hicieran cargo de Jauja”, pues se iban a destinar para el pueblo. Añadió que ese trigo se había entregado a las panaderías sin que él ni nadie se aprovechara de él, y que sabía que fueron a por aceite y trigo a otros cortijos “con la intención de ser pagado”.

Francisco Sánchez permaneció en Jauja hasta el día 11 de agosto de 1936, junto a su mujer Dolores Romero Moreno y sus seis hijos. Según su declaración, “por la mañana una comisión formada por el padre cura [el párroco Ildefonso Villanueva Escribano] y Fernando Gómez vinieron a Lucena con un documento para decir que fueran allí las fuerzas a hacerse cargo de aquello”. Sin embargo, “por la tarde se presentaron otras fuerzas por el lado de Badolatosa, por lo que todo el mundo se salió, tanto los obreros como los patronos”. Él permaneció “once días en el campo dispuesto a entrar en Jauja de un día para otro, pero como vio que algunos de los que se presentaban se perdían” tuvo miedo y se marchó a Espejo, donde residió 12 días. Luego se refugió en Bujalance, que cayó en manos franquistas el 20 de diciembre de 1936, y en Martos. La actuación de Francisco Sánchez en Jauja vino avalada por el propietario Rafael López Ramos, de 32 años, que certificó que no se habían cometido saqueos ni asesinatos en la aldea. También testificó a favor de él Miguel Castillo Peinado, dueño del cortijo La Aguja de Martos, con el que había trabajado allí. Miguel Castillo concretó que Francisco Sánchez había residido antes en Chinchilla (Albacete) y que le había dicho que le “pesaba haberse venido de Jauja”, pero que lo había hecho “por temor a que lo castigaran los nacionales”. El consejo de guerra contra Francisco Sánchez se celebró el 12 de abril de 1940 y el tribunal falló su absolución, solicitada también por el fiscal y el defensor.

El guardia municipal y militante de la UGT Manuel Cobacho Osuna “Manolón”, de 32 años, era hermano de Antonio, el primer alcalde republicano de Jauja en 1931. Según su declaración en el sumario del consejo de guerra, tras el 18 de julio de 1936 estuvo trabajando en la siega de la cebada de unas tierras arrendadas. Durante dos días prestó servicios en el Canal y “tenían por misión evitar que en Jauja ocurriera nada como en efecto lo consiguieron, pues allí no hubo ningún asesinato ni detención alguna ni saqueos, teniendo para ello que luchar bastante y oponerse a los individuos que de Málaga llegaban allí para marchar a Puente Genil, teniendo en uno de los casos que ocultar el que declara la presencia del sacerdote pues unos milicianos de Málaga pretendían llevárselo y el que declara negó repetidamente que dicho señor se encontrase en la aldea como en efecto se encontraba”. El día 11 de agosto se marchó a las Huertas Nuevas, que tenía arrendadas la familia, y el día 13, “motivado por las versiones que los que iban huyendo les contaban al pasar por la huerta” de lo que hacían las “fuerzas nacionales” huyó a la aldea de El Chorro, donde trabajó vendiendo vino. En Jauja quedaron su mujer Concepción Osuna Quesada y sus dos hijos.

En febrero de 1937 Manuel Cobacho llegó a Martos, y cuando en mayo de 1938 movilizaron su quinta se integró en un batallón en Valencia y prestó servicios en retaguardia en las localidades de Banifairó de los Valles y en Utiel. Al finalizar la guerra, lo recluyeron en el campo de concentración de Manzanares (Ciudad Real). Sobre la conducta de Manuel Cobacho, en la fase de instrucción del sumario se recogieron los testimonios de varios vecinos. El industrial Antonio Fernández Romero, el bracero José María Gómez García, el propietario Adriano Hidalgo Bergillos y Rafael Santaella Rodríguez insistieron en que en Jauja “no hubo detenciones de personas ni asesinatos” y únicamente refirieron haberlo visto con miembros del Comité. Solo Francisco Chacón Santaella afirmó que se presentó en su casa con el uniforme de municipal, “acompañado de otros individuos también armados, obligándole a entregar una escopeta y un revólver que tenía”.

El consejo de guerra de Manuel Cobacho se celebró en Lucena el 25 de agosto de 1939 y los miembros del tribunal, salvo los vocales, eran distintos a los de otros juicios que afectaron a vecinos de Jauja. El presidente era el coronel de la Guardia Civil Evaristo Peñalver Romo, el ponente Marcial Zurera Romero (natural de Aguilar de la Frontera), el defensor Antonio Torres Trigueros y el fiscal José Ramón de la Lastra y Hoces. Este último era marqués de Albudeyte y de Ugena de la Lastra, un abogado y terrateniente famoso por las duras condenas que exigía en los consejos de guerra, quien solicitó cadena perpetua para el acusado frente a la petición de absolución del defensor. El 4 de enero de 1940 la Auditoria de Guerra, al considerar que Manuel Cobacho no había cometido hechos delictivos, decretó el sobreseimiento provisional de las actuaciones y acordó su ingreso en un batallón de trabajadores durante doce meses, una pena que no cumplió por los motivos que ya hemos expuesto en casos similares.

 El tesorero de la UGT de 1931 a 1934, el bracero Francisco Cañete Ruiz, de 36 años, huyó de Jauja el día 11 de agosto de 1936. Pasó por Espejo, Bujalance y Martos, y terminó enrolado de voluntario en el Ejército de la República. Mientras estuvo fuera de Jauja, su familia sufrió un pequeño calvario, que conocemos gracias al testimonio que me aportó en octubre de 2007 y en junio de 2021 su sobrino Rafael Cañete Fuillerat. Al hermano pequeño de Francisco, Juan Antonio (padre de nuestro informante), de 18 años, la Guardia Civil lo detuvo y lo amenazó varias veces con matarlo si no decía dónde se encontraba su hermano mayor. Incluso lo subieron en un coche para llevarlo a fusilar, pero un terrateniente falangista del pueblo, Francisco Palanca La Chica, con el que su padre había trabajado de manijero, lo salvó en última instancia. En el vehículo iba también un primo de Juan Antonio, ¿José? Ruiz “La Cuchibacha”, de unos 30 años y con varios hijos, al que mataron en Lucena. El 5 de noviembre fusilaron a la madre de Francisco, Rosalía Ruiz Cobacho “La del Fraile”, de 62 años, socialista como él, posiblemente en venganza por su huida. Juan Antonio, el hermano de Francisco, fue movilizado después por el Ejército franquista y luchó un año en el frente de Teruel (otro hermano, el anarquista Manuel, se encontraba combatiendo obligado también en las mismas filas). Tras una convalecencia en un hospital de Vigo decidió desertar y regresó a Jauja, un delito que estaba castigado con la pena de muerte. Su padre le aconsejó que se presentara de nuevo en su unidad militar y se libró de un juicio sumarísimo gracias a la intervención de un teniente legionario, aunque lo destinaron a operaciones de vanguardia hasta el fin de la guerra. Por otro lado, tras la vuelta de Francisco Cañete Ruiz a Jauja, se le acusó de haber pertenecido al Comité que se había constituido en la aldea y de haber requisado trigo y aceite en los tres cortijos ya conocidos, pero el 12 de abril de 1940 un tribunal en consejo de guerra dictó su absolución. Ese mismo día salió en libertad.

Ultimamos nuestro recorrido por la represión en posguerra con Antonio Fuillerat Carrasco “Galo”, un bracero de 37 años, que había sido presidente de la UGT y secretario del PSOE de Jauja. Cuando huyó, residió en Málaga, Almería, Murcia, Villarrobledo (Albacete) y Martos, hasta que se enroló voluntario en el Ejército republicano y luchó en el frente de Levante. Al acabar la contienda, lo internaron en el campo de concentración de Manzanares (Ciudad Real), de donde salió hacia Jauja el 12 de abril de 1939. En el consejo de guerra se le imputó haber pertenecido al Comité y haber amenazado de muerte al propietario Antonio Gómez García, algo que este negó con posterioridad. En el sumario judicial aparece la declaración del testigo Fernando Gómez Maireles, que afirmó que “durante la dominación marxista en la aldea de Jauja los dirigentes no se portaron mal” y que Antonio Fuillerat, José Sánchez García “Rallao” (antiguo concejal socialista) y Francisco Sánchez León “Veintiuno” habían intervenido para “echar a los milicianos de Málaga”. El 14 de octubre de 1939 Antonio Fuillerat quedó en libertad. En esta ocasión, por fortuna, hemos podido contar con un testimonio familiar de la misma persona que en el caso anterior, su nieto Rafael Cañete Fuillerat, que nos ha servido para completar su trayectoria vital a partir de aquel momento:

Tras salir de la cárcel, a mi abuelo los falangistas del pueblo le daban palizas por cualquier motivo, sobre todo cuando se emborrachaban, generalmente con la excusa de que tenía una máquina de escribir escondida en algún sitio. Debilitado por las palizas, los sinsabores y una enfermedad que pilló en la recogida del arroz, murió muy joven, a los 41 años. Su mujer, mi abuela, Isabel Gómez López, pasó varios días encerrada en el cuartel de la Guardia Civil, los falangistas la amenazaron con matarla y, finalmente, ‘solo’ la raparon al cero.

 

Información adicional: Antonio Velázquez Mateo, guardia civil en Jauja en 1936-1937. 

Palenciana, 12 de junio de 1936

Plano del Centro Obrero de Palenciana.

Palenciana es un pequeño pueblo del suroeste de la provincia de Córdoba que en 1936 rondaba los tres mil habitantes. Un sector importante de la clase trabajadora, más de 500 personas, militaba en la Sociedad de Oficios Varios, adherida a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), el sindicato anarquista español. El Centro Obrero se situaba en una modesta vivienda del número 5 de la calle Mariscala. Allí, en la noche del 12 de junio de 1936, había convocada una asamblea, legal y autorizada, presidida por toda la directiva: José Pacheco Espadas “Monecillo” (presidente), su hermano Francisco (secretario), Vicente Molero García (vicepresidente), Antonio Linares Castro “Velilla” (contador) y Francisco Muñoz Torres “Remendao” (tesorero). El asunto más importante del orden del día consistía en si se presentaba un oficio de huelga en caso de que la patronal no asumiera las bases de trabajo presentadas por el sindicato para la campaña de la siega de cereales. Los socios votaron a viva voz que irían al paro obrero si no conseguían su objetivo. Ya habían intervenido varios oradores, entre ellos el presidente del sindicato, José Pacheco, su suegro Matías Soria Jiménez, y algunos miembros de la directiva, que habían hecho un llamamiento a ser fuertes, a no perder el ánimo y a resistir en caso de que la huelga fructificara. La asamblea, hasta ese momento pacífica, se vio interrumpida aproximadamente a las 11.30 de la noche por la llegada de la Guardia Civil.

Tres guardias civiles, al parecer bebidos y sin motivo aparente, comenzaron a cachear a las personas que se encontraban en la puerta del Centro Obrero e interrumpieron la asamblea, lo que dio lugar a un enfrentamiento verbal, que luego llegó a las manos, entre un guardia, que desenfundó su pistola, y un par de sindicalistas dentro del Centro. Los otros dos agentes dispararon contra la puerta y al entrar encontraron a su compañero, Manuel Sances Jiménez, herido de muerte por el corte de una navaja barbera en el cuello. Mientras, los que estaban dentro del local, despavoridos, ya habían huido por las tapias de los corrales, algunos heridos, o se habían refugiado en la parte alta del edificio. Los disparos de fusil de los guardias causaron tres heridos graves que fueron trasladados al Hospital de Agudos de Córdoba: José Velasco Martín “Fraile”, de 18 años, herido por una bala que le vació el ojo derecho; José Ortiz Arjona, de 58 años, que sufrió una herida en la espalda y en el costado; y Manuel Gómez Velasco, de 30 años, al que un disparo le destruyó la boca, la lengua y el maxilar inferior. Aparte de los heridos y del guardia fallecido, un jornalero que se encontraba en el Centro Obrero murió en el acto por un disparo de los agentes que le impactó en la parte frontal izquierda de la cabeza. Se llamaba Juan Manuel Aguilar Montenegro, tenía 27 años y vivía en un cortijo en las afueras del pueblo.

El sumario judicial abierto por los sucesos de Palenciana (causa 122/1936) se conserva en el Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla en vez de en un archivo civil. Esto se explica porque durante la II República, a pesar de los avances que hubo en este sentido, la justicia militar continuó invadiendo competencias que incumbían en exclusiva a la jurisdicción ordinaria, lo que motivó que conflictos sociales o civiles se resolvieran aplicando el Código de Justicia Militar, que era mucho más riguroso, y no el que le correspondería, que era el Código Civil. Un auto del Tribunal Supremo de 27 de octubre de 1931 permitió que muchos actos protagonizados por la Guardia Civil fueran interpretados por los jueces como “hechos esencialmente militares”, lo que implicaba que sería la jurisdicción militar la que intervendría en supuestos, como el que nos ocupa, de “insulto a fuerza armada”. Eso garantizaba una mejor defensa, e incluso la impunidad si llegaba el caso, de los miembros del Cuerpo. Así, por ejemplo, una pareja de guardias podría usar sus armas, de manera legal, contra un paisano que acababa de insultarla, ya que este acto se tipificaba como delito de ataque a fuerza armada según el artículo 258 del Código de Justicia Militar.

A las pocas horas de lo sucedido en el Centro Obrero, comenzaron las redadas, los arrestos, la toma de declaraciones de los testigos y de los presuntos implicados en la muerte del guardia Manuel Sances. En esta labor participaron las numerosas fuerzas de refuerzo de la Guardia Civil que llegaron a Palenciana. Como lugar de internamiento provisional se habilitó el depósito municipal, aunque el mismo día 13 de junio ya pasaron a la cárcel de Lucena, una localidad alejada poco más de treinta kilómetros, los tres primeros detenidos: el alcalde Mariano Otero Moreno, Miguel Hurtado Soriano “Pauseno” y Antonio Hurtado Onieva “Sotana”. En sucesivas tandas, 40 palencianeros y un vecino de la aldea lucentina de Jauja llegaron a esta cárcel. El juez instructor, conforme iba tomando declaración a los presos, ordenó que se levantara la prisión incomunicada a casi todos. También solicitó al auditor militar, que era la más alta instancia jurídica en la Región Militar y tenía sede en Sevilla, la puesta en libertad de la mayoría “por no resultar de las actuaciones contra ellos indicios de responsabilidad”. En consecuencia, 12 vecinos salieron de la cárcel el día 20 de junio, y otros 13 el día 22, aunque algunos de ellos fueron detenidos de nuevo después.

La instrucción judicial sobre los sucesos del 12 de junio en Palenciana dio lugar a un expediente muy voluminoso, en el que aparecen decenas de vecinos del pueblo, entre testigos y detenidos. Con su análisis, hemos intentado dilucidar qué pasó aquel aciago día y cómo se desarrolló la investigación y el enjuiciamiento de los hechos. Hemos de precisar que es posible que algunos vecinos falsearan sus declaraciones ante la Guardia Civil y el juez instructor para eludir su responsabilidad o para encubrir a otros. También, debemos de tener en cuenta que muchos de los que se encontraban en el Centro de la CNT no vieron ni escucharon lo que ocurrió en la calle ni lo que sucedió con posterioridad dentro, pues el local estaba abarrotado. Unos estaban situados en la puerta o en la parte última del salón, y otros ocupaban el primer pasillo y las escaleras que subían a la planta de arriba, de manera que el gentío llegaba hasta el corral.

La mayoría de los asistentes comenzó a huir en cuanto comenzó la trifulca. Unos querían salir al corral y saltar por las tapias, y otros pretendían escapar por la puerta. Da idea del desbarajuste que en el suelo se encontraron tiradas nueve gorras, una boina, dos sombreros y cinco mascotas después de que acabara todo aquello. Algunos vieron al citado Matías Soria Jiménez y a dos o tres más forcejeando con el guardia, pero cuando los otros dos agentes comenzaron a disparar ya había comenzado la desbandada. Por otro lado, hemos de consignar, porque era una práctica usada entonces y existen algunos datos que lo atestiguan, que es probable que los guardias forzaran determinadas declaraciones o maltrataran o torturaran a algunos detenidos, ya que los arrestados estuvieron sometidos en todo momento a la jurisdicción militar y sin la asistencia de un abogado defensor.

El consejo de guerra contra 14 palencianeros implicados presuntamente en los sucesos se celebró en Lucena el 17 de septiembre de 1937, en plena guerra civil y en una zona controlada por el Ejército franquista desde el inicio de la contienda el 18 de julio del año anterior. El tribunal que los juzgó, presidido por el teniente coronel de Caballería Ildefonso Martínez Sabalete, estaba politizado y compuesto por militares sin formación jurídica que llegó expresamente a Lucena para la vista y se marchó cuando acabó su actuación. Por tanto, no existían unas mínimas garantías procesales, ni tampoco el derecho a la defensa efectiva y a un juicio justo. Además, en la vista se valoraban las pruebas, se juzgaba y se condenaba en un plazo muy breve de tiempo, de pocas horas, en el que era imposible analizar con detenimiento la causa ni concretar las responsabilidades individuales de los acusados.

El fallo del tribunal del consejo de guerra hacía suyas las tesis del fiscal. Condenó a pena de muerte a Matías Soria como autor del asesinato del guardia, y la misma pena recayó sobre otros diez vecinos que se encontraban en el Centro cuando se produjo el hecho, a los que se acusaba de cooperantes de un delito de insulto a fuerza armada: Antonio Hurtado Onieva “Sotana”, Antonio Espinosa Antequera “Tuerto”, Juan Manuel Soria Romero “Cachigordo”, Ricardo Cruz Gutiérrez, José Pinto Castro “Cuatrico”, Vicente Molero García, Lorenzo Sevilla Velasco, José Ortiz Arjona, Miguel Hurtado Soriano y Manuel Gómez Vílchez. A los tres acusados de encubridores (Juan Giráldez Torres, Francisco Jiménez Cabrera y Francisco Ramírez Pacheco “Adriano”) les cayó una condena de veinte años de cárcel. En concepto de responsabilidad civil, todos deberían pagar una indemnización a la familia del guardia de 25.000 pesetas y otras 150 por los desperfectos causados en su uniforme. También se especificaba que en caso de que los condenados a muerte fueran indultados por la superioridad la pena sería sustituida por treinta años de cárcel y la inhabilitación absoluta.

Los consejos de guerra colectivos abundaron durante la guerra y la posguerra, lo que perjudicaba enormemente a los procesados, ya que impedía que los tribunales tuvieran tiempo de analizar las causas de forma individualizada y de estudiar los sumarios. Eso se aprecia en esta sentencia, que contiene errores evidentes, pues la inmensa mayoría de los condenados como cooperantes no habían participado en la agresión. Solo tuvieron la mala fortuna de hallarse aquella noche en el lugar de los hechos, del que huyeron despavoridos saltando las tapias al ver la refriega. Manuel Gómez Vílchez ni siquiera se encontraba en el Centro Obrero, sino en el cortijo Rueda, donde trabajaba de casero y a donde al día siguiente llegaron varios huidos de Palenciana. Como puede comprobarse en el sumario, ni un solo testigo lo situaba en la sede sindical aquella noche ni hay ningún indicio de ello. A Juan Manuel Soria Romero “Cachigordo” nueve testigos, cuyas declaraciones constan en el sumario, estuvieron con él la noche del crimen en la barra del bar donde trabajaba de camarero, un local en el que todos se encerraron por miedo, al escuchar los disparos, hasta que amaneció. José Ortiz Arjona resultó herido por los disparos de los guardias en plena calle, por lo que no se hallaba en la habitación donde mataron al guardia. José Pinto Castro “Cuatrico” estaba escondido debajo de una cama en la habitación de arriba del Centro Obrero cuando sonaron los disparos, así que es imposible que participara en la agresión. Y similares circunstancias podemos encontrar en casi todos los acusados como cooperantes.

El 29 de septiembre de 1937 el auditor del Tribunal Militar Territorial II, Francisco Bohórquez Vecina, confirmó el fallo del tribunal del consejo de guerra. Como en la sentencia aparecían condenas de muerte, este debía comunicarla a la Asesoría Jurídica del Cuartel General del Generalísimo, que era la que tenía la última palabra. El jefe del Estado, Francisco Franco, el 28 de enero de 1938, se dio por “enterado” de la pena de muerte impuesta a Matías Soria y conmutó las demás por una pena de inferior grado, es decir, treinta años de reclusión mayor. La noticia de la conmutación les llegó a los presos el 7 de febrero de 1938, casi cinco meses después de la celebración del juicio. A Matías Soria también le informaron ese día de que su sentencia a muerte era firme y lo fusilaron en las tapias del cementerio de Lucena al día siguiente a las diez de la mañana.

Los condenados a penas de cárcel sufrieron las condiciones lamentables que se vivieron en los recintos penitenciarios cuando tras la guerra centenares de miles de personas acabaron en prisión (oficialmente había 270.719 presos en diciembre de 1939). La mayoría padeció además lo que se denominó “turismo penitenciario”, que suponía continuos cambios de prisión y el cumplimiento de las penas en lugares muy alejados de sus domicilios, como la prisión gaditana de El Puerto de Santa María o la Central de Burgos, donde estuvieron algunos. La distancia les impedía no solo el contacto con sus familias, sino que dificultaba el envío de paquetes de comida, fundamentales para la supervivencia en las prisiones en una época de miseria y escasez. Al menos dos de ellos, para poder redimir sus penas y rebajar la condena por día trabajado, acabaron sometidos a explotación laboral: Antonio Hurtado Onieva “Sotana” en el destacamento penal de Valdemanco (Madrid) y Miguel Hurtado Soriano “Pauseno” en la colonia penitenciaria militarizada del Canal del Bajo Guadalquivir en Sevilla. En la Prisión Provincial de Córdoba falleció el 24 de noviembre de 1943 uno de los heridos graves por la Guardia Civil que había sido condenado con posterioridad a treinta años de cárcel, José Ortiz Arjona, oficialmente por “úlcera gástrica” según se anota en los libros de defunciones del Registro Civil de esa ciudad. También, de acuerdo con el testimonio de la familia, Francisco Ramírez Pacheco, condenado a 20 años de cárcel, moriría en la prisión de Sevilla, y Francisco Jiménez Cabrera, sentenciado a la misma pena, pereció al poco de quedar en libertad.

Cinco vecinos no pudieron ser juzgados en el consejo de guerra del 17 de septiembre de 1937 al haber huido con anterioridad, por lo que se les declaró en rebeldía. Por un lado, Ana Orellana Hurtado, que fue procesada en posguerra y su caso se sobreseyó, y su hijo Francisco Soria Orellana, al que también se le abrió una información judicial que acabó sobreseída. Por otro lado, estaban los hermanos José, Francisco y Domingo Pacheco Espadas. Los dos últimos terminaron juzgados en posguerra, y condenados a 30 años de cárcel. José, presidente del Centro Obrero anarquista de Palenciana, alcanzó el grado de comandante de milicias en el Ejército republicano durante la guerra. Finalizada esta, intentó escapar a Gibraltar y lo apresaron en San Roque, donde lo juzgaron. Murió fusilado en Cádiz el 23 de abril de 1940 y lo enterraron en el cementerio de San José, un lugar en el que en la actualidad se están llevando a cabo labores de exhumación e identificación de los restos de los represaliados que allí se encuentran. Al padre de los tres hermanos, Francisco Pacheco Velasco, ya lo habían matado sin juicio previo en Palenciana al comienzo de la guerra, y lo mismo hicieron con la mujer de José, Teresa Soria Romero, que tenía veintidós años y estaba embarazada de ocho meses (antes de asesinarla abusaron de ella). Otro hermano Pacheco Espadas, Manuel, que había luchado en el Ejército republicano, murió en un batallón disciplinario de soldados trabajadores posiblemente en 1941-1942 al sur de Cádiz.

El fenómeno de la población civil que huía de la represión y de las acciones de guerra se dio en todo el territorio ocupado por los militares sublevados y lanzó a un millón de refugiados hacia las zonas de España fieles a la República. Como los huidos de Palenciana se dirigieron a la provincia malagueña, la mayoría de los varones se integró en las diversas columnas de milicianos anarquistas que se crearon en esta zona hasta que la ciudad cayó en febrero de 1937 en manos de las tropas italianas del general Roatta, aliadas de los franquistas. Hemos localizado a algunos huidos que se habían visto inmersos en los sucesos del 12 de junio de 1936 y con posterioridad se alistaron en el Ejército republicano, como Felipe Orellana Sevilla “Pan de Higo”, condenado a treinta años de cárcel en la posguerra, Manuel Arjona Hurtado, y Antonio Linares Castro “Velilla”, que alcanzó el grado de capitán y murió en el exilio francés. Otros muchos palencianeros no relacioneros con estos sucesos también huirían del pueblo y combatirían en el Ejército leal a la República.

Cuando en agosto de 2020 comencé la lectura de las 998 páginas del sumario abierto por los sucesos del 12 de junio de 1936 en Palenciana, desconocía si con toda esa información podría elaborar un artículo para mi blog. Pero al final, y sin preverlo, poco a poco completé el análisis del expediente del consejo de guerra con otras decenas de sumarios judiciales y de varios testimonios orales que aparecieron después de que publicara por primera vez esta entrada del blog en enero de 2021 (acumuló 1.500 lecturas el primer día), lo que me ha permitido la elaboración de un libro de 224 páginas que verá la luz el 3 de diciembre de 2021. Existió una versión oficial de los sucesos del 12 de junio de 1936 en Palenciana que tras mi investigación ha quedado en entredicho. Según esa versión, solo hubo una víctima importante y con derecho a todos los honores, Manuel Sances, el guardia civil asesinado que al año siguiente le dio nombre a la calle Arroyo. Las demás víctimas, la mayoría de ellas inocentes, permanecieron ocultas y olvidadas, como si su tragedia fuera irrelevante e incluso vergonzosa. Es obvio que cualquier acto criminal debe tener un castigo, pero asistir a una asamblea sindical, algo legal en aquel momento y en nuestros días, no convierte a nadie en culpable y en delincuente. Y el estar en el lugar de los hechos cuando se produce un asesinato, tampoco. No obstante, ese fue el “delito” que presuntamente cometieron decenas de palencianeros y por el que algunos de ellos penaron largos años de cárcel o desaparecieron para siempre.

Las carencias de información que he encontrado al escribir esta historia tienen que ver, en buena medida, con la falta de documentación que existe en el Archivo Histórico Municipal de Palenciana, Por tanto, decidí subsanar este inconveniente con un llamamiento a través de mi blog personal y por medio de una conferencia que impartí en el pueblo el 13 de agosto de 2021 para que los familiares de las personas involucradas pudieran aportar información sobre sus allegados, a pesar de que ya han pasado 85 años de lo ocurrido. Sabía que esta búsqueda tenía una dificultad añadida: hoy Palenciana tiene un censo de 1.465 habitantes, mientras en 1940 la población de hecho era de 2.962 personas, más del doble. El gran éxodo de palencianeros en los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo pasado, sobre todo a Cataluña (al barrio de Buenavista de Tarragona, por ejemplo), en busca de mejores condiciones de vida, es el principal causante de ese descenso. Como se puede suponer, la existencia de tantos emigrados y sus descendientes alejados de su localidad de origen no ha jugado a nuestro favor, pero por fortuna el llamamiento ha dado sus frutos.

A continuación voy a publicar un enlace con dos bloques de información actualizados con fecha de 23 de noviembre de 2021. En el primer bloque aparecen unas listas relacionadas exclusivamente con los sucesos del 12 de junio de 1936: nombres y otros datos de los dos fallecidos, de los tres heridos que luego estuvieron detenidos (uno murió en la cárcel y a los otros dos los fusilaron), de las 38 personas apresadas (14 serían condenadas a penas de 20 y 30 años de cárcel), de 20 vecinos que se encontraban en el Centro Obrero aquella noche, de otros 20 interrogados como testigos, de cinco personas declaradas en rebeldía, de los tres guardias civiles que intervinieron en los hechos, etc. Durante mis investigaciones he encontrado también alguna información que no está relacionada directamente con los sucesos del 12 de junio pero que he considerado interesante porque en gran parte es desconocida, y que aparece en un segundo anexo. En él se incluyen algunos nombres de represaliados durante la guerra y la posguerra: 21 fusilados en Palenciana, Benamejí y Córdoba; 14 vecinos sometidos a expedientes de responsabilidades políticas; 12 represaliados nacidos en Palenciana y residentes en otras localidades, 33 soldados del Ejército republicano, siete soldados del Ejército franquista fallecidos en los frentes de guerra, etc. Todos los datos anteriores se pueden consultar en este enlace.

Lucentinos en el Ejército republicano durante la guerra civil

Al finalizar la guerra civil el primero de abril de 1939, medio millón de combatientes republicanos se amontonaban en campos de concentración repartidos por toda España. Desde allí, y tras una rápida clasificación según su ideología (indiferente, afecto o desafecto al régimen), se les obligaba a regresar con salvoconductos a sus domicilios. Nada más llegar, debían personarse en las comandancias militares, los ayuntamientos o los cuarteles de la Guardia Civil, donde se les fichaba a través de un breve informe en el que se anotaban antecedentes, conducta y actividades político sociales antes y después del comienzo de la contienda. Como en Lucena triunfó el golpe de Estado el mismo 18 de julio de 1936, pocos varones pertenecieron al Ejército republicano y, por tanto, vivieron estas experiencias, salvo los que habían realizado el servicio militar en la zona leal a la República, los que habían huido de la localidad durante la guerra o habían desertado del Ejército franquista.

Los combatientes del vencido Ejército republicano recibieron distinto trato en la posguerra. Los soldados movilizados por sus reemplazos, si se les consideraba “desafectos”, acabaron internados en batallones de trabajadores donde quedaban sometidos a trabajos forzados. Por otro lado, los soldados que realizaron el servicio militar en el Ejército republicano durante la guerra debían repetirlo en los batallones disciplinarios de soldados trabajadores, en los que el trabajo era también obligatorio. Sin embargo, los que habían alcanzado el grado de oficial, habían sido dirigentes de sindicatos y partidos republicanos, habían huido de sus localidades para incorporarse al Ejército republicano o se habían alistado voluntariamente en él, y sobre todo los prófugos y desertores del Ejército franquista, recibieron un trato más duro. Bastantes de ellos terminaron procesados en consejos de guerra sumarísimos y se les aplicó el riguroso Código de Justicia Militar. Solo en la provincia de Córdoba se habilitaron 35 juzgados militares en la posguerra dedicados a funciones represivas.

En los consejos de guerra la indefensión del encausado, sometido a prisión y a torturas desde un primer momento, era absoluta. Los autos de procesamiento y las sentencias solían recoger las acusaciones de los testigos de cargo y de los informes de conducta realizados por la Guardia Civil, la Falange, el Ayuntamiento y la Jefatura de Investigación y Vigilancia de la policía, a los que se añadían generalmente declaraciones de propietarios agrarios, falangistas y “personas de orden”, sin que casi nunca aparecieran testimonios exculpatorios de testigos de descargo. Como a los encausados lucentinos no se les podían imputar casi nunca delitos de sangre, en los sumarios se insistía sobre todo en los antecedentes políticos y sociales, como la participación en huelgas y mítines y la militancia en partidos políticos y sindicatos.  

Para los procesos se estableció en Lucena un juzgado especial permanente en el número 19 de la calle El Agua. En los sumarios de los consejos de guerra realizados en Lucena que hemos consultado para esta entrada del blog, extraídos del Archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla, actuó como juez instructor el abogado lucentino Manuel González Aguilar y como secretario el falangista de primera línea Antonio Roldán Maíllo. El tribunal lo presidía el coronel de la Guardia Civil Evaristo Peñalver Romo y lo integraban los vocales capitanes Antonio Pérez Gay, Pedro Fernández Ayllón y Clemente Heras de Francisco; el ponente Marcial Zurera Romero (natural de Aguilar de la Frontera); el defensor Antonio Torres Trigueros; y el fiscal José Ramón de la Lastra y Hoces, marqués de Ugena y duque de Hornachuelos, un terrateniente conocido por las duras condenas que exigía en los consejos de guerra.

Este tribunal era el prototipo de los que actuaron en los consejos de guerra franquistas, compuestos en su mayoría por militares sin formación jurídica. El tribunal llegaba a Lucena expresamente cuando ya se habían acumulado bastantes sumarios y regresaba a Córdoba –como los juicios eran sumarísimos el proceso se desarrollaba con extrema rapidez– cuando terminaba su actuación en el mismo día. A pesar de que las sentencias fueron muy duras, bastantes condenados pudieron abandonar la prisión mucho tiempo antes de lo previsto porque el franquismo inició, con la creación de las Comisiones de Examen de Penas en enero de 1940, un proceso de excarcelaciones, de concesiones de libertad vigilada y de indultos. Ello se debió, entre otros motivos, a la necesidad de mano de obra libre para la reconstrucción del país, a los importantes gastos que suponían el abultado número de presos y a la amenaza de colapso administrativo que pendía sobre el organigrama judicial y penitenciario, desbordado ante tanto trabajo burocrático.

La trayectoria de los que escaparon de Lucena a partir de 18 de julio de 1936 y luego acabaron procesados en posguerra fue al principio muy parecida. El 19 de julio de 1936 llegaron los primeros huidos de Lucena a Puente Genil, para evitar la ola de detenciones que se estaba produciendo desde la noche anterior por la Guardia Civil al proclamarse el bando de guerra. Puente Genil cayó en poder de las tropas del comandante Castejón, afín a los sublevados, a los pocos días, el 1 de agosto, lo que les obligó a una nueva desbandada para adentrarse en la provincia de Málaga. Pero ahí no acabó su odisea. La llegada de las tropas sublevadas a la ciudad el 7 de febrero de 1937 originó una trágica desbandada de más cien mil personas, la mayoría civiles, por la carretera de la costa hacia Almería, mientras la aviación y los buques de guerra franquistas los hostigaban por mar y aire. Se calcula que hubo entre 3.000 y 5.000 muertos en aquella evacuación, y desconocemos si alguno era lucentino. 

Entre los que huían se encontraba José Lara Ayala “Pelao”, que había sido secretario agrario del partido comunista y presidente del gremio local de metalúrgicos de la UGT. De Puente Genil llegó a Antequera y luego a Málaga, donde protegió a algunos residentes lucentinos (un hijo del relojero Manuel Roldán y un nieto de Alejandro Moreno Cañete). Tras la caída de la ciudad, marchó a Alicante y trabajó en Elche en una fábrica de material de guerra. Ignoramos la graduación que alcanzó en el Ejército republicano, pero el informe policial de la Jefatura de Investigación y Vigilancia que se adjunta en el sumario de su consejo de guerra señala que “parecía que en el tiempo que ha estado con los rojos ha sido teniente en su ejército y ha actuado en Andalucía”. Cumplió su condena de reclusión perpetua en las cárceles de Lucena, Montilla y El Puerto de Santa María, a donde llegó el 24 de julio de 1940. Le conmutaron la pena con posterioridad por seis años de cárcel y al obtener la libertad se estableció en La Línea de la Concepción (Cádiz).

Penas menores que en el caso de José Lara recayeron en dos lucentinos, también comunistas, que habían huido a Puente Genil. Nos referimos, por un lado, al secretario de Cultura del partido y del Socorro Rojo, el carpintero Luis Quirós Fernández —a su hermano Antonio lo habían fusilado en 1936—, de 28 años, condenado a doce años de prisión, una pena que al final se redujo a un año. Y por otro lado, al escribiente de 33 años Gregorio Cañete Cabezas, apodado Gorito, que había sido secretario de organización de las Juventudes Socialistas Unificadas y dirigente del PCE. Como había alcanzado el grado de teniente en el Ejército republicano y había luchado en los frentes de Andalucía y Levante, sufriría como castigo una condena de internamiento en un batallón de trabajadores durante doce meses. 

El maestro Bartolomé Sánchez Moreno.

En la prensa que se editaba tanto en la España republicana como en la franquista, se utilizaba con fines propagandísticos la llegada de personas escapadas de la otra zona y que contaban de manera dramática, propia de un estado de guerra, las dificultades y la represión que habían visto o sufrido. El periódico Julio, editado en Málaga, publicó el 30 de septiembre de 1936 una noticia en la que hablaba de uno de los huidos de Lucena, el maestro rural Bartolomé Sánchez Moreno, que había conseguido llegar a las filas republicanas por la zona de Antequera. Su figura aparecía en medio de dos soldados en una foto (que reproducimos en el lateral). Desconocemos si este maestro se alistó con posterioridad en el Ejército republicano o cuál fue su trayectoria vital, pues no hay ningún sumario con su nombre entre los consejos de guerra que se conservan en el Archivo del Tribunal Militar II de Sevilla, así que por el momento debemos dejar inconclusa su historia escrita.  

En enero de 2014 contactó conmigo Juan Carlos Delgado Sánchez, residente en Mataró (Barcelona), que en un principio buscaba información sobre su abuelo, Juan Delgado Baltanás, apodado «Batato», y luego me ayudó a completarla con diversa documentación. De un hermano de Juan, Francisco, ya di algunos datos en mi libro sobre Lucena. Francisco era talador, militante de la UGT y tenía 36 años en 1936. A los pocos días de producirse el golpe de Estado, huyó a Puente Genil y luego a Málaga. Después se trasladó a Jaén, donde se alistó como voluntario en el Ejército republicano hasta que enfermó en marzo de 1937. Al finalizar la guerra y volver a Lucena lo juzgaron, acusándolo de comunista y de haber sido apoderado del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1936. El tribunal no atendió la demanda de absolución del abogado defensor y lo condenó a 12 años de cárcel (el fiscal pidió reclusión perpetua), aunque la pena le fue conmutada por seis años con posterioridad. Tras quedar en libertad, Francisco emigró a La Línea de la Concepción con su mujer, Carmen Córdoba Muñoz, y sus siete hijos.

Juan Delgado Baltanás.

Al hermano de Francisco, Juan Delgado Baltanás, jornalero de 31 años, lo detuvieron en Lucena el 11 de mayo de 1939, a consecuencia de una denuncia presentada en la Comandancia Militar por Faustino Guerrero Ropero, que lo acusaba de haberse pasado a las filas del Ejército republicano. En su declaración ante el juez instructor Juan Delgado expuso las circunstancias que le llevaron a huir. Manifestó que había sido detenido el 5 de septiembre de 1936 por una pareja del Escuadrón de Caballistas Aracelitanos y llevado a la plaza de toros, que había sido convertida en cuartel, donde fue “maltratado” por el guardia civil Antonio Bermúdez Rocher. Después, estuvo preso en el convento de San Francisco hasta el 14 de noviembre. Al salir en libertad se afilió a la Falange y participó ese mismo mes en una unidad de voluntarios destacada en Castro del Río. Al ver que el jefe de centuria, Francisco Mora, y otros falangistas lo miraban con desconfianza, decidió huir el día 30 con su armamento pues tenía miedo de que le hicieran algo debido a sus antecedentes. Tras pasar por Bujalance y Andújar, se alistó voluntario en el Ejército republicano y sirvió en el pueblo de Castell de Ferro, situado en el frente granadino de Motril, y como soldado de cuartel en Motril y Berja (Almería), hasta que al finalizar la guerra lo internaron en el campo de concentración de Benalúa de Guadix (Granada).

Carmen Arroyo Arroyo.

En la vista del juicio, celebrada el 25 de agosto de 1939, se le sentenció a pena de muerte, la pena que había pedido el fiscal (la defensa había solicitado la absolución), acusándolo de traición, de ser comunista y de haber sido interventor por el Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1936. Tuvo la fortuna de que el jefe del Estado le conmutó la condena por 30 años. Sufrió prisión en Lucena, Montilla, El Puerto de Santa María, Córdoba (a donde llegó el 23 de noviembre de 1942), la Prisión Central de Talavera de la Reina (Toledo), y tras enfermar en un destacamento penal se le trasladó en 1943 a la Prisión Central de Hellín (Albacete). Se benefició de la conmutación de la pena y, al ser liberado, fue desterrado de Lucena, así que se estableció en La Línea de la Concepción, al igual que su hermano Francisco. Cuando Franco cerró la verja de Gibraltar en 1969, la familia mudó su residencia a Mataró, donde Juan Delgado murió en 1978. Su mujer, Carmen Arroyo Arroyo, que en 1936 tenía 24 años, fue una de las muchas mujeres de Lucena a las que raparon la cabeza, purgaron con aceite de ricino y pasearon por las calles para que sirviera de mofa entre sus verdugos. Además, la torturaron cortándole un pezón. El otro no se lo amputaron para que pudiera amamantar a su hijo Lorenzo, lactante en aquellos días. Carmen Arroyo falleció también en Mataró en 1992.

Luis Delgado Baltanás y Juana Sánchez Aranda en 1957.

Cuando Juan Carlos Delgado me escribió desde Mataró, me pidió que intentara averiguar si aún permanecía en Lucena algún descendiente de su tío abuelo Francisco. En ese momento no encontré a ningún familiar, pero más de dos años después, en abril de 2016, conseguí por fin localizar a una nieta, pues de los siete hijos de Francisco solo uno, de igual nombre, retornó a Lucena desde La Línea de la Concepción. Los demás se repartieron por distintas localidades (Víc, Marbella, Elche, Monturque). Al poner en contacto a Juan Carlos con su familia lucentina me aportó un dato curioso: Luis, hermano de Juan y Francisco Delgado Baltanás, es tío abuelo político del actual presidente del gobierno, Pedro Sánchez. La relación familiar viene porque Luis se casó con Juana, hermana de Pedro Sánchez Aranda, que es el abuelo por línea paterna de Pedro Sánchez.

Rafael Ortega Olmo.

Que sepamos, el soldado republicano que tuvo un destino más trágico al retornar a Lucena fue Rafael Ortega Olmo, apodado el Bizco Ortega, chófer anarquista de 28 años. El 18 de julio de 1936 estaba trabajando en el cortijo de Los Piedros. El guarda de la finca le pidió que llevara una carta para su esposa a Alameda (Málaga) y ya no volvió.  Estuvo en Málaga dos meses, en Jaén y luego en Bujalance. Aquí se alistó como voluntario en las milicias cordobesas que se pusieron bajo las órdenes del comandante Joaquín Pérez Salas y permaneció en el frente de Pozoblanco, como chófer, hasta que el fin de la guerra le sorprendió en Linares (Jaén), donde entregó el coche que conducía en el cuartel de la Falange. Al volver a Lucena, el falangista Bernardo Ortiz Jiménez lo denunció, alegando que cuando estuvo prisionero de los republicanos en Castro del Río en octubre de 1936, Rafael Ortega les dijo a sus guardianes que había que matarlo junto a su compañero Antonio Serrano Villa (ambos pertenecían al Escuadrón de Caballistas Aracelitanos, un cuerpo de voluntarios lucentinos creado al comienzo de la guerra). A pesar de que las dos posibles víctimas salvaron la vida, pues reconocieron en el sumario que el comandante republicano Pérez Salas afirmaba que había que respetar a los prisioneros de guerra, y de que Rafael Ortega negó que los hubiera amenazado de muerte, el 25 de agosto de 1939 el tribunal lo condenó a 12 años de cárcel, la pena que pidió el defensor (el fiscal había solicitado reclusión perpetua). Mientras estaba en la cárcel de Lucena, Rafael Ortega enfermó. El 6 de marzo de 1940 falleció en el hospital de San Juan de Dios, por bronconeumonía, dejando tres hijos huérfanos.

A la izquierda Rafael Machuca Pérez (fusilado en 1936) y en el centro su hermano José, teniente del Ejército republicano.

Los hermanos Rafael y José Machuca Pérez trabajaban de factores y telegrafistas ferroviarios en la estación de Lucena y militaban en Izquierda Republicana. A Rafael, de 28 años, lo fusilaron el 18 de agosto de 1936. José, de 27 años, estuvo detenido entre el 18 de septiembre y el 14 de noviembre. A la semana de su liberación, recibió el aviso a través de un amigo (Antonio Escudero Rueda, de ideología derechista) de que iban a volver a apresarlo, así que el 25 de noviembre escapó en una noche de tormenta y consiguió llegar a Jaén, en zona republicana. Sin embargo, la Guardia Civil mintió a la familia, ya que le informó de que durante la huida le habían “metido seis o siete tiros por Zuheros” y lo habían matado. José Machuca se enroló en el Ejército republicano, prestó servicio en transmisiones y alcanzó el grado de teniente, por lo que sería sometido a consejo de guerra en Valencia –donde se encontraba internado en la prisión de Porta Coeli– y condenado a treinta años de cárcel, según consta en la copia del sumario que me facilitó en 2018 su nieto Rafael Machuca (residente en Cádiz). Con posterioridad, le conmutaron la pena por 12 años y lo liberaron el 5 de febrero de 1943. Mientras estuvo preso, su esposa, sin medios económicos, tuvo que trasladarse a trabajar a Córdoba e internar a sus hijos en el colegio religioso de La Purísima, en Lucena.

El 6 de diciembre de 1946, en una de las sucesivas “redadas anticomunistas” desatadas en la provincia por el capitán de la Guardia Civil Joaquín Fernández Muñoz, volvieron a detener a José Machuca (junto a José Almagro Servián, Francisco Salamanca Urbano, José Manjón-Cabeza López, Bernardo Servián Tarifa y Antonio Pineda) acusándolo de “actividades subversivas” y lo internaron en la Prisión Provincial de Córdoba. Esta vez el juez lo condenó a seis años. El 11 de noviembre de 1949 lo trasladaron a la prisión toledana de Talavera de la Reina, de donde salió en libertad vigilada el 3 de marzo de 1951, sin libertad de movimientos y con la obligación de entregar un informe mensual escrito sobre su conducta y de presentarse cada 15 días en el cuartel. Allí, un guardia civil siempre que lo veía comentaba que “a este Machuca había que haberle pegado dos tiros”. La familia emigró a Madrid, donde José murió en 1958 sin haber conseguido reintegrarse a su antigua profesión ferroviaria, pues sus continuas solicitudes de admisión fueron denegadas basándose en sus anteriores “actividades contrarias al régimen”, según consta en la documentación personal que me facilitó su hijo José Machuca Pastor, residente en Noja (Cantabria), en el año 2006. 

Mientras en los casos anteriores hemos hablado de vecinos que huyeron de Lucena a partir del 18 de julio de 1936, ahora abordaremos la historia de Felipe Calzado Durán, que en aquel momento residía en Vélez Málaga por motivos de trabajo. Tenía 28 años, era quincallero y se dedicaba a vender sus productos de manera itinerante. Se alistó como voluntario en el Ejército republicano, donde alcanzó la graduación de cabo. Prestó servicios en Málaga capital, Alhama de Granada —de donde procedía su esposa, Rosario Cobos Martín, con la que tuvo una hija—, Pozoblanco, Teruel, Alicante y Valencia. Estuvo hospitalizado en dos ocasiones durante una larga temporada por heridas de guerra sufridas en los frentes de Pozoblanco y Teruel. Al finalizar la contienda, regresó a Lucena el 13 de abril de 1939, con un salvoconducto, desde el campo de concentración de Manuel (Valencia). El 16 de mayo lo detuvo la Guardia Civil. Se le acusaba de vigilar a los prisioneros que habían hecho los republicanos en Puente Genil en julio de 1936. Entre ellos se encontraban varias guardas rurales de la Comunidad de Labradores de Lucena que había ido el 21 de julio de 1936 a ayudar a los militares sublevados en los cuarteles pontanenses. En el sumario de su consejo de guerra se recogen las declaraciones de dos guardas, Manuel López Cobacho y Domingo Peláez Moreno, que manifestaron que lo habían visto allí y que había apuntado en la cabeza con una pistola a Domingo en el traslado que sufrieron los presos desde la estación de ferrocarril a la cárcel. Felipe Calzado se defendió ante el juez alegando que los republicanos de Puente Genil le habían impedido volver a Lucena y le habían obligado a realizar esa labor de vigilancia.

El juez instructor continuó la investigación de la actuación de Felipe Calzado y de su mujer, Rosario Cobos Martín. Con ella tenía una hija nacida en 1938 y estaba casado por lo civil, por lo que en el sumario se insiste de manera continua en que vivía “amancebado”. Se solicitaron informes, que le serían favorables, a Alhama de Granada, donde Felipe Calzado había custodiado como soldado un molino de la familia Pérez Larios, y a Játiva, donde había residido algunos meses mientras estaba herido. En cuanto a los informes de las autoridades lucentinas, especificaban que “no se había significado política y socialmente” y que no había ejercido actividades de tendencia izquierdista. La vista del juicio se celebró en Lucena el 25 de agosto de 1939. Tanto el fiscal como el defensor pidieron 12 años de cárcel para él por auxilio a la rebelión. No obstante, el tribunal militar lo condenó a cadena perpetua, que en octubre de 1942 se le conmutó por 30 años de cárcel. Estuvo preso en Lucena, Montilla, El Puerto de Santa María (a donde llegó el 25 de septiembre de 1940) y el 3 de julio de 1942 ingresó en la prisión de El Dueso en Santoña (Cantabria), donde estuvo trabajando en una colonia penitenciara para redimir la pena. Como su familia de Lucena nunca volvió a tener noticias de él, a pesar de los intentos por saber su paradero, el 4 de junio de 2020 realicé una petición de su expediente penitenciario a la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, de la que obtuve respuesta el 27 de octubre del mismo año. Gracias a esa información sabemos que le conmutaron la pena en 1943 por 20 años de cárcel y que el 17 de mayo de 1944 obtuvo la libertad condicional, pero no llegó a pisar la calle porque tenía una condena pendiente. La Audiencia Provincial de Málaga lo había sentenciado en junio de 1942 a un año y once días de cárcel, que hubo de cumplir, por un robo que había presuntamente cometido en una casa de Alhaurín el Grande en marzo de 1936, antes de la guerra. Consiguió la libertad vigilada el 10 de febrero de 1945 y se estableció en el número 3 de la calle La Yedra de Málaga. A partir de ahí perdemos su rastro en nuestra investigación. Ignoramos si su desaparición fue voluntaria, falleció de manera repentina o hubo cualquier otra circunstancia que influyera en ella. 

En el expediente penitenciario de Felipe Calzado se conserva una carta que nos acerca a la situación que padecieron los hijos menores de los presos (y sobre todo de las presas) en la posguerra. Tiene fecha de 16 de diciembre de 1943 y va dirigida al director de la prisión de El Dueso. En ella le ruega que su hija pueda continuar «bajo la custodia» de las Hermanas Mercedarias, las cuales regentaban el colegio donde la niña estaba internada. Hemos de tener en cuenta que tras el fin de la contienda muchos hijos de mujeres republicanas murieron en las cárceles o se dieron en adopción sin el consentimiento de sus progenitores, quienes ya perdieron su custodia para siempre. Al cumplir los cuatro años los niños eran sacados de las prisiones y separados de sus madres. Si no tenían parientes que se hicieran cargo de ellos, quedaban en manos de los centros de asistencia y de las escuelas religiosas controladas por el Patronato de Nuestra Señora de la Merced, bajo cuya protección había 10.675 niños en 1943, el año en el que Felipe Calzado cursó la carta al director de la cárcel. Un libro de Ricard Vinyes, Montse Armengou y Ricard Belis, Los niños perdidos del franquismo, publicado en 2002, de donde hemos extraído las cifras citadas, es muy ilustrativo al respecto.      

Desertar del ejército franquista, al igual que ser prófugo (no presentarse a filas), era arriesgado porque podría ser castigado con la pena de muerte, lo que no resultó un obstáculo para que algunos lucentinos utilizaran esta vía para escapar a zona republicana, como veremos a continuación. El 29 de abril de 1939 Bernardo Ortiz Jiménez, falangista y voluntario del Ejército franquista, presentó una denuncia en el juzgado de Lucena. Exponía que mientras fue prisionero del Ejército republicano coincidió con Juan José Moreno Gómez, quien le dijo que había visto en el cuartel madrileño del Conde Duque a José Cárdenas Ortega (apodado Linino) y a Pedro Durán Ibáñez. Allí, ambos le habían comentado que se habían pasado a las filas republicanas y José Cárdenas incluso afirmó que había tenido que “matar a dos moros” para hacerlo. El juzgado llamó a declarar a Juan José Moreno, que especificó que la conversación con Pedro y José no la había tenido él, sino Juan Molinero Hortelano, también prisionero de los republicanos, quien a su vez confirmó que ambos le habían manifestado que habían desertado del Ejército franquista.  

La denuncia de Bernardo Ortiz supuso la detención en sus domicilios, el 1 y 2 de mayo de 1939, de José Cárdenas y Pedro Durán, ambos jornaleros, con 28 años y con tres y dos hijos a su cargo, respectivamente. Ellos negaron haber visto o conversado con los acusadores, ya que solo hablaron con uno al que apodaban el hijo del Tonto y nunca refirieron que se habían pasado de bando. Su versión es que cayeron prisioneros del Ejército republicano el 16 de julio de 1937 en el frente de Brunete, que los tuvieron internados durante dos meses al Cuartel del Conde Duque y que trabajaron en la carretera o el ferrocarril que unía Madrid y Valencia hasta el fin de la guerra.     

En el centro, Pedro Durán Ibáñez (foto de los años sesenta del siglo XX).

Los informes que sobre ellos presentan la Guardia Civil, la alcaldía, la Falange (preceptivos en un consejo de guerra) y el jefe policial del Cuerpo de Investigación y Vigilancia señalan que eran de “dudosa conducta político social”, que simpatizaban con las izquierdas (de José Cárdenas se aludía a su militancia en la Sociedad de Oficios Varios Instrucción y Claridad, afecta a la anarquista CNT) aunque no se significaron y que “parecía” que se habían pasado a zona roja. El juzgado de instrucción trató de aclarar este último punto y pidió información a la compañía del Ejército franquista donde ambos habían servido durante la contienda, perteneciente al cuerpo de Zapadores de Melilla, que en aquel momento se hallaba destinada en Villar del Horno (Cuenca). Dos soldados de la unidad (Antonio Esquinza Mateo y Anastasio Romero Martín) afirmaron que los dos acusados se habían pasado al enemigo acompañados de seis más, dirigidos por el sargento Julián Rubio Rodríguez, con el armamento y la dotación completa, así que la cuestión quedó resuelta. De hecho, tras la celebración del juicio, una documentación incautada al Estado Mayor del Ejército Republicano, demostraba sin ninguna duda que fue así.

La vista del juicio se celebró el 25 de agosto de 1939. El defensor pidió la absolución y el fiscal, el ya citado José Ramón de la Lastra y Hoces, la pena de muerte por un delito de traición, que fue la condena que le impuso el tribunal. La Auditoria de Guerra de Sevilla confirmó la sentencia, pero en última instancia el jefe del Estado la conmutó por 30 años de prisión. Con posterioridad, se les conmutó de nuevo por 12 años y pudieron salir de la cárcel en libertad vigilada en octubre de 1944. Durante esos cinco años estuvieron encarcelados en Lucena, la Prisión Provincial de Córdoba y en Oviedo.     

El nombre de otro preso lucentino encarcelado durante la posguerra por deserción, Francisco Fernández Cordón, lo he conocido gracias a Antonio Deza Romero, de Córdoba, que me facilitó en octubre de 2014 el consejo de guerra de su padre, el panadero Manuel Deza García, un guerrillero que murió en el cortijo Los Canónigos de Fuente Obejuna, el 15 de enero de 1946, en un enfrentamiento con la Guardia Civil. Manuel Deza había sido cabo en la misma unidad militar del Ejército franquista (4ª compañía del 9º batallón del regimiento de Infantería Granada nº 10) que el soldado lucentino Francisco Fernández Cordón, cuando el 13 de diciembre de 1937 decidieron pasarse juntos a zona republicana mientras luchaban en el frente de Peñarroya en las filas franquistas, en las que estaban enrolados de manera obligatoria desde que movilizaron a sus respectivas quintas. Ambos, al finalizar la guerra y por mandato del juez instructor Domingo Onorato Peña, fueron juzgados en la misma causa judicial. Francisco Fernández, jornalero de profesión, tenía 28 años en 1939, estaba casado con Mercedes Cruz, y según los informes del Ayuntamiento de Lucena había estado afiliado al PSOE. Tras la deserción del Ejército franquista, Francisco Fernández estuvo en Hinojosa del Duque, Pozoblanco y Barcelona, donde se enroló en la 22 Brigada Mixta. Resultó herido en la cabeza en la batalla de Teruel en enero de 1938, y ya permaneció el resto de la guerra prestando servicios auxiliares en Barcelona.

Francisco Fernández Cordón, en los años sesenta del siglo XX.

Tras la caída de Barcelona en manos franquistas, Francisco Fernández pasó el 8 de febrero de 1939 la frontera francesa y dos días después regresó a España por Irún. Decidió entonces presentarse en Sevilla en la unidad militar donde había estado enrolado en el Ejército franquista, pero al hacerlo fue detenido e ingresado en la prisión de Ranilla. El 19 de julio lo trasladaron a la cárcel cordobesa de Pueblonuevo para que quedara a disposición del juzgado militar nº 3 de Peñarroya. De aquí pasó a la Prisión Provincial de Córdoba, hasta que el 24 de febrero de 1942, alegando una larga enfermedad y el desamparo de su mujer y su hija, consiguió la libertad vigilada con la obligación de presentarse ante la Guardia Civil los días 1 y 15 de cada mes.  El 17 de marzo de 1943 fue sometido a consejo de guerra en Córdoba y condenado a treinta años de reclusión por haber desertado del Ejército franquista, aunque el fiscal había pedido la pena de muerte conmutada por 12 años de prisión. Presidía el tribunal el coronel Joaquín Camarero Arrieta y los vocales capitanes Sebastián Calderón Matute, Francisco Valls Poquet y Ángel Martínez Suárez. En julio se benefició de los indultos que el Gobierno había comenzado a aplicar a los miles de presos y le conmutaron al final la pena por 12 años. En septiembre salió de la cárcel con prisión atenuada, pero con la obligación de presentarse al comandante de puesto de la Guardia Civil cada 15 días y siempre en días festivos.

Los datos personales que aparecen en el consejo de guerra de Francisco Fernández Córdón me permitieron localizar en Lucena a su hija primogénita, Mercedes, y obtener una foto de él. Gracias a esta información familiar sabemos que Francisco Fernández era socialista. Sin embargo, un informe del Ayuntamiento lo calificaba a la vez de socialista y militante de la anarquista Sociedad de Oficios Varios, lo que era muy común en los informes oficiales que aparecen en los consejos de guerra, incapaces de dictaminar en muchas ocasiones la verdadera filiación política de los acusados, así que resulta frecuente encontrar a personas acusadas de ser socialistas, comunistas y anarquistas a la vez. La hija de Francisco Fernández nos ha informado también de que fue maltratado tras su detención en Sevilla, que enfermó de tifus mientras estuvo preso en la cárcel de Córdoba y que contó con el favor en su proceso judicial del vicesecretario de la Audiencia Provincial de Córdoba, el lucentino Pedro Víbora Manjón-Cabeza, con el que su esposa había trabajado de empleada doméstica. Francisco Fernández murió en 1984 en Barcelona, aunque fue enterrado en el cementerio de Lucena.

Juan Pedro Muñoz Repullo, desaparecido.

Hemos reservado el apartado final para los lucentinos que murieron o desaparecieron luchando en el Ejército republicano. Concretar su identidad es muy complicado porque a diferencia de lo ocurrido con los militares del Ejército franquista, sus nombres nunca se inscribieron en los libros de defunciones del Registro Civil de Lucena ni dejaron rastro en otra documentación. Entre los desaparecidos encontramos a dos hombres que huyeron de Lucena a Puente Genil en julio de 1936: el guardia municipal socialista Blas Baltanás Peláez, de 36 años; y el comunista Juan Pedro Muñoz Repullo «El Chuchu», de 37 años, que al parecer murió en un hospital de Lucena del Cid (Castellón). También tenemos en este grupo al presidente de la Sociedad de Agricultores en 1933, Felipe Cortés Cabello, militante de la UGT, que huyó a zona republicana y desapareció en el frente de guerra. Como represalia por su huida, se encarceló a su padre, Gregorio Cortés Sánchez, entre el 29 de julio y el 14 de noviembre de 1936. Este, tras ser detenido de nuevo en septiembre de 1937, acabaría condenado a 12 años de cárcel y moriría en la prisión de Sevilla en 1940. Una última víctima es Miguel Pino Salcedo, del que solo conocemos el nombre y que murió en la guerra gracias al testimonio de Lorena Raya Vicente (era el primer marido de su abuela), recibido desde Castellón en marzo de 2016. 

Blas Baltanás Peláez, desaparecido.

Aparte de los nombres obtenidos a través de mis investigaciones y de los testimonios familiares, un libro de José María García Márquez publicado en 2009, Trabajadores andaluces muertos y desaparecidos en el Ejército republicano (1936-1939), en sus páginas 200 y 246 recoge los nombres de siete lucentinos que murieron o desaparecieron mientras servían en el Ejército republicano. Desconocemos si son huidos de Lucena o personas a las que les sorprendió la guerra realizando el servicio militar en zona republicana o residiendo en ella. Entre las víctimas se encuentra Juan Antonio Cortés Jiménez, con unas trágicas circunstancias familiares, pues a su hermano Ramón, de 18 años, lo habían fusilado en 1936, y a su padre, Antonio Cortés Gallardo, alcalde pedáneo de la aldea de Las Navas del Selpillar en 1931, lo condenaron a 12 años de cárcel en la posguerra. Los siete hombres (fallecidos o desaparecidos) apuntados en el libro citado son las siguientes:  

  • Álvarez de Sotomayor Ruiz, Joaquín, 49 años, comandante de la 43 Brigada Mixta, muerto en Mora de Rubielos (Teruel), 16 de julio de 1938.
  • Calabrés Carrillo, José, 21 años, obrero agrícola, militante del PSOE, soldado del Batallón de ametralladoras del 20 Cuerpo del Ejército, desaparecido en Castuera (Badajoz), 16 de junio de 1938.
  • Cantero Montero, Juan, 31 años, vendedor de libros, sargento del XV Cuerpo del Ejército de Transmisiones, desaparecido en Flix (Tarragona), 27 de julio de 1938. Su esposa se llamaba Purificación Ramírez Domínguez. 
  • Cortés Jiménez, Juan Antonio, 25 años, campesino, militante del PCE y UGT, sargento de la 89 Brigada Mixta, muerto en Villa del Río (Córdoba), 19 de septiembre de 1938.
  • García Arroyo, Antonio, 22 años, peluquero, militante de UGT, soldado del Batallón Octubre y de la 30 Brigada Mixta, muerto en el frente de Peregrinos (Ávila), 25 de octubre de 1936.
  • Ranchal López, Francisco, pintor, militante de la CNT, capitán del 8º Batallón de Milicias Confederales, muerto en El Pardo (Madrid), marzo de 1937.
  • Rodríguez Cabrera, Vicente, 28 años, campesino, soldado de la 188 Brigada Mixta, desaparecido en Castuera (Badajoz), 23 de julio de 1938.

Dirigentes y militantes del Partido Republicano Radical en Lucena (1931-1936)

La sección lucentina del Partido Republicano Radical se constituyó en 1910. Fue apadrinada por el abogado Emiliano Iglesias, quien dos años antes había sido uno de los fundadores del partido en España junto a su dirigente más conocido, el periodista Alejandro Lerroux, natural de la localidad cordobesa de La Rambla. El partido nació con un programa político extremista, anticlerical, obrerista, populista y antimilitarista, opuesto al nacionalismo catalán y a la intervención española en la guerra de Marruecos. Dos años después de su fundación, se integró en una Conjunción Republicano-Socialista que obtuvo ocho diputados en las Cortes, aunque su representación parlamentaria durante el reinado de Alfonso XIII (1902-1931) resultó siempre exigua. Algo similar ocurrió en Lucena, donde los republicanos nunca obtuvieron diputados por el distrito electoral de la localidad. En cuanto a su presencia en el Ayuntamiento, consiguieron en noviembre de 1914 su primer concejal, el perito mercantil Javier Tubío Aranda, que hasta 1922 revalidó su puesto en tres sucesivas convocatorias. Durante este periodo, en distintos momentos, el farmacéutico Anselmo Jiménez Alba, el propietario José López Jiménez y el abogado Miguel Víbora Blancas lo acompañaron como ediles republicanos radicales.

IMG_0182

Sello del Centro Obrero Republicano de Lucena en 1932.

Tras la dictadura del general Primo de Rivera (1923-1930), el gobierno del almirante Aznar intentó volver a la normalidad constitucional con la convocatoria de unas elecciones municipales, pero una alianza republicano-socialista consiguió la victoria en las capitales de provincia y en los núcleos urbanos. El rey Alfonso XIII, a quien se acusaba de haber faltado a sus deberes constitucionales por haber apoyado la dictadura de Primo de Rivera, se vio obligado a renunciar al trono. El nuevo gobierno provisional, presidido por Niceto Alcalá Zamora (de la Derecha Liberal Republicana) e integrado por republicanos de diversas tendencias y por socialistas, incluirá a dos ministros radicales, entre ellos al líder nacional Alejando Lerroux como ministro de Estado.

Al igual que en otros lugares, la conjunción de republicanos y socialistas logró la victoria en Lucena en las elecciones municipales de 12 de abril de 1931, con el 64,82% de los votos. De los 18 concejales republicanos elegidos (frente a ocho monárquicos), siete pertenecían al partido radical: Domingo Cuenca Navajas, Juan Ruiz de Castroviejo López, Francisco Jiménez Gil, Anselmo Jiménez Alba, José López Jiménez, Amador Bergillos del Río y el presidente del partido, Javier Tubío, que asumiría la alcaldía el 17 de abril. El 6 de julio dimitió, y un socialista, Vicente Manjón-Cabeza Fuerte, lo sustituyó en el cargo.

IMG_20151028_0004

Hoja de propaganda de los radicales lucentinos, fechada con probabilidad a finales de 1933-1934.

Poco tiempo después de la proclamación de la República, el Partido Republicano Radical inició un giro hacia posiciones políticas más conservadoras. Se evidenció de manera drástica cuando en diciembre de 1931 el presidente del gobierno, Manuel Azaña, que había llegado al cargo dos meses antes, realizó una renovación ministerial. Hasta ahora los radicales siempre habían participado en el gobierno, pero en ese momento dejaron de colaborar por dos motivos fundamentales. En primer lugar, porque pretendían convertirse en una alternativa real de poder desde la oposición, acentuando su carácter conservador y populista. Y en segundo término, porque estaban en desacuerdo con la política social y económica de los ministros socialistas. La Asamblea Nacional del Partido Republicano Radical, celebrada en octubre de 1932, significó un paso más en el proceso de derechización de este grupo político, al reclamar el fin de la participación de los socialistas en el Gobierno y el cese de la intervención del Estado en las relaciones laborales. El cambio ideológico motivó que antiguos monárquicos, aventureros políticos y personas ligadas a la oligarquía agraria encontraran rápido acomodo dentro del partido, lo que a su vez influyó en que el programa radical se fuera adaptando de manera progresiva a los intereses de esta nueva militancia.

En Lucena, el proceso de conversión hacia posturas más conservadoras no se realizó sin resistencias internas. A finales de verano de 1932 se produjo un enfrentamiento entre la directiva radical lucentina y Eloy Vaquero Cantillo, diputado y presidente del Comité Provincial, que deseaba imponer a una persona de su confianza como máximo dirigente del partido en la localidad. Las injerencias de Eloy Vaquero y el progresivo abandono de las esencias republicanas por parte del partido radical determinó la dimisión y la salida del presidente local, Javier Tubío, que en octubre de 1932 se incorporó al Consejo Nacional de Acción Republicana, la organización política del presidente del gobierno Manuel Azaña.

En aquel momento de zozobra interna, las tres organizaciones políticas y sindicales lucentinas (Partido, Juventud y Centro Obrero) ligadas al radicalismo tenían su sede en el número 6 de la calle Pedro Angulo y, según el periódico Germinal (12 de enero de 1933), sus comités directivos eran los siguientes:

Comité político del Partido: Domingo Cuenca Navajas (presidente) José López Jiménez (vicepresidente), Anselmo Jiménez Alba (secretario), José Arjona Huertas (tesorero). Vocales: Francisco Jiménez Gil, Antonio Ramírez Varo, José Flores Jiménez, Miguel Segovia Covaleda y Antonio Molina Aragón.

Junta directiva del Centro de Obreros Republicanos: José López Jiménez (presidente), Francisco Alba Sánchez (vicepresidente), Rafael Cazorla Ávila (secretario), Antonio Ramírez Varo (tesorero), Francisco Verdejo Ordóñez (contador). Vocales: Antonio José Jiménez, Juan Rivas Lozano, Andrés Hinojosa Cañete, Francisco Bergillos Gálvez, Antonio José Flores Ramírez y Antonio Molina Aragón.

Comité de la Juventud Radical: Manuel Moreno Galzusta (presidente) Domingo Cuenca González (vicepresidente), Luis Rivas Valenzuela (secretario), José López García (tesorero). Vocales: Francisco Cuenca González, Rafael Jiménez Tenllado, Eduardo López González, Cándido Artacho Delgado y Pedro Linares García.

El enfrentamiento entre los dirigentes radicales lucentinos, de perfil más progresista, y el Comité Provincial, de talante más conservador, alcanzó su punto culminante el 13 de diciembre de 1932, cuando el abogado Rafael Ramírez Pazo, de 26 años, con autorización del Comité de Córdoba, creó una organización de la Juventud Republicana Radical en Lucena, a pesar de que ya existía una funcionando en ese momento. Al día siguiente, el Comité local lucentino dio de baja en el partido a Rafael Ramírez por haber faltado a la disciplina interna. Sin embargo, el día 18 el Comité Provincial reaccionó con rapidez y dejó sin efecto la expulsión, autorizándole “a afiliar provisionalmente a cuantos lo deseen, tanto para el partido como para la Juventud”. Esto le permitiría captar a muchos seguidores y crear un censo de militantes a su medida que lo auparían en pocos meses como líder de los radicales en la localidad.

IMG_20160119_0002

Comité directivo del partido radical en Lucena en 1934. En el centro, el presidente Rafael Ramírez Pazo. A su izquierda, el tesorero Julián Sarabia.

La enemistad de algunos republicanos lucentinos con Rafael Ramírez Pazo era manifiesta y antigua. De hecho, el 14 de abril de 1932 había sido expulsado como socio del Centro de Obreros Republicanos por haber manifestado en repetidas ocasiones que “prefería una monarquía liberal a la República”. Sin embargo, apoyado por la dirección provincial, Rafael Ramírez ganaría el pulso a la “vieja guardia” radical lucentina que se había forjado en la lucha contra la monarquía alfonsina a principios del siglo XX. El día 12 de octubre de 1933, en una asamblea celebrada en la sede de la calle San Pedro, resultó elegido presidente del Centro Republicano Radical, concentrando todo el poder en sus manos, pues dejaron de funcionar de manera autónoma las secciones de la juventud y de los obreros, que pasaron a estar bajo la obediencia del Centro. La junta directiva la completaban José María Ranchal Gómez (vicepresidente), Paulino Requerey Sánchez (secretario), Julián Sarabia Urbano (tesorero), Pedro Reyes Osuna (bibliotecario), Antonio Hidalgo Bergillos (contador), y los vocales Salvador Vigo Ruiz, Manuel Maíllo Ruiz, Francisco Cobos Varo y Manuel González Moreno (periódico Ideal, 23 de octubre de 1933). Aunque no tenía cargo en la directiva, el abogado Miguel Víbora Blancas se convirtió en el referente principal de los radicales lucentinos a partir de ese momento. Solía presidir las mesas de las conferencias que se realizaban en la sede o fuera de ella, participaba en mítines y en actos, representaba a las delegaciones de los radicales lucentinos en otras localidades y servía de anfitrión en su domicilio a los jefes y candidatos provinciales del partido cuando visitaban Lucena.

La renovación en octubre de la directiva de los radicales lucentinos estaba relacionada con la preparación de las próximas elecciones a Cortes, convocadas para el 19 de noviembre de 1933. En la provincia de Córdoba, los radicales, en unión del Partido Republicano Progresista del presidente de la República, Alcalá-Zamora, se presentaron aliados en la Coalición Republicana Cordobesa, con un programa centrista “en defensa del orden, de la libertad y de la agricultura”. En Lucena esta candidatura quedó tercera, con el 17,94% de los votos, pues el triunfo fue para la derechista Acción Popular (36,36%), con los comunistas (24,84%) como segunda fuerza. En la provincia de Córdoba ganó también la derecha, seguida de socialistas, republicanos y comunistas.

Como ningún candidato había logrado en la provincia el 40% de los votos en esta primera convocatoria, la ley electoral obligaba a una segunda vuelta, que se celebraría el 3 de diciembre. La derecha concurrió con una gran coalición unitaria que se denominó Candidatura Antimarxista (Acción Popular, radicales, agrarios y progresistas), que en Lucena obtuvo una abultada victoria con 5.347 votos (58,61%), seguida del PSOE con 2.376 (25,85%) y los comunistas (13,88%). En España ocurrió algo similar. Los grandes triunfadores fueron la derechista CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas, donde se integraba Acción Popular) y los radicales, mientras el PSOE quedó tercero. En consecuencia, los radicales y la CEDA, de manera independiente, en coalición entre ellos o con otros partidos, controlarían el gobierno de la nación hasta diciembre de 1935, lo que permitiría al líder radical Alejandro Lerroux presidir varios gabinetes ministeriales de los diez que hubo en ese corto periodo de tiempo.

IMG_20151028_0001

Portada del diario La Voz con dos fotografías de los asistentes a una conferencia en el Centro Republicano de Lucena  (24 de febrero de 1934).

En la provincia de Córdoba, una práctica común durante el bienio radical-cedista fue la sustitución de los ayuntamientos controlados por la izquierda utilizando como pretexto “cuestiones administrativas” o cualquier incidente social o religioso. Sin embargo, esta medida se debía también a que estos ayuntamientos actuaban en muchos lugares como protectores del proletariado rural en asuntos como la defensa de los salarios y de las condiciones legales de trabajo y, por tanto, de freno ante los posibles abusos patronales. En Lucena, los miembros de la Corporación municipal habían sido votados por los ciudadanos en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 y el alcalde era el abogado Vicente Manjón-Cabeza Fuerte, un antiguo socialista que ya no militaba en el PSOE. Ello no resultó un obstáculo para que el Ayuntamiento quedara destituido de manera fulminante por el gobernador civil, el radical José Gardoqui, el 15 de octubre de 1934. Rápidamente comenzaron las conversaciones de los comités locales del Partido Republicano Radical y de la derechista Acción Popular para constituir la nueva Comisión Gestora municipal. El 22 de octubre, el gobernador nombró a los nuevos concejales: nueve del Partido Republicano Radical, ocho de Acción Popular (CEDA) y uno del derechista partido agrario. Al día siguiente y tras las respectivas votaciones, según el libro de actas municipales el Ayuntamiento se constituyó de la siguiente manera:

Alcalde, Bernardo Fernández Moreno (radical, aunque había sido un antiguo militante del Partido Republicano Radical Socialista); primer teniente, Rafael Ramírez Pazo (radical); segundo teniente, Joaquín Galindo Cuadra (CEDA); tercer teniente, Andrés Trujillo Cuenca (CEDA); cuarto teniente, José Moreno Lara (CEDA); quinto teniente, Pedro González Nadal (radical); primer síndico, Antonio Sánchez Córdoba (CEDA); segundo síndico, Eduardo Rueda Lara (radical); concejales, Julián Sarabia Urbano (radical), Tomás Fernández Alba (radical), Antonio Bujalance Jiménez (radical), Pedro Reyes Osuna (radical), Juan Ávila Fernández (radical), Juan Cañete Viso (agrario), Pedro Osuna Bergillos (CEDA), José Fernández de Villalta y Díaz (CEDA), Andrés Hidalgo Moreno (CEDA) y Pedro Rueda Lara (CEDA).

Este Ayuntamiento permaneció activo hasta el 7 de enero de 1936, cuando ante las profundas divergencias entre la CEDA y los radicales, y la consiguiente dificultad para formar un gobierno que tuviera suficiente apoyo parlamentario, el presidente de la República decidió disolver las Cortes y convocar elecciones legislativas para el 16 de febrero. El mismo día en que Alcalá-Zamora firmó el decreto de disolución, el gobernador civil de Córdoba, Antonio Cardero, utilizando una particular maniobra política que se repetiría en otros ayuntamientos españoles, destituyó a la Comisión Gestora municipal de Lucena y nombró para reemplazarla a miembros del Partido Republicano Progresista. Su objetivo era favorecer en la inminente convocatoria electoral los intereses de esta opción política centrista, a la que pertenecía el presidente de la República, Alcalá-Zamora.

El Partido Republicano Radical llegó a las elecciones de febrero de 1936 salpicado por dos enormes escándalos de corrupción (casos estraperlo y Nombela), que empezaron a salir a la luz cuatro meses antes e implicaban de lleno a Alejandro Lerroux (entonces presidente del gobierno), un político casi siempre rodeado de negocios turbios, sobornos y corruptelas. Es muy posible que estos escándalos, que fueron un golpe de muerte para el partido, influyeran de manera decisiva en la nueva división que sufrieron los radicales lucentinos a principios de 1936. El sector más derechista y afín a Lerroux se organizó bajo la presidencia del abogado y dirigente patronal José Burgos Rubio, que estaba acompañado en el Comité local por Antonio Hidalgo Bergillos (vicepresidente), Francisco Maíllo Rivert (tesorero), Francisco de Paula Cuenca Burgos (secretario) y los vocales José Álvarez Lozano, Rafael Fernández, Agustín Pino García, Antonio Gómez Ramírez, Juan Rodríguez y Antonio Carmona  (periódico La Voz, 21 de enero de 1936).

En paralelo, el sector más centrista del partido en Lucena, seguidor del diputado radical cordobés Joaquín de Pablo Blanco, se escindió, creando una agrupación republicana autónoma liderada por el abogado Miguel Víbora Blancas. En ella ejercía de secretario Rafael Ramírez Pazo, quien había presidido el partido radical en Lucena hasta este momento. Esta crisis interna, aparte de por razones ideológicas, quizás también tuviera que ver con que la dirección nacional del Partido Republicano Radical no había apoyado el gobierno del liberal centrista Manuel Portela Valladares y desautorizó a los dos ministros radicales integrados en él. Este gobierno se constituyó el 15 de diciembre de 1935, nombró a Miguel Víbora gobernador civil de Badajoz (aunque no llegaría a ejercer el cargo) y en él participó como ministro de Agricultura e Industria Joaquín de Pablo, el referente político de los escindidos radicales lucentinos, quien ya había abandonado el partido en octubre de 1935.

Al contrario de lo que habían hecho en 1933, las derechas no organizaron un frente común para las elecciones de febrero de 1936, debido a las desconfianzas entre ellas y a que algunas de sus tendencias aspiraban claramente a destruir la República para establecer un régimen dictatorial. En Córdoba, por ejemplo, presentaron cuatro candidaturas: Candidatura Antirrevolucionaria (CEDA, Partido Republicano Progresista y monárquicos de Renovación Española), Candidatura de Alianza Republicana (Partido Republicano Conservador y Partido Republicano Radical), Falange Española y la católica Acción Obrerista.

Las izquierdas se organizaron en 1936 en el Frente Popular, una coalición en la que convivían el PSOE, la UGT, las Juventudes Socialistas, Unión Republicana, Izquierda Republicana, el PCE, el Partido Sindicalista y el POUM. En Lucena (y en otros lugares de España), dos de los partidos que integraban el Frente Popular estaban liderados o tenían entre sus miembros más destacados a antiguos dirigentes radicales. Nos referimos, por un lado, a Unión Republicana, presidida por Domingo Cuenca Navajas (presidente del partido en Lucena entre 1932 y 1933), seguidor del grupo de disidentes que, encabezados por Diego Martínez Barrio, en mayo de 1934 había abandonado la obediencia radical en protesta por su progresiva derechización. El otro partido en el que encontramos a antiguos dirigentes radicales es Izquierda Republicana, fundada en abril de 1934 a partir de Acción Republicana. Entre ellos podemos citar a Javier Tubío Aranda (presidente de los radicales en 1931-1932), José López Jiménez, Francisco Alba Sánchez y Rafael Cazorla Ávila.

En Lucena, el Frente Popular ganó las elecciones del 16 de febrero de 1936 con 5.905 votos (53%) seguido de la coalición de derechas con 4.217 (38,32%) y de la candidatura de Joaquín de Pablo Blanco con 838 (7,63%). La Alianza Republicana en la que se integraban los radicales solo obtuvo 43 votos (0,39%), a pesar de que en sus listas aparecía como candidato el abogado y olivarero lucentino José Burgos Rubio, presidente del partido radical en la localidad. La victoria en la provincia y en España también recayó en el Frente Popular. Como en Lucena, en el conjunto nacional la debacle de los radicales resultó tremenda: solo obtuvieron cinco diputados y el 1,1% de los votos, e incluso Lerroux no pudo renovar su acta de diputado. Abrumado por el veredicto de las urnas, el jefe histórico de los radicales cordobeses, Eloy Vaquero Cantillo (exalcalde de Córdoba en 1931, dos veces ministro en 1935 y diputado entre 1931 y 1936), al conocer los resultados, la misma noche del 16 de febrero se exilió a Gibraltar y no volvió más a España.

Aunque el Partido Republicano Radical ya estaba casi desaparecido del mapa político, la sublevación militar del 18 de julio de 1936 sirvió para certificar su extinción. Su líder histórico, Alejandro Lerroux, con 72 años, estaba al tanto de la inminente rebelión, pues sus contactos con los militares conspiradores le habían puesto sobre aviso, así que el 17 de julio salió de su casa de San Rafael (Segovia) con destino a Portugal. Durante la contienda escribió cartas aduladoras a Franco con la esperanza de poder regresar y después de la guerra publicó unas memorias en las que justificaba el golpe militar. Volvió a España en 1947 y murió dos años más tarde.

Mientras, durante la guerra y la posguerra, en Lucena y en España, muchos radicales trataron de pasar desapercibidos y de borrar su pasado, que podría resultar peligroso en aquellas circunstancias. Otros, ya fuera por convencimiento, por miedo o como un mero mecanismo de supervivencia, se convirtieron en colaboradores de las nuevas autoridades, alcanzaron cargos políticos, judiciales y administrativos relevantes, e incluso no tuvieron escrúpulos en colaborar de alguna manera en la represión. La peor parte se la llevaron los que habían emigrado con anterioridad desde las filas radicales a las de Unión Republicana e Izquierda Republicana, dos de las fuerzas integradas en el Frente Popular. Varios de ellos, como el alcalde de Lucena en 1936, Anselmo Jiménez Alba, y los concejales Javier Tubío Aranda, Domingo Cuenca Navajas y José López Jiménez, acabaron fusilados.

Es muy difícil encontrar listados de militantes de los partidos y sindicatos que quedaron proscritos durante el franquismo, pues sus archivos fueron incautados por las autoridades militares, se ocultaron, se destruyeron o desaparecieron. Por ello, es una suerte que podamos contar con una relación de afiliados del Partido Republicano Radical de Lucena. Se conservaba entre los papeles personales del presidente del partido entre octubre de 1933 y enero de 1935, el abogado Rafael Ramírez Pazo, de los que poseo una copia cedida de manera generosa por su hija Araceli a principios de 2016 que me ha permitido completar algunas de las informaciones anteriores. Los folios originales no llevan fecha, pero entendemos que se sitúan cronológicamente en el periodo de la presidencia de Rafael Ramírez. En la lista de afiliados aparecen 116 varones, identificados por el nombre, la edad, la profesión y el domicilio. En cuanto a su actividad laboral, predominaban los obreros (42 afiliados), propietarios (15) e industriales (9). La lista completa, por orden alfabético, se puede consultar en este enlace.

13. Comida republicana

Comensales en una reunión republicana, posiblemente en 1932, antes de que comenzaran las divisiones dentro del partido radical en Lucena. Sentados, de izquierda a derecha: Rafael Ramírez Pazo, presidente del Partido Republicano Radical (PRR) entre 1933-1936; Anselmo Jiménez Alba, secretario del PRR en 1932, alcalde de Lucena por Unión Republicana en 1936; Domingo Cuenca Navajas, presidente del PRR en 1932-1933 y de Unión Republicana en 1934, concejal y diputado provincial en 1936; Javier Tubío Aranda, presidente del PRR en 1931  y alcalde, presidente de Izquierda Republicana en 1934, concejal en 1936; José López Jiménez, presidente del Centro de Obreros Republicanos en 1932 y concejal en 1936; un desconocido; y José Arjona Huertas, vocal de la Unión Republicana. De pie: Francisco Verdejo Ordóñez, vocal de Unión Republicana en 1936 (primero por la izquierda); Domingo Cuenca González, concejal en 1936 de Unión Republicana (cuarto por la izquierda); José Cámara Ruiz, Izquierda Republicana (quinto por la izquierda); Francisco Fernández López “Frasquito Maripepa”, vicepresidente de Unión Republicana en 1936 (séptimo por la izquierda); Rafael Cazorla Ávila “El Tornerazo”, secretario del Centro Obrero Republicano en 1932 y militante de Izquierda Republicana en 1936 (cuarto por la derecha); Flores “El Moreno” (primero por la derecha).

Diario de operaciones del teniente Carlos Galindo Casellas. Los primeros meses de la guerra civil en Rute, Iznájar y localidades vecinas

Carlos Galindo Casellas nació el 17 de marzo de 1902 en Ronda (Málaga). Se casó en 1928 con Rosa Osuna Ardizone y no tuvo hijos. Según su hoja matriz de servicios que se conserva en el Archivo General Militar de Segovia (sección CG, legajo G-17), con 18 años marchó voluntario al servicio militar, que realizó en Melilla, y participó en varios combates y operaciones militares en Marruecos, donde obtuvo dos medallas de guerra. Alcanzó el grado de teniente de Caballería y pasó a la reserva en junio de 1932. Como era además abogado, el 26 de febrero de 1936 comenzó a trabajar de secretario del Ayuntamiento del pueblo cordobés de Rute, tras haber ocupado plaza en otros municipios españoles como Priego (Cuenca), San José (Ibiza), Falset (Tarragona) e Iznatoraf (Jaén)). Cuando se produjo la sublevación militar del 18 de julio apoyó el golpe de Estado y comenzó a redactar un “Diario de Operaciones y notas” hasta pocos días antes de su fallecimiento en el frente de Monterrubio de la Serena (Badajoz), el 23 de julio de 1938. Tenía al morir 36 años.

Esquela mortuoria de Carlos Galindo publicada en el periódico ABC el 23 de julio de 1939, primer aniversario de su muerte.

El diario de Carlos Galindo, que abarca 111 páginas, de las que las primeras 85 aparecen mecanografiadas y el resto manuscritas, ha sido localizado en el Museo del Ejército de Toledo (Inf. 26.322) por el historiador toledano Roberto Félix García, quien generosamente me ha cedido el contenido para su publicación. Sus páginas son una radiografía de las operaciones de guerra que tuvieron lugar en Rute, Iznájar —fue nombrado comandante militar del pueblo en agosto— y otras localidades aledañas de las provincias de Córdoba, Málaga, Granada y Jaén. Es un documento extraordinario y muy valioso porque nos permite conocer qué estrategias y fuerzas se organizaron diariamente para la defensa de Rute e Iznájar y para la conquista de las localidades y tierras vecinas. Aun así, hemos de tener en cuenta a la hora de leerlo que estos diarios militares son, en determinadas ocasiones, textos en los que se ensalzan y magnifican las hazañas propias (como cuando  habla del intento republicano de tomar Iznájar el 10 de agosto de 1936), se ocultan hechos, se inventan otros y se recurre a la falsedad o las medias verdades si es necesario.

El diario comienza el 17 de julio de 1936 en Rute, cuando ante las noticias de que se había producido una sublevación militar en las zonas españolas del norte de África, Carlos Galindo contacta con el jefe de la Falange (posiblemente Manuel Villén Roldán) para organizar el apoyo al golpe de Estado en el pueblo. El día 18, sábado, la rebelión se extiende a la Península y a las tres de la mañana del 19 el alférez Basilio Osado Labrador, comandante de puesto del cuartel de la Guardia Civil, proclama el bando de guerra y detiene a los concejales y a los líderes de los sindicatos y los partidos del Frente Popular, la coalición de partidos republicanos y de izquierdas que había ganado las elecciones a Cortes del 16 de febrero y que controlaba el Ayuntamiento. Rápidamente crean una guardia cívica en Rute y en la aldea de Las Lagunillas, y una escuadra de la Falange —la Falange también se organiza en las aldeas que unen Rute con Lucena—, que comienza a operar en aquellos días en los caminos y aldeas hacia Iznájar y la cercana localidad malagueña de Cuevas de San Marcos. Para responder al golpe de Estado, muchos vecinos de Rute siguen la consigna de huelga general lanzada por las organizaciones frentepopulistas en toda España. Otros muchos, para escapar de la represión, comienzan a huir a la sierra de Rute. El día 29 de julio el alférez Basilio Osado ordena una batida a tiros contra ellos, aunque los que se habían escondido allí no iban armados.

Como en Rute y las localidades vecinas triunfó el golpe gracias al apoyo de la Guardia Civil y la situación estaba controlada, el día 2 de agosto el comandante militar de Rute y jefe de línea de la Guardia Civil, el alférez Basilio Osado, ordena a Carlos Galindo que se encargue de la defensa de Iznájar, situada a unos 20 kilómetros. Allí, el comandante de puesto de la Guardia Civil, el sargento Jerónimo Rivero Sánchez, les pedía ayuda, pues se temía un ataque republicano desde sus aldeas o desde las localidades vecinas de Loja (Granada) o Cuevas de San Marcos (Málaga). Nada más llegar a Iznájar, Carlos Galindo organiza con rapidez guardias cívicas y de Falange, destituye la Corporación municipal, nombra una nueva Gestora para administrar el Ayuntamiento y encarcela a los dirigentes frentepopulistas.

La represión fue muy dura en Iznájar durante esos meses de verano y principios del otoño. Tenemos documentado el fusilamiento de al menos 75 personas, la mayoría identificadas por informaciones aportadas por sus familias, de las que solo 28 han dejado rastro documental de su muerte en los libros oficiales de defunciones del Registro Civil, donde es obligatorio inscribir a los que fallecen. No obstante, por las incursiones en las aldeas iznajeñas que continuamente refiere el diario de Carlos Galindo, y la forma en que se llevaron a cabo, es de suponer que la aplicación del “bando de guerra”, es decir, los fusilamientos, tuvieron que ser mucho más numerosos. Sin embargo, y por desgracia, no hemos realizado una investigación profunda sobre esta cuestión en el municipio a través de testimonios orales, que es la fuente fundamental de recopilación de los nombres de las víctimas cuando los documentos escritos escasean o no son lo suficientemente esclarecedores. Que solo una de cada tres víctimas mortales esté inscrita en los libros de defunciones del Registro Civil en Iznájar deja claro el nivel de ocultación (algo normal en cualquier dictadura) que tuvo la represión franquista, y demuestra la importancia que tiene la investigación histórica para conocer el verdadero alcance y la magnitud de esta violencia.

Iznájar, la aldea próxima de la Celada y algunas cortijadas están, desde el 18 de julio de 1936, en manos de los que respaldan la sublevación militar. Sin embargo, no ocurre lo mismo con la mayoría de las otras 21 aldeas que conformaban el municipio —muchas están hoy ocultas bajo las aguas del pantano—. En estos núcleos, al no existir un cuartel de la Guardia Civil que apoyara el golpe de Estado, los vecinos se mantuvieron fieles a la República a pesar de no contar con apoyo militar para organizar su defensa. Las fuerzas de Carlos Galindo tienen como principal objetivo el control de esas aldeas para alejar el peligro republicano de Iznájar y, lo más importante, para asegurar las comunicaciones directas entre las ciudades de Córdoba y Granada, pues ambas capitales de provincia estaban dominadas por los militares rebeldes.

El hecho más grave al que se tuvo que enfrentar Carlos Galindo fue el ataque fracasado de fuerzas republicanas a Iznájar por las lomas de la Cuesta Colorá el 10 de agosto de 1936. Prueba de la importancia que le da a este hecho es que al final de su diario recoge transcritas las noticias grandilocuentes que publicaron los periódicos Ideal de Granada (1 de octubre) y La Voz de Córdoba (26 de agosto) sobre el asalto. Sin embargo, el hecho no ocurrió como él lo cuenta ni el intento de conquista fue tal. Según recoge el iznajeño Diego Ortiz Pacheco en su libro El pueblo habló. Pinceladas históricas (páginas 54 y 55), editado en 2014, como las fuerzas de Carlos Galindo habían cortado el Puente de Hierro, los republicanos no pudieron pasar con camiones, así que algunos soldados a pie se apostaron en la Cuesta Colorá y en cerro Hachuelo, desde donde tiraron algunos tiros al aire y se retiraron.

El testimonio de Manuel Llamas Sanjuán, antiguo alcalde andalucista de Iznájar, que recogí en 2004, hablaba también de que estas fuerzas republicanas solo hicieron un par de disparos y que uno dio en la entrada del cementerio, así que coincide en lo fundamental con el libro de Diego Ortiz. Ambos señalan que la causa de que los republicanos no entraran en Iznájar y se retiraran sin intentarlo se debió a que las  tropas las mandaba un capitán iznajeño, Francisco Alcántara Cañas, apodado Larita, quien temía las represalias que pudiera sufrir su familia y el daño que se le podía causar al pueblo. De hecho, dos días después de que los republicanos se retiraran sin plantear batalla, pelaron en Iznájar a los padres del capitán Francisco Alcántara, los purgaron con aceite de ricino y los pasearon por las calles para que sirvieran de mofa.

El 21 de agosto Carlos Galindo es nombrado de manera efectiva comandante militar de Iznájar, convirtiéndose en la máxima autoridad de la localidad. Para el día 23 ya tenía organizadas unas abultadas fuerzas en el pueblo, según un cuadro que conserva al final en su diario. Contaba entonces con 16 guardias civiles y 444 falangistas armados de manera variopinta (fusiles, mosquetones, carabinas, rifles y sobre todo escopetas), a los que hay que añadir 206 voluntarios posiblemente encuadrados en la Guardia Cívica (el municipio tenía unos 12.000 habitantes). En cuanto a municiones, destacaban 16 cajas para fusil, 6.500 cartuchos de escopeta y 1.567 para armas largas. Disponía también de 345 pistolas y revólveres y 1.800 cartuchos. Y para el transporte usaban 14 camiones, siete coches, una moto, 43 mulos y nueve caballos.

Con esta gruesa maquinaria bélica, el día 29 de agosto sus fuerzas comenzaron a ocupar la aldea de El Remolino, donde con anterioridad habían incendiado muchas casas para castigar a la población civil. Durante su incursión realizaron algunos fusilamientos y hubo abusos y violaciones de mujeres. Este episodio histórico ya pude analizarlo en 2005 gracias al testimonio de Antonio Montilla Cordón, uno de los habitantes de la aldea, que fue publicado por la revista Cuadernos para el Diálogo en 2007. Hemos de tener en cuenta que los asesinatos en El Remolino no se producen como respuesta a una violencia física previa de los republicanos, pues en las zonas y aldeas de Iznájar controladas por ellos no se ejecutó ningún fusilamiento durante aquellos meses. Un caso ejemplar en este sentido es el del municipio malagueño de Cuevas de San Marcos, muy citado en el diario de Carlos Galindo, donde en los dos meses de dominio republicano no se mató a nadie y tras su ocupación por fuerzas de Iznájar y de Lucena se fusiló al menos a 55 personas según la lista publicada por el estudioso local José Terrón Arjona en su libro Memoria sin sombra, editado en 2011.

En el diario de Carlos Galindo hay continuas referencias a los saqueos realizados por los republicanos en los cortijos, aunque no sabemos sí eso ocurrió en verdad en las aldeas de Iznájar. El pillaje es harto frecuente en un clima de enfrentamiento bélico y de calamidad pública, cuando se desbaratan los mecanismos de orden público y no existen autoridades que mantengan la ley. En bastantes ocasiones, esas requisas se produjeron porque hubo que asegurar el abastecimiento de alimentos para la población en un estado de guerra. Muchas personas no podían salir a trabajar a los campos por la inseguridad que se respiraba y el peligro que suponía, y había que alimentarlas. Otros vecinos se ofrecieron al servicio de la causa republicana, y no trabajaban ya en labores agrícolas por lo que no podían llevar un salario a sus casas. Con una buena parte de la población, jornalera y campesina, que vivía en unos niveles de auténtica supervivencia desde antes de que comenzara la contienda, la requisa de alimentos era el método más rápido y fácil de obtener alimentos. De hecho, las fuerzas de Carlos Galindo aplicaron el mismo método de requisa en las tierras conquistadas por ellos (hay referencias en su diario a requisas de caballos el 13 de octubre y de automóviles el 18 de noviembre), aunque él no lo detalle. Además, los bienes de los que huían fueron saqueados de sus casas (camas, ajuares, máquinas de coser, etc.) y se abrieron también oficialmente multitud de expedientes de incautación de bienes aquel mismo verano contra vecinos de ideología republicana.

Un caso documentado de rapiña de las fuerzas de Carlos Galindo ocurrió en El Higueral. Él dice en su diario que lo que ellos requisaron allí había sido a su vez robado con anterioridad por los republicanos en los cortijos, pero no es cierto, pues eran bienes legítimos de las familias de la aldea. El iznajeño Diego Ortiz Pacheco lo cuenta en parte en su libro ya citado (página 57) tomando como fuente el testimonio de varios vecinos de El Higueral, que ya había sido tomado con anterioridad por la Guardia Civil de Priego. Refiriéndose al primer día de la entrada de los «fascistas» desde Iznájar, relata: «…matar no mataron, pero estuvieron todo el día paseándose por la calle con los caballos. Se llevaron las bebidas del bar y todo el comestible de la tienda. Iban borrachos como cabras, echándole los caballos a los niños. A una mujer le levantaron el vestido. Uno de ellos se llamaba Rodrigo [posiblemente el guardia Rodrigo Salas Bote, responsable de varios fusilamientos en la aldea de El Remolino], otro, después fue municipal…».

La toma de la localidad malagueña de Villanueva de Tapia el día 30 de agosto por el general Varela, afín a los sublevados, aleja el peligro republicano de las cercanías de Iznájar y facilita que en el mes de septiembre las fuerzas de voluntarios y falangistas de Carlos Galindo realicen un auténtico paseo militar victorioso por la zona: el 1 ocupan las aldeas y cortijadas de Arroyo Cerezo, Cruz de Algaida, Gata, Gorgos y Adelantado; el día 3 Los Pechos, Fuente del Conde y Alcudilla; el 6 El Higueral; el 9 los Ventorros de Balerma; el 15 la localidad malagueña de Cuevas de San Marcos (junto a una columna de caballería de Lucena) y el 22 de septiembre la aldea de Fuentes de Cesna, perteneciente al municipio granadino de Algarinejo. A finales del mes de septiembre sus fuerzas junto a las de otras localidades cordobesas intentan la toma de la localidad jienense de Alcalá la Real y el día 1 de octubre llegan a sus aldeas de Hortichuela y Las Pilas. Como consecuencia de los éxitos obtenidos, el día 7 de octubre el jefe provincial de las milicias de Falange Española de las JONS nombró a Carlos Galindo inspector delegado de esas milicias en el sector sur de la provincia, con acción sobre las localidades de Cabra, Doña Mencía, Nueva Carteya, Zuheros, Lucena, Encinas Reales, Rute y Benamejí.

Hoja manuscrita por Carlos Galindo en la que solicita su ascenso a capitán.

A principios de octubre de 1936 Carlos Galindo comienza a incluir en su diario referencias a las malas relaciones con el comandante de puesto de la Guardia Civil de Iznájar, el sargento Jerónimo Rivero, y con el alférez Basilio Osado, que cumple igual función en Rute —a este último lo define como “un perfecto idiota y un burro” en una entrada de su diario de 27 de mayo de 1937—. Las causas de estas desavenencias no están claras, aunque él culpa a los “elementos caciquiles” de Iznájar, que influyen en el sargento, y a la maldad de ambos mandos, a los que califica de “canallas”, cobardes y “envidiosos”. Una denuncia del primero origina el 20 de octubre el cese de Carlos Galindo como comandante militar de Iznájar por el gobernador militar de Córdoba y, en consecuencia, su reingreso como secretario del Ayuntamiento de Rute. Se lamenta de que nadie va a despedirlo cuando se marcha de Iznájar, salvo dos personas, y desconocemos cuál es la razón, pues el día 14 de agosto se había iniciado una recogida de firmas para agradecerle su labor en el pueblo a la que se sumaron unas doscientas personas (no se añadieron más porque él ordenó parar la iniciativa).

Los motivos por los que en solo dos meses la figura de Carlos Galindo pasa, ante la opinión pública iznajeña, de la aclamación a la ignorancia son un misterio por ahora. Según algunos testimonios, tendría que ver con el alcance de la represión por él ejercida o permitida, que llegó a escandalizar hasta a los propios derechistas del pueblo. Prueba de ello es que el día 2 de septiembre el jefe de la Falange en la localidad, Salvador Luque García, denunció en la Comandancia Militar de Lucena el fusilamiento de su tío Antonio Conde Luque y tres vecinos más por el guardia civil Rodrigo Salas Bote y el falangista Pedro Doncel Quintana (Periquillo el de la Carolina) en la aldea de El Remolino, mientras estaban borrachos. Además, ese día, intentaron mutilar los cadáveres, abusaron de una mujer y realizaron otros desmanes (este episodio se narra en un artículo de mi autoría publicado por la revista Cuadernos para el Diálogo en el año 2007).

Sepulcro de Carlos Galindo en el cementerio de Rute.

A partir de su cese como comandante militar de Iznájar, Carlos Galindo comienza a maniobrar para denunciar ante varios mandos militares superiores la situación de acoso que él estima que sufre. Consigue reunirse con el gobernador militar de Córdoba, Ciriaco Cascajo, y envía un telegrama al general Gonzalo Queipo de Llano, la máxima autoridad militar de Andalucía en la zona franquista. Su intención es integrarse como oficial del Ejército en el cuerpo de Regulares —formado por tropas marroquíes indígenas—, lo que consigue a principios de diciembre de 1936 al ser destinado al 5º Tabor (escuadrón) de Infantería de Regulares de Melilla. Sus primeros combates serán en al frente de Madrid y en septiembre de 1937 pasará a Teruel. En enero de 1938 le comunican su ascenso a capitán en el 2º Tabor de Regulares de Melilla y su diario ya no se conserva a máquina, sino manuscrito. El 14 de junio de 1938 es el último día que escribe y el 23 de julio, con 36 años, encontró la muerte en Monterrubio de la Serena (Badajoz), en el frente de Extremadura. El Registro Civil de Rute señala como fecha de la muerte el día 22, con 26 años, pero está equivocado en la fecha y la edad. El día 28 el Ayuntamiento de Rute inició una suscripción popular, a la que aportó 300 pesetas, para costear un panteón en el cementerio parroquial, muy mal conservado en la actualidad, en el que aparece inscrito como “caído por Dios y por España”.

Carlos Galindo era una persona con bastante preparación intelectual, según se puede observar en su diario, algo lógico teniendo en cuenta que poseía la carrera de abogado. Desconocemos si en ello influyeron también sus orígenes familiares. Sabemos que un hermano, Antonio (fallecido en 1992), al que nombra varias veces, llegó a ser general de brigada de Infantería y gobernador militar de Ceuta, Gran Canaria y Cáceres durante el franquismo, además de pintor y escritor. La esposa de Antonio, la canaria María de las Mercedes Ortoll Vintró, fue una popular escritora de novelas rosas entre 1930 y 1963. En 1966, a ambos los nombraron miembros de la Academia Cultural y Social de París. Por otro lado, la viuda de Carlos Galindo, Rosa Osuna Ardizone, poseía en los años sesenta del siglo pasado una administración de loterías en el Paseo de las Delicias de Madrid. Ignoramos si fue una concesión por ser viuda de militar caído en el frente.

A continuación publicamos la primera parte del diario de Carlos Galindo, la referida a Rute e Iznájar, que abarca desde el 17 de julio al 7 de diciembre de 1936. Son 23 folios pasados a ordenador. Se ha respetado el texto original, incluidos los escasos signos de puntuación, y solo se han corregido contadas faltas de ortografía, se han eliminado algunas mayúsculas que antes eran de uso común y se han revisado los nombres de las aldeas (a El Remolino lo llama Remolinos, a Solerche, Solerches, etc.). El diario se puede leer en este enlace.

Información complementaria:

Las redadas de 1946 y 1961 en Montilla

La dictadura de Franco violó de forma sistemática los derechos humanos desde 1936 a 1975. Para llevar a cabo los procesos judiciales contra los disidentes y evitar la oposición interna, se crearon varios tribunales especiales en los que no existían garantías jurídicas para los encausados. Además, cuando se derogaba una ley represora una nueva normativa de igual carácter sustituía a la anterior. Así, en la posguerra, la Ley de Seguridad del Estado de 1941 fue sustituida por la Ley de Represión del Bandidaje y el Terrorismo de 1947. El tribunal especial establecido por la Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo de 1940 tuvo mayor continuidad, hasta que parte de sus atribuciones fueron asumidas por el Tribunal de Orden Público, el último gran órgano represivo de la justicia franquista, disuelto finalmente en 1977 tras la muerte del dictador.

Con esta maquinaria jurídica represiva tan bien organizada, poco resquicio quedaba para que los partidos y sindicatos proscritos por la dictadura —todos menos las organizaciones falangistas— pudieran reconstruir sus infraestructuras. El primer intento serio de oposición interior a la dictadura partió del Partido Comunista de España del exilio en 1941. Dos años después, en 1943, se formó un comité provincial en Córdoba. La historia de este movimiento comunista clandestino es una continua sucesión de redadas, detenciones, torturas y fusilamientos a los que invariablemente seguían nuevos intentos de reorganización. En Montilla, el partido comunista sufrió dos grandes caídas en los años 1946 y 1961, aunque hubo otras menores.

Francisco Carmona Priego, uno de los caídos en la redada de 1946.

La primera gran caída se produjo el 7 de diciembre de 1946. La información aportada a la Policía por José Mª Carretero, un antiguo teniente del Ejército republicano, facilitó que la Brigada Político Social emprendiera una redada anticomunista en varios pueblos cordobeses. Gracias al testimonio de Francisco Carmona Priego “Ojitos Claros”, recogido en julio de 2001, sabemos que en Montilla detuvieron y trasladaron a la comisaría de Córdoba, entre otros, a él, a Manuel Vaquerizo García, Miguel Feria Blanca, José Cerezo Rey “Pelajopos” y Rafael López Hidalgo “Chupita”. En esta operación policial también cayeron vecinos de La Rambla (Miguel Bonilla Osuna y Encarnación Juárez Ortiz “La Pasionaria”), Montalbán (Demófilo Morales Castillejo), Montemayor (Antonio Vega Córdoba y Rafael Márquez Gallardo), Espejo, Fernán Núñez y otras localidades. Las torturas que recibieron fueron tan crueles que Encarnación Juárez intentó suicidarse cortándose las venas con el cristal de sus propias gafas.

Tras permanecer tres años en prisión preventiva, el 19 de enero de 1949 fueron llevados ante el juez Fructuoso Fernández, titular del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. A Francisco Carmona Priego le impusieron ocho años de cárcel, estuvo preso en Talavera de la Reina (donde se hallaba internado también José Cerezo Rey), pero se benefició de un indulto y salió en libertad en junio de 1950. Mientras, Manuel Vaquerizo García, Miguel Feria Blanca y Rafael López Hidalgo —que habían caído con anterioridad en otra redada anticomunista en 1942 y habían sufrido prisión en Córdoba y El Puerto de Santa María durante un año— acabaron presos en Burgos, con una condena de 30 años de cárcel que luego se reduciría a 12.

Con posterioridad, dos de los caídos en esta redada llegaron a ser concejales de las primeras corporaciones municipales democráticas tras las elecciones de 1979: Francisco Carmona Priego, por el PCE en Montilla; y Miguel Feria Blanca (al que también apresaron luego en la redada de 1961), en la localidad barcelonesa de Sant Joan Despí por el PSUC (el Partido Socialista Unificado de Cataluña, la rama catalana del partido comunista). Otro de los detenidos, Rafael López Hidalgo, en 1958, cuando salió en libertad provisional de la cárcel de Burgos con 45 años, también emigró a Sant Joan Despí, donde ingresó en el PSUC y desarrolló una intensa labor en la reconstrucción del partido y en las luchas obreras de la comarca del Bajo Llobregat. Falleció en 1976, con 63 años, a consecuencia de una enfermedad hepática contraída durante su estancia en la cárcel de Burgos.

Rafael López Hidalgo, segundo por la izquierda, cayó en una redada en 1942 y sufrió prisión en Córdoba y El Puerto de Santa María durante un año. Lo detuvieron de nuevo en 1946 y lo condenaron a 30 años de cárcel. En la fotografía aparece en el penal de Burgos en 1952.

Tras la redada de 1946, el partido comunista no volvió a tener vida en Montilla hasta 1955, un año antes de que el partido lanzara su política de reconciliación nacional al cumplirse los veinte años del inicio de la guerra civil. Los escasos militantes montillanos se organizaron en pequeñas células, recibían La Voz del Campo y Mundo Obrero (el periódico oficial del partido), escuchaban Radio España Independiente (la Pirenaica) y se reunían en algunas casas o en el campo. La primera actividad importante que realizaron fue el 1 de Mayo de 1958, el Día del Trabajo, con el reparto de propaganda, una actividad ilegal y muy arriesgada en aquel entonces, como ya veremos.

Precisamente, el detonante de la redada del 18 de abril de 1961 fue la distribución en Montilla y la vecina localidad de La Rambla de unas octavillas en las que se pedía la libertad para los presos políticos y la solidaridad con sus familiares. La Guardia Civil detuvo a dos militantes que trabajaban de caseros en una casilla del Portichuelo (a unos tres kilómetros de La Rambla), y uno de ellos, tras los golpes recibidos y una estratagema de los guardias civiles, delató al resto de afiliados. Cayeron 29 varones y dos mujeres de los 35 o 40 militantes con los que contaba el partido en aquel entonces. Algunos afiliados, como José Ferri Checa y Antonio Carrasco Rey, consiguieron librarse porque estaban trabajando en la campaña de la remolacha en Francia, y allí se establecieron definitivamente como refugiados políticos para evitar la represión. La Guardia Civil llevó a los detenidos al cuartel de Montilla, donde casi todos fueron apaleados. Sobre las torturas que recibieron, un artículo sin firma publicado por uno de los detenidos en la revista montillana La Corredera en junio de 2000 cuenta lo siguiente:

Aún recuerdo, y solo voy a dar nombres de pila, como a Manolo le quitaron los calcetines y lo estuvieron torturando en el cuartel a base de palos en la planta de los pies, hasta que caía agotado una y otra vez. A Antonio lo abofetearon una vez y otra vez porque su hermano era comunista, estaba en Francia y no lo habían podido detener. A Joaquín, a Luis, a Miguel, a Francisco, a muchos más. Recuerdo a un capitán de infausta memoria y a un guardia llamado Bueno que no era bueno precisamente, como también recuerdo a otro guardia llamado Gómez que era una buenísima persona e hizo todo lo posible por liberarnos de aquella tortura, lo veíamos sufrir al hombre. También recuerdo como un comandante llegó mientras recibía vergajazos en mis partes gritando: “No habéis descubierto el Mediterráneo. Esto es por todos lados”.

Mariano Águila Nieto, otro de los apresados en la redada, me aportó también el 6 de abril de 2002 su testimonio sobre las torturas sufridas en el cuartel de la mano del capitán de la Guardia Civil:

El capitán Pedro Ortiz Molina, jefe de línea de la Guardia Civil, me entró en un cuarto. En lo alto de una mesa tenía un vergajo que medía dos metros y otro más corto con siete u ocho nudos. Y me dijo: ¿Cuál quieres, el Cordobés o Paco Camino? Yo le dije que no sabía lo que me estaba diciendo y él me dijo: “Vamos a probar los dos para que no tengas queja de ninguno de los dos”. Me puso en calzoncillos y me sentó en el suelo. Él se subió en mis espinillas con las botas puestas y empezó a apalearme. Yo le dije: “Usted que va a misa a darse golpes en el pecho y a ponerse bien con Dios, y martiriza a una persona porque tiene unos ideales”. Me pegó una patada que me metió debajo de la mesa. Después me llevaron a otra habitación donde estaba Miguel Feria, el responsable político, que me aconsejó que no me resistiera porque estábamos descubiertos. Me pusieron las esposas y ya me llevaron a la cárcel. A los que iban entrando en el cuartel les hacían igual que a mi.

Según el testimonio del ya citado Mariano Águila, a los detenidos los trasladaron después en un autobús a la Prisión Provincial de Córdoba. La mayoría solo sufrió un mes de cárcel, como Dolores Trapero (mujer de Antonio Sánchez Sánchez “Patapalo”), Miguel Velasco y Luis Rodríguez Morales. Los que quedaron, después de tres meses de incomunicación, pudieron pasear por el patio de la cárcel y recibir visitas los miércoles y viernes. Como la comida era de pésima calidad, sus familias les llevaban paquetes con alimentos. En cuanto a la visita de sus hijos, solo podían verlos en cinco ocasiones al año, coincidiendo con festividades (el Día de la Merced, Navidad, Pascua, Reyes, etc.)

Mariano Águila Nieto con su hijo en la cárcel de Córdoba el 25 de diciembre de 1961.

El conocido siquiatra Carlos Castilla del Pino vivió los avatares del juicio a los caídos en la redada de 1961 en Montilla. De hecho, aportó su testimonio sobre él y la copia del fallo del tribunal en su libro Casa del Olivo. Autobiografía (1949-2003), editado en 2004 (páginas 189-195 y 479). Carlos Castilla se preocupó por este asunto tras atender a una paciente, esposa de uno de los detenidos, que al faltarle el sustento económico de su esposo se veía obligada a vivir con sus cuatro hijos a expensas de su hermana. El médico le prometió que se interesaría por el caso. Con ese fin, a los pocos días se dirigió al Juzgado Militar, que estaba entonces en la avenida República Argentina, y lo recibió un teniente que en principio arremetió contra él porque pensaba que había ido a interceder por los detenidos. El militar le informó de que estaban acusados de repartir octavillas en las que pedían la amnistía. A cinco de los acusados el fiscal les pedía de quince a veinte años de cárcel, y al marido de la enferma, que era reincidente, veintitrés.

En 1962 la Comisión Internacional de Juristas, con sede en Ginebra, había denunciado la existencia de presos políticos en España y su enjuiciamiento por tribunales militares, algo que a pesar de ser cierto el Gobierno de Franco negó. Así que, para lavar su imagen ante este organismo internacional, a las autoridades no les quedó más remedio que pasar el caso a la jurisdicción civil, que era mucho más benévola que la militar, lo que al final favoreció enormemente a los procesados.

El juicio se celebró en la Audiencia de Córdoba el 7 de marzo de 1963, y Carlos Castilla asistió pues la vista era pública. Observó cómo en el patio estaban los seis detenidos, serios, humildes, esposados, atados los unos a los otros y vigilados por policías al mando de un sargento. Más lejos se encontraban sus familias. El abogado defensor, Francisco Poyatos López, les hablaba de manera discreta a los acusados en un rincón con estas palabras: “Yo sé que ustedes son comunistas; si alguna vez el comunismo triunfa en España, no me extrañaría que me fusilaran. Pero aun así quiero defenderlos, porque creo en la justicia y soy hombre de derecho; creo en las leyes y que las leyes pueden y deben ser justas”.

Miguel Gómez Márquez en la cárcel de Córdoba en 1961.

El tribunal estuvo presidido por el presidente de la Audiencia de Córdoba, Antonio Navas Moreno, y lo componían también Diego Egea y Pedro Escribano. De fiscal actuó José Paniagua Gil, que tuvo una actuación favorable para los acusados, al igual que el tribunal. Los procesados Miguel Gómez Márquez, de 36 años; Juan Antonio Soriano Aguilera, de 34; Francisco Lucena Gómez, de 30; Mariano Águila Nieto “Yacaré”, de 30; y Antonio Rodríguez Morales, de 23, fueron condenados a un año y seis meses de prisión y multa de diez mil pesetas por un “delito de propaganda ilegal”. Fueron absueltos por retirada de la acusación Manuel Rodríguez Morales, Miguel Feria Blanca, de 46 años; Antonio Sánchez Sánchez “Patapalo”, de 35; José Puebla Sánchez y Rafael López Raigón. Todos los procesados salieron en libertad, pues ya habían cumplido en prisión preventiva el tiempo de condena. Al salir absuelto, Antonio Rodríguez Morales, que había sido detenido cuando llevaba dos meses prestando el servicio militar, tuvo que volver al cuartel para completar el tiempo que le restaba.

A la izquierda, Antonio Sánchez Sánchez con su hijo y sobrino en la cárcel de Córdoba el 6 de enero de 1962. A la derecha, Mariano Águila Nieto con su hijo Francisco.

Al igual que ocurrió con los caídos en la redada de 1946, varios de los detenidos en 1961 ejercieron luego actividad política y sindical clandestina durante los últimos años del franquismo y, ya legal, con la llegada de la democracia. Algunos tuvieron que emigrar pues los empresarios no les daban trabajo por haber estado presos y, además, estaban continuamente controlados por la Guardia Civil. Por ejemplo Antonio Sánchez Sánchez se trasladó a Cataluña nada más salir en libertad, se afilió al PSUC y en 1964 entró a trabajar en la empresa ELSA de Cornellá, donde fue elegido jurado de empresa en las elecciones sindicales de 1966, 1971 y 1975, y participó en la formación de las Comisiones Obreras de fábrica. Murió en 1995. Miguel Gómez Márquez —que también me aportó su testimonio en mayo de 2002 sobre esta redada de 1961— emigró a Sant Joan Despí  en 1964  y se afilió al PSUC. Su familia había sido una de las más castigadas durante la guerra civil en Montilla, pues su hermano Antonio murió en el frente, su hermano Francisco en la cárcel y su hermano José falleció a consecuencia de una enfermedad contraída en un batallón de trabajadores. Mariano Águila Nieto emigró a Alemania en 1966 para trabajar un año, regresó a Montilla y en 1973 se estableció en Sant Joan Despí, un pueblo donde se asentaron —sobre todo en el barrio de Las Planas— muchos montillanos emigrados a Cataluña. En esa localidad ingresó en el PSUC y allí fue uno de los fundadores de la Asociación de Expresos y Represaliados Políticos Antifranquistas.

Foto realizada el día de Reyes de 1963 en la cárcel de Córdoba, en la que aparecen algunos de los caídos en la redada de 1961 y sus hijos. De izquierda a derecha, de pie, Juan Antonio Soriano Aguilera, Rafael López Raigón, Francisco Lucena Gómez, Miguel Gómez Márquez, Antonio Sánchez Sánchez (un poco agachado), José Morales Cortés y Antonio Rodríguez Morales; agachados, José Puebla Sánchez, Mariano Águila Nieto y Manuel Rodríguez Morales.

Caídos de Montilla, sin identificar, en la redada de 1961 mientras estaban apresados en Córdoba.

Homenaje a Rafael López Hidalgo, uno de los caídos en la redada de 1946, el día de su entierro en el cementerio de Sant Joan Depí (Barcelona). Mil quinientas personas lo despiden con el puño levantado el 29 de octubre de 1976, desafiando las leyes, cuando aún no se había aprobado la Ley de Reforma Política y los partidos políticos no estaban legalizados.

Fotografías de desfiles en Baena durante la guerra civil

A mediados de mayo de 2018 me entregaron varias fotografías antiguas de Baena que reproduzco al final de este artículo. No son inéditas pero sí bastante desconocidas, al menos una parte de ellas. No están fechadas, aunque por las imágenes que aparecen se podrían situar en los años de la guerra civil debido a la indumentaria de los protagonistas y al uso de detentes, una especie de emblema que utilizaban los combatientes con imágenes religiosas (fundamentalmente el Sagrado Corazón de Jesús) prendidas en el pecho. Casi todas las fotos son de desfiles en los que participan civiles y fuerzas militares. Entre los civiles destacan los falangistas: varones uniformados con el mono azul, mujeres de la Sección Femenina y flechas, que era el nombre que recibían los niños y jóvenes que pertenecían al partido. También aparecen mujeres de paisano en los desfiles, en alguna ocasión con mantilla y en otra con un crucifijo alzado, una imagen muy típica del nacionalcatolicismo imperante en la España franquista donde se mezclaba lo político, lo religioso y lo militar. En una de las fotos, un sacerdote saluda con el brazo alzado, al estilo fascista, junto a varios soldados y falangistas. Las imágenes se hicieron con motivo de un acontecimiento importante, pues en algunos balcones aparecen colgaduras con banderas y mucho público observa los desfiles por las calles. Varias de las fotografías se realizaron en el Paseo (actual plaza de la Constitución) y en el tramo alto de la Calzada.

Creemos que las fotografías corresponden casi con total seguridad al día 14 de septiembre de 1936  (festividad de Nuestro Padre Jesús Nazareno, patrón de Baena), cuando se celebró un gran homenaje al coronel de Regulares Eduardo Sáenz de Buruaga —cuyas tropas habían tomado el pueblo el 28 de julio—, ya que lo hemos identificado en una imagen. También las fotos pudieran ser en parte del 15 de septiembre de 1938, cuando en medio de un pueblo engalanado con profusión de banderas nacionales y falangistas, la Falange celebró su Día con la asistencia de autoridades civiles, militares y mandos del partido. Para la ocasión, se realizó una gran concentración nacional sindicalista en la plaza de armas del castillo, una ceremonia de bendición de la Cruz de los Caídos (el monumento en recuerdo de los fallecidos del bando franquista), una entrega de bandera a las fuerzas de la Guardia Civil y un grandioso desfile de 4.000 afiliados uniformados de Baena y de los pueblos limítrofes. Otra posibilidad es que haya fotos de dos semanas después, del 1 de octubre, cuando se celebró la Fiesta del Caudillo en el segundo aniversario de su proclamación en Burgos como jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos. Los actos consistieron en una concentración a las 11,30 de la mañana en la plaza de armas del castillo de unidades del Ejército, milicias, juventudes y afiliados a la Falange para leer el saludo de Franco y en una manifestación de homenaje a las 6 de la tarde. Todos estos actos se desarrollaron en época de calor o con temperaturas agradable que permitían el uso de la ropa veraniega que predomina en las fotografías.

La mayoría de los varones baenenses que participan en el desfile van uniformados como falangistas o milicianos, así que haremos un breve repaso de los la evolución del partido y de las milicias que funcionaron en la localidad. Las milicias estaban integradas por vecinos armados que sin ser militares desarrollaron labores de vigilancia, defensa, paramilitares y en algunas ocasiones represivas (como registros, cacheos, detenciones), sobre todo los enrolados en la primera línea, que era la de vanguardia. Desde agosto de 1936 encontramos en Baena cuatro organizaciones de milicias, siempre bajo el mando militar, que a mediados de octubre estaban formadas de la siguiente manera: el Batallón o Compañía de Voluntarios tenía 157 afiliados de primera línea; el Escuadrón de Voluntarios (caballistas) contaba con 35 voluntarios; la Guardia Cívica agrupaba a 34 afiliados de primera línea, 188 de segunda y 63 de tercera (285 en total); y la Falange Española sumaba 154 afiliados de primera línea y 88 de segunda (242 en total). Por orden de la superioridad, estas cuatro organizaciones se integraron en la Falange Española el día 21 de octubre, con lo que se creó una gran milicia con cuatro alféreces y dos clases, 368 afiliados de primera línea y 345 de segunda (713 en total), armada con 112 fusiles, 132 mosquetones, 37 carabinas y 24.547 cartuchos. Desde el 12 de septiembre, Rafael de las Morenas Alcalá, que había sido nombrado comandante militar de Baena dos días antes al cesar como alcalde, actuó de jefe de milicias de la zona de Baena, un cargo que abarcaba a todos los pueblos del partido judicial.

En la España franquista, solo carlistas y falangistas mantuvieron plena actividad política, pues las demás organizaciones de derechas permanecieron aletargadas y los partidos del Frente Popular (socialistas, comunistas, republicanos) y otras organizaciones de izquierdas, sindicatos y partidos nacionalistas periféricos quedaron proscritos y sus bienes incautados. En Baena, a pesar de su insignificancia antes de las elecciones del 16 de febrero de 1936 (sus candidatos solo obtuvieron ocho votos), la Falange tuvo una progresión espectacular, pues de los 44 afiliados que tenía con anterioridad al 18 de julio pasó a 133 el 30 de agosto y a 233 el 30 de septiembre. Su número se multiplicó el 21 de octubre, alcanzando los 609, debido a la integración de todas las milicias en la Falange; y a finales de año llegó a 752 militantes (ya en la posguerra, el 7 de marzo de 1941 tenía 1.119).

El día 17 de abril de 1937, por el Decreto de Unificación se produjo la incorporación forzada de falangistas y carlistas en Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, el partido único durante toda la dictadura de Franco, ya que todos los demás quedaron disueltos. En Baena, un mes antes, el 20 de mayo de 1937, y ante notario, se levantó acta de la constitución de la comisión integradora, que estuvo compuesta por los falangistas Manuel Torres Romero (jefe de la Falange local), José Alcalá Santaella (secretario) y José Baena Rojano (administrador). No participó en esta comisión ningún carlista, pues sólo existían en el pueblo 14 adheridos a la Comunión Tradicionalista y 10 requetés (milicianos) que no habían prestado ningún servicio en vanguardia ni en retaguardia y que ni siquiera poseían sede.

En el momento de la unificación en abril de 1937, la Falange tenía en Baena 398 afiliados en primera línea (en el frente) y 566 en segunda línea (en la retaguardia), 374 flechas (militantes de la Sección Juvenil), 128 afiliadas a la Sección Femenina y 374 militantes de la CONS (Central Obrera Nacional Sindicalista, el sindicato único). Las sedes de la Falange se repartían por varios domicilios. En las casas nº 17 y 19 de la calle del Moral, cedidas temporalmente a la organización por José Casado Martínez, se encontraban la jefatura y la secretaría, el cuartel de flechas, la sala de conferencias, el gimnasio, las oficinas y la delegación de la CONS. En la misma calle, en la planta baja de la casa nº 1, se situaban los comedores del Auxilio de Invierno, el órgano de beneficencia falangista convertido un mes después en Delegación Nacional de Auxilio Social. En la casa nº 3 de la calle José Antonio Primo de Rivera, cedida por Guadalupe Rabadán Valenzuela, se localizaban la jefatura de milicias y el cuartel de la Falange; y en los nº 10 y 19, en un inmueble prestado por la Comandancia Militar, la jefatura de la Sección Femenina.

Mientras las delegaciones anteriores, en manos de varones, contenían un mobiliario variado –en el que se incluían una biblioteca con 200 libros o máquinas de escribir–, los enseres de la casa donde tenía su sede la Sección Femenina de la Falange se reducían únicamente a una mesa grande, cinco sillas, un sillón y tres máquinas de coser, un mobiliario ilustrador del papel social y político secundario y subordinado que el partido adjudicaba a la mujer. Frente a la igualdad legal con el varón que había impuesto la República, el franquismo implantará un prototipo de mujer como esposa, madre, ama de casa y católica, dedicada durante la guerra a labores caritativas y asistenciales “propias de su sexo”, como las colectas de dinero y víveres, la recogida de ropa para los soldados, la de madrinas de guerra —se encargaban de cartearse con los soldados para elevar su moral— o la atención a los comedores de Auxilio Social.

El coronel de Regulares Eduardo Sáenz de Buruaga (situado a la derecha del personaje central que viste camisa blanca) rodeado por militares, falangistas y mujeres el 14 de septiembre de 1936.

Un militar junto a un soldado moro de las tropas de Regulares (indígenas marroquíes) que colaboraron con el Ejército franquista.

Falangistas desfilando mientras entran desde la Calzada al Paseo.

Militares y falangistas desfilando.

Mujeres de la Sección Femenina de la Falange en posición de descanso.

Desfile de niños de la sección juvenil falangista de Flechas. 

Desfile de niños de la sección juvenil falangista de Flechas.

La banda de música y vecinos con los brazos en alto reciben a las tropas que van desfilando por el Paseo.

 

Banderas, maceros del Ayuntamiento y militares.

Militares, falangistas, milicianos y vecinos. Algunos, entre ellos un sacerdote, saludan con el brazo en alto.

Desfile de mujeres. Una lleva un crucifijo.

Desfile de mujeres. Una lleva un crucifijo.

 

OTRAS FOTOGRAFÍAS DE FECHAS POSTERIORES

Vista del Paseo desde un plano superior.

Concentración falangista.

A la derecha, Roque, un discapacitado muy conocido en Baena.