Listado de víctimas de la represión franquista y de la guerra civil en Rute

Los militares sublevados el 18 de julio de 1936 sabían que les iba a faltar el apoyo de gran parte de los españoles, por lo que idearon una estrategia represiva, programada con antelación, para impedir por medio del terror la reacción de sus opositores. Son bastante conocidos los numerosos documentos que desde antes del golpe de Estado circulaban entre los conjurados para la preparación de la insurrección militar. En ellos se incitaba a la utilización de una violencia indiscriminada para eliminar a los contrarios y de camino convencer, o al menos paralizar, a los indecisos. Por ejemplo, el general Emilio Mola Vidal, “director” de la conspiración militar”, en una “instrucción reservada” enviada a los demás conspiradores el 25 de mayo de 1936, casi dos meses antes de la rebelión, les advertía de que la acción habría de ser “en extremo violenta” y que tendrían que aplicar “castigos ejemplares”. En la misma línea, el 30 de junio aludía en sus documentos a “eliminar los elementos izquierdistas: comunistas, anarquistas, sindicalistas, masones, etc.”. Ya en la noche del 17 de julio, cuando la insurrección no había llegado aún a la Península y los republicanos no habían movido un solo dedo para oponerse a ella, los militares sublevados asesinaron a 189 personas en las posesiones españolas en Marruecos anticipando el método que iban aplicar para conseguir el triunfo en toda la Península.

El juez Salvador Villanueva Porras, de 28 años. Murió asesinado en Lucena el 18 de agosto de 1936.

El juez Salvador Villanueva Porras, de 28 años. Murió asesinado en Lucena el 18 de agosto de 1936.

El triunfo de la rebelión golpista en Sevilla el 18 de julio de 1936, de la mano del general Queipo de Llano, determinó la suerte de varias capitales del sur de España. En Córdoba, el coronel Ciriaco Cascajo Ruiz, siguiendo las instrucciones transmitidas por Queipo, leyó el bando de guerra en el cuartel de Artillería a las cinco de la tarde. Entre los militares que intervinieron muy activamente a favor de la rebelión en la ciudad en aquella jornada destacaron dos oficiales nacidos en Rute: el teniente de la Guardia Civil Francisco Roldán Écija y su hermano Diego, que era capitán. Durante la tarde y la noche los militares insurrectos, con la colaboración de miembros de la oligarquía y de los derechistas, tomaron los edificios públicos y los servicios de correos, telégrafos y telefónica, desde donde ordenaron a los cuarteles de todos los pueblos que se proclamara el bando de guerra, se apresara a las autoridades republicanas y se apoderaran de las Casas del Pueblo y de los edificios municipales. Las llamadas de los militares rebeldes encontraron un amplio eco, pues se sublevaron 47 de los 75 pueblos de la provincia de Córdoba.

En Rute, desde la misma noche del 18 de julio, la Guardia Civil, comandada por el teniente Basilio Osado Labrador, fue apoyada por Carlos Galindo Casellas (secretario del Ayuntamiento y teniente de Caballería en la reserva), el teniente de Artillería retirado Adolfo Roldán Moscoso, por miembros del Casino y por la Falange. El teniente impuso el bando de guerra, clausuró los centros republicanos y obreros y detuvo a los concejales y dirigentes de los sindicatos y de los partidos del Frente Popular, la coalición de partidos republicanos y de izquierdas que había ganado las elecciones a Cortes en España el 16 de febrero anterior. También desató una feroz represión, sin que los republicanos ofrecieran resistencia, que se llevó por delante la vida de al menos 53 vecinos durante los primeros meses de la guerra (la población de Rute se acercaba a los 15.000 habitantes en aquel momento).

Para responder al golpe de Estado, muchos ruteños siguieron la consigna de huelga general lanzada por las organizaciones frentepopulistas en toda España o no acudieron por miedo a sus puestos de trabajo. Otros muchos, sobre todo varones jóvenes, ante la ola de detenciones y fusilamientos, comenzaron a huir a la sierra. El día 29 de julio el alférez Basilio Osado ordena una batida a tiros contra ellos, aunque los que se habían escondido allí no iban armados. La inmensa mayoría de los escapados del pueblo se encaminaron hacia la vecina localidad malagueña de Cuevas de San Marcos, situada a unos 12 kilómetros en zona republicana, mientras otro grupo minoritario, ya avanzada la guerra, se marchó hacia el pueblo jiennense de Alcaudete y se enroló en el Ejército republicano.

Juan Antonio García AlgarO GARÍC 2

En el centro, el albañil Juan Antonio García Algar, de 24 años, uno de los asesinados el 28 de agosto en La Pililla.

La vida de los que se dirigieron a Cuevas de San Marcos resultó muy azarosa. Los que regresaron a Rute en el mes de agosto de 1936, creyendo en la promesa del teniente Basilio Osado de que no les pasaría nada si volvían, fueron fusilados. Los que se quedaron, al ser tomado Cuevas en el mes de septiembre por los militares sublevados, se vieron obligados a refugiarse en otras localidades de la provincia malagueña –donde trabajaron como campesinos o se alistaron en las milicias– y en la capital. Cuando el día 6 de febrero de 1937 más cien mil personas iniciaron una trágica desbandada para evitar las represalias de las tropas franquistas e italianas que atacaron la ciudad de Málaga, los ruteños siguieron el mismo lamentable destino. Por la carretera de la costa que unía Málaga con Almería –situada a más de 200 km.– hubieron de sufrir los despiadados bombardeos de la aviación y de los buques de guerra de las fuerzas sublevadas, que provocaron miles de muertos entre los refugiados. Tras esta odisea, los ruteños huidos a Málaga se desperdigaron por toda la España republicana.

Al finalizar la guerra el primero de abril de 1939, los combatientes republicanos que habían sobrevivido y los refugiados civiles hubieron de emprender la vuelta hacia sus lugares de origen. Aunque la política oficial de la dictadura pregonaba que aquellos que no hubieran cometido crímenes no tenían nada que temer, la realidad a la que se vieron sometidos los vencidos fue muy distinta. Para ellos, la contienda no había acabado. En diciembre de 1939 (la población de España era de 26.014.270 habitantes en 1940) quedaban en las cárceles españolas 270.719 presos según los datos aportados por el Ministerio de Justicia, aunque aquí solo incluían a los ya condenados y no a los que estaban a la espera de juicio, a los que se hallaban en prisiones irregulares o habilitadas, a los detenidos a disposición de la policía gubernativa ni a los que mantenía la Dirección General de Seguridad. Unos 115.000 españoles todavía permanecían entre rejas en abril de 1943 y cerca de 16.000 personas purgaban sus penas en los 121 destacamentos penales, desperdigados por toda España.

En lo que se refiere a la represión en Rute en la posguerra, al menos 60 vecinos sufrieron prisión, siete murieron en cárceles y centros de internamiento (se calcula que unos 16.000 españoles fallecieron en las cárceles en la posguerra), tres fusilados (se contabilizan unos 20.000 fusilados en toda España y 1.102 en la provincia de Córdoba), y ocho siendo guerrilleros o acusados de ser enlaces de la guerrilla (3.500 guerrilleros cayeron abatidos en la posguerra, de los que 262 sucumbieron en la provincia de Córdoba). Por último, un ruteño de la aldea de Zambra expiró en el campo de concentración nazi austriaco de Mauthausen, donde murieron 4.816 españoles, de los que 238 (más ocho desaparecidos) eran cordobeses. No obstante, otro ruteño, Nicolás Lanzas García, al que también presuponíamos muerto en el holocausto nazi, hemos descubierto muy recientemente que sobrevivió.

El principal obstáculo al que se enfrenta un historiador que desee investigar sobre la guerra civil y la represión franquista es la destrucción y el expolio de los archivos, palpables en varios pueblos del sur de Córdoba. En Rute, como fruto de los sucesivos traslados que ha sufrido el Archivo Histórico Municipal y de la evidente dejadez con que ha sido tratado, parte de la documentación que se conserva se encuentra amontonada en cajas, desordenada y sin catalogar, lo que ha dificultado el estudio de los acontecimientos acaecidos en el pueblo y el verdadero alcance de la represión.

Juan Pelagio Rojas Roldán, de 26 años, asesinado el 28 de agosto de 1936 en La Pililla, tras volver de Cuevas de San Marcos.

Juan Pelagio Rojas Roldán, de 26 años, asesinado el 28 de agosto de 1936 en La Pililla.

Los libros de defunciones del Registro Civil constituyen la fuente primordial para el estudio de la mortalidad durante la guerra. Sin embargo, desde el primer momento hubo un claro interés de las autoridades franquistas en esconder la represión, por lo que a través de los registros civiles es imposible concretar una cifra válida de víctimas republicanas, ya que muchas no se inscribieron o se anotaron falseando la causa de la muerte. Hasta los años ochenta del siglo pasado, ya en el periodo democrático y al amparo de la Ley de pensiones de guerra de 1979, no consta en las hojas de los libros de defunciones del Registro Civil de Rute que la causa de la muerte de los asesinados es por “disparo de arma de fuego” o por “fusilamiento”. Con anterioridad, el motivo es siempre “desaparecido”, concepto que también encontramos en toda la documentación oficial. “Desaparecido, suponiéndole muerto” escribieron a lápiz en la ficha de recluta del albañil Francisco José Henares Porras que se conserva en el Archivo Municipal, cuando en realidad lo asesinaron el 28 de agosto de 1936, aunque nunca fue registrado.

Otro obstáculo para la correcta inscripción de los asesinados residía en que la administración judicial quedó en manos de adeptos al nuevo régimen que subordinaban la profesionalidad a la obediencia a los principios del Glorioso Movimiento Nacional, lo que explica carencias fundamentales en los registros. Por otro lado, el impacto de la represión resultó tan enorme que muchas familias no inscribían a sus allegados  por temor a sufrir la misma desgracia, por vergüenza o por desánimo ante las dificultades que se les planteaban, como por ejemplo la obligación de realizar el asiento anotando a los asesinados como fallecidos por muerte natural, a lo que muchas se negaron. Con tantos impedimentos y limitaciones se comprende que en bastantes municipios cordobeses (como ocurre en Rute, donde solo se inscribieron alrededor de un tercio de los asesinados), figuren anotadas en los libros de defunciones del Registro Civil cifras muy bajas de víctimas de la represión franquista. Por desgracia, es muy probable que nunca consigamos identificar tantas víctimas desconocidas y que su número engrose, ya de manera definitiva, el listado de decenas de miles de desaparecidos ocasionado por los golpistas en España a partir del 18 de julio de 1936.

La caza de los republicanos en Rute resultó fácil, pues la Guardia Civil se había apoderado el día 18 de julio de 1936 de los libros de registro de los afiliados a los partidos políticos y sindicatos, según reconoció el teniente Basilio Osado, comandante militar de Rute desde el inicio de la guerra, en sus informes para los consejos de guerra que se celebraron al final de la contienda. Casi todos los fusilados eran trabajadores (jornaleros del campo, albañiles, zapateros, etc.). Tan rápido actuó el huracán represivo que los 53 asesinados, menos dos, cayeron fusilados en los meses de agosto y septiembre de 1936 en las tapias del cementerio, la finca de La Pililla en las cercanías de Encinas Reales, la carretera de Jauja en Lucena o en las cunetas de cualquier camino.

El barbero Vicente Sánchez Montez, vocal de la junta directiva del PSOE en 1930. Lo fusilaron en Málaga el 12 de marzo de 1937.

El barbero Vicente Sánchez Montes, vocal de la junta directiva del PSOE en 1930. Lo fusilaron en Málaga el 12 de marzo de 1937.

Las cuatro primeras inscripciones de asesinados en el Registro Civil de Rute se realizan el 8 de junio de 1937, como consecuencia del expediente tramitado al amparo del Decreto de 10 de noviembre de 1936 que regula el asiento de los desaparecidos. Los anotados son el secretario de la notaría Juan José Rodríguez Rodríguez, el juez Salvador Villanueva Porras, el albañil Juan Antonio García Algar y el zapatero Antonio Cobos Fernández. En la década de los cuarenta se inscriben tres nuevos fusilados (el primero de ellos en 1945), cuatro en los cincuenta y otros siete más entre los años 1981-1982, como consecuencia de la Ley de pensiones de guerra de 1979, aunque tres son foráneos (dos de Iznájar y uno de Cuevas de San Marcos) y otros ya se habían inscrito con anterioridad, así que se repite su asiento. Por tanto, la mayoría de las inscripciones se producen fuera del plazo legal, muchos años después de que se hubieran producido los asesinatos. Todo esto explica que existan muertes registradas en más de una ocasión (como la del guarda forestal Juan Miguel Guerrero Curiel, inscrito el 30 de junio de 1954 y el 26 de mayo de 1981; la del vicesecretario de la agrupación socialista Antonio Porras Moreno, asentado el 22 de julio de 1955 y el 10 de agosto de 1982; o la de Vicente Sánchez Montes, anotado en Rute y en Málaga) y que los datos de los registros civiles no sean fiables a la hora de estudiar destalles históricos importantes de los fusilados, como el lugar y la fecha de su muerte o el oficio que tenían.

Juan José Rodríguez Rodrígez, hermano de Maruja, fusilado el 18 de agosto de 1936

Juan José Rodríguez Rodríguez, secretario de la Agrupación Socialista y empleado de la notaría, fusilado el 18 de agosto de 1936.

En noviembre de 2004 edité mi libro Desaparecidos. La represión franquista en Rute (1936-1950), que se agotó en solo dos meses, hubo que reimprimirlo en enero de 2005, y volverlo a editar, corregido y ampliado, en mayo de 2007. En este momento se encuentra agotado de nuevo, aunque está revista una nueva reedición corregida y aumentada en 2022. Si no hubiéramos acometido en aquel momento ese trabajo de investigación sobre Rute, es decir, si hubiéramos aplicado la política del olvido, es probable que nunca nos hubiéramos enterado, por ejemplo, de que la represión franquista se llevó por delante la vida de al menos 53 vecinos fusilados en 1936, y no solo a los 19 que se inscribieron en los registros civiles. En el estudio de la represión, el tiempo trascurrido, lo mismo que la emigración en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado de los represaliados y de sus descendientes a las zonas urbanas no juega a nuestro favor. Dentro de unos pocos años, cuando las personas que aún mantienen memoria de los hechos desaparezcan o no podamos localizarlas porque viven en otros lugares, será imposible reconstruir el verdadero alcance de la represión franquista. Los partidarios de “no remover el pasado”, en consecuencia, deberían reflexionar sobre el enorme daño que causa al conocimiento histórico el “olvido” de las cuestiones relativas a la investigación de la violencia durante la guerra civil y la posguerra.

Las listas de víctimas que publico a continuación se basan en mi libro sobre Rute antes citado, con la inclusión de nuevos datos obtenidos de distintas fuentes y por testimonios orales, como el de María Zamora Cobos, desde Elche, sobre su abuelo José María Cobos Caballero, preso en 1950; el de Carmen Cano Rodríguez, desde Gijón, sobre su bisabuelo Rafael Cano Tenllado, fusilado en 1936; el de Rocío Ordóñez Rivera, desde Madrid, sobre su abuelo Jacinto Ordóñez Romero, también fusilado; desde Sevilla, el de la familia de los hermanos Mariano y Luis Gutiérrez Pino, uno fusilado y otro muerto en el frente, y una hermana, Araceli, presa también; y el de Isidoro Herrero, desde Rute, sobre sus tíos Antonio y Francisco Herrero Guerrero, uno fusilado en Málaga y otro exiliado en Francia. En la relación incluimos también los nombres de los 60 presos en posguerra y de 136 vecinos sometidos a expedientes de responsabilidades políticas o de incautación de bienes. Por último, añadimos la identidad de los 28 soldados republicanos que hemos podido rescatar, y de soldados del Ejército republicano y del franquista que murieron en el frente o a consecuencia de heridas de guerra. El nombre de las víctimas de la represión y de la guerra en Rute se puede consultar en estos enlaces:

 

FOTOS DE REPRESALIADOS RUTEÑOS

El jornalero Juan José Guerrero Montes “Sermones”, de 35 años, asesinado el 1 de agosto de 1936.

Juan José Guerrero Montes “Sermones”, de 35 años, asesinado el 1 de agosto de 1936.

El jornalero Rafael Roldán Arcos (izquierda), de 34 años, fusilado el 1 de agosto de 1936. Su hermano Francisco (derecha) murió al finalizar la contienda en un campo de concentración en Málaga.

Rafael Roldán Arcos (izquierda), de 34 años, fusilado el 1 de agosto de 1936. Su hermano Francisco (derecha) murió al finalizar la contienda en un campo de concentración en Málaga.

El taxista Galo Piedra, fusilado en Alhama de Granada en 1937.

El taxista Galo Piedra, fusilado en Alhama de Granada en 1937.

El campesino Francisco Alfonso Muñoz Baena, fusilado en La Pililla el 22 de septiembre de 1936.

Francisco Alfonso Muñoz Baena, fusilado en La Pililla el 22 de septiembre de 1936.

El jornalero Antonio Caballero Trujillo, de 33 años, fusilado en septiembre de 1936.

Antonio Caballero Trujillo, de 33 años, fusilado en septiembre de 1936.

El socialista Domingo Pulido Tirado fue asesinado en el mes de septiembre de 1936 junto a su cuñado Antonio Caballero Trujillo.

El socialista Domingo Pulido Tirado fue asesinado en el mes de septiembre de 1936 junto a su cuñado Antonio Caballero Trujillo.

Miguel Jurado Romero, tesorero del PSOE y concejal del Frente Popular, fusilado en Lucena.

Miguel Jurado Romero, tesorero del PSOE y concejal del Frente Popular, fusilado en Lucena.

El talabartero Juan Crisóstomo Tejero Molina se refugió en la casa de su hermana en Cuevas de San Marcos tras huir de Rute. Lo asesinaron cuando regresó.

El talabartero Juan Crisóstomo Tejero Molina se refugió en la casa de su hermana en Cuevas de San Marcos tras huir de Rute. Lo asesinaron cuando regresó.

Listado de presos en la cárcel de Montilla (1939-1940)

Aunque Montilla ya había conocido una enorme represión tras el triunfo del golpe de Estado en la madrugada del 19 de julio de 1936, cuando finalizó la guerra comenzaría un nuevo calvario para los derrotados. Franco celebró su victoria con lo que el historiador Paul Preston ha bautizado como la “política de la venganza”: exilio, campos de concentración, batallones de trabajo, torturas, consejos de guerra, cárceles, fusilamientos, depuraciones, responsabilidades políticas… En un auténtico desprecio por la suerte de los vencidos, no hubo reconciliación ni amnistía ni perdón. La dictadura, imbuida de militarismo y fascismo, olvidó el lema de “Si no has cometido crímenes, no tienes nada que temer”, y desde el principio la represión y la violencia fueron fenómenos definidores del franquismo, unos imprescindibles elementos que conformaron la misma estructura política del régimen.

En condiciones inhumanas, los que habían perdido la guerra recorrieron en aquellos años cárceles y otros establecimientos penitenciarios. En diciembre de 1939 (la población de España era de 26.014.270 habitantes en 1940) quedaban en las cárceles españolas 270.719 presos –de los cuales 23.232 eran mujeres– según los datos aportados por el Ministerio de Justicia, aunque aquí solo incluían a los ya condenados y no a los que estaban a la espera de juicio, a los que se hallaban en prisiones irregulares o habilitadas, a los detenidos a disposición de la policía gubernativa ni a los que mantenía la Dirección General de Seguridad. Unos 115.000 españoles –de ellos, 11.688 mujeres– todavía permanecían entre rejas en abril de 1943 y cerca de 16.000 personas purgaban sus penas en los 121 destacamentos penales, desperdigados por toda España, que empleaban a los presos para trabajos de reconstrucción en carreteras y pantanos. Entre 1944 y 1948 más de un millón de familias tenía aún a uno de sus miembros en prisión o en libertad condicional

Al acabar la guerra, el 1 de abril de 1939, el más de un millón de refugiados civiles que había en la España republicana debió emprender el regreso a donde residían antes del 18 de julio de 1936. Los combatientes republicanos que habían sobrevivido o no habían huido a Francia volvieron también libres o con salvoconductos desde los campos de concentración que se habían habilitado por toda España, donde se hacinaban más de medio millón de hombres en 1939, tras haber pasado por las Comisiones Clasificadoras de Prisioneros y Presentados establecidas en las distintas provincias. El control sobre los retornados fue estricto desde el primer momento, pues todos debían personarse en las comandancias militares, los ayuntamientos o los cuarteles de la Guardia Civil de sus lugares de origen.

Después de casi tres años de ausencia, los refugiados montillanos regresaban a sus casas a pie, en bestias de carga, en coches de viajeros o en tren. A la incertidumbre y a las penurias del regreso se añadían las últimas experiencias vividas, ya que a menudo los métodos para expulsar a los asilados de las poblaciones de acogimiento resultaban expeditivos. De madrugada echaron a la familia del socialista Juan de la Torre Requena del cuartel donde se había cobijado con otros montillanos durante la guerra en Torreblascopedro (Jaén). Cuando la Guardia Civil ocupó la localidad, simplemente les espetó: “Váyanse, esto es nuestro”. En la misma provincia, a la familia Gómez Márquez la expulsaron del cuartel de Jabalquinto en medio de los cánticos y la euforia de las mujeres derechistas que se arremolinaban en la calle. Tres días tuvieron que aguardar a la intemperie a que apareciera el sucio tren de mercancías que los trasladó a Montilla. Asimismo, la familia Ruz Morales tardó cuatro días en llegar también en un tren de mercancías desde Murcia, alimentándose sólo de azúcar, la única comida que poseían.

49.El escribiente del Ayuntamiento Francisco Hidalgo Luque, capitán del Ejército republicano. Preso en Alicante, Montilla y en el campamento penitenciario de Belchite (Zaragoza).

El escribiente del Ayuntamiento Francisco Hidalgo Luque, capitán del Ejército republicano. Preso en Alicante, Montilla y en el campamento penitenciario de Belchite (Zaragoza).

Aparte de los refugiados y de los soldados republicanos que volvían libres a Montilla, otros vecinos fueron reclamados por el juzgado local cuando se encontraban internados en campos de concentración o en cárceles. A algunos los trajeron desde Alicante, en cuyo puerto se habían aglomerado más de 15.000 personas en un último y desesperado intento de escapar de España en unos barcos que nunca llegarían. Una delegación de guardias montillanos se trasladó expresamente a las prisiones de la ciudad levantina para arrastrar hasta Montilla a los comandantes del Ejército republicano Juan Córdoba Zafra (concejal y secretario local de las JSU) y Manuel Alcaide Aguilar (expresidente de la Casa del Pueblo), al concejal de Izquierda Republicana Francisco Merino Delgado y al alcalde  socialista Manuel Sánchez Ruiz. También se encontraba allí Francisco Hidalgo Luque, que se había integrado en el grupo de resistentes, capitaneados por Manuel García Espejo, que se había creado en la sierra en los primeros días de la guerra, y luego en la compañía de milicianos, formada por el también montillano Juan Córdoba Zafra, en Bujalance. Tras luchar en el Santuario de la Virgen de la Cabeza, Teruel y Valencia, Francisco Hidalgo acabó en el puerto de Alicante, donde arrojó al mar una maleta con tres millones de pesetas –que custodiaba porque tenía el grado de teniente pagador– para evitar que cayera en manos de los franquistas. Lo internaron en el castillo de Santa Bárbara, sin mantas para protegerse del frío, y sometido a los malos tratos de los guardianes, quienes para aumentar el sufrimiento de los presos ante las bajas temperaturas los rociaban con cubos de agua, hasta que lo trasladaron a la cárcel de Montilla el 28 de julio de 1939.

27.Francisco Urbano Baena escapó con sólo 14 años de Montilla al triunfar la sublevación y se alistó en el Ejército republicano. Al acabar la guerra lo internaron en el campo de concentración del cuartel de la Aurora (Málaga).

Francisco Urbano Baena escapó con 14 años de Montilla y se alistó en el Ejército republicano. Estuvo internado en el campo de concentración del cuartel de la Aurora (Málaga).

Otros ni siquiera pudieron llegar a Montilla, como Francisco Urbano Baena “El Duende”, que tenía tan solo 14 años cuando huyó a Espejo con su primo Luis Pérez Baena “Niño Ríos”, de la misma edad. Tras recorrer Castro, Bujalance, Villa del Río y Andújar, Francisco Urbano acabó su periplo en Arjonilla (Jaén). Consiguió alistarse en el Ejército republicano y, al finalizar la guerra, lo detuvieron junto a sus compañeros. Un capitán del Ejército franquista le ordenó que volviera desde Arjonilla a Montilla, y que se presentara ante la Guardia Civil. En el camino de regreso, fue arrestado en Villa del Río y confinado en Córdoba en un vagón de tren que lo trasladó al campo de concentración del cuartel de la Aurora (Málaga), donde había sólo una fuente de agua para que bebieran los seis mil prisioneros que allí se hacinaban. Su familia obtuvo un aval para que lo sacaran del campo, pero al ser menor de edad las autoridades militares decidieron internarlo en un correccional en Burgos. Sin embargo, el padre de Francisco Urbano, que en sus frecuentes visitas había colmado de regalos a un sargento del campo, consiguió que este hablara con el capitán y que, por fin, lo liberaran.

Los refugiados, harapientos, llenos de parásitos y derrotados física y moralmente, regresaron a Montilla en tren en su mayoría. Apostados en los andenes, guardias municipales, guardias civiles y voluntarios –que no faltaban para este menester– realizaban una primera labor de identificación, registro y humillación de los que llegaban. Personajes como “El Mellao”, “El Bravo”, “El Borrico”, “El Cojo Púa”, “El Regaera”, Paco Enríquez Leña y Mariano Luque Pardo “El Pulga” destacaron en estas labores. Dirigentes izquierdistas y mandos militares republicanos se convirtieron en el objetivo más codiciado y su apresamiento provocaba palabras de euforia de los captores. Desde la estación, como si de un espectáculo público se tratara, los conducían a pie a la sede de la Comandancia en la calle Ancha o al cuartel de la Guardia Civil para ser interrogados.

Rafael Ruiz Luque arribó desde Campo de Criptana (Ciudad Real). En Montilla ya habían fusilado a un hermano y otro había muerto en el frente. Tras recibir la orden de presentarse en Montilla y sufrir múltiples vicisitudes por la falta de medios de transporte, llegó a la estación de Córdoba, donde se encontró con un cuñado suyo requeté, quien le advirtió de que lo esperaban en Montilla para fusilarlo. Cuando entró en la localidad decidió bajarse del vagón por la parte de atrás para que no lo descubrieran. Después se presentó ante la Guardia Civil, en el cuartelillo de la calle Ancha, donde le tomaron declaración. Al manifestar que vivía en El Coto –una zona con fuerte tradición izquierdista–, un guardia comentó a los otros: “Ya sabes lo que tienes que hacer, que hay muchos mascando tierra por menos que ese”. Por suerte, la recomendación no se cumplió.

63.El agricultor socialista Antonio García Hidalgo, soldado del Ejército republicano. Desde los campos de concentración franceses pasó al campo de concentración de Toro (Zamora) y a la cárcel de Montilla.

Antonio García Hidalgo, apresado en Toro (Zamora) y en la cárcel de Montilla.

Si en un primer momento alguno pasaba desapercibido, bien porque no hubiera sido reconocido o porque se hubiera apeado intencionadamente del vagón antes de llegar, a las pocas horas recibía en su domicilio la ingrata visita del guardia correspondiente que le conminaba a acompañarle. Eso le ocurrió al socialista Antonio García Hidalgo, un joven agricultor al que la sublevación le había sorprendido de permiso del servicio militar en Montilla. No volvió a su acuartelamiento, sino que se alistó en las milicias de Espejo, y combatió en Pozoblanco y Alcázar de San Juan. En el exilio, permaneció internado en los campos de concentración del sur de Francia, por lo que decidió regresar a España. Aquí fue encarcelado en el campo de concentración de Toro (Zamora), hasta que la familia le buscó un aval que le permitió volver. En la estación de Montilla consiguió escabullirse y pasar desapercibido, pero al día siguiente lo detuvieron en su domicilio y lo trasladaron a la cárcel. Como había guardias y vecinos delatores por todas partes, era casi imposible que nadie reconociera a los que volvían aunque trataran de ocultarse.

Cuando un refugiado o un antiguo combatiente republicano se presentaba o era llevado detenido al cuartel de la Guardia Civil, el comandante de puesto lo interrogaba y elaboraba un atestado sobre sus antecedentes, conducta y actividades político sociales antes y después del comienzo de la guerra. Tras estas primeras diligencias, el comandante podía decretar la prisión para el acusado y elevaba las actuaciones practicadas al juez de instrucción. El juez instructor solicitaba unos breves informes de los encartados a la Guardia Civil, la Falange y la alcaldía, en los que siempre se realizaban imputaciones muy genéricas, casi idénticas para todos los acusados, independientemente de los delitos que presuntamente hubieran cometido. En estos informes se catalogaba a los encausados con expresiones peyorativas como “conducta moral pésima”, “antecedentes malos”, “conducta política social indeseable”, “socialista de cuidado”, “sinvergüenza”, “provocador de las personas de orden”, “saqueador”, etc. Incluso a Aurelio Casas Córdoba se le llegó a imputar ser “ateo de nacimiento”. Sin embargo, escaseaban las acusaciones concretas, ya que a la mayoría se les solía inculpar de manera genérica por su labor durante la República (participación en huelgas, mítines, militancia y cargos políticos y sindicales), su actuación durante los sucesos del 18 de julio de 1936, su integración en las partidas de huidos en la sierra o sus servicios y graduación en el Ejército republicano. Los informes de la Guardia Civil, la alcaldía y la Falange eran el soporte principal en el que se basaban los tribunales para emitir las sentencias, mientras se ignoraban casi por sistema las declaraciones de los propios inculpados.

El juez instructor continuaba el sumario tomando declaración a los testigos y denunciantes (si existían), que acudían a testificar por iniciativa propia o porque eran propuestos por la alcaldía y la Guardia Civil. Con estas nuevas actuaciones elaboraba un auto de procesamiento que se basaba en el atestado de la Guardia Civil y en los informes que le habían proporcionado esta y la alcaldía. En esta fase de la instrucción, solía ratificar la prisión para el imputado y le comunicaba el derecho a elegir abogado defensor –una figura que se limitaba casi siempre en los juicios a pedir el grado de pena inferior al que había solicitado el fiscal–, aunque el recluso solía escoger siempre al que le tocara en turno. Tras el auto de procesamiento, el juez realizaba nuevas declaraciones indagatorias a los testigos y al encartado, y a continuación elaboraba un auto resumen en el que incluía las diligencias practicadas hasta el momento.

Todo quedaba listo entonces para que se celebrara la vista de la causa por un tribunal, compuesto por militares sin formación jurídica (presidente, tres vocales, relator, ponente, fiscal y defensor), que llegaba a Montilla expresamente cuando ya se habían acumulado bastantes sumarios y que se volvía a Córdoba cuando terminaba su actuación. Los juicios, en muchas ocasiones eran colectivos, sin que el tribunal tuviera tiempo material de analizar con detenimiento las causas, lo que demuestra que no había un objetivo probatorio y que, por supuesto, no existía una justicia personalizada. Las vistas se celebraban en el salón de plenos del ayuntamiento montillano, donde se permitía la presencia de público, tanto de familiares de las posibles víctimas como de los acusados, para que el escarmiento fuera lo más ejemplar posible.

56.El socialista Rafael García Espejo, preso en Montilla y Córdoba, y desterrado en Málaga.

El socialista Rafael García Espejo, preso en Montilla y Córdoba, y desterrado en Málaga.

Muy fácil fue en aquellas circunstancias obtener de los presos los testimonios que sus captores querían. Los derechos humanos y las convenciones internacionales sobre prisioneros de guerra no existían en la mente de las autoridades, por lo que las torturas, las palizas y los malos tratos fueron una práctica normal y generalizada en las prisiones montillanas según nos confirman múltiples testimonios. De acuerdo con el testimonio de su esposa, a Francisco Córdoba Gálvez “Arrobeta” lo golpearon, colgado de los brazos, hasta que perdió el conocimiento. Según las manifestaciones de su hija, a Emilio Montoro Delgado lo torturó un cabo de la Guardia Civil, en las dependencias del juzgado militar, después de obligarlo a desvestirse. A Rafael García Espejo, aparte de propinarle continuas palizas, le arrancaron el bigote. A Manuel Ruz Aguilar lo apaleron varias veces atado a una higuera. Antonio Pérez Lao “El Seguro” llegó a la prisión con una pierna rota, pero el estar herido no impidió que recibiera malos tratos. Nada más salir de la cárcel, fue ingresado en un hospital, aunque no consiguió recuperarse y murió en 1943. Su padre había sido fusilado seis años antes.

Con el eficaz y sistemático proceso represivo puesto en marcha por las autoridades, la capacidad carcelaria de Montilla se desbordó por completo. En aquel momento existían cárceles en el depósito municipal, en el actual juzgado (dirigida por Mariano Varo Espejo) y un campo de concentración para prisioneros de guerra (soldados republicanos apresados por las tropas franquistas) en las escuelas del convento de San Luis, que en abril de 1939 albergaba a 412 hombres. Durante todo su periodo de funcionamiento entre 1938 y octubre de 1939, por el campo de concentración de Montilla pasaron 2.120 prisioneros contabilizados, todos forasteros, aunque el número estimado de los internados dentro de sus muros en ese periodo es de unos 6.000, según datos extraídos del libro Cautivos en Córdoba (1938-1942), del historiador aguilarense Francisco Navarro López, publicado en 2018.

Junto a los prisioneros de guerra, en San Luis se internó a partir de 1939 a otros 661 reclusos por razones políticas, de los que 254 eran de Montilla (15 acabarían fusilados) y el resto de localidades del sur de Córdoba. Estos últimos arribaron en tres grandes remesas. En la primera, el 1 de octubre de 1939, llegaron 150 reclusos de la cárcel de Fernán Núñez. En la segunda, el 4 de mayo de 1940, vinieron 161 prisioneros de tres cárceles: Cabra (vecinos de Doña Mencía, Nueva Carteya, Cabra y Zuheros), Lucena (vecinos de Priego de Córdoba) y Priego de Córdoba (vecinos de Almedinilla, Carcabuey y Fuente Tójar). En la tercera y última remesa, el 24 de julio de 1940, les tocó el turno a otros 77 presos de la cárcel de Lucena (vecinos de Iznájar, Luque, Lucena, Rute y Valenzuela). De otras localidades ingresaron 19 internos en distintas fechas. Por tanto, no menos de 661 presos políticos pasaron de manera “oficial” por Montilla entre abril de 1939 y octubre de 1940. Sin embargo, esta es una cifra mínima, pues hubo muchos montillanos que sufrieron cautividad en el pueblo y nunca llegaron a ser inscritos en las fichas de prisión.

53.Rafael Córdoba Gálvez (sentado). Preso en Montilla y en un batallón de trabajadores en Algeciras, Valle de los Caídos y A Coruña.

Rafael Córdoba Gálvez (sentado). Preso en Montilla y en un batallón de trabajadores en Algeciras, Valle de los Caídos y A Coruña.

La cárcel de las escuelas de San Luis tenía graves problemas de salubridad e higiene. El hacinamiento conllevaba que un importante número de detenidos durmiera a la intemperie en el patio de prisión, por donde corrían las ratas. Los presos se alimentaban en buena medida de lo que las familias les facilitaban. Aquellos que no poseían la fortuna de tener cerca a sus allegados se veían obligados a vivir de la caridad de sus compañeros de presidio o a esperar que cada cierto tiempo les llegaran los envíos de comida desde sus domicilios en los pueblos de alrededor. Las familias de los reclusos, que con frecuencia vivían de la caridad y de la mendicidad, y que a menudo estaban encabezadas por mujeres con hijos y ancianos a su cargo, debían añadir a la esforzada lucha por su subsistencia diaria la manutención de sus padres, hijos y hermanos encarcelados, en un periodo de racionamiento, carestía y estraperlo. Los familiares que residían fuera de Montilla tenían que realizar largas caminatas, a pie o en bestias de carga, con los pocos avituallamientos que podían conseguir para evitar que sus allegados murieran de hambre en los calabozos. Igual calvario debían soportar los parientes de los montillanos recluidos en otros lugares. Por ejemplo, el secretario de las Juventudes Socialistas, Juan Córdoba Zafra, detenido en Alicante, le rogaba a su familia en junio de 1936 que cada semana le enviara un paquete de comida por ferrocarril, además de un paquete con un kilo de cuartillas de papel, dos lápices, algunas novelas, sellos y dinero. Cuando lo trasladaron a la cárcel de Montilla, las peticiones en sus cartas incluían también productos de higiene

Desde la cárcel de Montilla salieron en 1940 dos grandes expediciones de presos a otros lugares de internamiento. La primera expedición, el 21 de mayo, tenía como destino un batallón de trabajadores en Rota, donde los reclusos debían trabajar en obras civiles o fortificaciones militares. La segunda expedición, el 25 de septiembre, de reclusos condenados a treinta años de cárcel, recaló en la prisión gaditana de El Puerto de Santa María. Poco después, entre el 17 y el 19 de octubre de 1940, se efectuó el trasporte de todos los presos en Montilla a Córdoba capital, al igual que ocurrió con los detenidos en otras cárceles de la provincia. Todos estos reclusos llegaron a la prisión habilitada, situada en la carretera de Los Pedroches, que se había construido con rapidez para reforzar a la Prisión Provincial ubicada en el Alcázar de los Reyes Cristianos. Cuando entraron los presos la nueva prisión no estaba terminada, las ventanas carecían de cristales, las naves y las galerías se hallaban expuestas al viento y los servicios higiénicos no eran suficientes para los tres mil reclusos iniciales, que alcanzarían los cuatro mil al poco tiempo, según datos aportados por el historiador Francisco Moreno Gómez.

El traslado de todos los detenidos en la prisión de Montilla a Córdoba capital aumentó todavía más el sufrimiento y los trastornos a sus familiares. Cinco pesetas de la época valía un billete del tren (al que llamaban el Corto) que realizaba el recorrido entre la estación de Montilla y la de Córdoba, lo que suponía un gasto extraordinario para unas personas ya de por sí depauperadas. A pesar de que los parientes de los reclusos continuaron con los envíos de comida a las dos cárceles de la capital, la mortalidad entre los internos fue extrema, pues sólo en el año 1941 fallecieron allí 502 personas (seis de ellas montillanas) debido a las pésimas condiciones de vida, las enfermedades y la alimentación escasa y deficiente.

A continuación publicamos los nombres de los 646 presos que sufrieron cárcel en Montilla. De ellos, 239 eran montillanos. Otros 407 procedían de los siguientes pueblos cordobeses: Fernán Núñez (150 presos), Doña Mencía (62), Iznájar (36), Luque (24), Priego de Córdoba (16), Nueva Carteya (16), Zuheros (15), Cabra (14), Carcabuey (12), Lucena (12), Rute (9), Valenzuela (8), Fuente Tójar (7), Almedinilla (7), y otras localidades (19). Añadimos también una lista con otros 203 nombres de montillanos represaliados en la posguerra (presos en campos de concentración, cárceles, batallones de trabajadores, batallones disciplinarios de soldados trabajadores, depurados, exiliados, sometidos a expedientes de responsabilidades políticas y un elevado número de huidos de los que distintos juzgados solicitaban informes). Los enlaces son los siguientes:

Nota: para elaborar la información de esta entrada del blog he usado, entre otras fuentes históricas, los testimonios orales, recogidos en el año 2001, de los montillanos José de la Torre León, José Ruz Morales, Antonio Hidalgo Salido, Francisco Urbano Baena, Rafael Ruiz Luque, Rafael García Hidalgo, Rosario García Espinosa, José Ruz Morales, Jesús Aguilar Hidalgo y Jacinto Pérez Delgado (este último, en Sant Joan Despí, Barcelona).

FOTOGRAFÍAS DE REPRESALIADOS MONTILLANOS

20.Joaquín Sánchez Poces escapó de una redada en la que cayeron sus tres primos hermanos, de iguales apellidos. Preso en la posguerra, consiguió salvar su vida.

Joaquín Sánchez Poces escapó de una redada en la que cayeron sus tres primos hermanos, de iguales apellidos. Preso en la posguerra, consiguió salvar su vida.

32.Miguel García Ruiz combatió como soldado en la defensa antiaérea republicana. Al acabar la guerra estuvo preso en Montilla y en un batallón disciplinario de soldados trabajadores en Rentería (Guipúzcoa) y Lesaca (Navarra).

Miguel García Ruiz, soldado en la defensa antiaérea republicana. Preso en Montilla y en un batallón disciplinario de soldados trabajadores en Rentería (Guipúzcoa) y Lesaca (Navarra).

33.Antonio García Ruiz, militante de las JSU, quedó inútil de una mano por herida de guerra. Preso en Montilla y en un batallón disciplinario de soldados trabajadores en Toledo. Lo sometieron a continuas torturas en el cuartel de Montilla, por lo que decidió poner fin a su vida arrojándose a las vías del tren.

Antonio García Ruiz, militante de las JSU, quedó inútil de una mano por herida de guerra. Estuvo preso en Montilla y en un batallón disciplinario de soldados trabajadores en Toledo. Lo sometieron a continuas torturas en el cuartel de Montilla, por lo que decidió poner fin a su vida arrojándose a las vías del tren.

34.José García Ruiz, presidente de las JSU y de la Sociedad Obrera La Parra Productiva. Ascendió a comandante de la 92 Brigada del Ejército republicano. Tras padecer años de cárcel, acabó desterrado en Benaguacil (Valencia).

José García Ruiz, presidente de las JSU y de la Sociedad Obrera La Parra Productiva. Ascendió a comandante de la 92 Brigada del Ejército republicano. Tras padecer años de cárcel, acabó desterrado en Benaguacil (Valencia).

60.El campesino socialista José Gómez Lucena, teniente del Ejército republicano, preso en Montilla en la posguerra.

El campesino socialista José Gómez Lucena, teniente del Ejército republicano, preso en Montilla en la posguerra.

75.José Gómez Márquez, primero por la derecha en ambas fotos, preso en un batallón disciplinario de soldados trabajadores en Cherta (Tarragona).

José Gómez Márquez, primero por la derecha, preso en un batallón disciplinario de soldados trabajadores en Cherta (Tarragona).

55.El comunista Rafael García Águila (agachado, segundo por la izquierda) en la prisión central de Burgos (3 de julio de 1943). Acabó desterrado en Málaga.

El comunista Rafael García Águila (agachado, segundo por la izquierda) en la prisión central de Burgos (3 de julio de 1943). Acabó desterrado en Málaga.

43.Familia Gómez Márquez. Antonio (de pie, primero por la derecha) murió en el frente de Teruel. Francisco (de pie, segundo por la derecha), teniente del ejército republicano, pereció en la cárcel de Córdoba en 1941. José (segundo por la izquierda) falleció a consecuencia de una enfermedad contraída en un batallón de trabajadores. Miguel (centro de la fotografía) cayó preso en una redada anticomunista en 1961 y sufrió dos años de cárcel.

Familia Gómez Márquez. Antonio (de pie, primero por la derecha) murió en el frente de Teruel. Francisco (de pie, segundo por la derecha), teniente del Ejército republicano, pereció en la cárcel de Córdoba en 1941. José (segundo por la izquierda) falleció a consecuencia de una enfermedad contraída en un batallón de trabajadores. Miguel (centro de la fotografía) cayó preso en una redada en 1961 y sufrió dos años de cárcel.

Víctimas mortales de la represión en Montilla durante la guerra civil y la posguerra

El triunfo de la sublevación militar del general Queipo de Llano en Sevilla el 18 de julio de 1936 condicionó de forma decisiva los sangrientos acontecimientos posteriores en la provincia cordobesa. A las dos y media de la tarde Queipo telefoneó al también conspirador coronel Ciriaco Cascajo Ruiz, jefe del cuartel de Artillería de Córdoba, para que iniciara la rebelión. A las tres, Cascajo le comunicó al gobernador civil republicano Rodríguez de León el alzamiento militar de Queipo y le advirtió de sus propias intenciones de proclamar el estado de guerra y de asumir el mando del gobierno cordobés. A las cinco, el coronel Cascajo ya leía el bando de guerra en el patio del cuartel de Artillería en medio de la euforia de los derechistas y terratenientes armados que allí se habían congregado. Entre ellos se encontraba el carlista José Mª de Alvear y Abaurrea –hijo mayor del montillano conde de la Cortina, Francisco de Alvear y Gómez de la Cortina–, quien se convertiría pronto en vocal de la nueva Comisión Gestora de la Diputación.

En Montilla, el 18 de julio de 1936 se repitió el mismo esquema que en otros pueblos cordobeses donde triunfó con rapidez la sublevación militar. Tras recibir desde la capital órdenes de sumarse a la rebelión, la Guardia Civil, comandada por el capitán Luis Canis Matute, se hizo aquel mismo día con el control de la localidad. La violencia usada en los primeros momentos por los sublevados, la nula resistencia ofrecida por los republicanos en las horas siguientes y la huida de miles de personas hacia la localidad vecina de Espejo permitirían a los guardias civiles y a los derechistas armados controlar a los casi veinte mil habitantes de la localidad sin demasiados problemas. A las 9 de la mañana del 19 de julio, el gobernador militar rebelde telegrafiaba desde Córdoba al capitán de la Guardia Civil para que se incautase del Ayuntamiento y declarara el estado de guerra. En cumplimiento de esta orden, José Cubero Blanco, sargento del regimiento de Infantería de Cádiz número 33, de permiso de verano en Montilla, se encargó en la misma mañana de la alcaldía. Al día siguiente, se emitió el bando de guerra.

36.Francisco García Carrasco, escribiente del Ayuntamiento, secretario de la Sociedad obrera La Parra Productiva y de la Casa del Pueblo. Fue fusilado el 31 de julio de 1936.

Francisco García Carrasco, escribiente del Ayuntamiento, secretario de la Sociedad Obrera La Parra Productiva y de la Casa del Pueblo. Fue fusilado el 31 de julio de 1936.

A partir de ese momento la Comandancia Militar de Montilla, principal órgano de donde emanaban las órdenes represivas, permaneció bajo la jefatura de oficiales que con anterioridad ya habían demostrado su valía en el uso de la fuerza, lo que garantizó que la localidad fuera gobernada con mano de hierro en los años de la contienda. El día 1 de septiembre de 1936, el general Queipo de Llano nombró comandante militar al capitán de Infantería retirado Mariano Requena Cordón, quien ya había sido designado el 8 de octubre de 1934 delegado de Orden Público de la localidad por el comandante militar de la provincia Ciriaco Cascajo –principal artífice de la rebelión del 18 de julio en Córdoba–. En octubre de 1936, cuando Mariano Requena se incorporó al ejército, lo sustituyó el capitán de la Guardia Civil Francisco López Pastor, quien también había dirigido la represión en Montilla tras los sucesos de octubre de 1934 y había abanderado la insurrección golpista en Cabra en 1936. Luis Canis Matute, el capitán que se había sublevado y había emitido el bando de guerra en Montilla, volvió a ser la máxima autoridad militar en agosto de 1937, hasta que fue relevado al año siguiente por el también capitán de la Guardia Civil Luis Castro Samaniego. Este tenía, asimismo, la experiencia de haber dirigido la rebelión y la represión en Lucena, donde era conocido con el apodo de «Teniente Polvorilla. La sede de la comandancia se instaló en septiembre de 1936 en la calle Teniente Gracia, en una casa donada por Juan Luque Cabello. Con posterioridad se trasladó a la calle San Francisco Solano.

La “dialéctica de los puños y de las pistolas” de la que había hablado José Antonio Primo de Rivera, en lo que se considera el acto de fundación de Falange Española en el Teatro de la Comedia de Madrid, el 29 de octubre de 1933, tuvo una ocasión de oro para aplicarse en la Montilla que vivió bajo el yugo del bando de guerra. Mientras la sangre corría, no hubo ni juicios ni consejos de guerra ni ninguna argucia legal que intentase justificar la masacre. El bando de guerra permitió las detenciones masivas, las torturas sistemáticas y las ejecuciones irregulares en las tapias del cementerio, en los caminos y en los campos. Cayeron víctimas de la matanza socialistas y afiliados a los gremios de la Casa del Pueblo, militantes de las JSU, comunistas, cargos políticos y sindicales, funcionarios desafectos, espiritistas, personas que se habían significado en la defensa de los derechos de los trabajadores y en las reclamaciones laborales o que habían sido concejales. Pero también se exterminó a personas apolíticas o que tuvieron la mala suerte de verse envueltas, por simples circunstancias de la vida, en el rápido torbellino de la muerte que atrapó a la población. Tan urgente resultó el vendaval represivo que la inmensa mayoría de las víctimas cayó en los tres primeros meses de la contienda. A partir de octubre de 1936 sólo conocemos el fusilamiento de cuatro personas, dos de ellas en Córdoba.

37.José Gama Rodríguez, primer presidente de las Juventudes Socialistas cuando se fundaron en 1927. Vocal de la junta directiva de la Casa del Pueblo y vigilante del mercado de abastos, fue fusilado el 31 de julio de 1936 en El Lechinar.

José Gama Rodríguez, vocal de la junta directiva de la Casa del Pueblo y vigilante del mercado de abastos, fue fusilado el 31 de julio de 1936 en El Lechinar.

Los militares implicados en la conspiración tenían muy claro que la violencia iba a ser una de sus principales armas para asegurarse el éxito del golpe de estado. En los documentos que circulaban entre ellos desde meses antes de la rebelión se incitaba a la utilización de una represión indiscriminada para eliminar a los posibles opositores. El general Emilio Mola Vidal, director de la trama castrense, en una “instrucción reservada” enviada a los demás insurrectos el 25 de mayo de 1936, casi dos meses antes del golpe de estado, ya les advertía de que la acción tendría que ser “en extremo violenta” y de que tendrían que aplicar “castigos ejemplares”, y el 30 de junio decía, textualmente, que debían “eliminar los elementos izquierdistas: comunistas, anarquistas, sindicalistas, masones, etc.”. En consecuencia, la violencia fue una táctica ejercida por los sublevados desde el primer el primer día de la guerra. Ya en la noche del 17 de julio, cuando la insurrección no había llegado todavía a la Península y los republicanos no habían movido ni un solo dedo para oponerse a ella, los militares golpistas asesinaron a 225 personas en las posesiones españolas en Marruecos, anticipando el método que iban aplicar durante los tres años siguientes.

Voceros de la sangre y de “echar al carajo toda esa monserga de derechos del hombre, humanismo, filantropía y demás tópicos masónicos” –como había dicho el gobernador de Burgos y coronel golpista Marcelino Gavilán– no faltarían entre los mandos militares sublevados en aquellos primeros días de la guerra. El general Franco en su bando de guerra del 18 de julio exigía “inexcusablemente que los castigos sean ejemplares” y que se impusieran “sin titubeos ni vacilaciones”. Nueve días después, el 27 de julio, en una entrevista, cuando el periodista Jay Allen le advirtió de que para conseguir sus objetivos tendría que “matar a media España”, él respondió que los lograría al “precio” que fuera. Mientras tanto, en el sur, el general Queipo de Llano, en su alocución radiada del 26 de agosto, proclamó que quedarían borradas las palabras “perdón” y “amnistía”. El joven montillano José Cobos Jiménez, delegado de prensa y propaganda del sindicato falangista universitario, reflejaría también esta cultura de la muerte, influida por la luz de la fusilería, con estas palabras: “Falange no puede vivir de la tolerancia, su función primera ha de ser la imposición, de despertar inquietudes. No caben en ella las habilidades cautelosas ni las retiradas prudentes. Su táctica es ir a buscar el peligro, pelear y morir; ofrendar víctimas y hacerlas, porque sólo la sangre fecunda las grandes ideas” (revista Yugo, 30 de septiembre de 1937).

16.Un patrono denunció al ferroviario socialista José Algaba Rodríguez. Murió fusilado en las tapias del cementerio de Puente Genil el 24 de agosto de 1936.

El ferroviario socialista José Algaba Rodríguez murió fusilado en las tapias del cementerio de Puente Genil el 24 de agosto de 1936.

En Montilla, a la represión desatada por los golpistas locales se añadió la de distintas columnas militares que, a su paso por la localidad, se otorgaban el privilegio de colaborar en la necesaria labor de limpieza de los “elementos marxistas” y de los “rojos”. Debido a su posición estratégica en la campiña, Montilla se convirtió en un continuo ir y venir de tropas españolas y extranjeras en su labor de conquista de los pueblos de alrededor. Sólo en los primeros días de la guerra pasaron, entre otras, las columnas de Sáenz de Buruaga (28 de julio a Baena y 22 de septiembre a Espejo), la del comandante de Infantería Rafael Corrales Romero y del capitán de corbeta Ramón de Carranza (1 de agosto a Puente Genil), la del comandante del Tercio Pedro Pimentel Zayas (5 de agosto)  y la del general Varela (6 de agosto a Castro del Río y 11 de agosto a Antequera). Aparte de las columnas militares que llegaron del exterior, el teniente de la Guardia Civil Cristóbal Recuerda Jiménez –que había abanderado la sublevación en el vecino pueblo de Fernán Núñez– realizó también algunas incursiones represivas en tierras montillanas durante el verano de 1936.

Sin embargo, a pesar de la oleada de fusilamientos que sufrió la población montillana, de forma oficial las autoridades mantuvieron una ignorancia continua y calculada sobre la represión mortal que ellas mismas estimulaban, ejercían y protegían, imponiendo el silencio o las falsedades. Cuando Francisca López Luque inició los trámites para la inscripción de la muerte de su marido Francisco Jordano Panadero en el Registro Civil, el juzgado pidió un informe a la alcaldía. El jefe de Policía, Rafael Sotelo Tejada, contestó en un escrito que “fue encontrado muerto en este término municipal y en la fecha indicada tal vez al tener un encuentro con la fuerza pública”. Similar respuesta encontró Josefa González Vega cuando, en julio de 1937, promovió la inscripción de la defunción de su esposo, el también fusilado Antonio Arcos Real. De nuevo Rafael Sotelo volvió a emitir un informe, el 10 de julio, en el que se reconocía que el 8 de septiembre de 1936 “salió en compañía de otros para la capital, por orden de la autoridad militar, ignorándose lo que haya ocurrido después y el lugar donde se encuentra”. La misma negación de la barbarie represiva se mantuvo durante la posguerra. En julio de 1941, en un informe que emitió la alcaldía sobre Luis León Espejo para el juzgado de responsabilidades políticas, al referirse a su hijo Juan León Arroyo, se decía que “se desconoce su paradero”, cuando en realidad había sido fusilado.

18.El sastre Pedro Armenta Vargas (sentado, primero por la derecha), tesorero y bibliotecario de la sociedad espiritista Amor y Progreso, fusilado en las tapias del cementerio el 8 de septiembre de 1936.

El sastre Pedro Armenta Vargas (sentado, primero por la derecha), tesorero y bibliotecario de la sociedad espiritista Amor y Progreso, fusilado el 8 de septiembre de 1936.

El tema de los desaparecidos nos conduce a la cuestión de las cifras, de la cuantificación de la represión. Difícil, por no decir imposible, es establecer una relación aproximada de las víctimas de la represión golpista. Todas las inhumaciones fueron ilegales, ya que en los libros del cementerio de Montilla no aparece inscrito como enterrado ni uno solo de los ejecutados durante la guerra. Tampoco los libros de los registros civiles, fuentes naturales para el estudio de las defunciones, son unos documentos fiables a la hora de concretar el número total de asesinados, ya que la administración judicial se dejó en manos de leales al nuevo régimen, lo que explica muchas carencias legales. Por otro lado, el impacto psicológico de la represión fue tan brutal que muchas familias no inscribían a sus allegados por el temor a padecer la misma desgracia. El miedo y la dictadura pervivieron durante muchos años, de manera que la inscripción no se materializaba si los familiares no lo intentaban o renunciaban ante las dificultades, el desconocimiento, la incultura o porque emigraban de la localidad, lo que explica que en bastantes pueblos de Córdoba solo conste en el Registro una parte mínima de las víctimas de la represión.

Durante los tres años de guerra se inscribieron en el Registro Civil de Montilla solo 19 fusilados (seis en 1936, ocho en 1937, uno en 1938 y cuatro en 1939). Pero, que sepamos, todos los fusilamientos (menos cuatro) se produjeron entre los meses de julio y septiembre de 1936. Por tanto, la inmensa mayoría de las inscripciones se realizaron fuera de plazo legal, en la década de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado, muchos años después de que se produjeran los fallecimientos. Incluso tras la Ley de pensiones de guerra para viudas, de 18 de septiembre de 1979, se anotaron dos nuevos nombres, el de Manuel Párraga Osuna (en abril de 1981) y el de un vecino  de Castro del Río, José Víctor Parrado Rodríguez (en diciembre de 1981), de 35 años, fusilado a las siete de la mañana del 16 de octubre de 1936.

Los registros tampoco son fiables a la hora de estudiar detalles históricos o personales importantes de los fusilados, como el lugar de la defunción, la fecha o su oficio, que en muchas ocasiones se falseaba (a los funcionarios nunca se les registraba con su profesión). Por ejemplo, de los cinco inscritos como fusilados en la entonces aldea montillana de Santa Cruz, sólo uno consta con la fecha exacta del fallecimiento. Además, siempre se utilizaba un eufemismo para ocultar la verdadera causa de la muerte. En los abatidos por los disparos de la Guardia Civil en la madrugada del 19 de julio de 1936 aparece como causa “hemorragia interna”. En los demás se escribe “por disparo de arma de fuego” o “en un encuentro con la fuerza pública con motivo del glorioso movimiento salvador de España”, aunque en los inscritos a finales de los años cuarenta ya aparece la expresión “por aplicación del bando de guerra”, es decir, por fusilamiento sin juicio previo.

17.El ferroviario anarquista José Santiago Jiménez, fusilado el 6 de agosto de 1936 en la vereda de Los Limones.

El ferroviario anarquista José Santiago Jiménez, fusilado el 6 de agosto de 1936.

Hemos localizado en la correspondencia de la alcaldía algunos documentos que hacen referencia a la magnitud del reinado del terror, aunque son poco clarificadores. Según comunicó el alcalde de Montilla al gobernador –en un informe elaborado con la ayuda del cura, el médico y el maestro más antiguo de la localidad– el 9 de enero de 1937 existían “como consecuencia de los actuales acontecimientos 70 viudas pobres, 89 ancianos impedidos para el trabajo y 65 mujeres abandonadas por sus maridos con 200 hijos”. El 17 de agosto el alcalde volvía a informar de que el Comedor de Caridad, las Conferencias de San Vicente de Paul y el Ropero de Nuestra Señora del Rosario socorrían diariamente a 50 mujeres y 205 niños de «rojos». El primer documento, en el que se habla de 70 viudas pobres, podría ser indicativo de por dónde iban las cifras en aquel momento, sin embargo hay que tener en cuenta que un buen número de fusilados eran jóvenes solteros por lo que el número de víctimas podría ser muy superior.

Juan Zafra Raigón

Juan Zafra Raigón, desaparecido en el verano de 1936.

Es bastante complicado determinar el número total de víctimas de la represión franquista en Montilla. El 25 de septiembre de 1936, el periódico El Socialista ya hablaba de 120 fusilados para esas fechas. El historiador Francisco Moreno Gómez estableció, en 1985, un balance global estimado de 150 asesinados. Seis años después, en 1991, el escritor local Julián Ramírez Pino, subjefe de los balillas –rama infantil de la Falange– al comienzo de la contienda, no creía que el volumen de muertos superara los 60. Según nuestras investigaciones, la cifra mínima de asesinados identificados de Montilla (domiciliados en la localidad) durante la guerra fue de 101 y en la entonces aldea montillana de Santa Cruz de 15, lo que suma un total de 116. De ellos, solo 76 (65,52%) constan en el Registro Civil, frente a 40 (34,48%) que no se han inscrito, lo que nos indica que sin testimonios orales es imposible cuantificar la verdadera historia de la represión franquista y que prescindir de ellos, como por desgracia han hecho algunos estudios históricos provinciales y locales, siempre nos llevará a cifras insuficientes y equivocadas. Por ello, el número de víctimas que nosotros aportamos, el de 116, con nombres y apellidos, sería una cifra mínima debido a todas las argumentaciones que ya hemos expuesto con anterioridad.

40.El escribiente Juan Caubera Espejo, militante de las JSU. Fue fusilado el 22 de octubre de 1936 en un olivar de La Rambla.

El escribiente Juan Caubera Espejo, militante de las JSU. Fue fusilado el 22 de octubre de 1936 en un olivar de La Rambla.

En su obra editada a finales de 2008, 1936: el genocidio franquista en Córdoba, Francisco Moreno Gómez, sitúa la cifra total de asesinados en 200 personas, una estimación que podría acercarse a la realidad. Hay que tener en cuenta que existen periodos en los que en el Registro Civil solo se inscribe un muerto por día, lo que reflejaría un número elevado de fusilamientos, pues las “sacas” siempre solían ser colectivas. Además, las carencias del Registro Civil son muy evidentes en cuanto al número de víctimas anotadas. De los quince fusilados de la aldea de Santa Cruz solo se anotan cinco; de la saca en la que perecieron cinco personas el 11 de agosto únicamente aparece Antonio Rodas Castro “El Cuqui”; de la del 31 de julio, en la que murieron trece personas (tres de ellas de Espejo) solo encontramos a tres, etc. El Registro no recoge tampoco la magnitud de la masacre de entre veinte y cincuenta presos ejecutada por el general Varela en un olivar de Castro del Río el día 6 de agosto, ni los dos fusilamientos colectivos de montillanos en la cuesta del Espino (uno de doce personas, realizado entre el 18 y el 26 de julio de 1936, y otro de doce el 5 de agosto), cuyos cadáveres fueron enterrados en la fosa común del cementerio de Montemayor. Por desgracia, es muy probable que nunca consigamos identificar tantas víctimas desconocidas y que su número engrose, ya de manera definitiva, la cifra de decenas de miles de desaparecidos de la represión franquista en España.

En mi libro Los puños y las pistolas. La represión en Montilla (1936-1943), cuya última edición es de 2019, pude rescatar la historia, a través de recuerdos y documentos familiares, de bastantes montillanos represaliados. Tras su publicación, aún sigo recibiendo testimonios que nos describen de manera pormenorizada las circunstancias que envolvieron la muerte de muchas personas. Uno de ellos me llegó a través una carta enviada por Antonio Salas Tejada de sobre su bisabuela Carmen Mesa Carmona, fusilada con 54 años el 12 de agosto de 1936, de la que he entresacado estas interesantes palabras de manera casi textual:

Mi bisabuela Carmen no tenía militancia política y ni siquiera tenía participación en la vida política y social de Montilla. El motivo de su detención, al parecer, fue el hecho de que su hijo (mi abuelo materno), Antonio Tejada Mesa, funcionario de la sección municipal de arbitrios del Ayuntamiento, después del 18 de julio, no se presentó en el Ayuntamiento a trabajar, por lo que lo incluyeron en una lista de personas a represaliar. Mi bisabuela Carmen residía junto a su marido y sus hijos, como aparceros, en una finca en la Sierra de Montilla. A principios de agosto, decidió ir a Montilla a por provisiones. Al entrar en el pueblo por la fuente de Santa María, un tal El Mellao, armado con escopeta y apostado en ese lugar, con otras personas (no identificadas), con las órdenes de controlar a quienes entraban o salían de Montilla, la identificó como la madre de Antonio Tejada Mesa, empleado del Ayuntamiento “fugado”, y la detuvo.

La noticia de la detención llegó a la familia al final del día. Todos permanecieron en la finca que tenían en aparcería a la espera de noticias. Carmen estuvo cuatro días detenida y una hermana suya, que vivía en el pueblo, se encargaba de llevarle cada día la comida hasta que, al cuarto día de cautiverio, un individuo le dijo “que se llevase la comida de vuelta, que ya no hacía falta”. No se sabe dónde fue asesinada, quiénes la mataron ni donde está enterrada, aunque la familia siempre dio por hecho que fue fusilada en las tapias del cementerio, por guardias civiles y enterrada en una fosa común en el mismo lugar de su ejecución.

Al día siguiente, el mayor de los hijos de Carmen, Antonio, tomó la decisión de marchar por la noche a la vecina localidad de Espejo con su mujer, sus hijos, su padre y sus hermanos y hermanas pequeños. Antonio padecía una enfermedad de los vasos sanguíneos y desde finales de los años 20 estaba siendo tratado por el doctor Gregorio Marañón, en Madrid. Consiguió un informe médico-militar declarando su inutilidad para el ejército, lo cual le permitió no ser movilizado y, por tanto, seguir al lado de su familia durante los tres años que duró la guerra y anduvieron como refugiados por distintos lugares de la provincia de Jaén hasta abril de 1939, momento en el que tuvieron que regresar a Montilla. Para poder regresar con su familia a Montilla tuvo que conseguir un salvoconducto del jefe de la Falange de la localidad. Al llegar a Montilla, no tenía trabajo, había perdido su condición de funcionario municipal, las propiedades de la familia habían pasado a otras manos, el dinero que tenían ahorrado ya no era válido… Pero esto ya es otra historia. Antonio Tejada Mesa y su familia salieron adelante, pero, a pesar de toda su lucha, murió a los 86 años sin saber dónde estaba enterrada su madre.

Aunque Montilla ya había conocido los rigores de la “cultura política de la sangre” –tomo la expresión de Alberto Reig Tapia– que se había impuesto en la población tras el triunfo del golpe en la madrugada del 19 de julio de 1936, cuando finalizó la guerra comenzaría un nuevo calvario para los derrotados. En Montilla, la venganza se cebó en las miles de personas que al triunfar la rebelión en la madrugada del 19 de julio habían escapado a otras localidades o se habían enrolado como combatientes en el Ejército republicano. “La justicia se cumplirá. No os quepa duda [de] que se cumplirá. Y será inexorable”, advertía el periódico montillano Patria, en la fecha temprana del 17 de octubre de 1937. Anticipándose al fin de la guerra, la publicación falangista ya amenazaba del destino que les esperaba a los que volvían. Inexorable, contundente y vengativa fue, en verdad, la justicia militar que se aplicó en Montilla.

Según nuestras investigaciones –a través de los libros de defunciones del Registro Civil, las fichas de la prisión y las fuentes orales y bibliográficas– 15 vecinos (13 en la localidad y dos en Córdoba) murieron fusilados tras la guerra. Otros dos montillanos, pero residentes en Palma del Río y Alcalá la Real (Jaén), fueron también pasados por las armas. Asimismo, otros nueve forasteros (de Fernán Núñez, Castro del Río, Nueva Carteya y Doña Mencía) cayeron inmolados en las tapias del cementerio. Algunas personas nos han informado de que se realizó en la localidad alguna ejecución extrajudicial, sin embargo no hemos podido confirmar este extremo. Las cifras que aportamos corroboran plenamente las investigaciones sobre la represión en la posguerra publicadas por Francisco Moreno Gómez, el único historiador que ha realizado un estudio conjunto de los fusilamientos dentro de la provincia de Córdoba.

Con el eficaz y sistemático proceso represivo puesto en marcha por las autoridades franquistas, la capacidad carcelaria de Montilla se desbordó por completo. Para albergar al gran número de presos se habilitó durante la guerra una nueva prisión en las escuelas del convento de San Luis, donde en 1939 había internados 646 reclusos, de los que 239 eran de Montilla. Completaba a las que ya existían en el depósito municipal y en el actual juzgado, ésta última dirigida por Mariano Varo Espejo. Con graves carencias de higiene y salubridad, en las cárceles se amontonaban hombres de bastantes pueblos de la provincia, pues todos los reclusos de las cárceles de Lucena, Cabra, Fernán Núñez y Priego habían sido trasladados a Montilla en distintas fechas.

44.Francisco Gómez Márquez, militante de las JSU y teniente del Ejército republicano, muerto en la cárcel de Córdoba el 9 de agosto de 1941.

Francisco Gómez Márquez, militante de las JSU y teniente del Ejército republicano, muerto en la cárcel de Córdoba el 9 de agosto de 1941.

El trasporte de todos los detenidos en la prisión de Montilla a Córdoba capital entre el 17 y el 19 de octubre de 1940 aumentó todavía más el sufrimiento y los trastornos a sus familiares. A pesar de que los parientes de los reclusos continuaron con los envíos de comida a las dos cárceles de la capital, la mortalidad entre los internos fue extrema, pues sólo en el año 1941 fallecieron allí 502 personas debido a las pésimas condiciones de vida, las enfermedades y la alimentación escasa y deficiente. Según el Registro Civil de Córdoba, estudiado por Francisco Moreno Gómez, seis montillanos murieron en estas prisiones. A estos hay que sumar otros ocho montillanos exiliados en Francia que acabaron apresados por los nazis y exterminados en el campo austriaco de Mauthausen. Dos de ellos, los hermanos Juan y Manuel González León, tienen dedicada una antigua entrada en este blog que puede leerse en este enlace.

Los nombres de las víctimas de la represión en Montilla, junto a los de los soldados fallecidos en los frentes y los de los vecinos muertos en los bombardeos pueden consultarse en los siguientes enlaces:

13.Francisco Zafra Contreras, fundador de la agrupación socialista de Montilla en 1909 y de la Sociedad de Obreros Agricultores y Similares La Parra Productiva en 1913. Entre 1919 y 1920 estuvo preso por su participación en las huelgas de campesinos. Vocal obrero suplente en el grupo de Agricultura y Alimentación del Instituto de Reformas Sociales (1920-1924). Concejal (1915-1923) y alcalde (1931-1934) de Montilla. Fue uno de los creadores de la poderosa Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (rama agraria de la UGT), en la que representó a Andalucía. Vocal de la Junta y del Instituto de Reforma Agraria (1931-1933). Diputado por la provincia de Córdoba (1931-1933), en las Cortes participó en las comisiones de Fomento-Obras Públicas y Agricultura. Murió fusilado en la plaza de Baena el 28 de julio de 1936.

Francisco Zafra Contreras, fundador de la agrupación socialista de Montilla en 1909 y de la Sociedad de Obreros Agricultores y Similares La Parra Productiva en 1913. Diputado a Cortes por la provincia de Córdoba (1931-1933). Murió fusilado en la plaza de Baena el 28 de julio de 1936.

14. Rafael Baena Cruz

Rafael Baena Cruz, fusilado en fecha indeterminada del verano de 1936.

15.El aperador Francisco López Jiménez, fusilado el 24 de octubre de 1936.

El aperador Francisco López Jiménez, fusilado el 24 de octubre de 1936.

Alfonso Sánchez Poces, militante de las JSU, fusilado el 23 de julio de 1936.

Alfonso Sánchez Poces, militante de las JSU, fusilado el 23 de julio de 1936.

José Ruiz Lucena, fusilado el 14 de agosto de 1936.

23.El comunista de la aldea de Santa Cruz Manuel Jordano López, una de las numerosas víctimas de la columna del general Varela, en la noche del 6 de agosto de 1936, en un olivar de Castro del Río.

El comunista de la aldea de Santa Cruz Manuel Jordano López, una de las numerosas víctimas de la columna del general Varela, en la noche del 6 de agosto de 1936, en un olivar de Castro del Río.

38.En el centro, “El Sisia”, vendedor de prensa anticlerical. Desconocemos su nombre y apellidos, aunque sabemos que fue fusilado.

En el centro, “El Sisia”, vendedor de prensa. Desconocemos su nombre y apellidos, aunque sabemos que fue fusilado.

42.Juan Córdoba Zafra, bibliotecario de la Casa del Pueblo, secretario de las Juventudes Socialistas y concejal del Frente Popular. Ascendió a comandante del Ejército republicano. Fusilado el 16 de mayo de 1940.

Juan Córdoba Zafra, bibliotecario de la Casa del Pueblo, secretario de las Juventudes Socialistas y concejal del Frente Popular. Ascendió a comandante del Ejército republicano. Fue fusilado el 16 de mayo de 1940.

48.José de la Torre Requena, joven dirigente de los comunistas montillanos. Lo fusilaron el 18 de mayo de 1940.

José de la Torre Requena, joven dirigente de los comunistas montillanos. Lo fusilaron el 18 de mayo de 1940.

68.El jefe de milicias Manuel García Espejo, secretario de las Juventudes Socialistas en 1934 y contador de la Casa del Pueblo en 1935. Líder de la resistencia antifascista en los primeros días de la guerra, alcanzó el grado de capitán del Ejército republicano. Fue fusilado el 18 de agosto de 1940.

Manuel García Espejo, secretario de las Juventudes Socialistas en 1934 y contador de la Casa del Pueblo en 1935. Alcanzó el grado de capitán del Ejército republicano. Fue fusilado el 18 de agosto de 1940.

66.Manuel Sánchez Ruiz durante la Republica fue secretario de las Juventudes Socialistas de Montilla y de la poderosa sociedad local campesina La Parra Productiva ––creada en 1913 y adscrita a la socialista Unión General de Trabajadores–, secretario provincial de la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (la sección agraria de la UGT) y alcalde del Frente Popular. En Valencia, durante la guerra, ejerció de vicepresidente de la Federación Española de Trabajadores de la Tierra. Atrapado en Alicante, murió fusilado en Córdoba el 1 de mayo de 1941.

66. Manuel Sánchez Ruiz, alcalde del Frente Popular en 1936. En Valencia, durante la guerra, ejerció de vicepresidente de la Federación Española de Trabajadores de la Tierra. Atrapado en Alicante, murió fusilado en Córdoba el 1 de mayo de 1941.

En el centro, Francisco Solano Portero Márquez, con su mujer y sus hijos. Murió junto a su hijo Paco (situado en el centro de la fila de arriba) en un bombardeo de la aviación sublevada en Castro del Río.

Francisco Solano Portero Márquez con su mujer y sus hijos. Murió junto a su hijo Paco (situado en el centro de la fila de arriba) en un bombardeo de la aviación sublevada en Castro del Río.

88.De abajo arriba, Remedios, Ana, Carmen y Eduardo Gómez Márquez, de Santa Cruz, que se refugiaron con su madre en Torredelcampo (Jaén) durante la guerra. Detrás, su hermano Antonio, asesinado junto a su padre Juan José “Bandurria”, el 6 de agosto de 1936, por la columna del general Varela en Castro del Río.

De abajo arriba, Remedios, Ana, Carmen y Eduardo Gómez Márquez, de Santa Cruz. Detrás, su hermano Antonio, asesinado junto a su padre Juan José “Bandurria”, el 6 de agosto de 1936, por la columna del general Varela en Castro del Río.

Manuel Castillo Almedina (original) - copia

Manuel Castillo Almedina (derecha), de 21 años, fusilado el 16 de octubre de 1936. Su padre, José Andrés, había sido fusilado en agosto.

29. Juventudes Socialistas

Con la bandera de las Juventudes Socialistas al fondo, aparecen Francisco García Carrasco (de pie, primero por la izquierda), fusilado el 31 de julio de 1936; delante de él, el diputado a Cortes entre 1931-1933 Francisco Zafra Contreras, fusilado el 28 de julio de 1936; y Juan González León (de pie, tercero por la izquierda). asesinado en el campo nazi de Mauthausen el 11 de enero de 1942.

El capitán Manuel Tarazona Anaya y el 18 de julio de 1936 en Córdoba

El golpe de Estado del 18 de julio de 1936 supuso una división del Ejército español y de las fuerzas de orden público entre quienes se mantuvieron fieles a la República y los que se sublevaron contra ella. Las tropas de tierra se repartieron casi por igual, con ligera ventaja para los republicanos (58.249 de los 117.035 soldados), que también contaron con el apoyo de dos tercios de los buques y aviones de guerra. En cuanto a las fuerzas de orden público, permanecieron bajo control republicano la mitad de las 217 compañías de la Guardia Civil, 11 de los 18 grupos de los guardias de Asalto y dos tercios de los carabineros.

Desde el punto de vista historiográfico, los sucesos del 18 de julio y la fragmentación del Ejército y de las fuerzas de orden público en la ciudad de Córdoba se pueden seguir a través de dos obras recientes: El genocidio franquista en Córdoba, publicada por el historiador Francisco Moreno Gómez en 2008, y Militares y sublevación. Córdoba y provincia 1936, del comandante Joaquín Gil Honduvilla, que vio la luz en 2012. Este último autor ha utilizado una interesante documentación del Archivo Militar Territorial II de Sevilla que le ha permitido situar con bastante precisión los acontecimientos y la actitud de los mandos militares en aquella histórica jornada.

En Córdoba la mayor unidad militar en 1936 era el Regimiento de Artillería Pesada nº 1, al mando del coronel Ciriaco Cascajo Ruiz. Esta unidad se sublevó en bloque debido a que en ella servían jóvenes oficiales pertenecientes o simpatizantes de la Unión Militar Española, una organización clandestina, ultraderechista y antirrepublicana implicada de lleno en la rebelión. La mayoría de estos oficiales habían mantenido en los meses previos contactos con los conspiradores del Estado Mayor de la División Militar sevillana, en especial con el comandante José Cuesta Monereo, y estaban al tanto de los preparativos del golpe de Estado. También habían prometido apoyar la sublevación los mandos superiores de la Guardia Civil, el coronel Francisco Marín Garrido, jefe del 18 Tercio (Córdoba-Jaén), y el teniente coronel Mariano Rivero López, jefe de la Comandancia de Córdoba, aunque incumplieron su palabra y el día 18 de julio se mantuvieron fieles a la legalidad republicana.

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Manuel Tarazona Anaya en su época de militar en África.

En julio de 1936, al frente del cuerpo de la Guardia de Asalto cordobesa, con sede en el gobierno civil, se encontraba el capitán de Infantería madrileño Manuel Tarazona Anaya, de 35 años. En 1918, con 17 años, había ingresado en la Academia de Infantería de Toledo. Cuando ascendió a alférez, en 1921, fue destinado a Melilla, y en el norte de África estuvo encuadrado hasta 1925 en el Tercio de extranjeros (nombre que tuvo en su origen la Legión), y dos años más en las fuerzas de Regulares indígenas. Durante todos estos años participó en primera línea de fuego en la guerra del Rif marroquí (por lo que resultó herido en una pierna en 1924) y en el desembarco de Alhucemas en 1925. Debido a su valentía obtuvo varias condecoraciones, entre las que se encuentran la medalla de sufrimientos por la patria y la cruz del mérito militar con distintivo rojo en 1926. En tierras marroquíes prestó servicio en columnas mandadas por militares que luego tendrían una implicación activa en el golpe de Estado de julio 1936, como los generales José Sanjurjo, Gonzalo Queipo de Llano y Francisco Franco, a cuyos órdenes sirvió en una bandera del Tercio en 1922. En julio de 1928 ascendió por méritos de antigüedad a capitán de Infantería y siguió sirviendo en las plazas del norte de África. En 1932 fue trasladado a la Península y en 1934 se incorporó en Sevilla al Cuerpo de Seguridad y Asalto, conocido como Guardia de Asalto, un cuerpo policial creado por la República con la intención de mantener el orden público. El 4 de febrero de 1935 llegaría a Córdoba junto a su esposa, Josefina Ortega San Emeterio, con la que se había casado cinco años antes. El día 18 de julio el capitán Manuel Tarazona se mantuvo leal a la República, a pesar de que desde enero de 1936, en tres ocasiones distintas, le había manifestado al coronel Ciriaco Cascajo, cabeza visible de la conspiración en Córdoba, que en el caso de un probable movimiento militar él y los oficiales a su mando lo respaldarían.

El capitán Manuel Tarazona Anaya (segundo por la derecha). A su lado, con figura espigada, el teniente José Villalonga Munar, que se puso del lado de los sublevados el 18 de julio.

El capitán Manuel Tarazona Anaya (segundo por la derecha). A su lado, con figura espigada, el teniente José Villalonga Munar, que se puso del lado de los sublevados el 18 de julio.

La sublevación militar se inició en Córdoba a las dos y media de la tarde, cuando el coronel Ciriaco Cascajo, al igual que el resto de comandantes militares de la II División –que comprendía las ocho provincias andaluzas– recibió una llamada del general Queipo de Llano en la que le informaba del triunfo del golpe en Sevilla y le ordenaba que declarara el estado de guerra en la ciudad. Un policía destacado en la Telefónica por orden del gobernador interceptó la conversación, que a su vez se la transmitió al comisario jefe de Investigación y Vigilancia de la provincia de Córdoba, Manuel Hermida Cachalvite. Este se dirigió a comunicar la noticia al gobernador civil, el periodista Antonio Rodríguez de León, de 40 años y militante de Unión Republicana, quien telefoneó al ministro de la Gobernación (Juan Molés) y ordenó llamar al capitán jefe de la Guardia de Seguridad y Asalto, Manuel Tarazona Anaya. Después llegó Mariano Rivero, teniente coronel jefe de la comandancia de la Guardia Civil, que expuso la situación y las fuerzas con que contaba. El gobernador intercambió varias llamadas durante toda aquella tarde con el Ministerio de la Gobernación, el director general de Seguridad y el presidente de las Cortes, en las que recibió la orden de resistir hasta que llegaran refuerzos de las provincias limítrofes e incluso de la aviación desde Madrid. Rodríguez de León le encargó al capitán Tarazona ir al cuartel de Artillería para transmitirle esta información al coronel Cascajo y convencerle de que desistiese en su intentona golpista, algo que no consiguió. Así que Manuel Tarazona volvió al gobierno civil, convocó a sus oficiales, los tenientes Antonio Navajas Rodríguez-Carretero y Luis Galiani García (que se encontraba de servicio allí), comunicó a la tropa que había que resistir y distribuyó a unos cien guardias a sus órdenes por el edificio y por azoteas próximas.

Al despacho del gobernador también habían llegado los diputados socialistas Manuel Castro Molina y Antonio Bujalance López, el alcalde socialista de Córdoba Manuel Sánchez Badajoz, el presidente de la Diputación José Guerra Lozano (de Izquierda Republicana), el presidente de Unión Republicana Pedro Ruiz Santaella, el exdiputado Joaquín García Hidalgo, concejales, diputados provinciales y algunos dirigentes republicanos más. Para oponerse a la rebelión, el alcalde intentó reclutar voluntarios civiles en la Casa del Pueblo y el Ayuntamiento, el diputado Manuel Castro Molina salió hacia Peñarroya para traer mineros y dinamita y Agustín García Hidalgo pedía que se entregaran armas al pueblo, algo a lo que el gobernador no accedió. Mientras, los sindicatos habían convocado la huelga general a las tres de la tarde, tras la llamada del coronel Ciariaco Cascajo al gobernador civil en la que le comunicaba que iba a implantar el estado de guerra.

Al cuartel de Artillería también iban llegando los oficiales dispuestos a secundar el golpe y voluntarios (falangistas, monárquicos, latifundistas, militares retirados, etc.) que fueron armados. Poco después, a las seis menos cuarto, salieron del cuartel las tropas (unos 180 efectivos) para dirigirse al gobierno civil, al que rodearon. En una casa fronteriza, las tropas fijaron la hoja escrita con el bando de guerra

Por indicación del coronel Ciriaco Cascajo, en el edificio entró el teniente de Intendencia Francisco Salas Vacas, con bandera blanca y con la intención de que los guardias de asalto se sumaran al golpe, pero fue expulsado por el capitán Tarazona y otros mandos militares cuando intentó formar y arengar a la tropa. Poco después se personó en el gobierno civil el capitán de Artillería Félix Sánchez Ramírez, que trató de convencer al capitán Tarazona para que se rindiera. Al edificio llegó también, llamado por Tarazona, el teniente de la Guardia de Asalto José Villalonga Munar, quien al ver la intención de resistir del capitán decidió salir y unirse a los rebeldes. Le quisieron seguir algunos guardias, pero Tarazona lo evitó con la pistola en la mano. Desde Radio Córdoba, tomada por los militares rebeldes, en esa tarde se llamaría a la rendición del capitán Tarazona recordándole el “Código de Justicia Militar y la responsabilidad que contrae, si no se entrega con las fuerzas de su mando”.

Manuel Tarazona Anaya el día de su boda con Josefina Ortega San Emeterio, con la que se casó en 1930.

Manuel Tarazona Anaya el día de su boda con Josefina Ortega San Emeterio, con la que se casó en 1930.

A las seis de la tarde llega al gobierno civil, con bandera blanca, otro oficial emisario de Cascajo, el comandante de la Guardia Civil Manuel Aguilar-Galindo Aguilar-Galindo, con la intención de dar cinco minutos de plazo para la rendición. El capitán Tarazona lo acompañó hasta el despacho del gobernador, quien se negó a entregar el mando. Tras la salida del comandante, al cuarto de hora los artilleros tirotearon el edificio con armas cortas y fusiles, y los guardias de Asalto de dentro respondieron, mientras otros se refugiaron asustados en el cuarto de lavaderos o en el teatro Duque de Rivas, adonde llegaron tras agujerear una pared medianera. Al cesar el fuego, que causó un muerto y un herido entre los atacantes, los atrincherados consiguieron permiso para poder trasladar a tres heridos a la Casa de Socorro.

El comandante Aguilar-Galindo comunicó al coronel Ciriaco Cascajo la resistencia que estaban teniendo, y este decidió trasladar dos cañones que colocó a doscientos metros del edificio. Aguilar Galindo solicitó de nuevo, con bandera blanca, hablar con el gobernador para que se rindiera, y este le pidió dos horas de plazo para hacerlo. Con el gobernador se encontraban en ese momento, junto a otros, los jefes de la Guardia Civil, el teniente coronel Mariano Rivero y el coronel Francisco Marín, quienes le mostraron su apoyo y le manifestaron que “estaban allí para morir con él”. El gobernador decidió enviar al teniente coronel Mariano Rivero a parlamentar con Cascajo, pero con resultado infructuoso, pues quedaría detenido.

Como los atrincherados en el gobierno civil no se rendían, los artilleros iniciaron un nuevo tiroteo que finalizó cuando apareció una bandera blanca en la cancela. De inmediato, entró en el edificio el comandante Aguilar-Galindo con la intención de detener al gobernador, pero este le dijo que el que quedaba detenido era él, así que los guardias de Asalto lo desarmaron y lo obligaron a permanecer sentado en una butaca en un rincón del despacho. El comandante de la Guardia Civil Luis Zurdo se convirtió ahora en el nuevo emisario de los sublevados en el gobierno civil. Informó de que el coronel Cascajo había dado un plazo de cinco minutos para la rendición, aunque de nuevo el gobernador se negó a rendirse. Junto al comandante Aguilar-Galindo habían penetrado en el gobierno civil el capitán de Artillería Félix Sánchez Ramírez y el teniente González Arjona, que esperaban acontecimientos en la puerta del despacho del gobernador. Al ver que el comandante Aguilar-Galindo no salía, a los diez minutos entraron. También fueron encañonados con carabinas y retenidos por los guardias de Asalto y los paisanos. Aguilar-Galindo intentó levantarse de la butaca en que se encontraba sentado para ayudar a sus dos compañeros, pero el capitán Tarazona lo evitó apuntándole con su pistola. Desde el gobierno civil, llamaron al coronel Cascajo (no está claro si quien habló fue el gobernador o el exdiputado Joaquín García Hidalgo) para anunciarle que estos tres rehenes responderían con su vida de cualquier ataque.

Poco después de las ocho de la tarde el coronel Cascajo ordenó que se atacara el edificio. Se produjo un intenso tiroteo y dos cañonazos, lo que hizo ver al capitán Tarazona la inutilidad de la lucha, así que aconsejó al gobernador la rendición. Éste le dijo que se rendía “con la condición expresa de que de que se le dejara trasladarse a Madrid en compañía de sus familiares”. A las nueve de la noche una sábana blanca en el balcón del gobierno civil anunciaba el fin de la resistencia. Tras la huida o la salida con los brazos en alto de los que se encontraban en el edificio, tomó posesión como nuevo gobernador el capitán de Caballería José Marín Alcázar. Paisanos armados escoltaron al capitán Manuel Tarazona y el teniente Antonio Navajas hasta el cuartel de Artillería, donde Cascajo había ordenado que se dirigieran. El teniente Villalonga tomó el mando de los guardias de Asalto y esa misma noche los sublevados controlaron la ciudad.

Manuel Tarazona Anaya, junto a su mujer, Josefina Ortega San Emeterio.

Manuel Tarazona Anaya, junto a su mujer, Josefina Ortega San Emeterio.

Por su actuación durante la tarde del 18 de julio en el gobierno civil, el capitán Manuel Tarazona sufrió con posterioridad un consejo de guerra, cuyo expediente se conserva en el Tribunal Militar Territorial II de Sevilla. Se convirtió así en una de las cientos de miles de víctimas de lo que se ha denominado “justicia al revés”, que significa que los que se habían levantado contra la legalidad republicana juzgaban como rebeldes a los que habían permanecido fieles a ella. En las fechas en las que procesaron a Manuel Tarazona la oposición al “Glorioso Movimiento Nacional” o cualquier infracción del bando de guerra se castigaban con el fusilamiento sin proceso judicial previo. Por ello, antes de morir, en 1936 y 1937 hubo pocas víctimas que pasaron por consejos de guerra –aunque estos juicios solían ser farsas sin garantías jurídicas para los acusados–, salvo los militares que no habían secundado el golpe de estado o personas muy significadas.

La causa contra el capitán Manuel Tarazona se abre el 20 de julio, por el “supuesto delito de rebelión”, al existir sospechas de que “había hecho fuego sobre las fuerzas del ejército que fueron a declarar el estado de guerra”, y la instruye el comandante de Artillería Juan Anguita Vega. En su primera declaración ante el instructor, Tarazona pretende exculparse alegando que intentó convencer al gobernador de que la resistencia era imposible y que no le desveló el número de guardias con que contaba para la defensa (eran más de 100, pero le dijo que tenía solo 50). También manifiesta que ordenó a las tropas a su mando no disparar contra los artilleros y que él solo realizó durante el asedio uno o dos disparos al aire, en un momento de nerviosismo debido a la explosión de una granada, por una ventana interior del gobierno civil que no daba a la calle. Asimismo, señala que tuvo un trato deferente con los militares sublevados que entraron en el gobierno civil. Así, indica que permitió al teniente José Villalonga salir libremente del edificio y unirse a los rebeldes, y que intentó proteger al comandante Aguilar-Galindo y a los dos oficiales que habían quedado retenidos, al final de la tarde, en el despacho del gobernador. Otro sólido argumento de su defensa es que ordenó a las tropas a su mando destacadas en el ayuntamiento, la Telefónica, telégrafos y la radio, que cuando llegaran a sus edificios las fuerzas del Ejército se entregaran sin ofrecer resistencia.

Aunque las declaraciones del comandante Manuel Aguilar-Galindo en el sumario del consejo de guerra señalan que el capitán Tarazona le apuntó con su arma reglamentaria cuando lo retuvieron en el despacho del gobernador (lo que corroboran también el capitán Félix Sánchez Ramírez y del comandante Luis Zurdo Martín), los testimonios de otros testigos que resistieron con Tarazona en el gobierno civil trataron de minimizar la responsabilidad del capitán aquella tarde. Por ejemplo, el gobernador Antonio Rodríguez de León manifiesta que Tarazona “se limitó a cumplir las órdenes que él le daba” y Gerardo Macho, inspector del Cuerpo de Investigación y Vigilancia, cuando le preguntan “si puede precisar cuál fue la actitud del capitán Tarazona en todo momento, dijo que la de aparentar resistencia cuando naturalmente no la sentía”. Sin embargo, estas ayudas le valen de poco. En un auto emitido por el juez instructor el 30 de julio se ordena su procesamiento, su prisión incondicional y una fianza de 10.000 pesetas, que supondría el embargo de sus bienes para cubrir esa cantidad si no se pagaba en un plazo de 24 horas. En una nueva indagatoria ante el juez, el capitán Tarazona se reitera en sus declaraciones y alega en su defensa, además, que con anterioridad al 18 de julio ofreció tres veces al coronel Ciriaco Cascajo su apoyo a un posible levantamiento militar (lo que confirma en una declaración posterior el propio Cascajo), su pasado militar intachable y que durante su estancia en Córdoba los “elementos marxistas” pidieron su destitución bastantes veces.

Tarazona nombró como defensor a Pedro Luengo Benítez, teniente coronel de Infantería y jefe de la caja de reclutas de Córdoba, quien intentó revocar el auto de procesamiento con un escrito que recogía los mismos argumentos de defensa que ya había esbozado el capitán en sus declaraciones. Sin embargo, no consiguió su objetivo y el día siete de agosto la Auditoría de guerra de Sevilla confirmó el procesamiento. Como el juicio era sumarísimo, que significa que se recortan las garantías para los acusados y se desarrolla en muy poco espacio de tiempo, el sumario de la causa se entregó ese mismo día por un plazo improrrogable de solo tres horas al defensor y al fiscal jurídico de la División, Eduardo Jiménez Quintanilla, para que formulara los cargos. Este fiscal mantuvo durante el verano de 1936 una febril actividad en múltiples consejos de guerra contra personas leales a la República en los que solicitó la pena de muerte para los acusados. Entre ellos, el más célebre es el general Miguel Campíns, comandante militar de Granada, fusilado en Sevilla el 15 de agosto.

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Manuel Tarazona Anaya, junto a su perro.

La vista de la causa contra el capitán Tarazona, en audiencia pública, se celebró a las 12,20 horas del 11 de agosto en la sala de justicia del cuartel de Artillería. El tribunal lo presidió el coronel José Alonso de la Espina, y de vocales ejercieron los tenientes coroneles Eduardo Marquerie Ruiz-Delgado, Acisclo Antón Pelayo, Gillermo Camargo Segerdhal, José Cortes Pujadas y Alfonso Martínez Zabaleta. En el juicio intervinieron varios testigos propuestos por la defensa, algunos de los cuales, junto al capitán Tarazona, resistieron el asedio de los golpistas en el gobierno civil. Entre ellos, el inspector de Vigilancia Gerardo Macho manifestó que “en su concepto el capitán Tarazona era de derechas y no era simpático a los elementos de izquierdas de esta capital”. De los miembros del Cuerpo de Asalto, el sargento Rafael Aguilar Quiles y el guardia Rafael López Galisteo manifestaron que el capitán Tarazona había ordenado en el gobierno civil que dispararan solo cuando lo hicieran las fuerzas de Artillería; y el cabo Francisco Ballesteros Merino, destacado junto a otros 13 hombres en el edificio de la Telefónica, expuso que el capitán les dio órdenes de que cuando llegaran las fuerzas del Ejército se rindieran sin disparar. A pesar de estas declaraciones, el fiscal mantuvo su acusación basándose en que el capitán había ordenado responder a las fuerzas del ejército, había apuntado con su pistola al comandante Aguilar-Galindo y había disparado por una ventana. El defensor y el capitán Tarazona reiteraron en el juicio los mismos argumentos que habían usado durante la instrucción del sumario. El defensor, que pidió la libre absolución, “terminó haciendo un llamamiento a la benevolencia del tribunal y pintando la triste situación de la familia del procesado”. Mientras, la nueva estrategia del capitán Tarazona consistió en exponer su actuación durante la República. Afirmó que el periódico El Socialista había publicado un artículo contra él, que “dio un trato caballeroso a los fascistas detenidos”, “organizó un servicio de protección para que pudieran votar las monjas”, “detuvo a los que pedían por las calles para el Socorro Rojo” y “se evitaron durante su mando los ataques contra las iglesias”.

Tras la vista, como el juicio era sumarísimo y se imponían plazos muy cortos en el proceso, el tribunal hubo de emitir la sentencia aquel mismo día. En ella, respaldó las tesis del fiscal y condenó a pena de muerte al capitán Tarazona. Solo el teniente coronel Acisclo Antón Pelayo emitió un voto particular que disentía, “dadas las circunstancias que concurrían en el procesado que le caracterizaron de hombre de orden”. El consejo de guerra estimaba que el capitán Tarazona era culpable de un delito consumado de rebelión militar por oponerse a las fuerzas del ejército, ya que “declarado el estado de guerra la única autoridad legítima es la militar”. Sin embargo, este argumento para condenarlo era ilegal en su origen, ya que las autoridades militares regionales o provinciales legalmente no podían declarar el estado de guerra, pues eso iba en contra del artículo 42 de la Constitución de 1931 y del capítulo IV de la ley de Orden Público de 1933, que otorgaban con carácter exclusivo a la autoridad civil la declaración de los estados de excepción y prohibían cualquier suspensión de las garantías constitucionales no decretada por el gobierno de España.

Lápida de la tumba de Manuel Tarazona Anaya en el cementerio de San Rafael.

Lápida de la tumba de Manuel Tarazona Anaya en el cementerio de San Rafael de Córdoba.

En Sevilla, el mismo 11 de agosto, el auditor de guerra, Francisco Bohórquez Vecina, dio su conformidad al fallo, y Gonzalo Queipo de Llano, general jefe de la II División, con su firma aprobó la sentencia y decretó su inmediata ejecución. A las 9 de la mañana del día 13 llegó la orden a Córdoba. El coronel Ciriaco Cascajo mandó que se realizara el fusilamiento ese día, a las 11 de la mañana, en el patio del cuartel del Marrubial. La guardia de Asalto de Huelva se hizo cargo del traslado del capitán Tarazona desde los calabozos del cuartel de Artillería hasta el cuartel del Marrubial, donde entró en capilla. El piquete de ejecución lo formaron 16 hombres de la Guardia de Asalto de Córdoba y Huelva, Artillería, Infantería, Caballería y Guardia Civil. La presencia de la guardia de Asalto de Córdoba significaba que hombres que habían estado con anterioridad al mando del capitán ahora eran obligados a participar en su ejecución. Manuel Tarazona llegó desde la capilla al patio del cuartel acompañado por su abogado defensor, el teniente coronel Pedro Luengo Benítez, y el sacerdote Antonio Anula García, quien luego sería capellán de la División Azul en Rusia en 1943. Certificó su defunción el capitán médico Antonio Manzanares Bonilla (recordado hoy con el nombre de una calle en Córdoba capital). A continuación, las fuerzas desfilaron ante el cadáver.

El nombre de Manuel Tarazona Anaya aparece en el monolito en recuerdo de las víctimas de la represión franquista que se inauguró en el cementerio de San Rafael de Córdoba en el año 2011.

El nombre de Manuel Tarazona Anaya aparece (el octavo contando desde arriba) en el monolito en recuerdo de las víctimas de la represión franquista que se inauguró en el cementerio de San Rafael de Córdoba en el año 2011.

El capellán del cementerio de San Rafael se hizo cargo del cuerpo de Manuel Tarazona hasta que al día siguiente se le inhumó (departamento segundo, bovedilla 33, fila primera). El enterramiento se realizó en presencia de los guardias de Asalto José Camacho Rivera y Pablo Luna Montes, subordinados del capitán, que se convirtieron en un apoyo fundamental para su viuda, Josefina Ortega San Emeterio, en aquellos tristes momentos. Desde el cementerio, estos guardias se trasladaron a los calabozos del cuartel de Artillería a recoger los enseres (cama, ropa, objetos personales, etc.) que Tarazona había utilizado durante su presidio para entregarlos a la familia. Ese mismo día se inscribió su fallecimiento “a consecuencia de haber sido pasado por las armas” en el Registro Civil. El capitán Manuel Tarazona Anaya fue el más alto cargo militar fusilado en Córdoba por su actuación durante el 18 de julio de 1936. En 1940 la familia de Manuel Tarazona sufrió la Ley de Responsabilidades Políticas de febrero de 1939, que afectaba a los vencidos republicanos. Los castigos incluían la pérdida de bienes y el pago de multas, que debían afrontar los herederos en caso de que el inculpado hubiera muerto naturalmente o hubiera sido fusilado, pero no hemos podido determinar en qué quedó el expediente que se le abrió.

La única hija del capitán Manuel Tarazona, Josefa, emigró a París con su marido y sus dos hijos en los años cincuenta del siglo pasado. Desde allí, su hija, Sol, me ha llamado en múltiples ocasiones y me ha mandado la documentación de su abuelo (sumario del consejo de guerra del archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla, hoja de servicios del Archivo Intermedio Militar de Ceuta y fotos familiares) que ha posibilitado en gran medida la redacción de este pequeño artículo. Sol y su hija visitarán Córdoba durante unos días a finales de este mes de octubre de 2014 con la intención de conocer los lugares donde Manuel Tarazona Anaya, su abuelo y bisabuelo, vivió, fue fusilado y está enterrado. Por ello este artículo no solo intenta recuperar la historia de Manuel Tarazona Anaya, sino que también es una especie de homenaje a su nieta, Sol Rodríguez Tarazona, y a personas como ella, que consideran que el recuerdo también es un acto noble de justicia histórica.

En el centro, Sol Rodríguez Tarazona, nieta del capitán Manuel Tarazona Anaya, junto a su hija Amelie y el autor de este blog, en su visita a Córdoba en octubre de 2014.

En el centro, Sol Rodríguez Tarazona, nieta del capitán Manuel Tarazona Anaya, junto a su hija Amelie y el autor de este blog, en su visita a Córdoba en octubre de 2014.

Listado de víctimas de la represión franquista en Iznájar

En la madrugada de 19 de julio de 1936 triunfó en la localidad cordobesa de Iznájar la sublevación militar, capitaneada por el sargento Jerónimo Rivero Sánchez, comandante de puesto de la Guardia Civil, quien se incautó del Ayuntamiento y clausuró el Centro Obrero. A principios de agosto ejerció como comandante militar Carlos Galindo Casellas, secretario del Ayuntamiento de Rute y teniente de Caballería retirado. Las detenciones y los fusilamientos se iniciaron con rapidez, lo que causó una masiva huida de vecinos hacia la zona republicana. El historiador Francisco Moreno Gómez, en su obra La guerra civil en Córdoba 1936-1939 (página 117), publicada en el año 1985, indicaba que los fusilados por la represión franquista en Iznájar anotados en los libros de defunciones del Registro Civil, algunos de ellos bajo el concepto de “desaparecidos”, fueron 28 (25 en el pueblo y tres en Córdoba). Sin embargo, estimaba que el número de asesinados durante la guerra civil llegó a los 50, ya que muchos quedaron sin inscribir en el Registro, y citaba el caso de Manuel Escamilla Caballero, de la aldea del Barrio de San José, fusilado en Córdoba el 15 de febrero de 1937.

Adolfo Torrubia Cruz, Antonio Granados Ginés, Antonio Llamas Hidalgo y Fernando Osuna Caballero, fusilados el 13 de septiembre de 1936.

Fotografías en la lápida del cementerio de Iznájar de Adolfo Torrubia Cruz, Antonio Granados Ginés, Antonio Llamas Hidalgo y Fernando Osuna Caballero, fusilados el 13 de septiembre de 1936.

Cuando en mayo de 2007 publiqué la segunda edición de mi libro Desaparecidos. La represión franquista en Rute 1936-1950, incluí algunos datos relativos a Iznájar, debido a que ambos municipios son colindantes y a que falangistas y guardias civiles de Rute habían colaborado en tareas represivas en Iznájar. Me serví de la ayuda de dos testimonios importantísimos. Uno de ellos fue el de Antonio Montilla Cordón, quien me escribió desde Calafell (Tarragona) en octubre de 2005 para contarme la historia de El Remolino, donde él nació. Antonio Montilla, un niño de 11 años en 1936, había sido testigo durante la guerra civil de la represión desatada en esa aldea por los falangistas y la Guardia Civil de Rute e Iznájar. El Remolino era en 1936 una de las 22 pedanías del municipio de Iznájar y tenía en aquel tiempo unos 300 habitantes. El testimonio de Antonio Montilla poseía un enorme valor ya que, tras la construcción del pantano de Iznájar en los años sesenta, El Remolino quedó inundado y todos sus habitantes se vieron forzados a emigrar, por lo que él temía que la historia oral de lo ocurrido en la aldea se perdiera para siempre. Por fortuna, el testimonio de Antonio Montilla tuvo una amplia difusión y fue publicado en libros y revistas como Cuadernos para el Diálogo. El texto del número de la revista se puede leer en este enlace.

Alfonso Rabasco Ortega

Alfonso Rabasco Ortega, de la aldea de Las Huertas de la Granja, fusilado en fecha indeterminada.

Sabemos muy poco de la represión desencadenada durante la guerra civil en Iznájar y en sus aldeas, por lo que la prodigiosa memoria de Antonio Montilla es de una gran importancia histórica. En El Remolino, como en muchos lugares de España, en 1936 no hubo una guerra en sentido estricto, sino que lo que en verdad se desató fue una cruel represión que no se podía justificar con el argumento de una violencia previa de los republicanos, pues en la aldea no se cometió ninguna tropelía en contra de nadie. No se puede afirmar que hubo guerra cuando a un lado estaban las fuerzas militares y paramilitares golpistas (guardias civiles y falangistas) que realizaban incursiones en las que de forma indiscriminada quemaban, violaban y mataban, y en el otro lado, como víctima, una población civil indefensa. En definitiva, lo ocurrido en El Remolino más que un hecho bélico es un típico ejemplo de barbarie colonial, de una represión ciega movida por la crueldad y el desprecio a la vida, con la aplicación de una violencia extrema y de castigos ejemplares.

Francisco Ruiz Caballero, de Las Huertas de la Granja, fusilado junto a su hermano Felipe en fecha indeterminada.

Francisco Ruiz Caballero, de Las Huertas de la Granja, fusilado junto a su hermano Felipe en fecha indeterminada.

Un año después de que Antonio Montilla Cordón aportara su testimonio, el historiador Francisco Espinosa Maestre me envió una copia de un sumario de un consejo de guerra localizado por el también historiador José María García Márquez en el archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla (causa nº 327, legajo 162, expediente 6.590). Se trataba del juicio sumarísimo contra el guardia civil Rodrigo Salas Bote y el falangista Pedro Doncel Quintana (conocido con el apodo de Periquillo el de la Carolina) a los que se acusaba de haber infringido el bando de declaración del estado de guerra en El Remolino el 31 de agosto de 1936. El documento tenía una importancia enorme. Por un lado, corroboraba documentalmente, y si cabe de manera más trágica aún, ciertos pasajes del testimonio de Antonio Montilla Cordón. Por otro lado, nos encontramos ante uno de los pocos casos en los que la justicia inició una actuación por los excesos cometidos por los derechistas, un hecho excepcional que resultó posible porque el denunciante era el jefe de la Falange de Iznájar, despechado por el asesinato de su tío (Antonio Conde Lucena), aunque esta circunstancia del parentesco la omitió en su denuncia. Al final, el proceso judicial es una muestra contundente de la actuación irregular y partidista de la maquinaria judicial franquista cuando un acusado afín a su ideología se veía involucrado en algún delito y, también, es un claro ejemplo de cómo las actuaciones judiciales amparaban la represión en contra de los republicanos. El análisis que realicé en su momento de este consejo de guerra también salió publicado en la revista Cuadernos para el Diálogo, y es posible consultarlo en este enlace.

Antonio Rabasco Ortega, de la la aldea de Las Huertas de la Granja, fusilado el 4 de septiembre de 1936.

Antonio Rabasco Ortega, de Las Huertas de la Granja, fusilado el 4 de septiembre de 1936.

Los datos aportados en el año 2005 por Antonio Montilla Cordón permitieron revisar al alza la cifra de 50 fusilados en Iznájar que el historiador Francisco Moreno Gómez había estimado como fiable veinte años antes. De los 13 asesinados que nombra Antonio Montilla en su testimonio, todos con nombres y apellidos, solo tres (Francisco Aguilera, Diego Rey y Diego Ayora) están inscritos en los libros de defunciones del Registro Civil, que es la fuente legal para el estudio histórico de los fallecimientos. Una situación similar encontramos en Las Huertas de la Granja, otra pedanía de Iznájar sepultada hoy por las aguas del pantano. Gracias al testimonio de Domingo Rabasco Molina, recogido por mí en 2004, sabemos que allí se fusiló a siete personas, aunque solo dos aparecen en el Registro Civil (Antonio Rabasco Ortega, inscrito doblemente en los registros civiles de Iznájar y de Rute; y Rafael Cano Tenllado, en el de Iznájar). En total, en estas dos aldeas ya sumamos 20 asesinados, de los que nada más que cinco están anotados en el Registro Civil, lo que nos indica que sin testimonios orales es imposible cuantificar la verdadera historia de la represión franquista y que prescindir de ellos, como por desgracia han hecho algunos estudios históricos, siempre nos llevará a cifras insuficientes y equivocadas.

Un porcentaje altísimo de víctimas mortales de la violencia franquista, como podemos ver en Iznájar y en otras muchas localidades, nunca se llegaron a inscribir en los registros civiles debido a las trabas burocráticas, al miedo de las familias o a que estas emigraban de la localidad. Toda dictadura, de izquierdas o de derechas, siempre ha intentado borrar las huellas de su violencia, y en esto el franquismo no fue una excepción. Por tanto, el día en que no podamos contar con los recuerdos y los testimonios de los testigos de los hechos perderemos siempre la posibilidad de conocer las cifras verdaderas de la represión que trajo consigo el golpe de Estado del 18 de julio de 1936. Los partidarios de “no remover el pasado”, en consecuencia, deberían reflexionar sobre el enorme daño que causa al conocimiento histórico el “olvido” de las cuestiones relativas a la investigación de la violencia durante la guerra civil y la posguerra.

Cripta del cementerio con los restos de siete fusilados en 1936. La exhumación y el traslado de los cadáveres al cementerio se realizó en 1979.

Cripta con los restos de siete fusilados en 1936. La exhumación y el traslado de los cadáveres desde Encinas Reales al cementerio de Iznájar se realizó en 1979.

Iznájar fue un municipio pionero en la exhumación de los restos de los asesinados por los golpistas durante la guerra civil, lo que a su vez también nos ha facilitado el recuento del número de víctimas en el municipio. Durante el mandato del alcalde andalucista Manuel Llamas Sanjuán, en la temprana fecha del 23 de agosto de 1979 fueron trasladados a las 7,30 horas de la tarde, desde la Venta al cementerio de la localidad, los restos de siete iznajeños que habían sido fusilados el 13 de septiembre de 1936 en el pueblo cercano de Encinas Reales. Aunque hubo tres que no se pudo identificar, los nombres de los otros cuatro (Adolfo Torrubia Cruz, Antonio Granados Ginés, Antonio Llamas Hidalgo y Fernando Osuna Caballero) aparecen en la cripta en la que están sepultados, junto a sus fotos y a la inscripción “asesinados por su condición de demócratas”. Ninguno de estos asesinados está inscrito en los libros de defunciones del Registro Civil, ni en Iznájar ni en Encinas Reales, el lugar donde les quitaron la vida.

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Nicho con los restos de cuatro asesinados el 27 de septiembre de 1936. La exhumación y el traslado de los cadáveres desde los cerrillos de Ventorros de Balerma al cementerio de Iznájar se produjo en 1980.

El 15 de agosto de 1980 se produjo un nuevo traslado de cadáveres de otros cuatro asesinados (Francisco González Caballero, hermano del alcalde republicano; Juan Rubio Hoyo; Juan Aguilera Puerto y Vicente González Ortiz, de 21 años) desde los cerrillos de Ventorros de Balerma, donde los habían fusilado el 27 de septiembre de 1936, al cementerio de Iznájar. De ellos, solo el último está asentado en el Registro Civil. Con los datos que poseemos, ya hemos superado la cifra de 50 asesinados que estimaba el historiador Francisco Moreno Gómez en 1985. Ahora mismo tenemos una relación nominal de 75 víctimas de la represión franquista durante la guerra en el municipio de Iznájar (en posguerra hay otras siete mas una en el campo nazi de Mauthausen), de las que 47 (más de un 62%) no están inscritas en el Registro Civil. Y estos datos se han alcanzado cuando solo se han recogido dos testimonios orales y únicamente se han cuantificado de manera detallada los asesinados en dos aldeas (faltan otras 20 por investigar detenidamente). Por desgracia, la documentación que se conserva en el Archivo Histórico Municipal referida a los años de guerra y posguerra, que nos podría servir de ayuda en nuestra labor de búsqueda de información sobre este tema, es escasa y está aún sin catalogar en parte, así que solo hemos podido extraer de ella datos muy concretos.

En el año 2014 el iznajeño Diego Ortiz Pacheco publicó un libro titulado El Pueblo habló. Pinceladas históricas en el que recoge muchos datos sobre Iznájar. Varios se refieren al año 1936 y se centran en la represión sufrida en el municipio tomando como fuente de información los testimonios orales aportados por varios vecinos desde los años noventa del siglo pasado. También incluye una magnífica fotografía, que es la que reproducimos en el lateral, en la que se puede ver el multitudinario funeral celebrado en memoria de los siete vecinos, ya citados con anterioridad, que fueron fusilados en Encinas Reales en septiembre de 1936 y enterrados en el cementerio de Iznájar el 23 de agosto de 1979 tras ser exhumados. Anotamos a continuación un resumen de la información sobre fusilamientos que aporta en su libro Diego Ortiz Pacheco porque nos da una idea de la magnitud de la violencia en los primeros meses de la contienda:

-Aldea Fuente del Conde: seis fusilados a mediados de septiembre.

-Carretera Iznájar-Loja: dos fusilados en agosto.

-Chaparral Alto: un hombre fusilado y enterrado en un majano en agosto.

-Cortijo de Los Chinarrales, detrás de la casa Calderón: fusilados Currito y Modesto en agosto.

-Aldea Arroyo de la Gata: varios asesinados en la finca Ventura.

-Aldea Juncares: en un lugar conocido como la Leva, en la sierra de las Ventanas, cinco fusilados en agosto.

-Aldea El Higueral; 14 personas muertas en el tiroteo de la toma del pueblo (20 de agosto) y dos fusilados.

-Aldea Cierzos y Cabreras: en la huerta de los Álamos, camino en dirección a Monte de las Monjas, fusilaron un hombre de apellido Tirado y apodado Cañas (¿podría ser Saturnino Tirado Luque?). En la cañada los Pozos fusilaron a un hombre apodado el Mono. A los hermanos Andrés y Felix Aguilera Arévalo los fusilaron en la Llaná. Todos los crímenes fueron en agosto.

-Aldea Arroyo Cerezo: seis personas obligadas a cavar su propia fosa y fusiladas en el puente de la Fraila; otras dos más allá de la cañada del cortijo Valenzuela (uno era de la aldea del Adelantado y se apellidaba Guerrero, el otro era de la aldea de Fuente del Conde). Los asesinatos se realizaron a mediados de agosto.

-Iznájar: Un hombre apodado el Brinzulo tiroteó y mató a Juan López, de apodo Chamol, residente en la aldea de Cierzos y Cabreras, al confundirlo con un “fascista” en la cuesta Marcelino en el mes de agosto.

-Aldea de El Remolino: en el mes de septiembre fusilaron a un hombre de apellido Guerrero en El Romeral; dos hermanos de apellido Aguilera en Las Lobas; cuatro (dos hermanos, Juan Harina y uno apodado Reyes) en la vertiente del cerro La Trujilla; a los hermanos Juan y Antonio Hinojosa Sánchez y a varios jóvenes más en el Camal, donde fueron obligados a cavar su tumba; a Diego Ayora en Encinas Reales (en el Registro Civil se anota su muerte en Córdoba).

-Iznájar: el 13 de septiembre, asesinados en Encinas Reales Adolfo Torrubia Cruz, Antonio Granados Ginés, Antonio Llamas Hidalgo, Fernando Osuna Caballero y cuatro más (posiblemente el ya citado Diego Ayora, de El Remolino, y otros tres jóvenes de Fuente del Conde). Otro consiguió huir y sobrevivir a una ráfaga de balas. El 23 de agosto de 1979 se les exhumó y enterró en el cementerio de Iznájar, como ya hemos contado con anterioridad.

-Ventorros de Balerma: fusilados en las canteras de al lado de la fuente La Teja los jóvenes iznajeños Francisco González Caballero, Vicente González Ortiz, Juan Aguilera Puerto, Juan Rubio Hoyo y cuatro más. Sus cuerpos fueron exhumados y trasladados a Iznájar el 15 de agosto de 1980, según ya hemos señalado.

 

Jacinto Sánchez Campillo, de 33 años, muerto en la Prisión Provincial de Córdoba el 13 de mayo de 1942.

Mientras los republicanos fusilados permanecían enterrados y ocultos en fosas comunes y en cunetas y descampados, la identificación y enterramiento digno de las víctimas ocasionadas por la represión republicana se convirtió en una prioridad para el franquismo tras la guerra civil. Con dinero público se estableció una política de Estado para que las víctimas mortales de la represión republicana fueran sacadas de las fosas comunes, identificadas e inhumadas en cementerios, según establecieron al menos dos órdenes de 6 de mayo de 1939 y 1 de mayo de 1940 del Ministerio de la Gobernación (esta última, sobre «inhumaciones y exhumaciones de cadáveres de asesinados por los rojos»). Aunque en Iznájar, como hemos visto, fue posible en los años ochenta del siglo XX que también los republicanos tuvieran ese derecho, hoy en día abordar esta cuestión suele causar enconadas controversias políticas. Sirva de ejemplo el debate ocurrido en el pleno municipal de Iznájar el 13 de enero de 2012, que se puede leer a partir de la página 13 de este enlace, sobre la propuesta de reprobación de un concejal por unas presuntas declaraciones vertidas sobre la búsqueda de «huesos» de los desaparecidos.

Teniendo en cuenta mis investigaciones y la bibliografía publicada hasta el momento, he elaborado una lista de 11 páginas con el nombre o el apodo de las víctimas de la guerra civil y de la represión franquista en Iznájar y sus aldeas (que albergaban un censo de 12.345 habitantes en 1940). Incluye, entre otros, a 75 fusilados en guerra, tres fusilados en posguerra, cuatro muertos en posguerra en las cárceles, una lista de presos, los nombres de combatientes republicanos fallecidos y desaparecidos en los frentes, 240 vecinos sujetos a expedientes de incautación de bienes y de responsabilidades políticas, etc., junto a una tabla comparativa del número de víctimas mortales de la represión franquista y republicana en Iznájar, Córdoba, Andalucía y España. La relación completa de víctimas de Iznájar se puede leer en este enlace.

Antonio Montilla y Antonio González

De izquierda a derecha, Carmen Aragón Carrasquilla (de Lucena), su esposo Antonio González Merino (de Montilla, su padre y su tío murieron en el campo nazi de Mauthausen en 1941), Arcángel Bedmar (autor de este blog), una desconocida y Antonio Montilla Cordón (autor de las memorias de El Remolino a las que se hacen referencia en este artículo). La foto se realizó el 4 de noviembre de 2006 en Cornellá (Barcelona), durante mi intervención en la presentación del libro Peatones de la Historia del Baix Llobregat, en el que los dos hombres salen como protagonistas. Todos los que aparecen en la foto, salvo el autor del blog, han fallecido.

Información complementaria

Nuevas historias de la represión franquista en Lucena

El teniente de la Guardia Civil Luis Castro Samaniego “Teniente Polvorilla”, uno de los puntales más sólidos del golpe de Estado en Lucena el 18 de julio de 1936.

El teniente de la Guardia Civil Luis Castro Samaniego “Teniente Polvorilla”, uno de los puntales más sólidos del golpe de Estado en Lucena el 18 de julio de 1936.

Cualquier estudio que intente reconstruir lo que sucedió en Lucena en los años de la República, la guerra civil y la primera posguerra se encontrará con una dificultad insalvable: todos los documentos relativos a este periodo que deberían conservarse en el Archivo Histórico Municipal se quemaron de manera intencionada, por los propios funcionarios, en los años setenta del siglo pasado. Solo se salvaron los libros de actas de los plenos. Este hecho sorprende a cualquier investigador, ya que si el franquismo lucentino no tenía nada que ocultar ni de lo que sentirse responsable, no se entiende que pusiera tanto interés en destruir las huellas de su pasado, esas que le hubieran permitido responder de todas sus actuaciones ante la historia. Al faltar la documentación municipal, las principales vías de información sobre la represión, desde el triunfo en la localidad del golpe de estado el mismo 18 de julio de 1936, se encuentran en los nuevos libros que se van editando, en los fondos del Archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla –donde se conservan los expedientes de consejos de guerra de los republicanos que fueron juzgados–, y en los testimonios de testigos, víctimas y familiares de los represaliados. Utilizando estas fuentes, voy a publicar algunas de las informaciones más interesantes que me han llegado en los últimos tiempos, y que completan  los datos que en su día aporté en mi libro, publicado en 2010, República, guerra y represión. Lucena 1931-1939

Al terminar la Guerra Civil, España se convirtió en una inmensa cárcel para los republicanos. A finales de 1939 había 270.719 personas en las cárceles, según las cifras oficiales del Ministerio de Justicia, sin contar a los 137.000 internados en los batallones de trabajadores y en los batallones disciplinarios de soldados trabajadores, a los reclusos de las prisiones habilitadas ni a los presos gubernativos de la Dirección General de Seguridad. La situación en las cárceles era aterradora, debido sobre todo al hambre, los parásitos, el hacinamiento, las humillaciones y la falta de atención médica. Oficialmente la Dirección General de Seguridad no exigía que se administrara una ración diaria superior a las 800 calorías, cuando una persona inactiva necesita al menos 1.200 para sobrevivir. Surgieron enseguida la avitaminosis y las epidemias, de manera que los presos sin familiares que pudieran asistirles con envíos de alimentos y medicinas estaban casi abocados a la muerte. Sin embargo, esta ayuda familiar se vio muy dificultada porque el franquismo reglamentó como una forma más de castigo el que los reclusos cumplieran sus condenas lejos de sus lugares de origen. A este exterminio masivo de presos que se desencadenó en la posguerra el historiador Francisco Moreno Gómez lo ha llamado “Auschwitz español”. Por ejemplo, en 1941, solo en la prisión de Córdoba, sin contar a los fusilados, murieron por hambre y enfermedades 502 presos de los entre 3.500 o 4.000 que albergaba.

Existen aún pocos estudios globales que aborden las cifras de la mortalidad causada en la primera posguerra por las inhumanas condiciones carcelarias y por la política penitenciaria del franquismo. Por ello, hasta el momento solo conocíamos la identidad de seis lucentinos que perecieron entre 1939 y 1942 en la prisión de Córdoba (Agustín Góngora Serrano, Francisco Mayorgas Hurtado, José González Román, Pedro Muñoz Burgos e Isidoro Valle Jiménez) y en la de Lucena (Rafael Ortega Olmo). Gracias al libro del historiador José María García Márquez, Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla (1936-1963), hemos descubierto los nombres de otros dos lucentinos que murieron en los centros de internamiento franquistas. Uno de ellos fue Juan Muñoz Cabeza, de 29 años, soltero, hijo de Juan y Josefa, que falleció en el campo de concentración de Las Arenas (en La Algaba, Sevilla) el 28 de abril de 1942. Según el historiador José Mª García Márquez, en Las Arenas hubo 278 recluidos, de los que murieron 144, más de la mitad, entre 1941 y 1942, lo que nos da una idea de la extrema dureza de este recinto penitenciario. Este campo se habilitó oficialmente para mendigos, que solían ser personas reducidas al hambre por la guerra, la represión, el destierro, el paro u otras circunstancias familiares o personales. El otro fallecido fue el jornalero Gregorio Cortés Sánchez, de 56 años, que murió en la Prisión Provincial de Sevilla el 12 de abril de 1941, un año en el que perecieron también por hambre, enfermedades y privaciones otros 378 internos de esta cárcel.

Desfile de falangistas por la calle Las Torres el 1 de septiembre de 1936. Encabeza la comitiva marcial el brigada Antonio Zurita Botí. (Foto: Archivo Serrano. Hemeroteca Municipal de Sevilla).

Desfile de falangistas por la calle Las Torres el 1 de septiembre de 1936. Encabeza la comitiva marcial el brigada Antonio Zurita Botí. (Foto: Archivo Serrano. Hemeroteca Municipal de Sevilla).

Hemos podido localizar el sumario del fallecido Gregorio Cortés Sánchez en el Archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla (legajo 124, expediente 2.291), lo que nos ha permitido rastrear las circunstancias que le llevaron a prisión. Había estado encarcelado entre el 29 de julio y el 14 de noviembre de 1936 en represalia por la huida de Lucena a la zona republicana de un hijo –Felipe Cortés Cabello, militante del sindicato socialista UGT, que desapareció en el frente de guerra–. De nuevo, fue detenido el 23 de septiembre de 1937 por el cabo comandante de puesto de la Guardia Civil de Zambra, Antonio Muñoz Jiménez, y el guardia José Reina Cervera, tras una denuncia de Juan José Sánchez Redondo, vecino de Los Llanos de Don Juan. Este lo acusó de haber afirmado que el general jefe del Ejército de Sur, Gonzalo Queipo de Llano, era “un granuja” y que “estábamos todos engañados con ese Gonzalo de Sevilla y que en Lucena había quien estaba esperando el triunfo de los socialistas, que había quien tenía banderas preparadas para salir ese día a la calle a ponerlas, puesto que a los socialistas los tienen reconocidos veintisiete naciones extranjeras”. Aquel mismo día se hizo cargo del detenido Manuel Vargas Martín, alférez jefe de línea de la Guardia Civil de Lucena, que lo internó en la cárcel. El 13 de diciembre de 1937 se decidió su pase a la Prisión Provincial de Córdoba. El juicio se celebró el 22 de enero de 1938. El abogado defensor había solicitado la absolución, sin embargo el tribunal, presidido por el coronel de la Guardia Civil Evaristo Peñalver Romo, aceptó la petición del fiscal, José Ramón de la Lastra y Hoces, que había considerado los hechos como un delito de “auxilio a la rebelión” y había pedido 12 años y un día de reclusión para el procesado. En 1939, mientras Gregorio Cortés se encontraba en la prisión de Sevilla, falleció su esposa, Josefa Campos León. En enero de 1940 se le conmutó la pena por seis años y un día, pero murió por miocardistis antes de ser liberado.

Cuando fue interrogado por la Guardia Civil el 23 de septiembre de 1937, Gregorio Cortés Sánchez manifestó que había comentado lo de los socialistas y las banderas porque se lo había escuchado referir tres días antes en una conversación al turronero Pedro Antonio Hinojosa Cuenca, de 27 años. Este fue citado a declarar al día siguiente y lo negó. Alegó que él solo había afirmado que la Sociedad de Naciones “estaba de parte nuestra, por lo que ganaríamos, que esto lo dijo queriendo decir que ganaría Franco, y que si otra cosa entendió el Gregorio Cortés lo interpretaría mal”. A pesar de sus aclaraciones, Pedro Antonio Hinojosa fue encarcelado hasta el 9 de octubre, fecha en la que quedó en libertad provisional, pero con la obligación de presentarse cada diez días en el juzgado. Mientras se instruía la causa judicial que se le abrió, falleció el 8 de febrero de 1938 por miocarditis, la misma enfermedad que llevaría a la tumba en la cárcel a Gregorio Cortés.

Miguel Berjillos Gálvez junto a su primera mujer, Aurora Salazar Mency, y su hija Araceli.

Miguel Berjillos Gálvez junto a su primera mujer, Aurora Salazar Mency, y su hija Araceli.

La represión provocó que muchas personas, por distintos motivos (destierro, dificultades para encontrar trabajo, acoso social, etc.), no volvieran a sus localidades de origen al cumplir su condena en las cárceles, lo que conllevó que se convirtieran en desconocidas en la tierra que las vio nacer. Eso le ocurrió al lucentino Miguel Berjillos Gálvez. Supe de su existencia a través de Ismael Algarrada, residente en Torre del Mar y ya fellecido. Me informó de que había una calle dedicada a él en Vélez-Málaga y me remitió a un artículo sobre su trayectoria vital, escrito por Antonio Jiménez, publicado en el Diario La Axarquía el 30 de noviembre de 2012. Miguel Berjillos era de ideología comunista y había estado recluido en la prisión de Málaga en la posguerra. En la cárcel conoció a una veleña, Carmela Díaz, una voluntaria que asistía a los presos sin familia en el lugar y con la que acabaría casándose. Miguel Berjillos rápidamente se integró en Vélez, donde se convirtió hasta su muerte en 1976 en una persona comprometida socialmente y en un incansable animador cultural en los campos pictórico, radiofónico y literario. Escribió tres libros: El Romancero de Vélez-Málaga, El alma de la Cueva de Nerja y La vida de Juan Breva.

A la derecha, Francisco Bergillos Gálvez, torturado en 1936. A su lado, sus hermanos Miguel y Carmen.

A la derecha, el concejal de Izquierda Republicana Francisco Bergillos Gálvez, torturado en 1936. A su lado, sus hermanos Miguel y Carmen.

Al pie del artículo del Diario La Axarquía aparecía un comentario de su nieto, Juan Manuel Muñoz Berjillos. Aunque solo se publicaba su nombre, conseguí localizarlo en julio de 2014 en L´Hospitalet de Llobregat (Barcelona). Gracias a él y a su madre, Araceli, pude obtener datos y fotos no solo de su abuelo, sino de otros miembros de su familia significados políticamente, algunos de los cuales ya constaban en mi libro de Lucena. Araceli fue la única hija que tuvo Miguel Berjillos, fruto de su primer matrimonio con la lucentina Aurora Salazar Mency, que murió en 1938. Araceli tenía entonces tres años, así que una tía se hizo cargo de su crianza. A Miguel le sorprendió el golpe de Estado realizando el servicio militar en la zona que quedó en poder de los sublevados, así que luchó durante la contienda en el bando franquista. En la posguerra lo detuvieron por sus actividades políticas, sin que sepamos la fecha y el lugar exacto (es posible que en Rute), pues no hemos podido localizar su expediente del consejo de guerra. Estuvo encarcelado durante unos tres años en la prisión de El Dueso (en Santoña, Cantabria) y luego en la de Málaga. Al salir, se estableció ya definitivamente en Vélez.

Antonio Bergillos Gálvez, de 19 años, fusilado el 11 de noviembre de 1936.

Antonio Bergillos Gálvez, de 19 años, fusilado el 11 de noviembre de 1936.

El testimonio de Araceli Berjillos ha permitido también obtener algún dato más de sus tíos y de su abuelo, todos zapateros de profesión. Algunos aparecen en mi libro, pero con el apellido Berjillos escrito con “g”, que al parecer es la grafía correcta. A un hermano de Miguel, Antonio Bergillos Gálvez, de 19 años, que había portado en alguna ocasión las banderas de los gremios republicanos en las manifestaciones, lo fusilaron en Córdoba el 11 de noviembre de 1936, convirtiéndose así en una del más de centenar de víctimas mortales por la represión franquista en el municipio de Lucena en los tres años de guerra. Otro hermano, Francisco, había sido vocal de la Junta Directiva del Centro de Obreros Republicanos en 1933. En febrero de 1936, como consecuencia de las elecciones que dieron el triunfo en Lucena y en España a la candidatura del Frente Popular, se convirtió en  concejal por Izquierda Republicana. Tras el golpe de estado lo torturaron en el cuartel de la Guardia Civil (actual hotel Santo Domingo) delante de su padre, Francisco, al que habían encarcelado.

Francisco Bergillos (padre de Miguel, Francisco y Antonio) fue encarcelado en 1936.

Francisco Bergillos (padre de Miguel, Francisco y Antonio) fue encarcelado en 1936.

En mayo de 2014, desde Madrid, Eusebio Aguilera Díaz me escribió para decirme que el nombre de su abuelo Pedro Díaz Algar, un jornalero de 40 años, estaba equivocado en mi libro de Lucena, pues yo lo había identificado como Francisco. El error se produjo porque de los 11 fusilados que hubo en Las Navas del Selpillar solo cuatro están inscritos en el Registro Civil como difuntos. Los datos de los otros siete, entre los que se encuentra su abuelo, pude rescatarlos gracias a testimonios orales, una fuente de información que puede presentar lagunas en cuanto a recuerdos de personas o hechos. Si hace más de 15 años yo hubiera seguido el consejo de los defensores del olvido y de no remover el pasado, hoy todavía seguiríamos creyendo (y también lo creería cualquier historiador que en el futuro investigara estos hechos, ya sin el aporte de la memoria de los que los vivieron) que las víctimas mortales de la represión franquista en Las Navas del Selpillar fueron cuatro y no 11, que es el número verdadero de asesinados.

En su escrito, Eusebio Aguilera se refiere a la posible exhumación de los restos de su abuelo –enterrado en un lugar desconocido como otros miles de republicanos asesinados–, ya que ese es uno de los anhelos de su madre. Es un deseo comprensible en una sociedad como la nuestra, donde el duelo por la muerte de un ser querido va acompañado de unos ritos entre los que se encuentra el entierro del cadáver en el cementerio en una tumba identificada. El franquismo era consciente de ello, por lo que no escatimó dinero público y estableció una política de Estado para que las víctimas mortales de la represión republicana fueran sacadas de las fosas comunes, identificadas e inhumadas en cementerios, según establecieron dos órdenes de 6 de mayo de 1939 y 1 de mayo de 1940 del Ministerio de Gobernación.

Me he permitido reproducir parte de la carta de Eusebio Aguilera. Está escrita en el mismo tono, sosegado y pacífico, de las muchas misivas que recibimos los historiadores que nos dedicamos al estudio de la represión. En sus palabras no hay lugar para la revancha ni para reabrir las heridas del pasado, sino todo lo contrario. La única intención es curar y cerrar las heridas de las personas que, como su madre, todavía las tienen abiertas:

Mi llegada hasta usted es como consecuencia de que mi madre, ya muy mayor, es la última de los hijos vivos de mi abuelo, y lleva ya tiempo pidiéndome que intente buscar a su padre con el objetivo de enterrarle con su familia.

Soy consciente y así intento hacerla ver, que es tarea difícil, si bien y cuando le estuve leyendo algunos de los párrafos de su libro, de los hechos que ocurrieron en Las Navas del Selpillar, se puso a llorar, pues dichas historias son con las que había nacido.

  Efectivamente, mi abuelo reclamó unas jornadas que había dado, y ese fue todo su delito, y la única explicación que le dieron a mi abuela, cuando durante varios días estuvo llevándole la comida y ropa limpia, es que “tu marido donde está ya no le hace falta nada…”, y eso es cuanto sabemos de su desaparición.

   Por la lectura de su libro se podría interpretar que están en alguna fosa común del cementerio de Lucena ¿Ese punto se podría confirmar? ¿Y si es así, en algún momento se ha barajado la posibilidad de entre los familiares de todos esos desaparecidos solicitar al Juzgado la exhumación de los cuerpos?

   Mi madre, la pobre, nos dice y nos repite que si pudiera sacar a su padre de donde estuviera sería lo más grande que podría hacer. Y francamente me siento obligado a intentar al menos hacer algo… pues como le digo con la lectura de su libro en lo concerniente a lo ocurrido en Las Navas se le puso el vello de punta, ya que algunas de esas historias son las que le contaba su madre y viejos del lugar de lo que allí pasó.

En cuanto a la contabilización de las víctimas mortales de la represión franquista en Lucena, hemos conocido por testimonios orales que Antonio Ortiz Ortega «El Seco Pesero» podría ser el nombre de una nueva víctima. De otras dos personas no hemos conseguido establecer a ciencia cierta que fueran fusiladas: Antonio Santaella Cañete y un varón de apellidos Muñoz Cabeza. De este último, gracias al testimonio de su sobrina nieta Lorena Raya Vicente, aportado en marzo de 2016 desde Castellón, conocemos su desaparición, pero no si fue a consecuencia de un hecho de guerra o de la represión, aunque esta última posibilidad es la más probable. A pesar de la coincidencia de apellidos, hemos comprobado que Muñoz Cabeza no es el lucentino que falleció en 1942 en el campo de concentración de La Algaba, del que hablamos al principio de esta entrada del blog. Lorena nos ha facilitado también el nombre del primer marido de su abuela, Miguel Pino Salcedo, que murió en el frente de batalla mientras luchaba a favor de la República.

El último testimonio que hemos recibido respecto a la represión, el 2 de septiembre de 2020, ha sido el de la nieta de Martín Burgos Villa, de 33 años, fusilado el 18 de agosto de 1936 en el cementerio. La familia afirma que la causa del fusilamiento es su oposición a que su hermana mantuviera relaciones con un derechista que la había pretendido. En venganza, este lo denunció por comunista y lo detuvieron mientras trabajaba en el campo. Como el camión en el que solían llevar a los presos para fusilar pasaba por la calle donde ellos residían, su esposa, Araceli Muñoz Soria, lo acechaba cada noche y pudo verlo por última vez mientras él le tiraba besos en el aire. A ella la pelaron, le dieron aceite de ricino, la pasearon media desnuda por Lucena atada a un carro y le dieron una paliza que le provocó un aborto, pues estaba embarazada de seis meses. Para sobrevivir, se dedicó a lavar la ropa de los soldados y sobre todo al estraperlo, hasta que emigró a Córdoba capital.

Listado de víctimas de la represión franquista en Nueva Carteya

La fuente imprescindible para adentrase en el conocimiento de la represión en Nueva Carteya durante la guerra civil es el historiador Francisco Moreno Gómez, en especial su libro 1936: el genocidio franquista en Córdoba. Gracias a él sabemos que Nueva Carteya fue una de las dos localidades de la campiña cordobesa, junto a Bujalance, donde la Guardia Civil no secundó el golpe de Estado, lo que motivó que el pueblo sufriera la incursión en poco más de un mes de tres columnas militares afectas a los militares sublevados con la intención de tomarlo.

El capitán dela Guardia Civil Francisco López Pastor mandaba la columna que el día 28 de agosto tomó Nueva Carteya.

El capitán de la Guardia Civil Francisco López Pastor mandaba la columna que el día 29 de agosto de 1936 tomó Nueva Carteya.

El 18 de julio de 1936 el alcalde en funciones era el socialista Juan Caballero. Para evitar que los derechistas locales pudieran apoyar el golpe de Estado, se detuvo a 37 de ellos y se les recluyó en la iglesia. El atardecer del día 20, entró una columna de militares y guardias civiles mandada por el teniente Machuca Báez, de la guardia de Asalto, que liberó a los presos y causó la primera víctima mortal entre la población. A la mañana siguiente, al retirarse hacia Córdoba, la columna arrastró consigo a las personas de derechas que quisieron acompañarla y a los guardias civiles del pueblo. Nueva Carteya siguió en manos republicanas, pero el 28 de julio pasó la columna militar del coronel Eduardo Sáenz de Buruaga, con moros de Regulares y legionarios, que iba camino de Baena (donde aquella misma tarde cometería una de las masacres más importantes de la guerra civil en la provincia) y mató en las calles y las casas a una docena de personas. Aunque comenzó la huida de muchos vecinos hacia localidades más seguras, el pueblo continuó bajo dominio republicano hasta el 29 de agosto, cuando lo tomaron, ya de manera definitiva, falangistas y guardias civiles de Cabra, al mando de los capitanes Ramón Escofet Espinosa y Francisco López Pastor.

La represión de los militares golpistas durante la guerra civil y la posguerra, según nuestras investigaciones, segó la vida de al menos 67 personas. De ellas, solo 31 aparecen inscritas en los libros de defunciones del Registro Civil de Nueva Carteya y Córdoba. La identidad del resto se pudo conseguir en 1985 a través del testimonio de Antonio Gómez Herencia (13 nombres más), otras informaciones orales y a los expedientes de la Prisión Provincial conservados en el Archivo Histórico Provincial de Córdoba, lo que ha permitido que hoy tengamos una idea aproximada (y mínima) del número de fusilados. Sin esa labor pionera de búsqueda y recopilación que llevó a cabo Francisco Moreno y a la que hemos acometido en la actualidad (frente a los partidarios del olvido y de no “remover el pasado”) es muy posible que esos datos se hubieran perdido para siempre, por lo que dentro de unos años cualquier historiador que se hubiera adentrado en la investigación de este tema llegaría a conclusiones erróneas y creería que las víctimas mortales de la represión franquista en Nueva Carteya fueron muchas menos de los reales.

No hay que olvidar que la propia administración judicial franquista llegó a silenciar los fusilamientos, y catalogaba a los asesinados como desaparecidos a los que por muchos motivos no interesaba registrar o se inscribían falseando la causa de la muerte u otros datos personales. Al no existir casi nunca consejos de guerra antes de los fusilamientos, pues esta práctica judicial no se generalizó hasta abril de 1937, tampoco hubo registro oficial de ejecuciones, ya que en teoría estas no se realizaban. De hecho, que sepamos, el único vecino que fue sometido a juicio durante la guerra fue el sargento comandante de puesto del cuartel de la Guardia Civil de Nueva Carteya, Fabián Rodríguez de la Calle, fusilado en Córdoba el 11 de diciembre de 1936 por no haber secundado el golpe militar. De este sargento se puede leer un magnífico artículo publicado por Antonio Merino Morales en la revista de feria de Nueva Carteya de 2014. Al igual que el sargento Fabián Rodríguez de la Calle, otros muchos vecinos de Nueva Carteya caerían fusilados por la Guardia Civil en Córdoba a finales del otoño de 1936 (por ejemplo, 11 el día 9 de diciembre y 17 el día 11) tras ser trasladados a la prisión de la capital.

El impacto de la represión resultó tan brutal que muchas familias no inscribían a sus seres queridos en el Registro por vergüenza o por temor a correr su misma suerte, de manera que nunca se producía el asiento si los familiares no lo intentaban, renunciaban a hacerlo ante las dificultades o emigraban de la localidad. En resumen, un porcentaje elevado de fusilados por los franquistas durante la guerra civil habría quedado sin registrar en muchos pueblos de Andalucía, y la gran mayoría de los que se inscribieron en los Registros Civiles se anotaron fuera del plazo legal, es decir, muchos años después de que hubieran sido asesinados. Con estos presupuestos, es evidente que nunca llegaremos a conocer el verdadero alcance numérico de la represión causada por los militares sublevados en Nueva Carteya. Sí sabemos que víctimas mortales de la represión republicana no hubo ninguna en la localidad.

Teniendo en cuenta la bibliografía publicada hasta el momento, hemos elaborado una lista con el nombre o el apodo de las víctimas de la guerra civil y de la represión franquista en Nueva Carteya. Incluye los nombres de 63 fusilados durante la guerra, dos fusilados en posguerra, un fallecido en prisión en posguerra, un muerto en el campo nazi de Mauthausen, 31 presos en la posguerra y 86 vecinos sujetos a  expedientes de incautación de bienes y de responsabilidades políticas. También añadimos los nombres de 18 combatientes republicanos muertos, desaparecidos e incapacitados en los frentes de guerra. El listado de todas estas víctimas se puede consultar en este enlace.

Por otro lado, adjuntamos otra lista con los nombres de 22 soldados del Ejército franquista fallecidos en los frentes de guerra, que se pueden visualizar en este enlace.

Fuentes sobre la guerra civil en Nueva Carteya:

  • Antonio Barragán Moriana, Control social y responsabilidades políticas, Córdoba (1936-1945), El Páramo, Córdoba, 2009, págs. 167-169, 170, 272, etc. En este libro aparece la relación de vecinos sujetos a expedientes de incautación de bienes y de responsabilidades políticas.
  • José Luis Cervero, Los rojos de la Guardia Civil. Su lealtad a la República les costó la vida, La esfera de los libros, 2006, págs. 115-117. En este libro se narra el consejo de guerra llevado a cabo contra el sargento comandante del puesto de Nueva Carteya, Fabián Rodríguez de la Llave, que fue condenado a muerte y fusilado el 11 de diciembre de 1936 en el cuartel del Marrubial de Córdoba.
  • Joaquín Gil Honduvilla, Militares y sublevación. Córdoba y provincia 1936, Muñoz Moya Editores, Brenes, 2012, págs. 164-165.
  • Francisco Moreno Gómez, 1936: el genocidio franquista en Córdoba, Crítica, Barcelona, 2008, páginas 207-212.
  • Manuel Morente Díaz, La depuración de la enseñanza pública cordobesa a raíz de la Guerra Civil, El Páramo, Córdoba, 2011. En las págs. 54-56 encontramos una pequeña historia de los tres maestros nacionales de Nueva Carteya fusilados en Córdoba: José González Cantillo, José Pérez Arenas y José Gómez Cárdenas.
  •  –Blog Disipar Tinieblas

Información (y poema) adicional

En julio de 2017, Antonio Aguilar, residente en Terrassa (Barcelona), que lleva años en contacto conmigo para esclarecer la muerte de su abuelo Antonio Caballero Cordón, vecino de Nueva Carteya y fusilado en Córdoba en diciembre de 1936, me envió este poema dedicado a su memoria. Su madre, ya fallecida, se realizó con 93 años la prueba de ADN a través del Programa de Identificación Genética de las personas desaparecidas durante la guerra civil y la dictadura, coordinado por la Generalitat de Cataluña, con la intención de poder identificar el cadáver en el caso de que se iniciaran las exhumaciones de las fosas comunes de los cementerios de Córdoba.

Manuel Hernández González, cabo de la Guardia Civil en Albendín en 1936

Nota previa: esta entrada del blog, revisada y ampliada, se ha publicado en formato libro en noviembre de 2014. El texto se puede leer en este enlace.

La rebelión contra la República comenzó en Córdoba sobre las dos y media de la tarde del 18 de julio de 1936, cuando el coronel Ciriaco Cascajo, al igual que el resto de comandantes militares de la II División, recibió en el cuartel de Artillería una llamada telefónica del general Queipo de Llano que le informaba del éxito de la sublevación en Sevilla y le ordenaba la declaración del estado de guerra en la ciudad. Durante la tarde y la noche los militares insurrectos tomaron los edificios públicos y los servicios de correos, telégrafos y telefónica, desde donde ordenaron a los cuarteles de todos los pueblos que proclamaran el bando de guerra, apresaran a las autoridades republicanas y ocuparan las Casas del Pueblo y los edificios municipales. Las llamadas de los rebeldes encontraron un amplio eco, pues se sublevaron 47 de los 75 pueblos de la provincia de Córdoba.

El teniente Pascual Sánchez Ramírez en la foto aparece con el grado de coronel).

El teniente Pascual Sánchez Ramírez (en la foto aparece con el grado de coronel).

En Baena, en la trama golpista jugó un papel decisivo el teniente Pascual Sánchez Ramírez, quien había servido en Marruecos y desde el Tercio de la Legión se había reintegrado en la Guardia Civil con el grado de teniente. El perfil de Pascual Sánchez se correspondía con el de otros muchos militares que apoyaron el golpe de Estado, del que eran vivos ejemplos los generales Francisco Franco, Emilio Mola o Juan Yagüe, o el coronel de Regulares Eduardo Sáenz de Buruaga, quien mandaría las tropas que tomaron Baena el 28 de julio de 1936, ya comenzada la guerra civil. Se les llamó “africanistas” porque habían prestado servicio de armas en las posesiones españolas de África y, en general, tenían sobrada experiencia en la aplicación de métodos represivos y violentos contra las poblaciones nativas. Herederos de la tradición golpista del Ejército español, estos militares compartían los mismos objetivos que los fascismos italiano y alemán: la destrucción del sistema democrático, el aplastamiento del movimiento obrero y la instauración de un Estado totalitario.

El Paseo y el cuartel de la Guardia Civil de Baena.

El Paseo y el cuartel de la Guardia Civil de Baena.

La sublevación se inició en Baena en la tarde noche del sábado 18 de julio, cuando se organizaron patrullas de guardias civiles y derechistas que ocuparon el ayuntamiento, el edificio de la telefónica y el Centro Obrero. A las 11 de la mañana del día 19, el teniente Pascual Sánchez Ramírez impuso el bando de guerra y se convirtió en comandante militar de la plaza. La resistencia al golpe se organizó con suma rapidez. Los obreros, entre los que predominaban los militantes anarquistas, declararon la huelga general y se apoderaron de las pocas armas que pudieron localizar en los caseríos que rodeaban la localidad. Sin armas y sin formación militar, se enfrentaron durante varios días a un auténtico ejército de 230 derechistas y guardias civiles fuertemente armados y atrincherados en unos 14 puestos de defensa en el centro del pueblo. El día 28 de julio los sublevados estaban próximos a sucumbir. La entrada desde Córdoba de una columna al mando del coronel Eduardo Sáenz de Buruaga dio un vuelco a la situación en las primeras horas de la tarde y provocó la desbandada general de los republicanos, que intentarían de nuevo la conquista del pueblo el 5 de agosto, cuando el general Miaja ordenó un ataque a Baena. No obstante, la orden de retirada recibida por los republicanos el mismo día 6 por la mañana permitió que Baena quedara ya durante los tres años de guerra en lo que entonces se llamaba “zona nacional”.

Baena tenía una aldea, Albendín, en la que existía un cuartel con seis guardias y un cabo comandante de puesto, Manuel Hernández González. Este, al producirse el golpe de Estado, en apariencia cumplió con las órdenes que le trasmitía su superior, el teniente Pascual Sánchez Ramírez, de manera que para apoyar la sublevación el 19 de julio por la noche se trasladó a Baena, donde permaneció concentrado junto a los guardias de Albendín. Sin embargo, de manera sorpresiva, el 23 de agosto el teniente Pascual Sánchez arrestó al cabo dentro del propio cuartel y envió al día siguiente una denuncia contra él a la Comandancia de la Guardia Civil de Córdoba, según se recoge en el sumario de su consejo de guerra que se conserva en el Archivo del Tribunal Militar Territorial II de Sevilla (causa 259/36, legajo 243, expediente 4.051).

Manuel Hernández González, cabo comandante de puesto del cuartel de la Guardia Civil de Albendín.

Manuel Hernández González, cabo comandante de puesto del cuartel de la Guardia Civil de Albendín.

En el escrito de denuncia, el teniente Pascual Sánchez indicaba que por “confidencias fidedignas que me merecen todo crédito de elemento civil y además por propia observación” había detectado que la conducta del cabo Manuel Hernández no correspondía “a un Cuerpo de su categoría y que viste un uniforme de un Cuerpo tan fiel y noble como el nuestro (…) y que en los distintos servicios que le fueron encomendados no desplegaba la actividad y el valor que en las circunstancias presentes se requieren”. Señalaba que el día 5 de agosto, cuando el general Miaja atacó Baena, en el edificio de la Sub-brigada Sanitaria Manuel Hernández aconsejó a los defensores que no disparasen con el fin de pasar desapercibidos, “con lo que mostró cobardía o sentimiento a [sic] herir al enemigo, con el que parece que simpatiza”. El teniente lo acusaba también de decir “que no se deben acatar más órdenes que las que emanen del gobierno legalmente constituido en Madrid”, de escuchar las noticias transmitidas por Unión Radio Madrid (en manos de los republicanos) y de ver “con desagrado” que sus subordinados escucharan las emisiones de Radio Sevilla o Córdoba (controladas por los militares sublevados) y leyeran ABC, Guión y “otros periódicos de significación derechista”. Por último, el teniente apuntaba que tanto Manuel Hernández como su esposa habían proferido frases como “aún no se sabe de quién será el triunfo, la bola anda en el tejado, la Unión Radio Madrid es la que dice la verdad” y otras por el estilo que “aminoran la moral de militares y civiles” y quitan “la fe ciega que en el triunfo de nuestra causa todos tenemos puesta”. Por estos motivos, al considerarlo “como individuo peligroso en esta plaza”, había decidido detenerlo y ponerlo a disposición del jefe de la Comandancia de Córdoba, quien trasladó la denuncia al teniente Manuel Cañas Montes para que recabara información de los hechos.

Fachada del cuartel de Albendín en 1940. Delante aparece el guardia Francisco Moreno Torres, su mujer y 10 de sus hijos (foto cedida por uno de ellos, Francisco Moreno Cubero).

Tras tomar declaración a varios testigos, guardias civiles y paisanos, el teniente Manuel Cañas Montes elaboró un acta en la que confirmaba las acusaciones que había vertido el teniente Pascual Sánchez contra el cabo Manuel Hernández, y añadía otras, como que sus amistades eran de izquierdas, que el día 19 de julio había respondido a los guardias que habían ido a trasmitirle que impusiera el estado de guerra en Albendín que “a lo que habían ido allí era a revolucionar el pueblo y que el movimiento era una rebelión contra el Gobierno constituido”, que había dejado alojada a su familia en Albendín con una familia de “significación extremista” en vez de trasladarla a Baena, y que había avisado a los directivos del Centro Obrero de Albendín para que huyeran antes de ser detenidos. Por todo ello, calificaba a él y a su esposa como “simpatizantes con el Frente Popular” –la coalición de republicanos e izquierdistas que había ganado las elecciones del 16 de febrero de 1936– y estimaba que “era peligrosa su permanencia en el cuerpo” de la Guardia Civil. En vista del informe, el comandante de Artillería y juez instructor de la causa, Juan Anguita Vega, el 12 de septiembre se ratificó en la culpabilidad del cabo y decidió su procesamiento, lo que fue aprobado por el auditor de guerra de la II División Militar. Sobre las acusaciones que se vertían sobre él, el cabo Manuel Hernández concluyó que eran “inciertas y que las atribuye a una venganza colectiva del puesto que él mandaba por haber desde el primer momento en que se hizo cargo del mismo obligado a todo el personal a sus órdenes a cumplir fielmente sus diversos cometidos dentro de la estricta ordenanza que él era el primero en cumplir”, y que creía no “haber tenido tibieza en el servicio por cuanto se le ha instruido un expediente de recompensa por la defensa del Ayuntamiento durante el primer asedio”.

La vista del consejo de guerra se celebró en Córdoba el 10 de mayo de 1937, a las 10 de la mañana, en la Sala Segunda de la Audiencia Provincial. El fiscal, Antonio Díaz Rodríguez, solicitó para Manuel Hernández la pena de muerte por “adhesión a la rebelión” mientras el defensor resaltó su hoja de servicios y pidió la absolución. Manuel Hernández rogó al tribunal, presidido por el teniente de Caballería Antonio Gómez Romero, que “meditase antes de dictar sentencia para no incurrir en error judicial dado lo irreparable de la pena solicitada”. Fue condenado a cadena perpetua, lo que suponía su expulsión de las filas de la Guardia Civil. Padeció cárcel durante casi seis años, hasta el 30 de mayo de 1942, cuando una revisión de la condena le permitió salir en libertad condicional.

El cabo Manuel Hernández fue víctima de lo que se ha denominado “justicia al revés”, que significaba que los golpistas que se habían rebelado contra la legalidad republicana juzgaban como rebeldes a los que habían permanecido fieles a ella. No obstante, se convirtió en un privilegiado al ser procesado, ya que durante 1936 y los comienzos de 1937 cualquier oposición al “Glorioso Movimiento Nacional” o cualquier infracción del bando de guerra se castigaban con el fusilamiento sin proceso judicial previo. En aquellas fechas, pocas víctimas pasaron por consejos de guerra –aunque estos juicios solían ser farsas sin garantías jurídicas para los acusados–, salvo los militares que no habían secundado el golpe de Estado o personas muy significadas.

Manuel Hernández se encontraba preso en los calabozos del cuartel de la Guardia Civil de Córdoba desde el día siguiente a su detención en Baena, el 23 de agosto de 1936. Comienza entonces a escribir unas cuartillas, “cual náufrago que en los postreros momentos de su vida deposita en el interior de una botella los angustiosos gritos de sus últimas llamadas”. En junio de 1942, al ser liberado, las mecanografía “sin quitar ni poner nada” de lo que había escrito con anterioridad. Las denomina Páginas Confidenciales y ocupan 23 folios. Al empezar a redactarlas en los calabozos, se lamenta de las numerosas dificultades que se interponían para hacerlo: lo “aventurado que es ‘decir lo que siente sin sentir lo que se dice’ en ciertos sitios”, el “estado depauperado” de su organismo, “el embotamiento mental del espiritualmente arrinconado entre tanta gente”, la carencia del “consuelo de un pecho amigo que recoja las quejas de su oprimido corazón”, o algo tan simple como la falta de libros y de una mesita para apoyarse al escribir. Según manifiesta en el preámbulo, el principal objetivo de sus páginas, que dedica a sus hijos como un “espiritual legado”, “es que me ‘sobrevivan’ y lleguen a manos de los míos si sucumbo antes de encontrarme entre ellos”.

La gran mayoría de sus páginas son reflexiones políticas, sociales y filosóficas –a veces muy enrevesadas y de carácter genérico–, y algunas poesías dedicadas a sus hijos (Guadalupe, Pilar, Maruja, Manolo y Pepín), no obstante también hay espacio para lamentarse de lo que él denomina “mi calvario”. Así, la noche de su detención en Baena la rememora, como una tragedia personal y familiar, de la siguiente manera: “Aquella noche de triste recordación, el edificio que levantara mi laboriosidad en el servicio, mis desvelos en el estudio, mi probidad en la conducta, y tantos años de esperanzas en lo que constituía el brillante porvenir de mi modesta carrera, se derrumbó en un segundo; y bajo los catastróficos escombros de mi desdichada suerte, vi aplastada también la suerte de los míos”.

El 19 de junio de 1937, Manuel Hernández dejó de pertenecer a la que él llama con afecto “institución querida”, al ser expulsado de la Guardia Civil por la sentencia del consejo de guerra. Al día siguiente lo sacaron de los calabozos del cuartel y tuvo que cambiar “un uniforme honroso y honrado durante 19 años, por el traje de paisano” –en la guerra y la posguerra los presos no usaban uniforme carcelario–, con el que fue ingresado en la Prisión Provincial de Córdoba aquella misma mañana. Permaneció allí solo seis días, hasta que el día 27 entró en la Prisión Central de El Puerto de Santa María. El traslado se explica porque el franquismo fomentó, como una forma de castigo añadido, que los reclusos cumplieran sus penas a cientos de kilómetros de sus domicilio (lo que se llamó «turismo penitenciario»). La lejanía desarraigaba al preso, le impedía el contacto con su familia y amigos, y dificultaba el envío de paquetes de comida, fundamentales para la supervivencia en aquellos años de miseria y escasez.

Manuel Hernández dedica los dos últimos folios mecanografiados de sus Páginas Confidenciales  a su recorrido penitenciario. Este apartado es el más interesante desde el punto de vista histórico, ya que hay referencias a sus padecimientos en las cárceles franquistas. A partir de este momento desaparecen sus inquietudes intelectuales, se encuentra derrotado física y moralmente, y solo escribe frases escuetas. Las necesidades primarias se imponen y la única obsesión, ante tanta hambre, es la comida. Su estancia en la prisión de El Puerto de Santa María, primero en el periodo de cuarentena en las celdas y luego su internamiento en las brigadas, la describe así:

Admirable período de observación en celda el de esta prisión. No sabe uno si es un hombre, o si se ha vuelto una fiera. Lo que sí sabe con certeza es que se halla enjaulado y que por entre los barrotes de la jaula le será entregado el plato con una ración de rancho tan ligero y exento de grasas que le evitará las molestias de una indigestión. Durante los veinte o treinta días que viene a constituir este periodo, no se puede hablar, echarse de día sobre el petate, leer, escribir –como no sea una tarjeta semanal–, pasear, ni fumar. Dormir, en los meses de verano, puede hacerse cuando empieza a clarear el día, que es cuando las chinches emprenden la retirada –paredes arriba–  después de haberle chupado a uno la sangre toda la noche. Después la salida de celda y el pase a brigadas, o sea grandes dormitorios con numeración correlativa, y la vida de patio, o lo que es lo mismo, que se sale al toque de diana de la brigada y no se vuelve a entrar en ella hasta el toque de retreta.

El 9 de agosto de 1938, junto a una numerosa expedición de quinientos presos, Manuel Hernández fue conducido la prisión de El Dueso, en Santoña (Cantabria), adonde llegó el día 11 y permaneció más de tres años. Aquí su situación empeoró de manera considerable, debido sobre todo al hambre, los parásitos, el hacinamiento, las humillaciones y la falta de atención médica. Hemos de tener en cuenta que en España el número de presos en 1940 alcanzó los 270.719, según las cifras aportadas por el propio Ministerio de Justicia. Para los internos en las cárceles, el hambre era una constante, con dietas hipocalóricas y menús basados en berzas forrajeras. Oficialmente la Dirección General de Seguridad no exigía que se administrara a los reclusos una ración diaria superior a las 800 calorías, cuando una persona inactiva necesita al menos 1.200 para sobrevivir. Surgieron enseguida la avitaminosis y las epidemias. Muchos presos que no tenían familiares que pudieran asistirles con envíos de alimentos estaban casi abocados a la muerte.

En 1941 las cifras de mortalidad de los reclusos se dispararon hasta cotas nunca conocidas en la historia penitenciaria española. Es lo que el historiador Francisco Moreno Gómez ha llamado “Auschwitz franquista”. En la cárcel de Córdoba, de los 3.500 o 4.000 presos existentes ese año, fallecieron 502 por tifus y hambre. En la de El Dueso, en un solo día, el 9 de enero de 1941, hubo 53 muertos de hambre, según el historiador Eutimio Martín, y los fallecimientos aquí eran diarios. Con ese panorama tan dantesco, Manuel Hernández se encontraba con el cuerpo “agotado (…) por las privaciones excesivamente prolongadas y acosado por la miseria, triste, infinitamente triste”. Junto al hambre, el frío se convirtió en otro de sus sufrimientos. Era obligatorio que los grandes ventanales de la prisión, colocados a la altura de alrededor de un metro del suelo de las salas, estuvieran abiertos de par en par día y noche durante todo el año, incluso en época de inclemencias meteorológicas, lo que causaba enfriamientos y enfermedades pulmonares que muchas veces acaban con la vida de los reclusos. Los fallecidos por enfermedades y hambre eran enterrados en un cementerio visible desde el penal, situado en la playa aneja de Berria, en el que Manuel Hernández fija su mirada en reiteradas ocasiones. Los años 1941 y 1942 hacen mella no solo en su cuerpo, sino en su estado de ánimo, cada vez más abatido y fúnebre, según podemos extraer de su relato:

El año 1941 va tocando a su ocaso. He pasado otra Nochebuena más en este Penal del Dueso. Mala para mí porque ni el paquete con algún extraordinario familiar ha llegado a tiempo.

La “brigada” en que estoy tiene un ventanal muy amplio con vistas al mar. Este mar Cantábrico de furioso oleaje, que parece tener como fin único avanzar sobre la playa, para arrastrar hacia el abismo el pequeño cementerio donde yacen los que deben su liberación a la muerte. La avitaminosis que a pasos agigantados va depauperando y restando fuerzas a mi organismo me hace temer un fin desastroso entre esta gente ingrata que no me quiere bien, y a la cual aborrezco con todas las fuerzas de mi corazón. ¡Y yo que lo creía incapaz de odiar!

Año de 1942. Día de Reyes, la noche que le sigue y el imborrable recuerdo de que hace dos años el simple hecho de acercarme a la ventana para satisfacer ineludible necesidad y el fusil disparado por el brutal automatismo de un centinela me hubieran costado la vida, al no detener y desviar la bala mi Ángel tutelar en forma de barrote de la ventana citada.

Quiero marchar de aquí. Quiero marchar de aquí, aunque sea sin perder la bochornosa calidad de preso en conducción, porque tengo frío, mucho frío, en esta isla apartada y neblinosa; y miedo de morir para ser enterrado en ese camposanto que las aguas de este enfurecido mar salpican, donde no puede uno tener ni la postrera ilusión de que su tumba florezca un día bajo las lágrimas de un ser querido (.) Por eso he solicitado –sin fuerzas apenas para sostenerme en pie– trabajar… en cualquier oficio, como ayudante de fragua, donde quiera que se me destine.

Manuel Hernández vio una salida a su penosa situación en el sistema de redención de penas por el trabajo, que las autoridades franquistas habían comenzado a aplicar en enero de 1939. Consistía en la explotación laboral del preso a cambio de un pequeño sueldo y de la rebaja del tiempo de prisión por día trabajado. Una de las modalidades de trabajos forzados eran las colonias penitenciarias militarizadas, y consiguió que lo destinaran a la 5ª Agrupación, que emplearía a 1.250 reclusos a partir de enero de 1942 en la reconstrucción de la academia de Infantería de Toledo. El 19 de enero salió, con varios más, en un viaje con diversas etapas hacia la Prisión Habilitada de Toledo, adonde llegó el día 30. El 2 de febrero recibió una “sorpresa inenarrable”: su condena se había revisado y se había reducido a 12 años, por lo que se empezó a formalizar el expediente de libertad condicional. El franquismo ya había iniciado en enero de 1940, con la creación de las Comisiones de Examen de Penas, un proceso de excarcelaciones, de concesiones de libertad vigilada y de indultos, debido entre otros motivos a la necesidad de mano de obra libre para la reconstrucción del país, a los importantes gastos que suponía el abultado número de presos y a la amenaza de colapso administrativo del organigrama judicial y penitenciario. El anuncio de que podría salir en libertad condicional, tras tantos años de presidio y padecimientos, llenó de inquietud e incredulidad a Manuel Hernández:

 ¿Será cierto? ¿No se tratará de una confusión de nombres? –me pregunto durante diez días seguidos–. Pasan días y más días, comiendo poco; y noches y más noches, durmiendo menos, unidos a la febril impaciencia de tales casos y a mi extrema debilidad, que me hacen temer que cuando la ansiada libertad llegue pueda ser tarde (…) Mi cuerpo se consume en la prisión, pero mi alma ya no está en ella. Vaga de aquí para allá, haciendo miles de proyectos con la erección de castillos que la ilusión crea y un recuento de posibilidades destruye, alternativamente.

La libertad le llegó el día 30 de mayo de 1942, cuatro meses después de que se la anunciaran. Antes de salir de la prisión escribió un par de párrafos de despedida, entre los que se encuentra este, en el que se define como un hombre con la conciencia limpia y como un patriota:

 No sé si terminará pronto mi vida; pero sí sé que cuando esto ocurra será fuera de esos antros ominosos en que ingratas convivencias contribuyeron a consumirla. Ni cuando antes entré, ni cuando ahora salgo, tenía ni tengo peso alguno en mi conciencia. Patriota era, y patriota soy (…) No llevo el corazón cargado de odios que lo empequeñecen, pero sí del más absoluto desprecio, tanto para los que han cercenado con su visible mala fe muy cerca de seis años del calendario de mi vida, como para los que durante el mismo tiempo hallaron gozo en mis amarguras.

 

Manuel Hernández, su mujer y sus hijos, en 1954. De izquierda a derecha, de pie, Manolo (guardia civil), Maruja, él y Pepín. Sentados, su esposa Pilar,Pilar (monja) y Guadalupe.

Manuel Hernández, su mujer y sus cinco hijos, en 1954. De izquierda a derecha, de pie, Manolo (guardia civil), Maruja, él y Pepín. Sentados, su esposa Pilar, Pilar (monja) y Guadalupe.

A primeros de junio de 1942, Manuel Hernández ya pudo reencontrase con su familia en el pueblo cordobés de Almodóvar del Río, adonde su mujer, oriunda de allí, se había trasladado con sus cinco hijos para buscar el amparo de sus padres. Según el testimonio, recogido en mayo de 2014, de su ya fallecida nuera, Ana Rodríguez Martínez, durante un tiempo padeció frecuentes cólicos, pues su organismo, golpeado por la falta de alimentos, soportaba mal una dieta normalizada. Para ganarse la vida, se dedicó a dar clases particulares (aunque era autodidacta, poseía una cultura muy elevada para la época), trabajó de escribiente en una empresa y se colocó como empleado de vías y obras de RENFE, en la estación sevillana de Los Rosales, situada en el municipio de Tocina. Su personalidad se volvió más introvertida, aunque siguió siendo muy cariñoso con los suyos, noble y ordenado. Se refugió en la lectura, en su afición a la música clásica y en sus retiros al campo. Murió en Almodóvar del Río el 7 de octubre de 1969, a los 75 años. Con la llegada de la democracia, su viuda, Pilar Muñoz Navas, solicitó en diciembre de 1977 al capitán general de la II Región Militar que le aplicaran a su esposo los beneficios de la Ley de Amnistía promulgada en octubre, lo que le fue concedido el 17 de enero del año siguiente.

Hoja manuscrita por Manuel Hernández en julio de 1958, en la que solicita la anulación de sus antecedentes penales.

Hoja manuscrita por Manuel Hernández en junio de 1958, en la que solicita la anulación de sus antecedentes penales.

Aparte de las 23 páginas que Manuel Hernández redactó en la cárcel durante sus casi seis años de cautiverio, escribió otras 24 a los pocos días de que lo liberaran, en junio de 1942. Fueron un enorme desahogo vital porque, a pesar de que se encontraba muy débil por las penalidades y el hambre, quería contar, cuanto antes y ya sin censura carcelaria, lo que él realmente había vivido desde su llegada a Albendín en enero de 1935 hasta que salió de la cárcel en mayo de 1942. Estas páginas, que también tituló Páginas Confidenciales, tienen un valor histórico extraordinario, pues aportan fechas, personajes y datos recogidos por un testigo presencial que conservaba una memoria muy precisa y cercana a los hechos. En estas nuevas páginas, Manuel Hernández se nos muestra con unos fuertes principios morales, fiel a la República y conocedor de que la sublevación del 18 de julio era un movimiento ilegal. Como miembro de las fuerzas de orden público y servidor de la ley, sabía que las autoridades militares regionales o provinciales legalmente no podían declarar el estado de guerra, pues eso iba en contra del artículo 42 de la Constitución de 1931 y del capítulo IV de la ley de Orden Público de 1933, que otorgaban con carácter exclusivo a la autoridad civil la declaración de los estados de excepción y prohibían cualquier suspensión de las garantías constitucionales no decretada por el gobierno de España. Por eso, no duda en calificar al golpe de Estado como “movimiento subversivo” y a sus seguidores como “rebeldes”. Era consciente, además, de que aunque la sublevación militar se producía con el pretexto de que había que evitar una supuesta revolución, lo que en realidad haría sería desencadenarla y romper la convivencia, y en eso no se equivocó.

Entre las informaciones más interesantes que aporta Manuel Hernández en estas nuevas Páginas Confidenciales se encuentran las relativas a la represión, aunque por desgracia no son las más detalladas. Las “instrucciones reservadas” previas que el “director” de la conspiración militar, el general Emilio Mola Vidal, había dado por escrito dos meses antes de la sublevación para que la acción golpista fuera en “extremo violencia” y para que se aplicaran “castigos ejemplares” encontrarían un amplio eco en Baena. Hasta ahora, en cuanto a crímenes masivos cometidos por los militares rebeldes conocíamos solo la matanza del día 28 de julio de 1936 en el Paseo, tras la entrada de las tropas del coronel Sáenz de Buruaga, cuando se asesinó con un tiro en la nuca a decenas de vecinos obligados a permanecer boca abajo en el suelo de la plaza. Pero según el testimonio de Manuel Hernández hubo otra masacre similar, que ignorábamos, en la mañana del día siguiente, en el mismo sitio y con los mismos parámetros, contra muchos de los que habían estado apresados en el edificio del ayuntamiento.

Como testigo de los hechos, pues casi llegó a participar en un fusilamiento, Manuel Hernández nos habla de que el cuartel de la Guardia Civil de Baena se convirtió en un “centro policíaco” donde se apresaba, se torturaba y se decidía sobre la vida y la muerte, sin necesidad de que intervinieran autoridades superiores que lo autorizaran ni de que se abriera una causa judicial previa para investigar las responsabilidades o los presuntos delitos de los que iban a ser asesinados. En los primeros meses de la guerra, los comandantes de puesto de la Guardia Civil, como el teniente Pascual Sánchez Ramírez, disponían de un nivel de autonomía muy amplio a la hora de ejecutar las instrucciones represivas y poseían la máxima autoridad en materia de orden público, sin tener que dar cuentas a nadie. Y en Baena no faltaron verdugos voluntarios entre militares, fuerzas de orden público y paisanos para colaborar en estas tareas. Con estos precedentes no es de extrañar, por tanto, y según mis investigaciones, que el número documentado de víctimas mortales de la represión franquista en Baena durante los tres años de guerra sea de 369 (una cifra mínima sujeta a futuras revisiones) en un pueblo que en aquella época tenía algo más de 23.000 habitantes, frente a las 99 vidas que segó la represión republicana. Por el momento, Baena, con al menos 447 muertos, es el cuarto municipio de la provincia de Córdoba en víctimas mortales causadas por el franquismo en guerra y posguerra, tras Córdoba capital, Puente Genil y Fuenteobejuna.

José María Herenas Guerrero, alcalde padáneo de Albendín, salvado por Manuel Hernández.

Mientras unos se dedicaban a matar, Manuel Hernández se jugó la vida por salvar a otros, como al alcalde pedáneo (José María Herenas Guerrero) y a la decena de directivos del Centro Obrero de Albendín, un pueblo a cuyos habitantes califica de “honrados, laboriosos y pacíficos” y a los que llena de elogios cada vez que los nombra. Es evidente que su inteligente actuación en la localidad y sus calculadas maniobras ante sus mandos superiores evitaron que Albendín sufriera la represión de los golpistas y se viera inmerso en un baño de sangre como el que padeció Baena en el trágico verano de 1936. La conducta humanitaria de Manuel Hernández en aquellos días estuvo movida por unos principios morales y políticos acentuados. Políticamente sabemos que era una persona de ideología republicana, lector del diario Ahora, un periódico que mantenía una línea de tono centrista moderado con la que comulgaba. De los valores morales que profesaba, cada cual puede sacar sus propias conclusiones tras leer sus Páginas Confidenciales.

Los escritos de Manuel Hernández, al igual que un par de fotos en las que aparece, me las facilitó en abril de 2014 su bisnieto, José Manuel Hernández Morales, que fue alumno mío en segundo de bachillerato y fue quien por primera vez me habló sobre su bisabuelo. Como de las páginas que escribió Manuel Hernández en la cárcel ya hemos dado cumplida referencia con anterioridad, a continuación solo reproducimos íntegras las que redactó al ser liberado en junio de 1942. Llevan notas al pie, elaboradas por mí, para ayudar a entender o explicar determinadas informaciones, muchas de ellas ya conocidas porque aparecen publicadas en mi libro Baena roja y negra. Guerra civil y represión (1936-1943). Las Páginas Confidenciales de Manuel Hernández González, en formato PDF, se pueden leer en este enlace.

INFORMACIÓN ADICIONAL 

  • El guardia civil que salvó a sus vecinos de Albendín de una muerte segura, artículo publicado por El Plural el 30 de enero de 2015.
  • Reseña del libro sobre Manuel Hernández González, redactada por Rafael Pimentel Luque, publicada en la revista oficial Guardia Civil, nº 860, diciembre de 2015.
  • Tras la publicación en formato libro de las Páginas Confidenciales de Manuel Hernández, la obra se ha presentado, con la colaboración de los respectivos Ayuntamientos, en Albendín (28 de diciembre de 2014), Baena (23 de febrero de 2015) y Almodóvar del Río (25 de febrero de 2015).
  • Con motivo de la presentación del libro en Almodóvar del Río elaboré, a partir de la bibliografía existente, un listado de víctimas de la represión en este municipio que puede consultarse en este enlace.
El autor, con la familia de Manuel Hernández González y el concejal de Cultura, en Almodóvar del Río, el 25 de febrero de 2015, en la presentación del libro sobre que recoge sus Páginas Confidenciales.

El autor (cuarto por la izquierda), con la familia de Manuel Hernández González (su nuera, Ana Rodríguez Martínez, ya fallecida, aparece al lado del autor) y el concejal de Cultura, Antonio Cobos (quinto por la derecha), en Almodóvar del Río, el 25 de febrero de 2015, en la presentación del libro que recoge sus Páginas Confidenciales.

Miguel Aceituno Jiménez: cartas, de Jaén a Rute, de un condenado a muerte en 1939

Miguel Aceituno Jiménez

Miguel Aceituno Jiménez

El jiennense Miguel Aceituno Jiménez trabajaba como tipógrafo y militaba en las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), nacidas en marzo de 1936 de la fusión de las Juventudes socialistas y comunistas. Al estallar la guerra, se alistó como voluntario en las milicias republicanas y el 26 de mayo de 1937 fue nombrado comisario de guerra del 2º Batallón de la 74 Brigada, según el Diario Oficial del Ministerio de Defensa. Su padre, Miguel Aceituno Tapia, jefe de personal de la Delegación de Hacienda de Jaén, se suicidó arrojándose por la ventana cuando recibió, debido a un error burocrático, la noticia del fallecimiento de su hijo en el frente. En las milicias entabló amistad con dos ruteños emigrados a Madrid: el capitán Avelino Ruiz Tenllado y el teniente Justo Rodríguez Rodríguez, esposo y novio, respectivamente, de las hermanas Dolores y Manuela Reyes Marín, quienes también eran de Rute y residían en la capital desde el año 1931. Miguel Aceituno contrajo matrimonio civil el 23 de agosto de 1937 con una hermana de su amigo Justo, María (a la que llamaba Maruja), de 22 años, hija de Leoncio Rodríguez Mangas, que había sido alcalde socialista de Rute durante el periodo del Frente Popular. Como Miguel estaba en el frente, Maruja se estableció en Jaén, y a finales de año se mudó a una casa alquilada en la viña de Berenguer, en Andújar, donde convivía con las hermanas Reyes Marín.

Durante los años 1938 y 1939 Miguel Aceituno estuvo destinado en Valencia, y allí le sorprendió el fin de la guerra como comisario político del partido comunista. En vez de regresar a Jaén, se dirigió con su mujer a Rute. Sólo llevaba dos días en el pueblo cuando lo denunció el falangista Agustinito “El Mellizo”, hermanastro de su amigo Avelino Ruiz Tenllado, pero tuvo la fortuna de que otro hermano de Avelino, Manolo, lo avisara la noche anterior, por lo que pudo huir con tiempo hacia el domicilio de su madre en Jaén, evitando así caer en las manos del teniente de la Guardia Civil Basilio Osado Labrador, comandante de puesto desde el verano de 1936, cuando la represión franquista segó la vida de al menos medio centenar de vecinos. Miguel nunca más volvió a ver a su esposa. En Jaén se presentó ante la autoridad militar, que decretó su ingreso en la prisión del convento de Santa Úrsula, donde también estaban internados su hermano Luis, oficial del ejército republicano, y su amigo Eloy Aldiga (vicesecretario de la Agrupación Socialista de Rute en 1930). Tras sufrir crueles torturas en la cárcel, lo sometieron a consejo de guerra el 17 de junio de 1939. El fiscal solicitó la pena de muerte, que fue aceptada por el tribunal del Juzgado Militar nº 4. Su hermana Rosario intentó conseguir el indulto por mediación del general José Antonio Martín Prats, para el que había trabajado de criada, aunque sin éxito. Desde el convento de Santa Úrsula, Miguel Aceituno fue trasladado a la prisión provincial y de allí lo sacaron para fusilarlo a las 11 de la noche del 15 de noviembre de 1939. Tenía 24 años. Según testimonio de la familia, aunque este dato no lo hemos podido comprobar, después de su ejecución se recibió la notificación de su indulto.

Sentados, Mª Antonia Rodríguez Ruiz y su esposo Leoncio Rodríguez Mangas. De pie, sus hijos María (Maruja) y Raimundo. En el centro, el pequeño Miguelín, hijo de María y de Miguel Aceituno Jiménez.

Sentados, Mª Antonia Rodríguez Ruiz y su esposo Leoncio Rodríguez Mangas, alcalde socialista del Frente Popular en Rute. De pie, sus hijos María (Maruja) y Raimundo. En el centro, el pequeño Miguelín, hijo de María y de Miguel Aceituno Jiménez. La foto está realizada en la posguerra.

Mientras Miguel Aceituno estuvo preso su esposa Maruja sufrió su calvario particular, aunque ella nunca se lo contó ni la censura se lo hubiera permitido. En Rute, le impusieron de castigo asistir a misa los domingos y limpiar todas las mañanas las letrinas del cuartel. Como se negaba a hacerlo, cada día el teniente Basilio Osado y una pareja de guardias civiles la traían desde su casa, siempre por el camino más concurrido, para que la viera la gente del pueblo. Llegó a oponer tal resistencia que incluso tenían dificultades hasta para trasladarla a rastras por lo que, de escarmiento, al día siguiente le daban aceite de ricino para que «expulsara el comunismo del cuerpo». Cuando llevaba tres años y dos meses soportando estas vejaciones, Maruja enfermó de tuberculosis. Entonces, presentó un certificado médico del doctor Alfonso Trujillo, fechado el 3 de julio de 1942, con el que consiguió que la dispensaran de realizar la limpieza en el cuartel, pero hubo de seguir cantando el Cara al sol todas las tardes y asistir a misa de 12 los domingos. Maruja trabajó de peluquera y bordadora; y nunca se volvió a casar. Murió en 1999 en Madrid, a donde había emigrado con su hijo desde Rute en 1961.

Juan José Rodríguez Rodrígez, hermano de Maruja, fusilado el 18 de agosto de 1936

Juan José Rodríguez Rodríguez, hermano de Maruja, fusilado el 18 de agosto de 1936.

Miguel Aceituno dejó huérfano a su único hijo, Miguelín, quien me contó la historia de su padre y me cedió una copia de las cartas que escribió desde la cárcel cuando él apenas tenía 1 año de edad. Las 14 cartas abarcan desde el 14 de abril de 1939 –octavo aniversario de la proclamación de la II República española– al 11 de noviembre del mismo año, cuatro días antes de que lo fusilaran. Todas van destinadas a su esposa Maruja, menos una que remite a su suegro (aunque se dirige a él como padre), Leoncio Rodríguez Mangas, quien había sido alcalde socialista del Frente Popular en Rute desde el 23 de marzo de 1936 hasta el golpe de Estado. Un hijo suyo, Juan José Rodríguez Rodríguez, secretario del PSOE local, había sido fusilado el 18 de agosto de 1936 por unos falangistas.

En su correspondencia, Miguel Aceituno mostraba en principio una cierta confianza en la promesa de Franco de que quien no tuviera las manos manchadas de sangre no tendría nada que temer. Poco a poco asumió con resignación y con amargura, pero también con entereza y en ocasiones triste ironía, que la realidad se dirigía por otros derroteros, como veremos a través de sus propias palabras. La colección de cartas de Miguel Aceituno aparece publicada en la segunda edición de mi libro Desaparecidos. La represión franquista en Rute (1936-1950), editado por el Ayuntamiento de Rute en 2007 (páginas 143-165). A continuación se reproducen, por orden cronológico, algunos párrafos de esas cartas, ya que son un ejemplo fidedigno de las circunstancias que vivieron miles de españoles que acabaron condenados a penas de muerte en la posguerra.

-Ayer he hecho mi declaración ante el Sr. Juez y me comunicaron el auto de procesamiento. Los informes recogidos por ahí sobre mí parece ser que son muy buenos. Sólo me acusan de haberme marchado voluntario a las milicias, de haber pertenecido a las JSU antes del movimiento y por el cargo que he tenido en el Ejército rojo. Pero como es natural no pueden acusarme de haber cometido el menor delito común o cosa parecida. Así que como ya te he dicho otras veces espero con la mayor tranquilidad que se celebre el juicio, que ya espero no tarde mucho (…). Así que tú tampoco tienes por qué apurarte, sino al contrario debes alegrarte pues muy pronto se aclarará mi situación y todo quedará mejor de lo que os figuráis. Claro que con esto no quiero decirte que te hagas ilusiones insensatas y creas que dentro de unos días voy a estar en la calle. Nada más lejos de mi ánimo que quererte comunicar alegrías infundadas que cuando se desvanecen amargan más que las peores penas. Pero sí debe quedarte la satisfacción de que se pondrá en claro la conducta honrada y humana que por mi parte he observado siempre, y con la cual siempre podremos presentarnos con la frente alta en todos sitios y con todos los regímenes. Así que recobra tu tranquilidad, y en lo posible tu alegría, y ten la seguridad de que nada me puede ocurrir y que aunque me condenen a más o menos años, llegará el día en que nos podamos reunir para siempre, cosa que ansío y que constituye toda mi ilusión y me felicidad. (5 de junio de 1939)

-Mi madre de una forma o de otra se las arregla para que nada me falte. No puedes figurarte hasta donde llega su sacrificio, pues su vida entera sólo la dedica a mí y a cuanto pueda necesitar. A pesar de su entereza la pobre sufre tanto que está desconocida y parece como si le hubieran echado encima 20 años. Lo único que sentiría sería no poder pagarle sus inmensos desvelos (…) En cuanto al retrato de nuestro Miguelín (…) La abuela dice que es mi retrato de cuando pequeño y sé que lo tiene horas enteras entre las manos y llora mucho ante él. (…) Sé que personas muy influyentes, militares y civiles de Jaén, se están interesando por mí; pero también debo decirte que hay otros que quieren hacerme daño, y entre este estira y afloja me encuentro yo, impasible, esperando ver quién puede más, si Caín o Abel, aunque todos y yo también esperamos que Abel (aunque sólo sea por una vez en la historia) venza a Caín. (29 de agosto de 1939)

-Yo quisiera que te convencieras de que no se trata de llorar estos momentos, ni mucho menos. El que llora sus penas es porque se arrepiente de sus obras. Y tú sabes demasiado que ni tú ni yo tenemos de qué arrepentirnos, pues ningún hecho delictivo hemos cometido. Por lo tanto, al no tener de qué arrepentirnos no (tenemos) por qué derramar una lágrima de arrepentimiento. No hemos atentado contra nuestra Religión ni contra nuestra patria. Sino al contrario, nunca, nosotros dos, ni en los periodos más difíciles del régimen rojo hemos olvidado los deberes que nos enseñaron nuestros padres. Por esto, aunque hoy pasamos por una situación difícil, a pesar de todo, en lo que respecta a mí, las autoridades no han podido menos que reconocer esto, y en este reconocimiento que todos han hecho de las cosas cifro mis esperanzas de que no ocurrirá nada irreparable, y si por desgracia ocurre me iré tranquilo de no haber hecho nada de que tenga que arrepentirme. Así que como te digo antes no hay por qué lagrimear, ni por qué mostrarnos llorosos ante nadie. Aceptemos las cosas tal como se presentan, confiemos en Dios, en nuestra honradez y en la justicia pero mantengámonos siempre serenos y tranquilos. Borra las lágrimas de tus ojos y que no vuelvan a aparecer. (2 de octubre de 1939)

-Supongo que habrás leído en la prensa que con motivo del “Día del Caudillo” han sido concedidos muchos indultos y que se rebajará la pena impuesta a los que no sean responsables de delitos de sangre, y como yo no estoy mezclado en absoluto en esa clase de delitos, sino que sólo tengo los cargos que he tenido en la guerra, esto es un factor más que me favorece. Así que tiene que venir muy mal el asunto para que no se arregle lo mejor posible. Aunque sin hacerme muchas ilusiones que a lo mejor la realidad derrumba, creo que gracias a la generosidad de Franco en su día podemos tener algunas esperanzas y creer que no ocurrirá nada irreparable. Pero, como otras veces te he dicho hay que hacerse el ánimo a todo, y si vienen las cosas mal a aguantarse y soportar la mala suerte. (4 de octubre de 1939)

-Aunque no hace muchos años que me conoces, tú sabes que a mí siempre me ha considerado la gente como una persona muy buena; y aun mis mayores adversarios políticos (que son los únicos que he tenido) han dicho de mi siempre: “Sí, tiene ideas un poco izquierdosas, pero es muy buena persona”. Y así siempre, desde muy pequeño. Claro, tanto decirme siempre la misma canción termina uno por aburrirse, y no gustarle tanta bonanza, pues termina uno por parecer tonto de parecer tan bueno. Así que cuando algunas veces (muy pocas) le decían a uno pillo o pícaro, o algo así por el estilo, no puedes figurarte lo ancho que me ponía y cuánto me agradaba. Pero figúrate cuán agradable sería mi sorpresa cuando un día se me encara un señor y me dice “V. es un revolucionario terrible, V. es una mala persona” etc. etc. Créeme que sentí interiormente una sensación satisfactoria y me dije: “Por fin, por fin he encontrado a alguien que me tome en serio, y creo que la verdad soy muy malo”. Miré a aquel señor, esbozando una leve sonrisa, como diciéndole “Muchas gracias, acaba V. de hacerme un hombre, pues hasta ahora sólo he sido un buen chico”. Y como la felicidad en la tierra dura muy poco, el señor, como comprendiéndome, y no queriendo que mi satisfacción durara mucho termina por decirme: “No se ría, me he informado y sé que usted no es nada de eso que le he dicho, pero es necesario que siga siendo tan buena persona como hasta ahora y…” etc. etc. Figúrate cual sería mi desilusión al ver que ni aun ahora que he sido condenado a la última pena he podido ser considerado como un mal individuo, pues hasta en mi expediente era “es persona de buenos antecedentes y conducta, pero de ideas izquierdistas muy acusadas”. Así que mis viejas ilusiones hasta última hora han fracasado. Está visto que tendré que morir siendo bueno, y esta es mi mayor desgracia. (20 de octubre de 1939)

-Acabo de recibir la tuya del 22 por la que veo te agrada escriba en plan humorístico, pero no creas que ello es debido a que sepa nada sobre mi negocio, sino que es que por lo regular aquí estamos siempre de buen humor. Sobre todo ahora que todos los domingos nos habla el padre cura y nos dice que a pesar de todos nuestros pecados es muy probable que la justicia humana nos perdone, pero que si no fuera así, de todos modos Dios nos perdonará y subiremos al cielo. Así que aunque hay un refrán que dice que la confianza mata al hombre, nosotros estamos confiados y tranquilos, pues de cualquier forma estamos seguros de que por lo menos en la otra vida seremos felices. (29 de octubre de 1939)

-El asunto está muy próximo a resolverse y creo que será bien resuelto dentro de lo que cabe. (11 de noviembre de 1939, 4 días antes de que lo fusilaran).

Miguel Aceituno Rodríguez (en el centro, con una carpeta en la mano), en la inauguración de un monumento a las víctimas de la represión franquista en Rute (18 de julio de 2006).

Miguel Aceituno Rodríguez (situado en el centro, con una carpeta en la mano), en la inauguración del monumento a las víctimas de la represión franquista en Rute (18 de julio de 2006).

Cuando me entregó la correspondencia, Miguel Aceituno Rodríguez me advirtió que no encontraba la última carta que había redactado su padre. El 2 de mayo de 2013 me escribió para enviármela y me adjuntó un escrito en el que aportaba nuevos datos sobre esta historia. Los últimos escritos de Miguel Aceituno Jiménez llevan fecha del 11 de noviembre de 1939, cuatro días antes de que lo fusilaran. Ese día mandó al menos dos cartas. Una, que ya conocíamos, a su mujer, Maruja. La otra, inédita hasta el momento, va dirigida a su suegro Leoncio Rodríguez, y en ella habla con gran entereza de su “traslado”, que es la manera eufemística de llamar a su muerte. Publicamos aquí parte del mensaje que me envió Miguel Aceituno Rodríguez junto a la carta de su padre, la transcripción de la misma y una copia en formato original.

Extracto del mensaje de Miguel Aceituno Rodríguez:

No sé si te acuerdas de que te decía que en las cartas de mi padre faltaba una, quizá la más importante, la que envió a mi abuelo cuatro días antes de ser fusilado. Esa carta por fin ha aparecido. Cuando la he leído de nuevo es tal como yo la recordaba. Pensaba que ya estaba curado de todo lo que he vivido, sin embargo esta carta me ha removido todos los recuerdos de mi madre. Sé que ella no la conoció hasta unos años más tarde, pero si a mí 75 años después me invade esta tristeza, pienso en lo que sería para ella.

La carta en sí es algo impresionante: la aceptación que hace de su injusto destino, así mismo el encargo que hace a mi abuelo para que a mi madre le haga la vida más fácil y que encuentre la felicidad que se merece, que él no pudo darle. En ese momento tenía 24 años.

Por algunas de las cartas sabrás que mi madre no pudo ir a verle en los seis meses que estuvo en la cárcel. El teniente Basilio Osado no se lo permitió y la amenazó con meterla en la cárcel si salía de Rute. Mi padre siempre le contestaba a su deseo de ir que de ninguna manera fuera a verle porque cuando se marchara sería muy duro para él. Los dos se mentían mutuamente. Mi madre no podía ir a verle, sin embargo le decía que lo haría para animarle. Ella nunca le contó el calvario de condena que tenía de ir al cuartel todos los días a limpiar las letrinas y mi padre no quería que le visitara porque desde los primeros interrogatorios que sufrió quedo desfigurado y posiblemente no llegaría ni a reconocerlo.

Esto de mi padre lo he sabido cuando al cabo de los años encontré a su familia. Me contaron que en la prisión también estaba su hermano Luis, hecho que yo sabía, y este era quien les informaba de lo que allí pasaba y los escarnios a que sometían a mi padre. El ensañamiento con él fue tal que un día su hermano se cruzó en un pasillo de la cárcel con cuatro guardianes que llevaban a un preso sin conocimiento y ensangrentado y no conoció a  su hermano. Cuando comentó en el patio lo que había visto y le dijeron que era su hermano, salió corriendo a la enfermería pero no lo dejaron entrar.

Transcripción de la última carta de Miguel Aceituno Jiménez:

P.P. [Prisión Provincial] Jaén 11-11-39

Mi querido padre Leoncio: Como ya digo a Maruja mi mayor deseo es que el recibir esta se encuentren bien todos Vdes., yo sigo bien por aquí.

Le dirijo estas líneas para decirles que de un día a otro estoy esperando se solucione mi asunto. Seguramente que para cuando deba contestar a la suya próxima ya estará arreglado. Y la realidad es que no tengo gran confianza en que se arregle bien. Caso de que sea así, de que se arregle lo mejor posible, se lo comunicaré en cuanto lo sepa y de lo contrario me iré donde ya han trasladado a la mayoría de mis amigos y compañeros.

Ya sé que no tengo que decirles que miren por Maruja y nuestro hijo, pues Vdes. lo harán sin que yo tenga que pedírselo, y por eso me voy completamente tranquilo. Procuren darle a mi Miguelín una educación adecuada, conforme a la situación y criterio de Vdes. Y si algún día Maruja quiere formar un nuevo hogar digno de ella, no se lo estorben, sino al contrario, ayúdenle en ello. Por lo demás estén tranquilos, pues hasta el último minuto sabré ser lo que he sido siempre; crean que en verdad todo esto no me afecta gran cosa.

No digan a Maruja nada de esto hasta que sepan con certeza que me han trasladado.

Reciban todos Vdes. Muchos abrazos de su hijo que no puede olvidarlos nunca.

Miguel.

Carta en formato original:

ULTIMA CARTA DE MI PADRE

Documentación de interés:

Carta escrita en enero de 2007 por Miguel Aceituno Rodríguez a su abuelo Leoncio Rodríguez Mangas, alcalde socialista del Frente Popular en 1936 en Rute, con motivo del cincuenta aniversario de su fallecimiento. Se puede leer en este enlace.

Hechos y perspectiva histórica de la guerra civil en Baena

PORT BAENA ROJA Y NEGRA

El 28 de julio de 1936 se produjo en Baena uno de los hechos más trágicos de la guerra civil en la provincia de Córdoba. La entrada de una columna militar sublevada, al mando del coronel Eduardo Sáenz de Buruaga, originó una matanza en las calles y en el Paseo que tuvo como respuesta el asesinato de los presos que los republicanos mantenían como rehenes en el convento de San Francisco. En noviembre de 2008 publiqué un libro, que se centraba en estos temas y en otros ocurridos en el pueblo durante la contienda: Baena roja y negra. Guerra civil y represión (1936-1943). En 2013, en esta entrada del blog traté de aportar la nueva información (testimonial, documental y bibliográfica) que había surgido desde entonces. Solo cinco meses después salió la segunda edición de mi libro sobre Baena, en la que ya incluí de manera detallada parte de lo publicado aquí. Por ello, he decidido reelaborar los contenidos originales de esta entrada, manteniendo los testimonios de los familiares de las víctimas de la represión que me llegaron a través del correo electrónico antes de que apareciera la segunda edición del libro. Para situarse en el entorno histórico de los hechos que narran las familias, resulta imprescindible la lectura previa de este texto titulado «La represión en Baena durante la guerra civil y la posguerra«, donde hay una visión de conjunto sobre lo sucedido en el pueblo en guerra y posguerra.

Entre los testimonios recibidos sobre Baena, Antonio Ramírez de las Morenas (por desgracia ya fallecido) me envió desde Barcelona un escrito muy valioso y detallado, una auténtica joya para un historiador. Siendo niño presenció, junto a su hermano Rafael y a su madre, cómo los falangistas y la Guardia Civil entraron en su domicilio y al ver dos retratos de los militares Fermín Galán y García Hernández (fusilados por su implicación en el fracasado levantamiento republicano de 1930) obligaron a la dueña de la casa, su abuela, que estaba semiparalítica, a que se los comiera. Me informó también de que la edad de su padre José Ramírez Melendo cuando fue asesinado el 28 de julio en el Paseo era de 44 años y no de 54, con lo que existe una equivocación en el Registro Civil. Además, su tío Francisco de las Morenas Molina murió fusilado el 28 o 29 de julio de 1936 y no aparece inscrito en el Registro Civil, al igual que ocurre con su primo Antonio de las Morenas Lara, fallecido en el frente. Otro tío, hermano de su padre, Andrés Ramírez Melendo, de 41 años, era cabo de la guardia municipal. Al encontrarse enfermo, no se reintegró al servicio hasta el día 31 de julio. Al presentarse, el teniente Pascual Sánchez Ramírez le ordenó que volviera a su casa y se pusiera el uniforme. Cuando regresó, le pegó un tiro sin mediar palabra (de acuerdo con el testimonio que le trasmitió a su viuda José Ávalo, testigo del hecho, que no pudo hacer nada para evitar su muerte). Su tía Victoria de las Morenas Molina sufrió escarnio público, pues le raparon el pelo y la obligaron a tomar aceite de ricino. Su delito había sido enarbolar la bandera republicana en una manifestación tras la victoria del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1926. Antes, le habían fusilado el 29 de julio de 1936 a su hijo Francisco Pérez de las Morenas, de 26 años, tampoco inscrito en el Registro Civil.

La madre de nuestro informante, Carmen de las Morenas Molina, tras el asesinato de su marido José Ramírez Melendo, quedó al cuidado de sus tres hijos menores (los dos mayores, Vicente y Francisco Ramírez de las Morenas huyeron a zona republicana y se alistaron como soldados). Para poder subsistir, trabajó de limpiadora por la mañana en el café El Ideal, donde iban los piquetes después de los fusilamientos a emborracharse y escenificar lo que acababan de ejecutar. La dueña del bar, al percatarse de la situación, se apiadó de ella y cuando llegaban los matarifes, para que no los viera, la entraba a las estancias interiores. Cuando terminó la guerra, regresaron sus dos hijos mayores, Vicente y Francisco. Vicente estuvo preso en un campo de concentración en Alicante. Francisco regresó con una herida de bala en la cabeza. Las curas las recibió en su casa, pues un practicante amigo, por temor a que lo detuvieran, le recomendó que no fuera a la Casa de Socorro. Había huido de Baena el 29 de julio de 1936, tras haber estado buscando en el cementerio el cuerpo de su padre entre la pila de cadáveres carbonizados y recibir la noticia de que habían matado a toda su familia. Tenía 14 años en 1936, así que mintió sobre su edad para conseguir servir en el cuerpo de carabineros de la República. Antonio Ramírez de las Morenas me señaló también en su testimonio que, a pesar de que yo recojo en el libro un informe del comandante militar que calificaba la escuela del maestro Pavón Gónzález como “anti-patriota y anti-religiosa e inmoral”, este profesor era “muy querido y preciado entre los jóvenes de Baena, se dedicaba a enseñar a leer y escribir y las cuatro reglas lo más correctamente posible. Las clases las daba en su casa a última hora de la tarde para que pudieran asistir los jóvenes después de su jornada laboral, y por lo visto su labor fue muy efectiva”. En contraposición me cita al maestro Fernando de la Torre, apodado “El Carlista”, que sacó a los niños a la calle para pedir el fusilamiento del líder anarquista José Joaquín Gómez Tienda, el Transío, que fue ejecutado en junio de 1939.

Antonio Bazuelo Alarcón, fusilado en 1936.

Antonio Bazuelo Alarcón, fusilado en 1936.

Alberto Bazuelo Jabalquinto, desde Valencia, me envió la historia de su abuelo Antonio Bazuelo Alarcón. Era guarda rural y había denunciado a un señorito porque una piara de cerdos de su propiedad se había metido en una finca ajena. Tras el golpe de Estado, un capataz del señorito lo reconoció mientras hacía guardia en el castillo, así que fue detenido. Podría haber huido la noche en que lo trasladaban en un camión junto a otros presos, según le contó a la familia en la posguerra uno de ellos, que consiguió escapar saltando. Él se negó alegando que no había cometido ningún delito y que por ello no le harían nada. El destino del camión era el cementerio, donde lo fusilaron con sus compañeros en una fecha indeterminada según la familia, pero que el Registro Civil sitúa el 19 de agosto de 1936.

Mariano Ortega Bazuelo, bisnieto del fusilado Antonio Bazuelo Alarcón, citado en el párrafo anterior, a través del testimonio que a lo largo de su vida le legó su tía abuela Rosario Vallejo Amo, realiza unas aportaciones muy interesantes sobre la muerte de su bisabuela Rafaela Amo Arrabal (madre de Rosario) y de varios de sus familiares. Vivían en una calle que desembocaba en la calle Tinte desde la calle Cantarerías de la Fuente de Baena. Era la primera zona por la que entraron las tropas sublevadas de la columna del coronel  Sáenz de Buruaga el 28 de julio de 1936. Al escuchar los disparos huyeron a resguardarse en una casa de la calle Llaneta. En el camino hacia la casa mataron a Félix Vallejo Amo, hijo de Rafaela, y junto a un pairón cercano a la calle Llaneta a la propia Rafaela Amo, que llevaba en brazos a su hija menor de tan solo unos meses, Concha. A la casa consiguieron llegar el marido de Rafaela (Manuel Vallejo), la hija mayor, Rosario, de 20 años, que llevaba en sus brazos a otra hermana de cerca de dos años, y el resto de los hermanos (menos uno, Manolo). Estuvieron todos refugiados durante unas horas, hasta que amainaron los disparos. Entonces pudieron salir y rescatar a Concha, que se encontraba en el suelo al lado del cadáver de su madre y que a consecuencia de la caída quedó sorda de un oído. Volvieron a refugiarse en la casa de la calle Llaneta, pero las otras personas que estaban allí escondidas temían que los lloros continuos de la niña los delataran a todos, por lo que debieron regresar de nuevo a su casa. Allí habían quedado los padres de Manuel Vallejo, que al ser ancianos no habían podido huir y se habían escondido en una cueva al final del patio, donde los hallaron muertos de un tiro en la cabeza. La casa se la encontraron saqueada.

A otro hijo de Rafaela, Manolo Vallejo Amo, lo apresaron aquel 28 de julio de 1936, al igual que a otros cientos de vecinos. Su hermana Rosario pidió ayuda al señorito con el que trabajaba de criada para que intercediera por él. Se dirigieron a la cárcel y al que sacaron fue a su tío Francisco Vallejo Amo, de iguales apellidos. Ella tuvo que decir que él no era a quien buscaban. Liberaron entonces al hermano, al que dieron el pañuelo sellado que lo avalaba. A lo largo de su vida, Rosario “se justificaba una y otra vez al contarlo con lágrimas en los ojos, pues tuvo que condenar a su tío para salvar a su hermano, pero no podía hacer otra cosa, el señorito sólo había intercedido por uno”. A este Francisco Vallejo Amo lo cito en mi libro como hijo de Rafaela, aunque en realidad era hermano de su marido. Para colmo de males, también cayó asesinado un hermano de Rafaela, José. Aquel 28 de julio, el cadáver de Rafaela lo retiraron del medio de la calle “como si fuera un perro” y allí permaneció hasta que lo llevaron al cementerio.

José Alba Rosales, teniente del Ejército republicano.

José Alba Rosales, teniente del Ejército republicano.

José Alba Gálvez, desde Vélez-Málaga, me mandó copia de unos documentos relativos al proceso judicial de su padre, José Alba Rosales, fallecido en 1987. En su carta, José Alba Gálvez me señala que la historia de su padre en su casa era un “tema tabú”, “del que no se hablaba”, hasta la aprobación de la Ley 37/1984, que reconocía derechos y servicios prestados a quienes durante la guerra civil habían sido miembros de las fuerzas armadas republicanas. Con el testimonio de su padre y la búsqueda de documentación supieron que había sido militante de la CNT, soldado republicano desde agosto de 1936 y miembro del XIV Cuerpo del Ejército Guerrillero, conocido popularmente como “Niños de la Noche”. En el segundo semestre de 1938, José Alba Rosales ingresó en la Escuela Popular de Guerra de Paterna y alcanzó el grado de teniente. Prestó servicios a partir de entonces en Valencia, y una de sus últimas misiones fue escoltar a altos mandos del Gobierno republicano hasta Cartagena para exiliarse. Al acabar la guerra lo encarcelaron en Valencia, pero pudo huir y regresó a Baena andando o como polizón en trenes. Intentó pasar desapercibido hasta que lo detuvo la Guardia Civil debido a una posible delación de un excompañero de Valenzuela. Tras ser juzgado, lo condenaron en octubre de 1939 a reclusión perpetua, una pena conmutada por 20 años de reclusión en 1943, y fue indultado en marzo de 1948. Durante esos años sufrió prisión en Castro del Río, Córdoba, El Puerto de Santa María y Barbastro, y fue sometido a trabajos forzados en un destacamento penal en Noales (Huesca), de donde salió en libertad condicional en julio de 1943.

Mariano Padillo Pavón, combatiente contra los nazis en la II Guerra Mundial.

Mariano Padillo Pavón, combatiente contra los nazis en la II Guerra Mundial.

Manuel Padillo Moreno, residente en Valencia, me llamó para contarme que también entre la lista de las personas que aparecían en mi libro se encontraban su padre Mariano Padillo Pavón y su tío Miguel, pero la burocracia franquista erró en su edad y en su identificación, ya que los denomina Juan y Francisco. Mariano, de 26 años, huyó de Baena con su mujer, sus tres hijos, su madre y sus hermanos y se refugió en Castro del Río. Junto a sus hermanos Miguel y José, todos anarquistas, se alistó en el Ejército republicano (otro hermano, Domingo, aún era muy pequeño). Mariano cayó preso de los franquistas y lo internaron en el campo de concentración de prisioneros de guerra de Miranda de Ebro (Burgos), de donde consiguió escapar y reintegrarse en las filas republicanas. Tras la huida, volvió a encontrarse con su familia, a la que trasladó a Valencia y luego a Alcoy (Alicante). Cuando a finales de enero de 1939 se produjo la caída de Barcelona y la consiguiente desbanda hacia Francia de cientos de miles de personas, Mariano cruzó la frontera y fue internado en un campo de concentración, mientras su hermano José, con el que había compartido unidad militar, decidió quedarse en España (fue fusilado en Baena el 22 de junio de 1939). El Gobierno francés ofreció a los antiguos combatientes republicanos que permanecieron en Francia enrolarse en Batallones de Marcha (tropas auxiliares del ejército galo), en las Compañías de Trabajadores Extranjeros –unidades militarizadas de unos 250 hombres mandadas por oficiales franceses– en las que se debían encuadrar obligatoriamente todos los varones de entre 20 y 48 años y que llegaron a acoger a 80.000 españoles, o en la Legión Extranjera, cuerpo en el que se alistó Mariano Padillo y alrededor de seiscientos refugiados españoles que fueron trasladados a Argelia y terminarían luchando a favor de los aliados durante la II Guerra Mundial. Al acabar la guerra, permaneció en el exilio en Francia toda su vida.

StanbrookExiliados acabaron también Manuel y Antonio Soriano López, de la familia conocida con el apodo de los Capacheros, de 32 y 30 años en 1939, según el testimonio de Paul Herrera, nieto de Antonio y residente en Saint Gely du Fesc (Francia). Los dos hermanos habían luchado como soldados del ejército republicano y Antonio, que alcalzó el grado de sargento en la 210 Brigada Mixta, consiguió sobrevivir a dos heridas de bala en la cabeza que le supusieron la pérdida de un trozo de cráneo. Paul Herrera me envió varias fotos de su abuelo Antonio, otra del carguero inglés Stambrook en el que huyeron desde el puerto de Alicante, y un escrito enviado el 2 de abril por el capitán del barco, Archibald Dickson, al periódico londinense The Sunday Dispacht, donde narra cómo se produjo la evacuación y cuál era la situación de los refugiados en ese momento. A finales de marzo de 1939, los puertos de la costa levantina se convirtieron en la última esperanza para los que querían huir de España. El 28 de marzo, cuatro días antes de que acabara la guerra, miles de personas aguardaban en los muelles de Alicante, sin embargo el puerto se encontraba bloqueado por la armada franquista y la aviación alemana, lo que impidió la llegada de los barcos contratados por el gobierno republicano para facilitar la evacuación.

Antonio Soriano López y su hija Antonia (segunda por la derecha).

Antonio Soriano López, exiliado en Argelia, y sus hijas Annie y Antonia (primera y segunda por la derecha).

El Stambroock consiguió evitar el cerco y zarpar con entre 2.638 y 3.028 personas a bordo, superando con creces su capacidad, lo que le obligó a navegar escorado y por debajo de la línea de flotación. El barco llegó a Orán (Argelia) en la tarde del 29 de marzo y quedó anclado en el puerto, con sus pasajeros hacinados, sin poder entrar en los muelles hasta el 6 de abril. Solo se permitió el desembarco de mujeres y niños, mientras los varones hubieron de permanecer a bordo. Unos quinientos pasajeros fueron internados en un campo de concentración y el resto solo fue liberado el 1 de mayo tras el pago a las autoridades de 170.000 francos a través del SERE, el organismo republicano de ayuda a los refugiados controlado por el gobierno en el exilio de Juan Negrín. Antonio Soriano López vivió en Argelia hasta su independencia en 1962, cuando hubo de trasladarse junto a cientos de miles de refugiados a Francia. Allí falleció en 1989. Tras la muerte de Franco, visitó a sus familiares en varias ocasiones en Barcelona, donde se habían asentado.

Teresa 1

Teresa Soriano López (fila inferior, quinta por la derecha) en la prisión de Málaga.

La familia de los Capacheros, adepta a la CNT, sufrió de lleno la represión franquista. Fueron encarcelados los padres, Ana López y Francisco Soriano. En cuanto a los hijos, Antonio y Manolo se exiliaron, como hemos señalado en el párrafo anterior; Francisco murió luchando en las posguerra en la guerrilla antifranquista en Obejo el 18 de agosto de 1940; y acabaron en prisión Carmen, José (interno en El Puerto de Santa María en 1938), Tomás (condenado a 14 años de cárcel) y Teresa Soriano López. Esta, con 19 años, se había refugiado durante la guerra en las localidades cordobesas de Castro del Río y Cañete de las Torres, en Alcoy (Alicante) y Granátula (Ciudad Real). Gracias a la documentación que nos ha aportado desde Montgat (Barcelona) su hijo Manuel Padilla Soriano sabemos que la apresaron el 25 de abril de 1939 en Baena, donde pasó seis meses en la cárcel de la Plaza Vieja hasta que fue trasladada a Córdoba y juzgada en consejo de guerra el 24 de octubre. La condenaron a 30 años, de los que más de cinco estuvo interna en la prisión del Instituto Geriátrico Penitenciario de Málaga. Obtuvo la libertad condicional el 24 de diciembre de 1945 y la definitiva el 28 de agosto de 1964. Por el testimonio y la documentación aportada por el hijo de Teresa he conocido que en la cárcel de Baena su madre compartió celda con Manuela Porcuna Jiménez, de 18 años. Las dos aparecen en mi libro como personas de las que los jueces militares piden informes a partir de 1938, pero no como presas, que es lo que en verdad fueron. Son casos similares al de José Alba Rosales, que he citado con anterioridad, y ejemplos de las limitaciones que ofrece la documentación de la Administración franquista a la hora de estudiar el verdadero alcance de la represión en lo que se refiere al número de presos y fusilados, ya que muchos de ellos no aparecen en la documentación que hemos podido localizar hasta el momento.

Felipe Priego Jiménez y su esposa Guadalupe Valenzuela García.

Felipe Priego Jiménez (fusilado el 22 de junio de 1939) y su esposa Guadalupe Valenzuela García.

Desde Leganés (Madrid), una extensa y emotiva carta de Mari Carmen Priego Benito, plagada de sentimientos y recuerdos, me permitió conocer los detalles de la vida de los familiares de su abuelo, Felipe Priego Jiménez, el Pescadero, de 29 años y de ideología socialista, tras su fusilamiento el 22 de junio de 1939 en Baena. Su viuda, Guadalupe Valenzuela García, sufrió el expolio de sus bienes (dinero, joyas, cubertería de plata), pues era una familia acomodada. Murió en 1943, a los 37 años, y los tres hijos huérfanos (Cecilia, Manuel y Ana) se repartieron entre sus tíos en una época de calamidades y miserias en la que la supervivencia era muy difícil.

José Lara Díaz, asesinado el día 28 de julio de 1936 en el Paseo.

José Lara Díaz, asesinado el día 28 de julio de 1936 en el Paseo.

Carmen Gómez Lara, residente en Zaragoza, me advirtió que su abuelo José Lara Díaz, de 43 años, asesinado en el Paseo el 28 de julio de 1936, trabajaba como empleado de banco y no de campesino, que es la profesión que se le atribuye erróneamente en el libro de defunciones del Registro Civil. También me informó de que además de asesinarlo detuvieron a dos de sus hijos, que fueron liberados gracias a que su mujer había sido madre de leche de una hija de don Fernando, un señorito que medió para que los soltaran.

En una extensa y amena conversación, en marzo de 2013 Pedro Alcalá me indicó que en mi libro nombraba a su tío Nicolás Alcalá Espinosa como víctima de la represión republicana sin aportar más información, salvo que murió en otra localidad. Eso se explica porque su tío no está inscrito como fallecido en el Registro Civil de Baena, y su nombre y apellidos, sin ninguna alusión a su relevancia política, aparecen solo en una ocasión en los siete informes oficiales sobre víctimas de la violencia republicana que se conservan en el Archivo Histórico Municipal. Por fortuna, la carencia de datos he podido subsanarla en parte. Nicolás Alcalá era doctor en Derecho por la Universidad Central de Madrid. Aprobó las oposiciones a notaría en 1910 y consiguió plaza en los años veinte en Madrid, donde estableció su residencia. Allí perteneció a la tertulia del filósofo Ortega y Gasset y visitaba con asiduidad la Institución Libre de Enseñanza, ya que su hermano Pedro estudiaba en la Residencia de Estudiantes. Militó en la Derecha Liberal Republicana y fue vocal de la Comisión Jurídica Asesora que colaboró en la redacción del proyecto de Constitución de 1931. Como propietario agrario ejerció de presidente de la Asociación Nacional de Olivareros y participó en diversos congresos y reuniones patronales. Entre noviembre de 1933 y enero de 1936 fue diputado por Jaén del Partido Republicano Radical. En las Cortes participó en las comisiones de Agricultura y Reforma Constitucional, e intervino en varios debates parlamentarios, casi siempre sobre asuntos económicos o relacionados con problemas agrarios. Para las elecciones a Cortes de febrero de 1936 intentó repetir candidatura en Jaén, pero se opuso la derechista CEDA, que iba en coalición con los radicales en esa provincia. Tras el golpe de Estado, fue apresado en Madrid, internado en la checa de la calle Marqués de Riscal (dependiente de la 1ª Compañía de enlace del Ministerio de la Gobernación) y asesinado el 19 de septiembre de 1936, cuando tenía 51 años. El nombre de Nicolás Alcalá Espinosa aparece en la Causa General, el extenso proceso de investigación iniciado en 1940 y terminado veinte años después por el Ministerio de Justicia franquista para recoger por escrito la represión republicana.

Miguel González Jiménez, fusilado el 26 de agosto de 1936.

Miguel Ángel Lara González, desde L´Hospitalet de Llobregat (Barcelona) me envió, junto a un mensaje animoso y cordial, la foto de su abuelo, el campesino Miguel González Jiménez, fusilado el 26 de agosto de 1939 en Baena, aunque por desgracia no me pudo aportar más datos biográficos sobre su pasado.

El día 31 de julio de 1936 el teniente Pascual Sánchez Ramírez, comandante militar de Baena, organizó una columna de apoyo con víveres y municiones a la Guardia Civil de Luque, que se había sublevado el día 18, había apresado a algunos obreros y dominaba la localidad. Sabemos que en Luque el teniente repitió la misma táctica represiva que había usado en Baena. Ordenó sacar a los presos que la Guardia Civil tenía en su poder desde el día 18 y los fusiló en la plaza del pueblo. En la página 20 del libro Memorias de un luqueño. La vida de Ángel Marchena se relata este hecho. Ángel Marchena tenía 11 años entonces. A pesar de su corta edad, había sido apresado en venganza por la huida de su padre a zona republicana y en la cárcel veía como “sacaban gente que no volvía”. La llegada del teniente a la cárcel de Luque, donde él se encontraba prisionero, la narra de la siguiente manera:

“Vimos que entraba el teniente de la Guardia Civil de Baena, Pascual Sánchez creo que se llamaba… y con una pistola ametralladora nos amenazaba gritando que nos iba a matar a todos. Recuerdo que con una voz ronca decía: Esta mañana he matado a doscientos y ahora a los que aquí estáis… Pero gracias a las mujeres de los guardias civiles de Luque que se hincaron de rodillas ante el criminal del teniente nos salvamos… pero aquel asesino había venido a matar y no se conformó, así que ordenó que sacaran a unos pocos. Desde aquella noche volvieron a repetir la operación cada dos o tres semanas y, en cada una de las sacas se llevaban a ocho o diez personas… No recuerdo los nombres de aquellos hombres, pero todavía hoy tengo muy presentes sus caras”.

Por último, las víctimas ocasionadas por la represión franquista en Baena siguen aumentando debido a la aparición de nuevas fuentes escritas y orales, algo que no ocurre con las víctimas de la represión republicana, ya que éstas se anotaron en los libros de defunciones de los registros civiles, según una Orden de 29 de abril de 1940, como «asesinados por los rojos» y «muertos gloriosamente por Dios y por España». Hemos encontrado algunas referencias más, aunque imprecisas, a la matanza causada en las calles y el Paseo tras la entrada de las tropas de Sáenz de Buruaga el día 28 de julio. En el libro, Apuntes para una historia silenciada. Luchas campesinas en Andalucía: Almedinilla durante la guerra civil, de Ignacio Muñiz Jaén, se recogen los testimonios de dos personas (páginas 67 y 74-75). Una, Rafael Malagón «El Mocho», de Almedinilla, consiguió huir de un camión en el que trasladaban desde la cárcel de Priego a varios presos para fusilarlos en Monturque. Se dirigió a Baena y se acercó «a un cortijo donde había una mujer y unos muchachos, y [ella] me contó lo que había ocurrido allí. Por lo visto habían entrado los moros y habían matado a no sé cuántos…». La otra persona, José Moreno Salazar, que vivía en Bujalance, narra que «una noche la calma se acaba cuando llega un grupo de refugiados procedentes de Baena, distante 15 kilómetros de Bujalance. Demacrados, el espanto reflejado en sus rostros, cuentan que han salvado la vida por los pelos. Los fascistas han fusilado en un rato a más de 100 obreros en la plaza del pueblo».


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